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La Cristiandad Extraviada

Capítulo 1 - La Biblia: Qué es y Como Interpretarla

Introducción

«Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina…y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas.» (2 Timoteo 4:3, 4)
«Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos.» (Hechos 20:30)

«…habrá entre vosotros falsos maestros…Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado.» (2 Pedro 2:1, 2)

«…probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo.» (1 Juan 4:1)

«Y su palabra carcomerá como gangrena.» (2 Timoteo 2:17)

«…pues por tus hechicerías fueron engañadas todas las naciones.» (Apocalipsis 18:23)

«¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido.» (Isaías 8:20)

Que la cristiandad se ha desviado del sistema de doctrina y práctica establecido por los esfuerzos de los apóstoles en el primer siglo, es un hecho reconocido por hombres de muy diferentes maneras de pensar. El incrédulo lo afirma sin temor, el partidario de la iglesia lo admite sin avergonzarse, y toda clase de hombres comunes son de la opinión de que sería una desgracia que fuera lo contrario.

El incrédulo, al mismo tiempo que se regocija por tal situación, la utiliza como un reproche contra aquellos que profesan seguir a los apóstoles, a quienes él abiertamente rechaza. El adepto de la iglesia, aunque reconoce a los apóstoles como el fundamento, considera que es el resultado inevitable del privilegio espiritual conferido a «la iglesia» el que haya más revelaciones de luz y verdad que se alejen de la forma original de las cosas. Las clases moderadas e indiferentes aceptan esto como el resultado necesario y deseable del progreso del mundo moderno, con el cual estiman que la institución apostólica original ha llegado a ser incompatible.

Pero, ¿no habrá otro significado para esto? Para aquellos que confían en la Biblia como revelación divina, las citas que aparecen al comienzo de este capítulo indican un punto de vista sobre el actual estado de cosas muy diferente del sostenido por los profesores de religión en general. ¿No indican estas citas que estaba previsto por la presciencia apostólica (un conocimiento anticipado impartido a ellos por aquella presencia del Espíritu Santo que Jesús, antes de su partida, prometió enviarles durante su ausencia; ver Juan 14:17; 16:13) que los últimos días serían un tiempo de desviación de lo que ellos predicaban, cuando los hombres se entregarían a las «fábulas» y caminando en «disoluciones» se desviarían totalmente de las instituciones redentoras del evangelio entregado por ellos, cumpliendo así la profecía de Isaías referente a las condiciones que existirían en la tierra inmediatamente antes de la manifestación de la gloria de Dios al tiempo de la aparición de Cristo: que «tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones» (Isaías 60:2)? Semejante panorama puede traer lamentables conclusiones y producir mucho desconcierto personal en un estado de sociedad donde el hombre no puede prosperar a menos que se postre en la tierra y rinda culto a la opinión del momento. Pero tales consideraciones no impedirán que una mente sincera investigue un tema tan trascendental. «¿Qué es la verdad?» es la principal preocupación de hombres de este tipo, y van adondequiera que la respuesta los lleve, incluso a «cárceles» y «peligros de muerte» (2 Corintios 11:23), si eso aún fuera posible en nuestra época.

Propongo realizar esta investigación en los capítulos siguientes. Se ha supuesto que tales temas pertenecen exclusivamente a la jurisdicción de los clérigos, pero es poco probable que un clérigo discuta si todo el sistema mismo del clericalismo es o no una desviación de la verdad bíblica. No es un tema que él está particularmente preparado para examinar. Y de hecho se está reconociendo cada vez más que las cuestiones de verdad bíblica son del interés y competencia de personas que no son profesionales en la materia. Nada menos que un genuino conocimiento individual de la Biblia satisfará la sincera curiosidad que quiere saber qué es la verdad, en medio de la confusión intelectual, interrogantes y conflictos de los tiempos modernos. Si la Biblia es la voz de Dios para todo hombre que tiene oídos para oír (lo que manifiestamente es el caso), entonces corresponde a cada hombre por sí mismo y para sí procurar entenderla y compartir los beneficios que haya recibido.

El requisito para esto no es una cuestión de haber sido ordenado como clérigo profesional, sino que viene con el entendimiento. Y con el entendimiento viene no solamente la capacidad, sino también la obligación. Tan pronto como un hombre entiende y cree en el evangelio, está obligado a ofrecerse como instrumento para su difusión. El mandamiento viene directamente de la boca del Señor Jesucristo mismo: «Y el que oye, diga: Ven» (Apocalipsis 22:17); el ejemplo de los primeros cristianos proporciona indiscutible ilustración del significado del mandamiento (Hechos 8:1-4). La tradición se apega a la idea de que el predicador tiene que haber recibido las «santas órdenes.» Pero de éstas no hay mención en las Escrituras. La enseñanza apostólica inculca el razonable punto de vista de que la verdad de Dios tiene por objeto hacer propagandistas a todos los que la reciben.

¿Que es la Biblia?

El tema de este capítulo es el punto de partida natural de todos los esfuerzos para averiguar lo que la Biblia enseña. Queremos saber lo que es la Biblia en sí misma, y sobre qué principios se ha de entender. En lo que se refiere al primero de estos puntos, hay mucho que debemos dar por sentado. Vamos a asumir a través de todos estos capítulos que la Biblia es un libro escrito por Dios mismo. Nuestra tarea aquí será simplemente la de examinar la estructura y carácter de la Biblia como un libro que se presenta ante nosotros con un carácter que se da por sentado que es divino. Mirándola de esta manera, descubrimos primeramente que la Biblia consiste en realidad de varios libros escritos en diferentes épocas por diferentes autores.

