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La Cristiandad Extraviada

Capítulo 2 - La Naturaleza Humana: Esencialmente Mortal

Introducción

El estudiante de la Biblia encontrará que en nada se halla la cristiandad tan desviada como en la creencia común sobre la naturaleza del hombre. Preguntemos qué es lo que la Biblia enseña sobre el tema, y al obtener la respuesta, descubriremos que está en armonía con la respuesta de la naturaleza, otro gran testigo de Dios. Nuestro argumento podrá dar la impresión de tener tendencias irreligiosas, pero estamos seguros de que tal impresión desaparecerá de la mente de aquellos que pueden distinguir entre el capricho intelectual y la ferviente convicción sostenida por razones lógicas definidas. La proposición que mantendremos (y pedimos su atenta consideración de la evidencia que la apoya) le parecerá sorprendente al principio: La doctrina de la inmortalidad del alma es una doctrina falsa, que impide que el creyente comprenda la verdad respecto a la obra y enseñanza de Cristo.

Consideremos primeramente la teoría universal referente a la naturaleza humana. Dicha teoría enseña que el hombre es esencialmente un ser espiritual, inmaterial e inmortal, que vive dentro de un cuerpo material dotado de los órganos necesarios para la manifestación de su «yo» interno, invisible e indestructible en este mundo externo y material. El cuerpo físico no se considera esencial para la identidad o existencia del hombre. Se entiende que su «yo» propiamente dicho subsiste en la entidad inmaterial o chispa divina llamada alma o espíritu. Los miembros que componen el cuerpo son considerados como cosas que el hombre utiliza en la misma manera que un mecánico utiliza sus herramientas: son las agencias externas por cuyo medio se ejecutan los mandatos del «hombre interno.» Las cualidades mentales, tales como razón, sentimiento y estado de ánimo, se consideran como los atributos de la «esencia» espiritual que se supone constituye al hombre. Se admite, por supuesto, que el cuerpo se deriva materialmente del «polvo de la tierra,» pero se cree que la «esencia» ha venido de Dios mismo, que en realidad es una parte de la Deidad misma, una chispa o partícula que se desprendió de la naturaleza divina y que tiene inteligencia y existencia independiente del organismo corpóreo con el cual está asociada. En conformidad con esta creencia, se considera que la muerte no afecta la existencia del hombre. Se le considera sencillamente como la destrucción del organismo material, que libera al hombre inmortal e intangible de la esclavitud de esta «envoltura mortal,» y despojado de ella, se va volando a las regiones espirituales, para felicidad o miseria eternas, según hayan sido sus acciones en el cuerpo.

Ahora bien, en oposición a esta creencia, mostraremos que según las Escrituras, el hombre está desprovisto de inmortalidad en todo sentido; que es una criatura de sustancia organizada que subsiste por el poder vivificante de Dios, que él comparte con toda criatura viviente bajo el sol; que sólo se disfruta de esta vida durante un breve período de unos setenta años poco más o menos, al final de los cuales la entrega a Aquel de quien la recibió; y el hombre regresa al polvo, de donde originalmente vino, y desde entonces deja de existir. Semejante afirmación podrá parecer sorprendente para la susceptibilidad religiosa común, pero exige una investigación. Nuestra tarea es examinar la evidencia bíblica.

¿Que Dice la Biblia?

