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La Cristiandad Extraviada

Capítulo 3 - El Estado de los Muertos: Inconscientes Hasta la Resurrección

Introducción

Si la cristiandad está extraviada en cuanto a la naturaleza del hombre, lógicamente se deduce que también está extraviada en cuanto al estado de los muertos, referente a lo cual su teoría ocupa un lugar prominente en la teología actual. Examinemos ahora este tema a la luz de los hechos y del testimonio de las Escrituras.

La muerte es el hecho más importante en la experiencia humana. Su realización es universal e inevitable; tarde o temprano, su tenebrosa sombra entristece todo hogar. ¿Quién no ha sentido su mano férrea? ¿Quién no ha contemplado a un ser querido empalidecido y anquilosado por su soplo desolador? El niño lozano con toda su balbuceante inocencia y cautivadoras maneras; el compañero de la juventud, rosado, saludable y alegre; la amada esposa, el leal esposo, el amigo fiel y confiable: ¿cuál de ellos no ha sido arrancado de nuestro lado por la terrible mano de este enemigo despiadado e indiscriminado? Un día los hemos visto con ojos brillantes, semblante radiante, cuerpo vigoroso, y les hemos oído pronunciar vivamente palabras de amistad e inteligencia; la próxima vez los vemos estirados en el féretro-quietos, fríos, inmóviles, pálidos, muertos.

¿Qué diremos de estas cosas? La muerte trae aflicción a los vivos. Los agobia con un dolor que rehúsa ser consolado. No es por nosotros mismos que nos afligimos; nos alegraría saber que aún estaban vivos, aunque estuvieran muy lejos y nos fuera imposible comunicarse con ellos. No; es porque están muertos que nos apena el corazón. Consideremos la relación de esto con la teología popular de nuestros días. Si la muerte fuera un mero cambio de estado y no una destrucción del ser, ¿por qué toda esta angustia por aquellos que se han ido? ¿No puede ser motivo de las incertidumbres «más allá de la sepultura,» porque nuestro pesar es tan agudo por aquellos que se cree han ido al cielo, como por aquellos de los cuales se tienen dudas. Las lágrimas fluyen tanto por los buenos como por los malos, y quizás con más pena. Aquí hay algo contradictorio en la teoría popular. Si en verdad nuestros amigos se han ido a la «gloria,» deberíamos sentirnos tan agradecidos como lo hacemos cuando reciben honores «acá abajo»; pero no lo estamos, ¿y por qué? La evidencia justificará la respuesta. Porque la fuerza del instinto natural no puede ser vencida por la ficción teológica. Los hombres prácticamente nunca creerán que la muerte es el comienzo de la vida, cuando ven que es la extinción de todo lo que alguna vez conocieron o palparon de la vida.

Si los muertos no están muertos, sino que se han ido a una vida mejor; si están «alabando a Dios entre los redimidos de arriba,» entonces están vivos y, por lo tanto, sólo han cambiado un lugar de morada temporal por un lugar de morada eterna. Sencillamente han salido del cuerpo para ir al cielo o al infierno, según sea el caso. La palabra «muerte,» en su significado original, no tendría, pues, aplicación al hombre. Habría perdido el significado que normalmente se le da. Ya no sería más la antítesis de la «vida.» Ya no significaría más la cesación de la existencia viviente (su significado fundamental) sino que sólo significaría un cambio de habitación. «¿Muere un hombre? ¡No, imposible! Puede salir del cuerpo, pero no puede morir.» Esta es la opinión popular-el fallo de la sabiduría del mundo-la tenaz creencia del mundo religioso.

Investigaremos si hay algo en la enseñanza de las Sagradas Escrituras o en el testimonio de la naturaleza que respalde esta creencia. Y descubriremos que no sólo hay completa ausencia de respaldo, sino que, al contrario, hay abundante evidencia que muestra que la muerte invade el ser de un hombre y le quita la existencia y que en consecuencia en la muerte se halla tan completamente inconsciente como si nunca hubiese vivido. Que el lector retenga suspenda su juicio. Encontrará que lo que viene a continuación justificará esta respuesta, aunque parezca aterradora al principio.

¿Qué es la Muerte?

Primero, consideremos por un momento la idea primordial expresada en la palabra muerte. Es lo opuesto a la vida. Conocemos la vida como un asunto de positiva experiencia. La idea de la muerte se deriva de esta experiencia. La muerte es la palabra que describe su interrupción, negación, o detención. Ya sea que el término vida se utilice literal o figuradamente, ya sea que se aplique a una criatura o a una institución, la muerte es lo opuesto de la vida. Significa la ausencia o partida de la vida. Por lo tanto, a fin de entender la muerte en relación con nuestra actual investigación, es necesario que tengamos un concepto preciso de la vida. No podemos entender la vida en sentido metafísico; pero esto no es un impedimento para nuestra investigación; porque la dificultad en este sentido no es mayor ni menor que en el caso de los animales, y en el caso de los animales la gente no profesa hallar ninguna dificultad en reconciliar el misterio de la vida con el hecho de la muerte real.

Dejando la metafísica a un lado, sólo necesitamos preguntarnos: «¿Qué es la vida según se conoce experimentalmente?» La respuesta de la verdad literal dice que es el resultado conjunto de los procesos orgánicos que se desarrollan dentro de la estructura humana-la respiración, circulación de la sangre, digestión. Los pulmones, el corazón y el estómago funcionan en conjunto para generar y sostener la vida e impartir actividad a las diversas facultades de las cuales estamos compuestos. Fuera de este laborioso organismo la vida no existe, ya sea en lo que concierne al hombre como a las bestias. Si se golpea el cerebro, sobreviene la inconsciencia; si se quita el aire, se produce el sofocamiento; si se corta el suministro de alimentos, sobreviene el hambre con efecto fatal. Estos hechos, que todo el mundo conoce, demuestran que la vida depende del organismo. Muestran que la vida humana, con sus misteriosos fenómenos del pensamiento y sentimiento, es el producto de la complicada maquinaria de la cual estamos hechos. Esa maquinaria, en completa y armoniosa acción, es una suficiente explicación de la vida que ahora tenemos. En ella y por medio de ella existimos.

Ahora bien, a pesar del prejuicio que el lector tenga contra esta presentación del asunto, no puede dejar de reconocer esto: que hubo un tiempo cuando no existíamos. Este importante hecho muestra la posibilidad de la inexistencia en relación con el hombre. La pregunta es: ¿volverá a sobrevenir ese estado de inexistencia? Esta es una sencilla cuestión de experiencia, sobre la cual ¡ay! la experiencia habla con tanta claridad. En vista de que la existencia humana depende de la función del material orgánico, la inexistencia sobreviene debido a la interrupción de esa función. Por experiencia sabemos que esta interrupción efectivamente ocurre, y que como consecuencia el hombre muere. La muerte viene sobre él y deshace lo que el nacimiento hizo por él. Uno le dio la existencia; la otra se la quita. El decreto divino «polvo eres, y al polvo volverás,» se realiza en la experiencia de todo hombre. En el transcurso de la naturaleza, su ser desaparece de la creación, y todas sus cualidades su sumergen en la muerte por la simple sencilla razón de que el organismo que las desarrolla, también detiene sus funciones.