Empieza con cinco libros, comúnmente conocidos como los «cinco libros de Moisés,» una historia escrita por Moisés sobre asuntos y acontecimientos en los cuales desempeñó un prominente papel personal. Esta historia ocupa un lugar de primera importancia. Pone las bases para todo lo que viene después. Comenzando con un relato de la creación y el poblamiento de la tierra, trata principalmente del origen y experiencia de la nación judía, de la cual Moisés dice: «Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que le seas un pueblo único de entre todos los pueblos que están sobre la tierra» (Deuteronomio 14:2). Los cinco libros también contienen las leyes (explicadas muy detalladamente) que Dios entregó por medio de Moisés para la constitución y dirección de la nación.

Se ha puesto de moda, con la aprobación de diversos eruditos, poner en tela de juicio la autenticidad de estos libros al mismo tiempo que se admite la posible legitimidad de las partes restantes de las Escrituras. Sin intentar profundizar este tema, podemos notar que es imposible reconciliar esta actitud con la fidelidad a Cristo. Uno no puede rechazar a Moisés y al mismo tiempo aceptar a Cristo. Cristo respaldó los escritos de Moisés. Dijo a los judíos en una parábola: «Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos…Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos» (Lucas 16:29, 31).

También está escrito que cuando se apareció de incógnito a dos de sus discípulos después de su resurrección, «comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lucas 24:27).

Además dijo: «Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?» (Juan 5:46, 47). Si Cristo era divino, esta aprobación que hizo del Pentateuco pone en claro el asunto; si el Pentateuco es ficción, Cristo fue un impostor, ya sea deliberadamente o no. No hay una posición intermedia. Moisés y Cristo se sostienen o se derrumban juntos.

Los doce libros siguientes presentan la historia de los judíos durante un período de varios siglos, incluyendo la revelación progresiva de la mente de Dios en el mensaje profético dirigido al pueblo en las varias etapas de su historia. Esto da a estos libros algo más que un valor histórico. Presentan e ilustran los principios divinos de acción, al mismo tiempo que proporcionan un relato exacto del comportamiento de una nación que fue en sí misma un monumento de la obra divina sobre la tierra, y la depositaria de la revelación divina. El libro de Job no es una excepción en lo que a la divinidad del carácter se refiere. Sin embargo, no se refiere a la nación de Israel. Es un registro de los tratos divinos con un hijo de Dios, en una época cuando esa nación aún no existía. Los Salmos, Proverbios, Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, son los escritos inspirados de dos de los más ilustres reyes de Israel; escritos en los cuales el genio natural es complementado con un impulso espiritual sobrenatural, debido a lo cual tales escritos son reflejos de la sabiduría divina y de ninguna manera son de origen humano. Esto está demostrado por las declaraciones de Cristo en el Nuevo Testamento.

En los libros de los profetas, desde Isaías hasta Malaquías, se nos presenta una división sumamente importante de la Sagrada Escritura. En estos diecisiete libros-llevando cada uno el nombre del autor respectivo-encontramos una numerosa variedad de mensajes transmitidos por Dios a los profetas para la corrección e instrucción de Israel. Estos mensajes son de un valor incalculable. Contienen información sobre Dios que no se puede encontrar en otra fuente, e instrucciones en cuanto al carácter y conducta aceptables, que no se pueden obtener por otro medio. Además de lo cual tienen un valor sobresaliente porque revelan el propósito de Dios para el futuro, en el que naturalmente tenemos el mayor interés, pero con respecto al cual estamos en la mayor y más impotente ignorancia.

Con respecto al Nuevo Testamento, en los primeros cuatro libros encontramos una historia que no tiene paralelo en el campo de la literatura. Aquí es donde aparece el Mesías prometido en los profetas, designado por Dios para liberar a nuestra sufrida raza de todas las calamidades que la aquejan; y aquí se encuentran sus hechos y enseñanzas. ¡Qué maravillosas acciones! ¡Qué maravillosas palabras! A medida que leemos nos vemos constreñidos a exclamar con los discípulos en el mar de Galilea: «¿Qué hombre es éste?»

El encomendó a sus discípulos una misión para el mundo entero. En los Hechos de los Apóstoles encontramos aclarado de una manera práctica lo que Cristo quería que ellos hicieran para nosotros. En el mismo libro tenemos las actuaciones de los primeros cristianos, escritas para nuestra guía en lo que se refiere a la verdadera importancia de los mandamientos de Cristo y el verdadero alcance y naturaleza de la obra de Cristo entre los hombres.

El resto del Nuevo Testamento está compuesto de una serie de epístolas dirigidas por los apóstoles inspirados a diversas comunidades cristianas, después de que habían sido organizadas por los esfuerzos apostólicos. Estas cartas contienen instrucción práctica sobre el carácter que los cristianos debían cultivar, e ilustran de manera general e incidental los más altos aspectos de la verdad tal como se halla en Jesús. Sin estas epístolas, no podríamos comprender el sistema cristiano en su totalidad. Su ausencia sería un gran vacío; y nosotros en esta época distante apenas podríamos aspirar a la vida eterna.

Tal es un breve esbozo del libro que llamamos «La Biblia.» Compuesto de muchos libros, sin embargo es un solo volumen, completo y consistente consigo mismo en todas sus partes, presentando este singular espectáculo literario, que aunque fue escrito por hombres de todas las condiciones sociales, desde el rey hasta el pastor, y aunque abarca muchos siglos en su formación, se halla impregnado de absoluta unidad de espíritu e identidad de principio.