Cuando recurrimos a las Escrituras, cuya voz es de más peso que las falibles deducciones de la filosofía, ¿qué es lo que encontramos? Encontramos una completa concordancia con los hechos naturales del caso. Primeramente, y lo más asombroso de todo (como parecerá a aquellos que piensan que la Biblia enseña la inmortalidad del alma), está el hecho de que no se encuentran en ninguna parte de la Biblia aquellas frases comunes que se usan para expresar la doctrina popular. Términos como «alma eterna,» «alma inmortal,» «inmortalidad del alma,» que con tanta frecuencia se hallan en los labios de los maestros religiosos, son expresiones que no se encuentran en toda la Escritura, desde Génesis hasta Apocalipsis. Cualquiera se convencerá rápidamente sobre este punto recurriendo a una concordancia bíblica, si no está familiarizado con las Escrituras. ¿Cómo hemos de explicar este hecho? Todas las enseñanzas esenciales de la Escritura son claras, inequívocas y enfáticas. La existencia de Dios y su poder creador; sus propósitos con respecto al futuro; el mesiazgo de Jesucristo; el objetivo de su misión en la tierra; la doctrina de la resurrección; están todas presentadas en forma tan clara como el lenguaje puede expresarlas; pero de la doctrina de la inmortalidad del alma no hay la más leve mención. Este hecho está reconocido por eminentes teólogos, pero no parece sugerirles que tal doctrina es ficticia. Argumentan lo contrario y afirman (o al menos sugieren) que la razón por la cual la Biblia pasa por alto la doctrina de la inmortalidad humana es porque es tan clara que no necesita enunciarse. Esta conclusión deja mucho que desear. Sería mucho más apropiado sugerir que el silencio de las Escrituras sobre el asunto tiene un significado precisamente opuesto. Si hemos de creer en la inmortalidad del alma sin evidencia bíblica, basándonos en una simple suposición de que se sobreentiende, ¿no podríamos sostener de la misma manera cualquier doctrina por la cual tenemos simpatía? ¿No sería más lógico dudar de una doctrina no enseñada por Dios, y someterla al más riguroso examen? Este es el punto de vista adoptado en la presente obra; y hallaremos que el proceso dará por resultado el completo derrumbamiento de la doctrina. La Biblia no guarda silencio sobre el problema, aunque no dice nada sobre la inmortalidad del alma. Provee evidencia clara y conclusiva de la total mortalidad del hombre.

Sin embargo, algunos tal vez no estén convencidos de que la doctrina de la inmortalidad del alma no está mencionada en las Sagradas Escrituras. Recordando el constante uso de la palabra «alma,» posiblemente estén dispuestos a considerar que la inmortalidad de ella está aprobada y respaldada de una manera que hace innecesaria su enunciación formal. Para el beneficio de los tales, es apropiado considerar el uso que se hace en las Escrituras de la palabra «alma,» a fin de descubrir su significado.

La palabra «alma» es la traducción al castellano del vocablo hebreo néfesh (en el Antiguo Testamento) o del vocablo griego psiqué (en el Nuevo Testamento). En su sentido original, «alma» significa simplemente una criatura que respira, sea hombre o bestia, sin ninguna referencia a su naturaleza ni a la duración de su existencia. Este hecho está notablemente ilustrado en la traducción adoptada por nuestros traductores en los primeros capítulos del Génesis, donde tanto las bestias (Génesis 1:20, 21, 24) como Adán mismo (Génesis 2:7) son llamados «seres vivientes» (en hebreo néfesh jayá, es decir, «almas vivientes»: ver 1 Corintios 15:45). El vocablo néfesh, «alma,» se emplea para expresar diversas ideas que tienen como significado fundamental la acción de respirar para vivir. Se aplica a personas en el siguiente ejemplo:

«Tomó, pues, Abram a Sarai su mujer, y a Lot hijo de su hermano, y todos sus bienes que habían ganado y las personas [hebreo néfesh «las almas»] que habían adquirido en Harán; y salieron para ir a tierra de Canaán.» (Génesis 12:5)

En otro caso típico se aplica a animales:

«El que hiere a algún animal [néfesh] ha de restituirlo, animal [néfesh] por animal [néfesh].» (Levítico 24:18)

El mismo vocablo también se utiliza para representar los pensamientos, el estado de ánimo o la vida misma de una persona. El alma puede tener hambre (Proverbios 19:15), ayunar (Salmos 35:13), quedar satisfecha con el alimento (Proverbios 13:25), ser estrangulada (Job 7:15), descender al sepulcro (Job 33:18, 22, 28, 30), donde permanece en silencio (Salmos 94:17), y subir del sepulcro (Salmos 30:3). Nunca se describe como algo inmortal o inmaterial. El vocablo original ocurre en el Antiguo Testamento alrededor de 700 veces y en el Nuevo Testamento como 180 veces; y entre toda la diversidad de formas en que se traduce, es imposible descubrir algo que se aproxime a la creencia popular. Se traduce como «alma» 416 veces, como «persona» o «vida» otras muchas veces, y también como «animal,» «corazón,» «ánimo,» «alguno,» «ser,» «cadáver,» «cuerpo,» «deseo,» «voluntad,» «apetito.» En ningún caso se dice que es inmortal, sino lo contrario. No sólo se le representa como capaz de morir, sino como sujeta a la muerte por naturaleza. El salmista declara en Salmos 22:29 que el hombre «no puede conservar la vida a su propia alma,» y en versículo 20 del mismo salmo, ruega a Jehová diciendo: «Libra de la espada mi alma.» En Salmos 56:13 David da gracias a Dios, diciéndole: «Porque has librado mi alma de la muerte.» Finalmente, Ezequiel 18:4 declara: «El alma que pecare, ésa morirá.»