Estos son los hechos desde un punto de vista natural. Pero cuando escudriñamos las Escrituras es asombroso lo fundamentado que se vuelve el caso. Cuando las Escrituras hablan de la muerte de alguien, no emplean la fraseología de los religiosos modernos. Las Escrituras no dicen que los justos se han «ido a recibir su galardón,» o que se han «ido a rendir su cuenta final,» o que han «emprendido vuelo a un mundo mejor»; ni dicen que los inicuos se han «ido a comparecer ante el tribunal de Dios para responder por sus malas acciones.» El lenguaje bíblico declara expresamente una doctrina contraria. La muerte de Abraham, el padre de los fieles, se halla registrada así:

«Y exhaló el espíritu, y murió Abraham en buena vejez, anciano y lleno de años, y fue unido a su pueblo.» (Génesis 25:8)

Así también el caso de Isaac:

«Y exhaló Isaac el espíritu, y murió, y fue recogido a su pueblo.» (Génesis 35:29)

Así también Jacob:

«Y cuando acabó Jacob de dar mandamientos a sus hijos, encogió sus pies en la cama, y expiró, y fue reunido con sus padres.» (Génesis 49:33)

De José sólo se dice:

«Y murió José a la edad de ciento diez años; y lo embalsamaron, y fue puesto en un ataúd en Egipto.» (Génesis 50:26)

Así en el caso de Moisés:

«Y murió allí Moisés siervo de Jehová, en la tierra de Moab, conforme al dicho de Jehová. Y lo enterró en el valle, en la tierra de Moab, enfrente de Bet-peor; y ninguno conoce el lugar de su sepultura hasta hoy.» (Deuteronomio 34:5,6)

Y así también hallaremos en el caso de Josué (Josué 24:29), Samuel (1 Samuel 25:1), David (1 Reyes 2:1,2,10; Hechos 2:29,34), Salomón (1 Reyes 11:43), y todos los demás cuya muerte se halla registrada en las Escrituras. Nunca se dice que se han ido a alguna otra parte; simplemente se menciona que mueren, que entregan su vida y que vuelven a la tierra. Pablo adopta el mismo estilo de lenguaje cuando habla de la generación de los justos que han muerto. El dice:

«Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos.» (Hebreos 11:13)

Cuando Jesús habló de la muerte de Lázaro, reconoció el hecho en su sentido más claro:

«[Jesús] les dijo después: Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle. Dijeron entonces sus discípulos: Señor, si duerme, sanará. Pero Jesús decía esto de la muerte de Lázaro; y ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño. Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto.» (Juan 11:11-14)

Cuando Lucas describe la muerte de Esteban, no cae en ninguno de los elevados éxtasis tan generalizados en la literatura religiosa moderna. Sencillamente dice: «Y habiendo dicho esto, durmió» (Hechos 7:60). Cuando Pablo tiene ocasión de referirse a los cristianos fallecidos, no habla de ellos como que se hallan ante el trono de Dios. Las palabras que emplea están en armonía con aquellas ya citadas:

«Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza.» (1 Tesalonicenses 4:13)

No hay excepciones a estos casos en el texto bíblico. Todas las alusiones bíblicas al tema de la muerte son tan diferentes al sentimiento moderno como es posible concebir. La Biblia habla de la muerte como el término de la vida, y nunca como el comienzo de otra existencia. Ni una sola vez nos habla de algún muerto que haya ido al cielo. Ni una sola vez se representa a los muertos como si estuviesen conscientes, excepto por un permisible lenguaje poético (Isaías 14:4) o para propósitos de parábolas (Lucas 16:19-31). Siempre son descritos en términos que armonizan con la experiencia: en la tierra de tinieblas, silencio e inconsciencia. Salomón dice:

«Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría.» (Eclesiastés 9:10)

Job, angustiado por la acumulada calamidad, maldijo el día de su nacimiento y deseó haber muerto cuando niño; y fijémonos en lo que dice acerca de cuál habría sido la consecuencia:

«Pues ahora estaría yo muerto, y reposaría; dormiría, y entonces tendría descanso, con los reyes y consejeros de la tierra, que reedifican para sí ruinas [tumbas]; o con los príncipes que poseían el oro, que llenaban de plata sus casas. ¿Por qué no fui escondido como abortivo, como los pequeñitos que nunca vieron la luz? Allí los impíos dejan de perturbar, y allí descansan los de agotadas fuerzas. Allí también reposan los cautivos; no oyen la voz del capataz. Allí están el chico y el grande, y el siervo libre de su señor.» (Job 3:13-19)

Job también hace la siguiente declaración, que junto con la recién citada, debiera ser bien considerada por aquellos que creen que los bebés van al cielo cuando mueren:

«Por qué me sacaste de la matriz? Hubiera yo expirado, y ningún ojo me habría visto. Fuera como si nunca hubiera existido.» (Job 10:18)

El salmista alude de paso al estado de los muertos en las siguientes expresivas palabras:

«Abandonado entre los muertos, como los pasados a espada que yacen en el sepulcro, de quienes no te acuerdas ya, y que fueron arrebatados de tu mano… Manifestarás tus maravillas a los muertos? ¿Se levantarán los muertos para alabarte? ¿Será contada en el sepulcro tu misericordia? ¿o tu verdad en el Abadón? ¿Serán reconocidas en las tinieblas tus maravillas, y tu justicia en la tierra del olvido?» (Salmos 88:5,10-12)

Estas preguntas están contestadas en una breve pero enfática declaración que aparece en Salmos 115:17:

«No alabarán los muertos a JAH, ni cuantos descienden al silencio.»

Y el salmista da patética expresión a su propia creencia acerca de la naturaleza fugaz del hombre, en las siguientes palabras, que tienen relación directa con el estado de los muertos:

«He aquí, diste a mis días término corto, y mi edad es como nada delante de ti; ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive… Oye mi oración, oh Jehová, y escucha mi clamor. No calles ante mis lágrimas; porque forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres. Déjame, y tomaré fuerzas, antes que vaya y perezca.» (Salmos 39:5,12,13)

David dice en Salmos 146:2: «Alabaré a Jehová en mi vida; cantaré salmos a mi Dios mientras viva»; claramente implicando que de acuerdo con su creencia, dejaría de vivir y alabar a Jehová cuando aconteciera la muerte.

¿Están Conscientes los Muertos?

Además de estas indicaciones generales de la naturaleza destructiva de la muerte como una extinción del ser, hay otras declaraciones en la Escrituras que específicamente niegan que los muertos tengan conciencia alguna. Por ejemplo:

«Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido. También su amor y su odio y su envidia fenecieron ya; y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol.» (Eclesiastés 9:5,6)

Con cuánta frecuencia oímos comentar acerca de los muertos: «Pues, bien. ¡Ahora lo sabe todo!» ¿Qué diremos a eso? Si las palabras de Salomón tienen significado, entonces tal comentario es precisamente lo opuesto a la verdad. ¿Que puede ser más explícito?: «Los muertos nada saben.» Ciertamente sería una maravillosa proeza de la exégesis que lograra que esto signifique: «Los muertos todo lo saben.» Además, cuán común es creer que después de la muerte, los muertos amarán y servirán a Dios con mayor devoción en el cielo porque se deshicieron de la traba de este cuerpo mortal; o que le maldecirán con ardiente odio en el infierno, por la misma razón; que, en realidad, su amor se habrá perfeccionado y su odio intensificado; precisamente frente a la declaración de Salomón que expresa lo contrario: «Su amor y su odio y su envidia fenecieron ya.» David es igualmente categórico en este punto. El dice:

«No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Pues sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos.» (Salmos 146:3,4)

También:

«En la muerte no hay memoria de ti; en el Seol, ¿quién te alabará?» (Salmos 6:5)

Ezequías, rey de Israel, da testimonio similar. Había estado «enfermo de muerte,» y al recuperarse compuso un cántico de alabanza a Dios, en el cual dio la siguiente explicación de su agradecimiento:

«Porque el Seol no te exaltará, ni te alabará la muerte; ni los que descienden al sepulcro esperarán tu verdad. El que vive, el que vive, éste te dará alabanza, como yo hoy.» (Isaías 38:18,19)

Este conjunto de testimonios de las Escrituras debe ser concluyente para aquellos que consideran importante la autoridad de las Escrituras. Si el veredicto de las Escrituras tiene algún peso, el estado de los muertos ya no debe ser más un asunto discutible. La Biblia resuelve la cuestión en contra de toda la especulación filosófica. Enseña que la muerte es un eclipse total del ser-un arrasamiento completo de nuestro yo consciente en relación con el universo de Dios. Esto no lesionará los sentimientos de aquellos que se rigen por la sabiduría que inculcan las Escrituras. Los tales se inclinarán ante la respuesta de Dios, cualquiera que sea. Harían esto aun si la respuesta fuera más difícil de aceptar que lo que es en este caso. En vez de ser difícil de aceptar, concuerda con nuestra experiencia y nuestros instintos. Y mejor aún, libera de la oscuridad toda la doctrina de la Biblia.

La Biblia establece la doctrina de la resurrección sobre el firme cimiento de la necesidad; porque desde el punto de vista de ella, la vida futura sólo se puede alcanzar por medio de resurrección; mientras que desde el punto de vista popular, la vida futura es una evolución natural a partir de la presente y no es afectada de ninguna manera por la resurrección del cuerpo. En verdad es difícil ver siguiera alguna utilidad en la resurrección si aceptamos la idea popular; porque si un hombre recibe su recompensa cuando viene la muerte, y disfruta de toda la felicidad celestial que su naturaleza es capaz de disfrutar, parece incongruente que, después de cierto tiempo, se vea obligado a dejar las regiones celestiales para reunirse con su cuerpo en la tierra, cuando se supone que tiene mucho más capacidad de gozar de la vida eterna sin ese cuerpo. La resurrección está fuera de lugar en semejante sistema; y en consecuencia encontramos que, hoy en día, muchos la están abandonando, y en vano tratan de elaborar explicaciones para negar la doctrina del Nuevo Testamento respecto a la resurrección física.

He citado muchos pasajes para demostrar la realidad de la muerte, y la consiguiente inconsciencia de los que están muertos. Esos pasajes no son ambiguos. Son claros, sencillos y comprensibles. Ahora bien, si las declaraciones positivas que hacen fueran presentadas en la forma de interrogaciones a cualquier maestro religioso moderno, o a cualquiera de los inteligentes que hay en su rebaño, ¿estarían sus respuestas en armonía con aquellas declaraciones? Veamos. Supongamos que preguntamos: ¿Saben algo los muertos? ¿Cuál sería las respuesta? «Oh, sí, saben muchísimo más que los que viven.» O si preguntáramos: ¿Perecen los pensamientos de un hombre cuando va al sepulcro? La respuesta instantánea sería, según las palabras de un «reverendo» caballero, en su sermón fúnebre: «Oh, cuánto nos regocijamos sabiendo que la muerte, aunque pueda cerrar nuestra historia mortal, no es la terminación de nuestra existencia-ni siquiera es la suspensión de la conciencia.» O también: ¿Hay memoria de Dios en la muerte? «Oh, sí, los justos muertos lo conocen más perfectamente, y lo aman más completamente que cuando estaban en la tierra.» ¿Alaban los muertos al Señor? «Ciertamente, si son redimidos, se unen en el cántico de Moisés y el Cordero ante el trono.» ¿Se extinguen los bebés, cuando mueren, como si nunca hubiesen existido? «¡No! ¡No perecen los pensamientos! Van al cielo y llegan a ser ángeles en la presencia de Dios.»

De este modo, en cada caso, la creencia popular sobre los muertos es exactamente contraria a las explícitas declaraciones de las Escrituras. Es una creencia totalmente desprovista de fundamento. Se opone a toda verdad, tanto natural como revelada. No es difícil, mediante un cuidadoso razonamiento, exponer la falacia de los argumentos «naturales» sobre los cuales está fundada. Ahora miraremos algunas de la razones bíblicas que por lo general se proponen en su favor. Esas razones están basadas en ciertos pasajes que ocurren en su mayor parte en el Nuevo Testamento. Para comenzar, se podrá observar que, aunque presentan superficialmente un aparente apoyo a la creencia popular, ninguno de ellos afirma esa creencia. La evidencia que se supone contienen es solamente deducción. Esto es, hacen ciertas declaraciones que se supone implican la doctrina que se procura probar, pero no proclaman la doctrina en sí misma. Es importante tomar nota de este hecho general antes de comenzar. Conviene saber que en toda la Biblia no hay ni una sola promesa de ir al cielo al morir, y ni una sola declaración de que el hombre tiene un alma inmortal; y que toda la supuesta evidencia contenida en la Biblia en favor de estas doctrinas es tan ambigua que su significado puede ser puesto en duda. Esto es importante, porque el testimonio en favor del criterio opuesto (el expuesto en el presente capítulo) es tan claro y explícito que no puede ser echado a un lado sin cometer la más flagrante violación a las leyes fundamentales del lenguaje. Esta consideración sugiere este importante principio de la interpretación bíblica: que el testimonio simple debe guiarnos en el entendimiento de lo que puede ser oscuro. Debemos deducir nuestros principios fundamentales a partir de enseñanzas que no pueden ser malentendidas y que armonizan todas las dificultades que surjan. Sería una locura fundar un dogma en un pasaje que por su imprecisión es susceptible de dos interpretaciones, especialmente si ese dogma está en oposición a las inequívocas declaraciones de la Palabra de Dios en otros lugares de la Biblia.

Apliquemos por un momento este principio a los pasajes que son citados para justificar la teoría popular.

El Ladrón en la Cruz

El primero es la respuesta de Cristo al ladrón sobre la cruz: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). Se considera que esto establece inmediatamente la idea común; pero veamos. El meollo del argumento gira sobre la fecha de su cumplimiento. Ahora bien, aquel día Jesús no estuvo en el paraíso, según el sentido popular, porque le dice a María después de su resurrección: «No me toques, porque aún no he subido a mi Padre» (Juan 20:17). Jesús no estuvo en el cielo por lo menos durante tres días después de su promesa al ladrón. ¿Dónde estuvo? La respuesta es, en el sepulcro. Si, pero su alma, pregunta uno, ¿dónde estuvo? Dejemos que Pedro conteste: «Su alma no fue dejada en el Hades, ni su carne vio corrupción» (Hechos 2:31). El, o «su alma,» que es equivalente a «él mismo,» estuvo en el sepulcro, o «Hades» (porque las palabras son sinónimos en su uso bíblico, como pronto veremos), esperando la intervención del Padre desde lo alto, para que lo libertara de las ligaduras de la muerte. La conclusión es que la promesa de Cristo al ladrón no tiene valor alguno como prueba de que los muertos van al cielo, por cuanto no su cumplió en el sentido que hubiéramos esperado porque Cristo mismo no fue allí en el momento de su muerte.