Esto sería inexplicable si hubiese sido escrita por autores humanos. Ninguna producción similarmente miscelánea se le asemeja en este sentido. La diversidad, y no la uniformidad, caracteriza cualquier colección de escritos humanos de tipo común, aunque pertenezcan a la misma época. Pero aquí nos encontramos con un libro escrito por cuarenta autores, los cuales vivieron en épocas diferentes, sin ninguna posibilidad de acuerdo o confabulación, quienes produjeron un libro que se caracteriza por manifestar en todas sus partes un solo espíritu, una sola doctrina y un solo propósito y por presentar un aura de sublime autoridad, que es su peculiar característica.

Tal libro es un milagro literario. Es imposible explicar su existencia sobre principios ordinarios. Los vanos intentos de diversas clases de incrédulos es evidencia de esto. La existencia de la Biblia se puede explicar basándose en sus propios principios. Dios habló a sus autores y a través de ellos «muchas veces y de muchas maneras.» Esto no es una simple afirmación de sus escritores. Está demostrado que es una verdadera profesión de fe no sólo por el carácter del libro y el cumplimiento de sus profecías, sino también por el hecho de que casi todos sus escritores sellaron su testimonio con su propia sangre, después de una vida de sometimiento a toda clase de desventajas:

«Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra.» (Hebreos 11:36-38)

Suponer que la Biblia es de origen humano es crear insuperables dificultades y anular toda razonable probabilidad. La única teoría verdaderamente racional acerca del libro es la que él mismo suministra: «…los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:21).

Aquí hallamos la explicación de todo el asunto. La presencia de una suprema mente orientadora, que inspira y controla las declaraciones de los autores, da completa razón de la armonía de la enseñanza en todas sus páginas, y de la exaltada naturaleza de su doctrina. Desde cualquier otro punto de vista el libro es un enigma que desconcierta y turba la mente que enfrenta seriamente todos los hechos del caso.

Desafortunadamente, existen aquellos que miran la Biblia con desprecio por considerarla una impostura sacerdotal. Pocos son los que opinan así como resultado de una investigación personal. Su opinión viene como resultado de leer libros que no consideran cuidadosamente los hechos, ni son escrupulosos en el uso que hacen de tales hechos. El resultado es lamentable para los que son engañados. Rechazan el único libro que podría ser una revelación de la Deidad y desechan su única oportunidad de inmortalidad; porque sin duda si hay algún libro sobre la tierra que contenga la verdad revelada de Dios, ese libro es la Biblia judía. Y si hay alguna posibilidad de liberación de los males de esta vida-la corruptibilidad de nuestro cuerpo físico, la debilidad de nuestros poderes morales, la maldad esencial de una gran parte de la raza, la mala organización de la estructura social, el mal gobierno del mundo-esa posibilidad se nos manifiesta en este libro y se halla a nuestro alcance.

Rechazando la Biblia, el incrédulo sacrifica una inmensa ventaja actual. Se priva de las consolaciones que vienen en las enseñanzas bíblicas acerca del amor de Dios por los hombres. Pierde el consuelo de sus gloriosas promesas que tienen tanto poder para animar la mente angustiada. Se excluye de todo el heroísmo moral que ellas imparten; sacrifica el permanente apoyo que dan; la enseñanza edificante que contienen; el afecto noble que engendran; el solaz que proporcionan en tiempo de aflicción; la fortaleza que dan cuando padecemos tentaciones; la nobleza y el interés que vierten sobre esta fugaz vida mortal.

¿Y qué obtienen en cambio? Nada, salvo el libertinaje para sentirse su propio amo durante algunos pocos años mortales, para hundirse por fin desconsolados y sin esperanza en las garras de un sepulcro cruel y eterno.

El efecto de la Biblia es hacer mejor, más feliz y más sabio al que la estudia. Es inútil que los líderes de la incredulidad aseguren lo contrario; todos los hechos están en contra de ellos. Decir que tiene tendencias inmorales es proponer sólo una teoría, sin hablar en armonía con los más palpables de los hechos.

Declarar que hace a los hombres desdichados es hablar en contra de la verdad: la angustiosa experiencia de algunos cristianos tradicionalistas no indica lo contrario, porque quedará de manifiesto en el curso de este libro que la Biblia no es de manera alguna responsable de los desvaríos de ellos. Recordar la historia de reyes injustos y tiránicos sacerdotes en apoyo de tales imputaciones es mostrar ya sea ignorancia o frivolidad o mala intención. Muchos son engañados por semejante razonamiento, y en muchos casos tienen la desgracia de quedar conscientemente impresionados con la idea de que la Biblia es una impostura. Los tales son dignos de lástima; en la mayoría de los casos se hallan aferrados sin remedio a su criterio.

No está incluido en el alcance de este capítulo tratar la debatida pero soluble cuestión de la autenticidad de la Biblia. Es suficiente por ahora hacer notar que la persona que no está convencida por la evidencia moral presentada para su entendimiento en un tranquilo e independiente estudio de las Sagradas Escrituras, junto con la evidencia histórica de los hechos que constituyen la base de su estructura literaria, no es probable que su creencia sea alterada por argumentos detallados. El método más provechoso es mostrar lo que ella enseña y de ese modo recomendarla al juicio serio de todo hombre. Aquí deseo hacer mención de un aspecto del asunto no siempre tomado en cuenta en las discusiones que frecuentemente se realizan sobre el tema.

La Incredulidad: ¿Por que?

La tendencia moderna de desacreditar la Biblia debe tener una causa. ¿Dónde buscaremos esta causa? Las contradicciones morales de cristianos profesos han hecho, sin duda, algo para debilitar la fe de muchos; la anarquía natural de la mente humana sirve también como instrumento en las diversas tentativas de librarse de un libro que exalta la autoridad de Dios por sobre la voluntad del hombre; pero, ¿no hay otra fructífera fuente de incredulidad en los dogmas doctrinales de la religión que profesa haberse derivado de la Biblia misma? El resultado del presente libro será mostrar que en la historia religiosa ha habido una gran desviación de la verdad revelada por los apóstoles, y que los sistemas religiosos de la actualidad son una mezcolanza incongruente de verdad y error que tiende, más que ninguna otra cosa, a confundir y desconcertar a la mente devota e inteligente y a preparar el camino para el escepticismo.