Debemos tomar en cuenta otra diferencia entre la enseñanza bíblica y la opinión popular. A todos nos es conocido el valor que se le atribuye a la supuesta alma inmortal. Frecuentemente oímos exclamar: «¡Oh, cuán valiosa es un alma humana! ¡Mundos incontables no se le pueden comparar!» Pero no encontramos nada de eso en las Escrituras; la opinión bíblica es totalmente opuesta. Por ejemplo, Santiago dice:

«¿Qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece.» (Santiago 4:14)

Y el salmista declara:

«Oh Jehová, ¿qué es el hombre, para que en él pienses, o el hijo de hombre, para que lo estimes? El hombre es semejante a la vanidad; sus días son como la sombra que pasa.» (Salmos 144:3, 4)
«Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo. El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más.» (Salmos 103: 14-16)

Y lo más expresivo de todo, Isaías afirma:

«He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas…Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es.» (Isaías 40:15, 17)

Existe solamente un pasaje que parece un poco diferente a esto, el cual es el siguiente:

«Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?» (Marcos 8:36, 37)

Frecuentemente se cita este pasaje en justificación del sentimiento popular; pero en seguida se comprobará que las palabras no describen el valor absoluto de la vida del hombre, sino simplemente el valor que tiene para el hombre mismo. Expresan el principio de que un hombre que sacrifica su vida para obtener algo que al morir no podrá poseer ni disfrutar, comete la más grande locura. ¿Insistirá alguno que el pasaje citado se refiere al «alma inmortal» de la creencia popular? Entonces recuérdese que el mismo vocablo griego psiqué que en este pasaje se traduce «alma,» en el versículo anterior se traduce «vida,» de modo que si lo tradujéramos «alma inmortal» se notaría inmediatamente lo absurdo:

«Porque todo el que quiera salvar su alma inmortal, la perderá, y todo el que pierda su alma inmortal por causa de mí y del evangelio, la salvará.» (Marcos 8:35)

Qué terrible paradoja representaría esto para las personas que se afierran a la doctrina tradicional. Pero al comprender la palabra «alma» conforme al sentido que se le da en las Escrituras, percibiremos la belleza de la idea y la preciosidad de la promesa. Aquel que está dispuesto a sacrificar su vida en este siglo antes que negar a Cristo y rechazar su verdad, será recompensado con una vida más preciosa en la resurrección; mas el que renuncia a la verdad para proteger sus mezquinos intereses mortales, quedará excluido de la bendiciones de la vida venidera.

La raíz de todo el asunto está en Génesis, donde se nos proporciona un relato de la creación del hombre. Los términos usados aquí no están de acuerdo en absoluto con la creencia popular, sino que coinciden enteramente con el concepto expuesto en este estudio:

«Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser [hebreo néfesh «alma»] viviente.» (Génesis 2:7)

Aquí se nos dice que Adán fue hecho del polvo, y lo que resultó fue el ser llamado hombre. «Pero,» dice un oponente, «eso sólo se refiere a su cuerpo.» Podemos decir que se refiere a todo lo que nos imaginemos. Esta clase de afirmación carece de valor. No hay nada en este pasaje ni en ningún otro de las Escrituras que indique la distinción popular entre el hombre y su cuerpo. La organización corpórea se llama aquí hombre. Claro está, no tenía vida antes de la inspiración del aliento de vida; sin embargo era hombre. La vida fue añadida para dar al hombre existencia viviente. La vida no era el hombre; era algo fuera de él, procedente de una fuente divina y que se infundió en el maravilloso mecanismo preparado para recibirlo. «Sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser [alma] viviente.» Este versículo se cita frecuentemente para probar la doctrina común; o mejor dicho, se cita erróneamente, porque por lo general se interpreta «y sopló dentro de él un alma viviente»; pero en realidad establece lo contrario. ¿Qué cosa llegó a ser un «alma viviente»? Pues el ser formado de polvo. Por lo tanto, si el uso de la frase «alma viviente» prueba la inmortalidad e inmaterialidad de alguna parte de la naturaleza humana, tal prueba se refiere al cuerpo, porque fue eso lo que llegó a ser un «alma viviente.» Pero, por supuesto, eso sería absurdo. La idea expresada en el pasaje que estamos tratando es sencilla y racional, es decir, que el ser previamente inanimado fue hecho un ser o alma viviente cuando recibió vitalidad. Pero no recibió inmortalidad, pues aunque llegó a ser un alma viviente, no se dice que se convirtió en un ser «eterno» o «inmortal»; aunque sin duda habría seguido viviendo si el pecado no hubiera traído la muerte.