¿Pero se cumplió la promesa del Señor? Consideremos la petición del ladrón. Es evidente que en su mente no abrigaba la esperanza de ir al cielo. No dijo: «Señor, acuérdate de mí ahora que estás a punto de ir a tu reino,» sino «Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.» Estaba pensando en la venida del Señor, no en su partida; la consideraba como un acontecimiento futuro, y su deseo era que el Señor se acordara de él cuando se cumpliera ese acontecimiento futuro: «cuando vengas en tu reino.» Más adelante diremos algo acerca de esta «venida.» Por lo pronto es suficiente dirigir la atención a la petición del ladrón, porque provee una pista para encontrar el significado de la respuesta de Cristo. Hay buena razón para los argumentos de aquellos que dicen que la respuesta de Cristo se lee más adecuadamente colocando la palabra «que» después de la palabra «hoy»: «De cierto te digo hoy que estarás conmigo en el paraíso.» [Nota del traductor: la palabra «que» está ausente del texto griego original de la respuesta del Señor; el traductor de la Biblia la agrega donde le parece más lógico para completar el sentido de la oración según las reglas de la gramática castellana]. Pero de todos modos, las palabras no tienen el significado que les atribuyen aquellos que las citan para respaldar la idea popular.

El Rico y Lázaro

El relato del rico y Lázaro (Lucas 16:19-31) es el principal baluarte de la creencia popular. Se presenta con gran confianza cada vez que ésta es atacada. Sin embargo, un poco de reflexión revelará que es inadecuado para el propósito para el cual se utiliza. En primer lugar debemos darnos cuenta, si podemos, de la naturaleza del pasaje de las Escrituras que se cita. Si es una narración literal-esto es, un relato de cosas que efectivamente sucedieron, dado por Cristo como una guía para nuestro entendimiento del estado «incorpóreo»-entonces es perfectamente legítimo presentarla para refutar el punto de vista expuesto en este capítulo. Pero en ese caso no sólo desbarataría este punto de vista sino también desbarataría la creencia popular, y establecería la idea que abrigaban los fariseos, a quienes estaba dirigida la parábola; porque al investigar se descubrirá que es la tradición de los fariseos la que forma la base de la parábola; una tradición que choca con la teoría popular del estado de los muertos en muchos puntos.

Mire los detalles de la parábola; vea cuán incompatibles son con la teoría popular. El hombre rico alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: «Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua.» ¿Permite la teología popular que los inicuos que están en el infierno vean a los justos que están en el cielo? ¿O admite la posibilidad de que haya conversación entre los ocupantes de ambos lugares? ¿Tiene el alma inmortal puntas de dedos, lengua y otros miembros materiales sobre los cuales el agua tendría un efecto refrescante? Abraham negó la petición del hombre rico, añadiendo como razón suplementaria: «Una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros no pueden.» ¿Es una sima un obstáculo para el tránsito de un alma inmaterial? El hombre rico le pidió a Abraham que enviara a Lázaro donde sus cinco hermanos para que les testificara, a fin de que no vinieran ellos también al mismo lugar de tormento; pero Abraham contestó: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.» ¿Qué necesidad habría, de acuerdo a la idea popular, de que alguno se levantara de los muertos, en vista de que un espíritu comisionado de las «vastas profundidades» habría sido suficiente para comunicar la amonestación? Toda la narración se rodea de un aire de tangibilidad que es incompatible con la noción común del estado de los muertos. Además, piense en el cielo y el infierno donde estarían al alcance de la vista unos y otros, y que habría conversación entre ambos lugares. Si insistimos en considerar el relato como una narración literal, tendremos que aceptar todos estos detalles, que están en completo desacuerdo con la teoría popular.

¿Es literal la narración? Aun los creyentes tradicionalistas se refieren a ella como una parábola, lo que indudablemente es. Como parábola no tiene nada que ver con el asunto en disputa. Fue dirigida a los fariseos para reforzar la lección de que en el debido tiempo los poderosos y los ricos serían abatidos y los pobres serían exaltados; y que si los hombres no querían guiarse por el testimonio de Moisés y los profetas, los milagros (aun el levantamiento de un muerto) no podrían conmoverlos. La parábola no pretende enseñar el estado particular de los muertos que literalmente expresa: trata enteramente sobre la lección que se quería transmitir. Una parábola no enseña lo que literalmente dice; enseña algo aparte de sí misma, de otro modo no sería parábola. Podría argumentarse que todas las parábolas tienen su fundamento en la verdad. Así es, pero no expresan necesariamente cosas que son posibles. En las Escrituras se hallarán parábolas donde los árboles hablan, y el cardo va en procura de alianzas matrimoniales, y los cadáveres se levantan de sus tumbas para salir a recibir a otros cadáveres recién llegados (Jueces 9:8; 2 Reyes 14:9; Isaías 14:9-11). La parábola del hombre rico y Lázaro está fundada en la verdad pero no necesariamente es un relato literal. Que los muertos hablaran fue necesario para el propósito de la parábola, y no sorprendería a los fariseos a los cuales fue dirigida. Porque, en verdad, incorpora la creencia de ellos. Esto es evidente por el tratado sobre el Hades escrito por Josefo (siendo él mismo un fariseo), que puede hallarse al final de sus obras recopiladas, y en el cual el lector encontrará una descripción del «seno de Abraham» y el lago ardiente en «una parte inconclusa del mundo.» Hallará que la creencia de los fariseos (reflejada en la parábola de Jesús) es algo muy diferente de la creencia popular en el cielo más allá del firmamento, y en el infierno como un abismo en las partes oscuras y vertiginosas del universo. Un cuidadoso examen de esta creencia convencerá al lector de la gran diferencia entre la teoría judía incorporada en la parábola del rico y Lázaro, y la comúnmente aceptada doctrina de ir al cielo y al infierno.

Puede preguntarse por qué Cristo empleó parabólicamente una creencia que era ficticia, dándole de este modo su aparente aprobación. La respuesta es que Cristo no pretendía enseñar esta creencia en sí, sino sólo utilizarla para presentar el testimonio de un hombre muerto. Quería imprimir en sus oyentes la lección expresada en las últimas palabras de Abraham: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos»; y no podría haber hecho esto en ninguna forma más convincente que por medio de una parábola basada en la propia teoría de ellos sobre el estado de los muertos, según la cual los muertos estaban conscientes y por lo tanto capaces de conversar sobre el tema que él deseaba presentar. Esto no implicaba su aprobación de la teoría, así como tampoco su alusión a Beelzebú expresaba su reconocimiento de la existencia real de aquel dios pagano (Mateo 12:27; 2 Reyes 1:2,3).

Cuando Cristo tiene ocasión de hablar claramente acerca de los muertos, sus palabras están en armonía con la verdad. Examinemos el caso de Lázaro: Jesús dijo primeramente a sus discípulos: «Nuestro amigo Lázaro duerme.» Pero cuando los discípulos entendieron sus palabras en forma literal, se nos dice: «Entonces Jesús les dijo claramente [indicando que la palabra ‘duerme’ no era clara ni literal]: Lázaro ha muerto» (Juan 11:14); «el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá» (Juan 11:25), es decir, por medio de la resurrección, porque al mismo tiempo dijo, «Yo soy la resurrección y la vida»; también había afirmado: «…vendrá hora cuando todos los que están el los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación» (Juan 5:28,29). Es en estas claras palabras de Cristo donde hemos de buscar la verdadera idea de Cristo sobre el tema de la muerte, y no en un discurso parabólico, dirigido a sus enemigos para el propósito de confusión y condenación y no de instrucción.