El investigador incrédulo preguntará: ¿Quiere decir esto que hombres de erudición han estudiado la Biblia durante diecinueve siglos sin entenderla? ¿Y que los miles de clérigos y ministros apartados para el propósito mismo de oficiar en sus cosas santas están todos equivocados? La reflexión de un momento debe conducir a la moderación y paciencia en la consideración de estos asuntos. Se admite, como parte de la historia, que el cristianismo en los primeros siglos llegó a ser tan corrupto que perdió incluso la forma de la sana doctrina; que por más de diez siglos la superstición católica romana fue universal y envolvió al mundo en obscuridad moral, intelectual y religiosa, tan obscura que ese período de la historia del mundo mereció el epíteto de «la edad del obscurantismo.»

Aquí tenemos entonces un largo período unánimemente condenado por un veredicto con el cual todos los protestantes, por lo menos, estarán de acuerdo: «La verdad se hallaba casi ausente de la tierra, aunque la Biblia se hallaba en manos de los maestros.»

Siglos recientes han sido testigos de la «Reforma,» que nos dio libertad para ejercer el derecho dado por Dios de expresar nuestras propias opiniones. También se supone que inauguró una era de luz del Evangelio. Sobre esto no habrá tanta unanimidad, una vez que se haya hecho una investigación.

Los protestantes acostumbran creer que la Reforma abolió todos los errores de Roma y nos dio la verdad en su pureza. ¿Por qué tienen esta creencia? ¿Fueron inspirados los reformadores? ¿Fueron infalibles Lutero, Calvino, Juan Knox, Wycliffe y los otros vigorosos hombres que llevaron a cabo tales reformas? Si lo fueron, eso pone término a la controversia, pero nadie que sea competente para formarse un opinión sobre el asunto asumirá esta posición. Si los reformadores no fueron ni inspirados ni infalibles, ¿no es justo y razonable afirmar que la Biblia tiene más autoridad que ellos, y juzgar lo que hicieron mediante la única prueba objetiva que puede aplicarse en nuestros días? Considere este interrogante: ¿Era probable que los reformadores se liberaran inmediatamente y en todos los puntos de la servidumbre espiritual de las tradiciones romanas? ¿Podía esperarse que de en medio de grandes tinieblas saliera inmediatamente la llamarada de la verdad? ¿No era más probable que sus logros en esta materia fueran sólo parciales y que su reforma recién nacida se hallara vestida con muchos trapos y andrajos de la iglesia apóstata contra la cual se rebelaron? La historia y las Escrituras muestran que así ocurrió-que aunque fue una «reforma gloriosa,» en el sentido de liberar el intelecto humano de la esclavitud sacerdotal y establecer la libertad individual para discutir y discernir la verdad religiosa, fue una reforma muy parcial en lo que a corrección doctrinal se refiere. Sólo una parte muy pequeña de la verdad fue sacada a luz, y muchas de las más grandes herejías de la Iglesia de Roma fueron retenidas y aún continúan siendo el cimiento de la Iglesia Protestante.

Sin embargo, la reforma llegó a ser la base de los sistemas religiosos de Alemania e Inglaterra. Las doctrinas de la Reforma fueron adoptadas e incorporadas en estos sistemas e instituciones, y los jóvenes, enviados a la escuela de enseñanza secundaria desde temprana edad, recibían adiestramiento para defender y explicar tales doctrinas. Pero se les adoctrinaba por medio de catecismos y libros de textos, y no por el estudio de la Escrituras mismas; y al ascender a las dignidades y responsabilidades plenas de la vida teológica, estos jóvenes, ya adultos, tenían que permanecer fieles a lo que habían aprendido, o correr el riesgo de perder todo lo que los hombres consideran valioso.

No es extraño en tales circunstancias que no hayan ido más allá de la Reforma Luterana. La situación no era favorable para ejercer el criterio independiente. Los hombres así educados se sentían inclinados a conformarse con aquello para lo cual habían sido educados, debido a la fuerza de la costumbre y el interés, aprobados y fortalecidos, sin duda, por la creencia de que su fe por fuerza era y tenía que ser verdadera.

Y esta es la posición del clero en la actualidad. El sistema no ha cambiado. El púlpito continúa siendo una institución para la cual un hombre debe tener una preparación especial. Con una continuación del sistema podemos entender cómo los maestros religiosos del pueblo están en grave error, a pesar de poseer todas las aparentes ventajas de la educación superior.

Puede sugerirse que la extensa circulación de la Biblia entre la gente es una garantía contra los errores serios. Así debiera ser; y así sería si la gente, casi de común acuerdo, no dejara la lectura y el estudio de la Biblia a sus dirigentes religiosos. La gente está demasiado absorta en las ocupaciones comunes de la vida para dedicar a la Biblia el estudio que requiere. No le dedican, salvo algunas excepciones, esa común atención que el más elemental sentido común prescibiría. La gente cree lo que se le enseña, si es que cree algo, pero no puede explicar por qué cree así. Todo se da por sentado. Es cierto que hay excepciones, pero la regla es aceptar ciegamente las tradiciones de la iglesia.