Pero, con todo lo que Adán podría haber sido en su constitución original, se promulgó el decreto de que dejara de ser; que volviera al estado de inexistencia del cual había surgido por medio de un poder creador; que muriera. Y esto constituye la más grande refutación que podría adelantarse acerca de la inmortalidad del hombre. Se le dijo a Adán que en el día que comiera del árbol prohibido, ciertamente moriría (Génesis 2:17). Cualquier duda acerca del significado de esta sentencia es aclarada por los términos en los que se enunció cuando el hombre desobedeció:

«Por cuanto…comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él…Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.» (Génesis 3:17-19)

Decir que esta sentencia se refiere sólo al cuerpo del hombre y que no afecta su existencia personal, es jugar con las palabras. La personalidad a la que se dirigen estas palabras es obviamente inseparable del cuerpo del hombre: «Polvo eres.» ¿Qué podría ser más enfático? «Al polvo volverás.» Estas palabras prueban conclusivamente que es la personalidad del hombre, o en todo caso su base indispensable, la que pasa por la disolución. Abraham expresa el siguiente punto de vista:

«He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza.» (Génesis 18:27)

Este es el concepto que Abraham tiene de sí mismo; algunos de sus amigos modernos lo habrían corregido: «Padre Abraham, estás equivocado; tú no eres polvo y cenizas, sino sólo tu cuerpo.» Sin embargo, la creencia sencilla de Abraham es más digna de confianza que «la sabiduría [filosófica] de este mundo,» que Pablo califica de «insensatez para con Dios» (1 Corintios 3:19).

Pablo apoya a Abraham, diciendo en cuanto a su concepto de sí mismo: «Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien» (Romanos 7:18), y nos dice en general: «Que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas» (Colosenses 2:8), contra las cuales debemos guardarnos de una manera especial en este asunto. Santiago 1:9, 10 añade este testimonio:

«El hermano que es de humilde condición, gloríese en su exaltación; pero el que es rico, en su humillación; porque él pasará como la flor de la hierba.»

Lo cual es como una reiteración de las palabras de Job 14:1, 2:

«El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece.»

Luego vienen las palabras de Salomón, el más sabio de los hombres:

«Dije en mi corazón: Es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe, y para que vean que ellos mismos son semejantes a las bestias. Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo.» (Eclesiastés 3:18-20)

La persona que cree en la inmortalidad del alma se impacienta ante la declaración «ni tiene más el hombre que la bestia.» Al principio, imagina que procede de una pluma menos autorizada que la de Salomón; la califica de detestable; sin embargo, está allí en la Biblia misma, con inequívoco énfasis, como una arrolladora condenación del lisonjero dogma que exalta la naturaleza humana para igualarla con la Deidad.

Conclusion

De este modo, las Escrituras se combinan con la Naturaleza para declarar que el hombre es una criatura frágil y mortal, que aunque lleva la imagen de Dios y sobresale entre las criaturas por su poder intelectual y por la grandeza de su naturaleza moral, no obstante se desenvuelve bajo una maldición que lo precipita a un fin designado en el sepulcro.

Es de suma importancia que se reconozca esta verdad. Es imposible discernir el plan de la verdad bíblica mientras se tenga un error fundamental sobre la naturaleza del hombre. Se hallará que la doctrina de la inmortalidad del alma es el gran error del siglo, el inmenso engaño que se desparramó sobre todo el pueblo como un velo, el gran obstáculo para el progreso del verdadero cristianismo. Verdaderamente, las palabras no pueden describir adecuadamente el daño que esta doctrina ha causado. Ha dejado la Biblia incomprensible y ha promovido la incredulidad por ser incompatible con los rasgos históricos y morales de la Escritura. Ha quitado la vitalidad de la religión al destruir su significado y vestir el tema con un misterio que no le corresponde. La ha despojado de su vigor y la ha reducido a algo afeminado que los hombres de mente robusta repudian y dejan de un lado, y sólo los sentimentales y románticos le prestan atención. Arrojémosla a los topos y murciélagos y aceptemos humildemente la evidencia de los hechos y el testimonio de la palabra infalible de Dios.

Robert Roberts

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