En verdad sería extraño que una doctrina tan importante como la conciencia de los muertos en el cielo y el infierno tuviera que depender de una parábola. A aquellos que insisten en la parábola para este propósito se les debe preguntar qué haremos con el testimonio ya presentado en prueba de la realidad de la muerte. ¿Vamos a considerar superior una parábola y desechar el testimonio claro? ¿Vamos a torcer y violar lo que está claro para hacerlo concordar con lo que pensamos que significa aquello que es reconocidamente oscuro? ¿No es más bien lo opuesto el curso de la verdadera sabiduría, determinando y resolviendo aquello que es incierto por medio de aquello que es inequívoco? Si se arguyera, como ya se ha hecho, que era poco probable que Cristo perpetuara el error y encubriera la verdad en un asunto tan importante como el que se implica en la parábola empleada, es suficiente citar lo siguiente en réplica:

«Entonces, acercándose los discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas por parábolas? El respondiendo les dijo: Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado. Porque a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Por eso les hablo por parábolas.» (Mateo 13:10-13)

«A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.» (Lucas 8:10)

El siguiente argumento b íblico en favor de la teoría popular, se presenta, por lo general, con un aire de gran confianza. «¿Acaso no vio Juan, en la isla de Patmos,» dice el triunfante preguntador, «los redimidos de todo linaje y lengua y pueblo y nación, que se hallaban delante del trono de Dios dándole gloria? ¿Quiénes son éstos, si los justos no van al cielo al morir?» Por lo general estiman que este argumento es abrumador. «Un momento, amigo; localicemos el primer versículo del capítulo cuarto de Apocalipsis, y veamos lo que encontramos ahí: ‘Y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube acá, y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas.’ Las escenas que Juan presenció eran representaciones de cosas que iban a ser en un tiempo futuro, y por lo tanto, cuando vio una gran multitud alabando, contempló la asamblea de los resucitados tal como será en la segunda venida.»

La Oración de Esteban

Luego viene la petición pronunciada por Esteban en el momento de su muerte: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hechos 7:59). Se afirma que esto significa que Esteban esperaba que el Señor recibiera su alma inmortal. Que este no puede ser el significado queda de manifiesto al considerar la doctrina bíblica del espíritu. El pneuma, espíritu o aliento, no era el mismo Esteban; era tan sólo el principio o energía que le daba vida, así como da vida a todos los otros hombres y animales. Este principio no constituye al hombre o al animal. Es necesario para darles existencia, pero no pertenece a ellos, excepto durante el corto período de su existencia. El espíritu de Esteban no era Esteban, aunque era esencial para su existencia. Esteban se componía de esa combinación de poder y organismo, bíblicamente definida como «espíritu, alma y cuerpo» (1 Tesalonicenses 5:23). Su espíritu como una abstracción era de Dios y procedía de él, como ocurre con los espíritus de toda carne. De este modo, leemos en Job 33:4: «El espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida.» De ahí que se dice: «Si él [Dios] pusiese sobre el hombre su corazón, y recogiese así su espíritu y su aliento, toda carne perecería juntamente, y el hombre volvería al polvo» (Job 34:14,15). El espíritu es indispensable como la base de un hombre viviente, compuesto de organismo corporal. Es el principio de vida de todas las criaturas vivientes. Cuando este principio de vida, que emana de Dios, se retira, vuelve a su dueño original y el ser creado deja de existir. Esta es la idea expresada en las palabras de Salomón: «Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Eclesiastés 12:7).

Pero podría preguntarse, ¿por qué Esteban habría de estar preocupado por su espíritu en este sentido? Bien, debe recordarse que Esteban anhelaba una reanudación de la vida en la resurrección. Esta era su esperanza. Esperaba recuperar la vida. En consecuencia, al llegar a la muerte, la confió a la custodia del Salvador hasta aquel día; y como la narración añade, «durmió.» Si la personalidad de Esteban correspondiera al espíritu de Esteban, y no al Esteban corporal, entonces este pasaje demostraría que el espíritu durmió; y esto es precisamente lo que niegan aquellos que citan este pasaje.

La Redención del Cuerpo

Ahora llegamos a las palabras de Pablo: «Pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Corintios 5:8). A primera vista, esto parece expresar la idea popular; pero examinémoslo. Los intérpretes tradicionales entienden que por esto, Pablo quiso expresar el deseo de salir del cuerpo e ir adonde Cristo en el cielo. Si esto fuera la ausencia del cuerpo que Pablo deseaba, sin duda el pasaje representaría una prueba del punto de vista mencionado; pero, ¿era la ausencia del cuerpo lo que Pablo deseaba? El contexto contesta la pregunta definiendo exactamente la idea que estaba presente en la mente de Pablo. No deseaba estar separado de la existencia corporal, porque dice en el mismo capítulo:

«Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial…porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida.» (versículos 2 y 4)

Lo que Pablo deseaba era liberarse de la carga de un cuerpo pecaminoso e imperfecto, y obtener el cuerpo incorruptible de la resurrección. Como lo expresa en Romanos 8:23:

«Nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.»

Pues bien, ¿cuándo ocurre esta redención del cuerpo? No al morir, porque al morir el cuerpo pasa por un proceso precisamente opuesto al de «redención.» Entra en servidumbre y destrucción. Se corrompe y se desmenuza en la tierra; no es sino hasta la resurrección a la venida del Señor, que es levantado a incorrupción. Sólo entonces estaremos «presentes al Señor.» El testimonio del apóstol es:

«Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.» (1 Tesalonicenses 4:16,17)

Esta ausencia del cuerpo corruptible es sinónimo, en el pasaje citado, de presencia ante el Señor, ya que en el caso de los aceptados, la carne y la sangre se transformarán entonces en la naturaleza incorruptible con la cual los santos han de ser investidos. Pablo dice: «La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios» (1 Corintios 15:50). Siendo este el caso, bien podía él desear estar ausente de la carne y la sangre. Pero esto no fue suficiente; fue necesario añadir su deseo de estar presente con el Señor, porque no todos los que mueran obtendrán el honor de tener existencia incorruptible en su presencia. Muchos estarán «ausentes del cuerpo» para siempre jamás; es decir, quedarán sin cuerpo-sin existencia-absorbidos por la segunda muerte. Sólo aquellos que sean aceptados en el juicio estarán «ausentes del cuerpo y presentes al Señor» en la gloria de la naturaleza incorruptible.

Partir y Estar con Cristo

Ahora debemos considerar el versículo 23 del primer capítulo de Filipenses: «Estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor.» Como en el caso anterior, esto también pareciera, a primera vista, dar expresión a la idea que la teología popular le achaca a Pablo. Pero en realidad no representa lo que parece representar. La expresión no enseña que Pablo estaría con Cristo tan pronto como muriera. Sería necesario mostrar en otras partes de la Palabra de Dios que cuando un hombre muere comparece ante Cristo, para que este pasaje pudiera ser utilizado con esa idea. Tal como está, solamente expresa cierta secuencia de acontecimientos, sin indicar si hay o no un intervalo entre ellos. Primero, morir; luego, estar con Cristo; pero si esto ocurre inmediatamente después de morir, o algún tiempo después de morir, no hay nada en el versículo que lo indique. La pregunta es, entonces, ¿de qué dispone el sistema cristiano como el medio para que una persona muerta se presente ante Cristo? La respuesta que toda investigación bíblica dará a esta pregunta es: la resurrección. Pareciera que dos cosas tan distantes no podrían ser reunidas, como se halla en las palabras de Pablo; pero debe recordarse que el asunto se describe desde el punto de vista de la persona que muere. Pues bien, si los muertos «nada saben,» como lo declaran las Escrituras (Eclesiastés 9:5), se desprende que morir y estar con Cristo, a la persona que muere le parecerán acontecimientos de secuencia instantánea y, por lo tanto, es perfectamente natural que estén encadenados de la manera en que Pablo lo hace aquí.