Algunas veces ocurre que un lector diligente de la Biblia topa con algo que encuentra difícil de reconciliar con las ideas que le han enseñado. Hay dos razones por las cuales el asunto no conduce a nada. Se consulta al clérigo o ministro; él da una opinión definitiva, que no importa cuán arbitraria e infundada pueda ser, se acepta como la palabra final. Si el investigador no está satisfecho, su relación con la congregación le sugiere la conveniencia de guardar silencio sobre «temas no enseñados.» Por otro lado, si él es de naturaleza reverente y verdaderamente concienzuda, aunque no se sienta satisfecho de la exactitud de la explicación expuesta, piensa en el conjunto de virtud e instrucción que hay en la doctrina en cuestión, y concluyendo que su propio juicio debe estar errado, piensa que lo más seguro es aceptar la opinión profesional. Y así la dificultad queda encubierta y lo que hubiera podido ser el descubrimiento de la verdad de las Escrituras queda ahogado desde el principio.

De este modo el gran sistema de error religioso está protegido de ataques de la manera más eficaz, y en consecuencia se perpetúa día tras día con efectos que son lamentables desde todo punto de vista. Debido a la falta de entendimiento que se podría obtener por medio del estudio independiente y ferviente de las Escrituras, se supone que la Biblia y la ciencia están en conflicto, con el resultado de generar una incredulidad práctica, la cual se levanta como una marea que amenaza arrollar todo lo que se halle a su paso. Los indiferentes están siendo confirmados en su indiferencia, y los inteligentes que hay entre los devotos empiezan a sentirse incómodos, con una sensación de que su posición es errónea desde la misma base.

Es fácil recetar un remedio, o algo que sería un remedio si pudiera aplicarse en forma general; pero es inútil esperar un remedio eficaz, en lo que a las masas se refiere, aparte de la manifestación de poder y sabiduría divinos que se producirá cuando Cristo regrese. Sin embargo, el remedio se halla disponible para casos individuales. Que las personas de pensamiento serio echen a un lado las tradiciones. Que se levanten a un verdadero sentido de su responsabilidad personal. Que se liberen de la idea de que la religión teórica es asunto del púlpito. Que se den cuenta que es su deber acudir a la Biblia por sí mismos.

Si estudian diligente y dedicadamente, harán un sorprendente e ingrato descubrimiento; descubrirán algo que los dejará asombrados de que alguna vez hayan considerado la religión popular como la verdad de Dios. Ellos lograrán lo que más de una mente inteligente desea anhelosamente, pero que ha perdido la esperanza de obtener: una base sobre la cual el más alto y más severo ejercicio de la razón está en armonía con la fe más ferviente y simple.

La Interpretacion de la Biblia

Pasemos a la segunda parte del tema: «Cómo interpretar la Biblia.» Tenemos una introducción al tema en las palabras de Pablo a Timoteo: «Las Sagradas Escrituras…te pueden hacer sabio para la salvación» (2 Timoteo 3:15). Aquí tenemos la autoridad apostólica que afirma que las Escrituras «hacen sabio.»

¿Cómo se produce este efecto? Obviamente, por la comunicación de ideas a la mente. Pero, ¿cómo comunica la Biblia estas ideas? Hay sólo una respuesta: por el lenguaje que emplea. De ahí que no debiera ser un problema determinar cómo se han de interpretar las Escrituras. Debiera ser fácil demostrar que, con ciertas salvedades, la Biblia expresa exactamente lo que se propone. Y así es. Este énfasis en una verdad tan sencilla y evidente podrá parecer superfluo, pero se hace necesario debido al predominio de una teoría que prácticamente neutraliza esta verdad cuando se aplica a la Biblia.

Según esta teoría, se supone que la Biblia no se puede entender por medio de las reglas ordinarias de dicción, sino que se expresa en lenguaje utilizado en un sentido no natural, que tiene que ser explicado, traducido e interpretado de una manera experta.

Lo que quiero decir queda de manifiesto si suponemos que se le dice a un amigo tradicionalista: «La Biblia, como revelación escrita de Dios, debe estar escrita en un lenguaje que pueden entender aquellos a quienes es enviada.» No hay duda de que él estará de acuerdo con esta afirmación abstracta.

Pero supongamos que le mostramos las siguientes declaraciones de las Escrituras: «El Señor Dios le dará [a Jesús] el trono de David su padre» (Lucas 1:32); «será Señor en Israel» (Miqueas 5:2); «reinará sobre ellos en el monte de Sion» (Miqueas 4:7): «Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hechos 1:11); «Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra…Todos los reyes se postrarán delante de él; todas las naciones le servirán» (Salmos 72: 8, 11); «Con las nubes del cielo venía…y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran» (Daniel 7:13, 14); y «la luna se avergonzará, y el sol se confundirá, cuando Jehová de los ejércitos reine en el monte de Sion y en Jerusalén, y delante de sus ancianos sea glorioso» (Isaías 24:23).

Supongamos que al leer estas declaraciones, comentamos: «Según esto, parece claro que Cristo vendrá a la tierra otra vez y que a su regreso derrocará todo gobierno existente sobre la tierra y reinará personalmente en Jerusalén como rey universal.» ¿Qué diría nuestro amigo tradicionalista? No es necesario adivinar la respuesta. La respuesta la han dado miles de casos de experiencia real. La respuesta inmediata es: «¡Oh, no! ¡Nada de eso! Lo que el profeta dice es de significado espiritual. Jerusalén significa la iglesia, y el regreso de Cristo para reinar significa que viene el tiempo cuando él será lo más importante en el corazón y afecto de los hombres.»

Este es el método de tratar las palabras de las Escrituras al cual nos hemos referido. No puede justificarse pretendiendo que la Biblia nos manda que así entendamos sus palabras. En realidad, no hay instrucciones formales al respecto. La Biblia se presenta a nosotros para decirnos ciertas cosas, y desempeña su labor de una manera directa y razonable, poniendo manos a la obra sin preludios pedantescos, dando por sentado que ciertas palabras representan ciertas ideas y utilizando esas palabras en su sentido corriente. La mejor evidencia de esto se halla en la correspondencia que existe entre sus términos, entendidos literalmente, y los acontecimientos relacionados con ellos. Afortunadamente, la mayoría de estos acontecimientos se hallan, en cientos de casos, disponibles para el conocimiento de todos de tal manera que no puede haber un error con respecto a ellos, y ellos mismos suministran una pauta accesible, reconocible y de fácil aplicación para determinar el significado de las afirmaciones bíblicas.

Tenemos las profecías:

«Haré desiertas vuestras ciudades, y asolaré vuestros santuarios, y no oleré la fragancia de vuestro suave perfume. Asolaré también la tierra, y se pasmarán por ello vuestros enemigos que en ella moren; y a vosotros os esparciré entre las naciones, y desenvainaré espada en pos de vosotros; y vuestra tierra estará asolada, y desiertas vuestras ciudades.» (Levítico 26:31-33)

«Y serás motivo de horror, y servirás de refrán y de burla a todos los pueblos a los cuales te llevará Jehová.» (Deuteronomio 28:37)

No hay disputa en cuanto al modo en que esto se ha cumplido. Todos están obligados a reconocer el hecho de que el tema de estas palabras es la nación literal de Israel y su tierra, y que en cumplimiento de la predicción que contienen, el verdadero Israel fue conducido desde su tierra real y literal, que llegó a ser real y literalmente desolada, y que Israel ha llegado a ser un escarnio y reproche literal en todo el mundo. Siendo esto así, ¿sobre qué principio nos basaríamos para rechazar un cumplimiento literal de lo siguiente?

«He aquí, yo tomo a los hijos de Israel de entre las naciones a las cuales fueron, y los recogeré de todas partes, y los traeré a su tierra; y los haré una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos.» (Ezequiel 37:21, 22)

Con esta y otras predicciones similares de una futura restauración de Israel y su rehabilitación como un gran pueblo bajo el Mesías, es costumbre argumentar que significan la gloria y extensión futura de la iglesia. Una mente reflexiva no puede sostener semejante entendimiento de ellas a la luz de las profecías cumplidas acerca de las calamidades que vinieron sobre Israel.

Tomemos otro caso:

«Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel.» (Miqueas 5:2)

¿Cómo se cumplió esto? Acudamos a Mateo 2:1:
«Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes…»

El cumplimiento de esta profecía fue en estricto acuerdo con un entendimiento literal de las palabras empleadas, como cualquiera puede darse cuenta.

En Zacarías 9:9 leemos:

«Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.»

Es difícil conjeturar lo que el método espiritualizante de interpretación habría hecho con esta profecía mientras aún estaba por cumplirse. Suponer que esperaría que el Mesías se humillara hasta el punto de cabalgar sobre la bestia literal mencionada en la profecía, es sumamente improbable en vista de la asombrada incredulidad con que se recibe la idea de que Cristo se sentará sobre un trono real, y que estará personalmente presente sobre la tierra en el mundo venidero. Pero toda conjetura es eliminada por el cumplimiento de la profecía de una manera que exige una interpretación literal:

«…Jesús envió dos discípulos, diciéndoles: Id a la aldea que está enfrente de vosotros, y luego hallaréis una asna atada, y un pollino con ella; desatadla, y traédmelos…Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por el profeta…Y los discípulos fueron, e hicieron como Jesús les mandó; y trajeron el asna y el pollino, y pusieron sobre ellos sus mantos; y él se sentó encima.» (Mateo 21:1-7)

La profecía se cumplió exactamente como los términos de la predicción, entendidos en forma clara y literal, nos habrían dado a entender; es decir, se predijo algo claramente y eso se cumplió. ¿No es esto una regla para el entendimiento de la profecía futura?

Pero, se preguntará: ¿no existe en las Escrituras el lenguaje figurado? ¿No existe el hecho de predecir acontecimientos en lenguaje que no permite una interpretación literal, tal como cuando se describe al Mesías como «una piedra,» «una rama,» «un pastor»? Cierto, pero esto no afecta el entendimiento de la profecía. Es un elemento separado coexistiendo con el otro sin contradecirlo.

La metáfora es una cosa; el lenguaje literal es otra. Ambos tienen sus respectivas funciones, y cada uno es tan distinto del otro que el discernimiento corriente puede reconocerlos y separarlos aunque estén mezclados en la misma oración. Esto será evidente con un poco de reflexión.

Usamos metáforas en el lenguaje corriente sin caer en ambigüedades. Nunca nos hallamos en duda para reconocer la metáfora cuando se utiliza, y para entender su significado. Nunca caemos en el error de confundir lo metafórico con lo literal. La diferencia entre ellos es demasiado evidente para confundirlos. Cuando hablamos de tiranos que «pisotean los derechos de su pueblo,» estamos mezclando lo literal con la metáfora; sin embargo, nadie llegará al extremo de suponer que los derechos son sustancias literales que pueden ser trituradas bajo la acción mecánica de los pies.

Cuando decimos que alguien «lleva la cabeza en alto,» no nos referimos a una altura que se puede calcular con una vara de medir; una «mirada sombría» no tiene nada que ver con el color; una «cabeza dura» no puede ablandarse con un martillo; lo mismo ocurre con alguien «enamorado hasta las orejas,» con «un corazón de oro.»