Pablo invariablemente señala el regreso de Cristo como el momento en que estará presente con Cristo. Por ejemplo, en 1 Tesalonicenses 4:17, ya citado, después de describir la venida de Cristo, la resurrección de los muertos, y la transformación de los vivos, el apóstol dice: «Y así estaremos siempre con el Señor.» En 2 Corintios 4:14, dice: «El que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús, y nos presentará juntamente con vosotros.» También Juan dice: «Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2). Por esta razón Pablo nos dice en la misma epístola en la cual se hallan las palabras disputadas, que él se esforzaba por «si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos» (Filipenses 3:11). En ningún caso expresa la esperanza de estar con el Señor antes de la venida de Cristo y la resurrección.

Asumiendo que esto está aclarado, tenemos que armonizar este entendimiento del texto con la necesidad del contexto. Si se preguntase en qué sentido la muerte sería «ganancia» para Pablo (Filipenses 1:21), la respuesta se halla en la palabras de Cristo: «Todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará» (Lucas 9:24). Pablo estaba a punto de ser decapitado; esta es la muerte a la cual se refiere en el contexto. En consecuencia, de una manera especial, él sería afectado por la promesa de Cristo: «Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida» (Apocalipsis 2:10). La pregunta respecto a cuándo se daría esta corona, queda aclarada por la declaración de Pablo en 2 Timoteo 4:8: «Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día [el día de la manifestación de Cristo y su reino, según el primer versículo]; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida.» Era «ganancia» morir, también, porque Pablo estaría de este modo liberado de todas las privaciones y persecuciones enumeradas en 2 Corintios 11:23-28 y dormiría apaciblemente en Cristo.

Examinemos Otros Argumentos

Se han adelantado otros argumentos en favor de la inmortalidad del alma, basadas en la Biblia, pero que no encuadran en la categoría de los pasajes citados arriba, sino más bien pretenden ser deducciones de principios bíblicos. Puede ser provechoso examinar algunos de estos argumentos antes de seguir adelante.

«No hay paz, dice mi Dios, para los impíos» (Isaías 57:21). Esta declaración se cita para probar que existe el tormento de los inicuos. Indudablemente no se necesita ningún argumento para mostrar que no sirve en absoluto para tal propósito. La declaración es verdadera, sin importar la teoría que se pueda tener referente al destino de los inicuos. Mientras los inicuos viven, ya sea en esta vida o después de la resurrección, no hay paz para ellos. Es imposible que puedan tener paz, sobre todo porque están esperando el tiempo cuando serán el objeto de la venganza judicial y devoradora de Dios. Pero esto no demuestra (como se pretende que lo hace) que son inmortales. Semejante idea queda totalmente excluida por los pasajes anteriormente citados.

La aparición de Moisés y Elías en el Monte de la Transfiguración (Mateo 17:3). Por lo que respecta a Elías, está testificado que no vio la muerte, sino que fue trasladado-llevado corporalmente (2 Reyes 2:11). Su aparición, por lo tanto, no sería prueba de la existencia de espíritus incorpóreos. En cuanto a Moisés, si estuvo presente en forma corporal, previamente debió haber sido levantado de entre los muertos. Que él se manifestó en forma corporal es evidente por el hecho de que los discípulos-hombre mortales-lo vieron y lo reconocieron. Pero queda en duda si Moisés o Elías estuvieron literalmente presentes. El testimonio es que las cosas vistas fueron una «visión» (Mateo 17:9). Y por Hechos 12:9 aprendemos que la visión es lo opuesto a la realidad, esto es, algo visto a la manera de un sueño, algo aparentemente real, pero en realidad sólo mostrado en visión al espectador. La audibilidad de las voces no resuelve el asunto ni para un lado ni para el otro, porque en visión, como en un sueño, se pueden oír voces que no existen, salvo en los nervios auditivos del vidente. En los sueños la ilusión es el resultado de desorden funcional; en visión, es el resultado de la voluntad activa de Dios, que obra sobre la estructura auditiva del vidente que se halla en trance (ver Hechos 10:13; también el cántico de los seres vivientes del Apocalipsis y la voz de las «almas» bajo el «altar»). La presencia de Jesús (un personaje real) como uno de los tres tampoco contribuye mucho a hallar una solución, porque no habría ninguna imposibilidad en causar que Moisés y Elías aparecieran en visión a Jesús y conversaran con él. Es probable que Moisés y Elías hayan estado efectivamente presentes, pero el uso de la palabra «visión» desequilibra un poco el asunto. En ningún caso se puede interpretar la transfiguración como una prueba de la inmortalidad del alma. Fue sin duda una ilustración gráfica del reino, en cuanto representaba a Jesús en su poder y gloria consumados, exaltado sobre le ley (representada por Moisés) y los profetas (representados por Elías), y por lo tanto elevado a la posición que los profetas señalan, cuando a la cabeza de la nación de Israel y de toda la tierra, él cumplirá la predicción de Moisés y el mandato de la voz celestial: «A él oiréis en todas las cosas que os hable» (Hechos 3:22); «a él oíd» (Mateo 17:5).

«Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mateo 22:32). Si el creyente tradicionalista sacara una conclusión lógica de esta declaración, percibiría que en vez de probar la realidad de la inmortalidad del alma, establece indirectamente lo contrario. Reconoce la existencia de una clase de seres humanos que no están «vivos» sino «muertos.» ¿Quiénes son? Según la teoría popular, no hay «muertos» en lo que a la raza humana se refiere; todo ser humano vivirá para siempre. No puede sugerirse que significa «muertos» en el sentido moral porque esto queda expresamente excluido debido al tema que Jesús está tratando: la resurrección de los cuerpos muertos de la tierra (versículo 31).

Los saduceos negaban la resurrección. Cristo demostró la realidad de ella citando las palabras de Jehová registradas por Moisés: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» ¿Cómo dedujo Jesús la resurrección de estas palabras? Afirmando que Dios no era el Dios de aquellos que estaban muertos en el sentido de estar extinguidos (ver Salmos 49:18,19). Pero, debido a que Dios se llamó a sí mismo el Dios de tres hombres que estaban muertos, Jesús razonó que Dios pensaba resucitarlos; porque Dios «llama las cosas que no son [pero que han de ser] como si fuesen» (Romanos 4:17). Los saduceos entendieron la idea del argumento, lo cual los dejó callados.

Pero si, como se afirma por lo general, el significado de «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» fuese que Abraham, Isaac y Jacob estaban vivos, entonces el argumento de Cristo para probar la realidad de la resurrección de los muertos queda destruido. Porque si se afirmara que Abraham, Isaac y Jacob estaban vivos, ¿cómo podría esto demostrar el propósito de Dios de resucitarlos? El argumento mismo requiere que estén muertos, a fin de ser partícipes de la resurrección. De este modo, el hecho de que están muertos en la ocasión en que Dios se llama Dios de ellos, implica que tiene el propósito de resucitarlos. Pero si se rechaza la realidad de que están muertos, como la rechaza la teología popular al decir que eran inmortales y que no podían morir, la idea principal del argumento de Cristo queda completamente destruido. Visto de la otra manera, el argumento es irresistible y nos explica por qué dejó a los saduceos callados.

«Sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 18:10). ¿Cuáles ángeles? Los ángeles «de estos pequeños que creen» (Mateo 18:6). Es costumbre identificar los términos «espíritus» y «ángeles» como sinónimos y creer que la expresión «sus ángeles» se refiere a los «pequeños» mismos; pero esta es una suposición en tan completo desacuerdo con el sentido del caso así como con el significado de las palabras, que no merece respuesta alguna. Los «pequeñitos» son aquellos que «reciben el reino de Dios como un niño» (Marcos 10:15), y «sus ángeles» son los ángeles de Dios que supervisan los intereses de él. «El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen» (Salmos 34:7). «¿No son todos [los ángeles] espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación» (Hebreos 1:14)? Esta es una buena razón para que procuremos «no despreciar a uno de estos pequeñitos»; pero si adoptamos la versión popular que hay sobre el asunto, entonces la razón se desvanece. «Mirad que no menospreciáis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus espíritus redimidos están en los cielos.» Esto encerraría una paradoja. No obstante, sin esto, la prueba de la inmortalidad del alma que algunos ven en este pasaje, no podría hallarse en parte alguna.

«En el camino de la justicia está la vida; y en sus caminos no hay muerte» (Proverbios 12:28). Esto se cita algunas veces para probar que, en lo que respecta a los justos en todo caso, no existe ni siguiera extinción momentánea del ser. Si el pasaje demuestra esto, también establece lo inverso, es decir, que en el camino de la injusticia está la muerte; y que en sus caminos no hay vida. Las estipulaciones de una proposición afirmativa tienen el mismo valor en una negativa. De ahí que si este pasaje prueba la inmortalidad literal de los justos, también prueba la mortalidad literal de los inicuos, lo cual es más de lo que aquellos que usan este argumento están dispuestos a aceptar. El pasaje corrobora la proposición de que la Biblia está contra la doctrina de la inmortalidad del alma.

«Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar» (Mateo 10:28). Este es el gran triunfo del defensor tradicionalista. El cree que aquí pisa terreno seguro y recita el pasaje con un énfasis que no pone al citar otros pasajes. Sin embargo, por lo general canta victoria demasiado pronto. Comienza a comentar antes de terminar de leer el versículo. Con regocijo pregunta por qué no se ha citado antes este pasaje, y otras cosas por el estilo. Si le pedimos que continúe leyendo el versículo y no lo deje a medio terminar, no lo hace de muy buena gana. Sin embargo, continúa leyendo aunque sea a regañadientes y tropieza con la parte final: «Temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno.»

Al percibir instantáneamente el desastre que esta parte de la exhortación de Cristo produce en su teoría del alma inmortal e imperecedera, él sugiere que en esta caso «destruir» significa «afligir» o «atormentar.» Pero esto carece de fundamento. En realidad, nunca un teórico en apuros ha aventurado una sugerencia más endeble que esta. En todos los casos en que se usa apollumi-la palabra griega traducida aquí como «destruir»-es imposible descubrir la menor insinuación de la idea de aflicción o tormento. Añadimos a continuación algunos ejemplos de la forma en que la palabra apollumi ha sido traducida en el Nuevo Testamento: «Herodes buscará al niño para matarlo» (Mateo 2:13); «tuvieron consejo contra Jesús para destruirle» (Mateo 12:14); «a los malos destruirá sin misericordia» (Mateo 21:41); «destruyó a aquellos homicidas» (Mateo 22;7); «persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que Jesús fuese muerto» (Mateo 27:20); «¿has venido para destruirnos?» (Marcos 1:24); «le echa en el fuego y en el agua para matarle» (Marcos 9:22); «y destruirá a los labradores» (Marcos 12:9); «¿Es lícito en día de reposo hacer bien, o hacer mal? ¿Salvar la vida o quitarla?» (Lucas 6:9); «el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres» (Lucas 9:56); «y vino el diluvio y los destruyó a todos» (Lucas 17:27); «llovió del cielo fuego y azufre, y los destruyó a todos» (Lucas 17:29); «y los principales del pueblo procuraban matarle» (Lucas 19:47); «El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir» (Juan 10:10); «No hagas que por la comida tuya se pierda» (Romanos 14:15); «destruiré la sabiduría de los sabios» (1 Corintios 1:19); «y perecieron por el destructor» (1 Corintios 10:10); «derribados, pero no destruidos» (2 Corintios 4:9); «Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder» (Santiago 4:12); «después destruyó a los que no creyeron» (Judas 5).

En todos estos casos la palabra griega apollumi tiene un significado muy diferente de «afligir» o «atormentar.» El lector sólo tendrá que sustituir cualquiera de estas palabras en cualquiera de los pasajes citados para ver cuán ilógico sería semejante cambio. ¿Si en todos los demás casos la palabra griega apollumi tiene su significado natural de destruir o matar, ¿por qué se le debe asignar un significado especial en Mateo 10? Ninguna razón se puede dar fuera de la ya indicada, esto es, la de la necesidad de la teoría del creyente tradicionalista. Esta no es en absoluto una buena razón y, por lo tanto, la echamos a un lado y averiguamos lo que Jesús quiso decir al exhortar a sus discípulos así: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno.»

Contestamos que la «vida,» en abstracto, que es el equivalente de la palabra traducida «alma,» es indestructible. Pero la vida no es el hombre mismo ni le sirve de nada si no le es dada. El propósito de Dios es devolver la vida a aquellos que le obedecen, y devolverla a perpetuidad. Esto constituye la esencia de la declaración que estamos considerando. No hemos de temer a aquellos que sólo pueden demoler el cuerpo corruptible del creyente pero no pueden hacer nada para impedir que Dios le dé vida eterna en el futuro por medio de la resurrección. Hemos de temer a aquel que tiene poder para destruir tanto el cuerpo como el alma (vida) en la Gehena; es decir, en la retribución venidera por medio de una destructiva manifestación de fuego, que consumirá totalmente a los impíos delante del Señor. Hemos de temer a Dios, que tiene el poder de aniquilar completamente y que usará su poder sobre todos aquellos que sean indignos de la vida eterna. No hemos de temer a quienes no pueden hacer más que apresurar la disolución a la cual estamos sujetos por causa de Adán.

Es Erronea la Creencia Popular sobre el Cielo y el Infierno

Esto se desprende como conclusión de lo ya expresado. Si los muertos están realmente muertos, en el sentido absoluto expuesto en este capítulo, naturalmente no pueden haber ido a ningún estado de recompensa o castigo, porque no están vivos para poder ir.

Bien podríamos dejar el asunto hasta aquí, como una conclusión inevitable de las premisas establecidas; pero su importancia justifica que continuemos con el tema. La creencia que estamos tratando no sólo es errónea al suponer que los muertos van a lugares tales como el popular cielo o infierno, inmediatamente después de la muerte, sino también al creer que en alguna ocasión vayan allí.