Son metáforas tan bien entendidas que no se corre el riesgo de una falsa interpretación; sin embargo, supongamos que decimos: «La nacionalidad polaca ha de ser restaurada,» o «se acaba de establecer una nueva nación en el interior de Africa Occidental»; en estos casos utilizamos un estilo de lenguaje desprovisto de metáforas. Hablamos claramente de cosas literales y las entendemos instintivamente en un sentido literal.

Ahora bien, con respecto a la Biblia se descubrirá que en su mayor parte éste es el carácter de su composición. Siendo una revelación dirigida a seres humanos, está redactada en lenguaje humano. No es una revelación de palabras sino de ideas; de ahí que su lenguaje completo está subordinado al propósito de impartir tales ideas. Las peculiaridades del lenguaje humano están en conformidad con los diversos factores ya mencionados.

Por ejemplo, el uso de las metáforas está ilustrado en los siguientes casos:

Un lugar de aflicción nacional es asemejado a un horno de hierro. Dice Moisés en Deuteronomio 4:20: «Pero a vosotros Jehová os tomó, y os ha sacado del horno de hierro, de Egipto.»

El hecho de que Egipto es descrito metafóricamente como un «horno de hierro» no contradice el hecho de que Egipto es un país literal.

Se dice que las naciones ocupan un lugar elevado o bajo, según su estado político. De este modo, en Deuteronomio 28:13, Moisés dice a Israel: «Te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola; y estarás encima solamente, y no estarás debajo.» Y Jesús dice de Capernaum: «Y tú, Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida» (Mateo 11:23).

Jeremías, lamentando la postración de Judá, dice: «¡Cómo oscureció el Señor en su furor a la hija de Sion! Derribó del cielo a la tierra la hermosura de Israel» (Lamentaciones 2:1).

También las naciones son asemejadas a ríos y aguas. En Isaías 8:7, 8, leemos: «El Señor hace subir sobre ellos aguas de ríos, impetuosas y muchas, esto es, al rey de Asiria con todo su poder.»

Por eso, al referirse a las constantes devastaciones a las que la tierra de Israel fue sometida a manos de ejércitos invasores, las palabras del Espíritu son: «…cuya tierra es surcada por ríos» (Isaías 18:2).

Se podrían mencionar otros muchos casos, pero estos son suficientes para ilustrar el elemento metafórico del lenguaje de las Escrituras. Es cierto que hay metáforas, pero esto es algo muy diferente a la regla de interpretación injustificada e indiscriminada que, por un proceso llamado «espiritualizante,» borra casi todas las características originales de la faz de las Escrituras, dejando la palabra de Dios sin ningún efecto.

Hay otro estilo de comunicación divina que ni es literal ni metafórico, pero que sin embargo es suficientemente distintivo en su naturaleza para impedir que sea confundido con cualquiera de estos dos; y también suficientemente preciso e inteligible para que haya exacta comprensión. Este es el estilo simbólico, el cual se emplea mayormente en lo que se puede llamar profecía política. En este caso, los acontecimientos están representados por figuras. Un imperio es representado por una bestia, reyes por cuernos, gentes por aguas, naciones por ríos, una ciudad gobernante por una mujer, etc., pero ni en este estilo ni en el metafórico ningún apoyo hay para la espiritualización de la religión popular. Tiene un carácter especial, siempre puede ser identificado cuando ocurre, y siempre se puede explicar en base a ciertas reglas que suministra el contexto. Lo literal es la base; los principios elementales de la verdad divina se comunican en forma literal; sus aspectos más profundos se hallan elaborados e ilustrados metafórica y simbólicamente.

El uno es el paso para el otro. Nadie puede entender lo simbólico a menos que esté familiarizado con lo literal; y nadie puede entender lo literal si acude a las Escrituras con los ojos cubiertos por el velo con que el proceso «espiritualizante» ha cegado la gente. Primero es necesario deshacerse de ese proceso; lo literal se debe reconocer y estudiar como el alfabeto de las cosas espirituales, y entonces la mente-establecida sobre esta base inamovible-estará preparada para alcanzar la comprensión de aquellas cosas más profundas de Dios que se hallan escondidas bajo enigmas, para el estudio de aquellos que se deleitan en escudriñar la voluntad de Dios.

Aún queda por considerarse otro asunto importante. Una vez, con ocasión de un discurso sobre un tema afín, una persona de entre el público hizo varias preguntas. Al contestarlas, el escritor citó a los profetas; pero fue detenido por la siguiente observación: «Oh, pero eso está en el Antiguo Testamento; no tenemos nada que ver con eso; el Nuevo Testamento es nuestra guía; el Antiguo ha terminado.»

Ahora bien, este sentimiento es común en muchas personas religiosas. Es una idea errónea que ha causado mucho daño, aunque se basa en un hecho en parte cierto. La dispensación del «primer pacto» de la ley, o la antigua constitución de Israel, ha sido abolida; pero no es cierto en absoluto que lo que Dios comunicó por medio de los profetas haya sido abolido. El Nuevo Testamento mismo muestra esto claramente. Como ya hemos visto, Pablo dice: «…las Sagradas Escrituras…te pueden hacer sabio para la salvación» (2 Timoteo 3:15). Ahora bien, debe recordarse que esto sólo podía aplicarse al Antiguo Testamento. Cuando Pablo hizo tal declaración, el Nuevo Testamento aún no existía. Considere entonces la importancia de la declaración: las Escrituras del Antiguo Testamento pueden hacernos sabios para la salvación. Si esto es cierto, ¿cómo puede ser correcto decir que el Antiguo Testamento ha sido abolido?

Y esta declaración de Pablo no es de manera alguna la única que trata de este punto. Lea lo que él dijo ante Agripa:

«Pero habiendo obtenido auxilio de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder.» (Hechos 26:22)

Ahora bien, si al predicar la fe cristiana, él no decía «nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder,» es evidente que Moisés y los profetas deben tener en sus escritos el contenido temático de esa fe. Esto es innegable. Está de acuerdo con el interesante incidente narrado en Hechos 17:11 y 12, donde hablando de los habitantes de Berea, a quienes Pablo predicaba, se dice:

«Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así. Así que creyeron muchos de ellos.»

Si los bereanos quedaron satisfechos al escudriñar el Antiguo Testamento, que eran las únicas Escrituras que existían en aquel tiempo, y las que Pablo consideraba verdaderas, ¿no es evidente que lo que él decía debe estar de alguna forma contenido en el Antiguo Testamento? ¿No queda claro que el Antiguo Testamento provee una base para lo que dijo Pablo? Que la fe de Pablo como cristiano se apoyaba en el Antiguo Testamento, es evidente por lo que dijo ante Félix, el gobernador romano:

«…según el Camino que ellos llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres, creyendo todas las cosas que en la ley y en los profetas están escritas.» (Hechos 24:14)

En armonía con la actitud personal de Pablo sobre este asunto, hallamos que cuando fue a Tesalónica, entró en la sinagoga y «por tres días de reposo discutió con ellos…por medio de las Escrituras» (Hechos 17:2, 3), esto es, por medio de Moisés y los profetas, y los otros escritos sagrados, pues no existían para él otras Escrituras por medio de las cuales razonar. Y cuando congregó a los judíos en Roma, se sabe que «…les declaraba y les testificaba el reino de Dios desde la mañana hasta la tarde, persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas» (Hechos 28:23).

El mismo hecho, que las Escrituras del Antiguo Testamento son la base de la enseñanza de Cristo y sus apóstoles, es evidente en varias otras declaraciones que se pueden hallar en el Nuevo Testamento. Pedro exhorta a aquellos a los cuales escribe en su segunda epístola, capítulo tres, versículo dos, «…para que tengáis memoria de las palabras que antes han sido dichas por los santos profetas,» y en el capítulo uno, versículo diecinueve de la misma epístola, dice: «Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos.» ¿No resuelve esto el asunto? Jesús puso este declaración en la boca de Abraham en una parábola:

«A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos…Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.» (Lucas 16:29-31)

Y se escribió de Jesús que durante una entrevista con sus discípulos, después de su resurrección, «comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lucas 24:27). Si el Salvador mismo recurría al Antiguo Testamento para explicar las cosas referentes a él, y nos exhorta a oír a Moisés y a los profetas, ¿qué necesidad hay de mayores argumentos?

Conclusion

Es obvio que caen en un gran error aquellas personas que suponen que el cristianismo es algo distinto del Antiguo Testamento; es más, se hallará que el cristianismo tiene sus raíces mismas en el Antiguo Testamento. El Antiguo Testamento pone los fundamentos de todo lo que tiene el Nuevo. El Nuevo Testamento es el cumplimiento del Antiguo, de valor incalculable, e indispensable en el sentido más absoluto; pero en sí mismo y separado del Antiguo Testamento, no es suficiente para darnos aquella perfección del conocimiento cristiano que hace a una persona «sabia para la salvación.»

Los dos Testamentos combinados forman la revelación completa de Dios para el hombre, provechosa para su renovación espiritual en el presente y su perfección constitucional en el futuro. Divididos, ambos son ineficaces para que «el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.»

Debo pedirle al lector que suspenda su juicio en este punto y que se abstenga de juzgar demasiado severamente una idea que, aunque probablemente opuesta a sus más queridos sentimientos acostumbrados, está sostenida por la enseñanza general y declaración enfática de la palabra de Dios, como se mostrará en los capítulos siguientes, a los cuales, en conjunto, se remite al disidente concienzudo para encontrar una respuesta a sus objeciones.

Así se termina el tema del presente capitulo: La Biblia: qué es y cómo interpretarla. Fue necesario examinar estos detalles a manera de introducción a la investigación que se llevará a cabo en los capítulos siguientes-aclarando errores y malentendidos y poniendo un fundamento sólido y seguro para lo que sigue.

Solamente me queda solicitarle su simpatía por los temas que seguirán y su paciencia con el proceso necesariamente algo aburrido y tedioso que es esencial para una investigación completa. Este es un asunto de vida o muerte, y merece toda la labor que Ud. puede dedicarle. No podemos ser demasiado prudentes en poner a prueba la evidencia sobre la cual descansa nuestra fe. No debemos satisfacernos con aceptar esta evidencia indirectamente. En esta época moderna no debemos simplemente aceptar lo que se nos ha enseñado en la casa, en la iglesia o en la capilla sin jamás preguntarnos si es correcto o falso y sin calcular las horribles consecuencias de cometer un error.

Que no le importe a Ud. si otros no consideran que es responsabilidad de ellos estudiar la Biblia. Acuérdese de que la mayoría nunca ha tenido la razón en todas las épocas de la historia universal. No mire a sus vecinos ni piense en sus amigos en este asunto. Con toda probabilidad ellos son como el mundo en general; no tienen independencia, y están subordinados a sus intereses mundanos. No pueden darse el lujo de desviarse de las opiniones y prácticas tradicionales, y sus muchos años de conformidad han disminuido su capacidad de juzgar en base a la evidencia. A pesar de que asisten a la iglesia y profesan ser religiosas, la mayor parte de las personas se preocupan principalmente por «el presente siglo malo» (Gálatas 1:4). Actúe Ud. por sí mismo. Haga lo que Pedro le dijo a un grupo de judíos en Jerusalén que hicieran: «Sed salvos de esta perversa generación» (Hechos 2:40).

~ Robert Roberts

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