De acuerdo con la enseñanza religiosa actual, el lugar de la recompensa final es una región que se halla más allá de las estrellas, en el punto más remoto del universo de Dios, «allende los dominios del tiempo y el espacio.» Las ideas que se presentan referente a la naturaleza de este lugar son muy vagas. Toman su forma de conceptos terrenales. De ahí que se habla de «las llanuras de los cielos.» En estas «llanuras,» por lo general, se representa a los habitantes cantando un perpetuo himno de alabanza. Se supone que su número está constantemente aumentando con integrantes llegados de la tierra «acá abajo.» Un hombre muere y, según la idea tradicional, su alma liberada vuela con inconcebible rapidez a los dominios de lo alto, donde queda instalada sin peligro, en tanto sus amigos en la tierra se consuelan con la idea de que los muertos «no están perdidos, sino que se han ido antes que nosotros.» Los amigos consideran que ellos están mejor en aquella «feliz región, allá lejos» que lo que fueron en este valle de lágrimas.

Sin duda, si fuese cierto que se fueron a una tierra feliz, la sola idea de tal estado sería consoladora. Sea cierto o no, deberá parecer a toda mente reflexiva como un elemento extremadamente discordante el que los justos, después de disfrutar de años de felicidad celestial, tengan que dejar el lugar de su arrobamiento al llegar el día del juicio, descender a la tierra, y volver a entrar en sus cuerpos para ser procesados ante el tribunal eterno. ¿Para qué se llevará a cabo este juicio «según sus obras»? Parece natural suponer que la admisión al cielo la primera vez es prueba de la idoneidad y aceptación de los que fueron admitidos. ¿Por qué, entonces, el juicio posterior? En tal caso un juicio parece una burla. La misma observación se aplica a aquellos que se supone han ido al lugar de miseria.

¿Cuál es la solución para esta perturbadora incongruencia? Se puede hallar en el reconocimiento de que toda la idea de ir al cielo de la religión popular carece de fundamento. Esta ida al cielo es una especulación totalmente gratuita. No hay ni una sola promesa en la totalidad de las Escrituras que justifique tal esperanza. Sin duda hay frases que, para una mente previamente indoctrinada con tal idea, parecen favorecerla; por ejemplo, las usadas por Pedro: «para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 Pedro 1:4), de lo cual también tenemos una ilustración en las palabras de Cristo: «Porque vuestro galardón es grande en los cielos» (Mateo 5:12); y sobre todo en su exhortación: «Haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan» (Mateo 6:20).

Pero el apoyo que estas frases aparentemente proporcionan a la idea popular, desaparece totalmente cuando nos damos cuenta de que expresan un solo aspecto de la esperanza cristiana, su aspecto actual. La salvación de Dios no está ahora sobre la tierra; en verdad, todavía no es un hecho cumplido en ninguna parte, excepto en la persona de Cristo. Tan sólo existe en la mente divina como un propósito, y en detalle, ese propósito está especialmente relacionado con aquellos a los cuales Jehová, en su divina presciencia, considera como salvos, de quienes se dice que están «escritos en el libro,» esto es, inscritos en el «libro de memoria delante de él» (Malaquías 3:16). Por lo tanto el único lugar de recompensa, en la actualidad, está en el cielo, adonde el ojo instintivamente se dirige como la fuente de su manifestación. Este es especialmente el caso cuando se toma en cuenta que Jesús, la promesa de esta recompensa y su germen mismo, está en el cielo. Estando él allí, el cual es nuestra vida, la herencia incontaminada está actualmente allí; porque existe en él en propósito, en garantía y en germen. En la actualidad nuestra salvación no tiene ninguna clase de existencia en ninguna otra parte, sino que está en el cielo en reserva, «reservada en los cielos» como lo expresa Pedro. Cuando algo está reservado implica que cuando se necesite se sacará a luz. Y así es como Pedro habla en el mismo capítulo. El dice que la salvación que está reservada en los cielos es una «gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado» (1 Pedro 1:13). En capítulos posteriores veremos que no se confiere sobre ninguno sino «cuando Jesucristo sea manifestado,» de quien se dice que «su recompensa viene con él» (Isaías 40:10; Apocalipsis 22:12).

Las frases mencionadas indican de manera general que la salvación procede del Señor; y como el Señor está en el cielo, procede del cielo; y como la salvación aún no se manifiesta, se puede decir correctamente que en la actualidad está en el cielo. Pero, sobre la pregunta específica de si los hombres van o no al cielo, la evidencia bíblica muestra terminantemente que a ningún hijo de la raza de Adán se le ofrece entrada a los santos e inaccesibles dominios donde mora Dios. Dios «habita en luz inaccesible» (1 Timoteo 6:16). Cristo declara enfáticamente: «Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo» (Juan 3:13).

En conformidad con esta declaración, no tenemos registro en las Escrituras de ninguno que haya entrado en el cielo. Elías fue quitado de la tierra; lo mismo se le ocurrió a Enoc, pero la declaración de Cristo nos prohíbe suponer que fueron llevados a «los cielos de los cielos,» los cuales son de Jehová (Salmos 115:16). La declaración de que fueron «al cielo» no implica necesariamente que fueron a la morada del Altísimo. La palabra «cielo» se usa en sentido general para designar el firmamento que está arriba de nosotros, que sabemos es una ancha expansión, mientras que «los cielos de los cielos» se refiere a la región habitada por Dios. Si se preguntase, «¿dónde está ese lugar?,» la respuesta sería: nadie lo sabe; porque no hay ningún testimonio sobre el tema, aparte del de Cristo, que demuestra que ellos no fueron al cielo referido por él.

Y en especial es cierto que no hay evidencia en las Escrituras de ningún muerto que haya ido al cielo. El texto bíblico expresa todo lo contrario: que los muertos están en sus sepulcros, sin saber nada, sin sentir nada, esperando aquel llamado que los sacará del olvido por medio de la resurrección. De David se afirma específicamente que no se trasladó al cielo, lo que en los sermones fúnebres se afirma de toda alma justa. Y recuérdese que David era un hombre conforme al corazón de Dios, y en consecuencia seguramente habría sido recibido en el cielo al morir, si tal creencia fuese cierta. Pedro dice: «Varones hermanos, se os puede decir libremente del patriarca David que murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy…Porque David no subió a los cielos» (Hechos 2:29,34)

Esto es suficientemente claro. Pero si Ud. dice que Pedro está hablando del cuerpo de David, entonces eso demuestra que Pedro reconocía que el cuerpo de David era David mismo, y la vida que salió de él era la propiedad de Dios, la cual volvía a su Dueño. También Pablo habla de la «grande nube de testigos» que han fallecido, los fieles santos de la antigüedad, de quienes se supone que están delante del trono de Dios, heredando las promesas. Y nos dice:

«Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros.» (Hebreos 11:39,40)

Consultemos ahora en las Escrituras aquellos casos en los cuales se ofrece consuelo con respecto a los muertos. Ud. conoce las doctrinas en las cuales los maestros religiosos de hoy en día hacen hincapié con tan peculiar urgencia, cuando tienen que disertar sobre los que han muerto, tal como en los sermones fúnebres, con el objeto de «aprovechar la ocasión.» Encontrará un gran contraste entre éstos y los casos bíblicos de consuelo referentes a los muertos. Cuando Marta le dijo a Jesús que Lázaro estaba muerto, él no respondió que Lázaro estaba mejor donde ahora estaba. El dijo: «Tu hermano resucitará» (Juan 11:23).

Cuando la muerte se había llevado a algunos de los creyentes tesalonicenses, los sobrevivientes, que evidentemente habían contado con vivir hasta la venida del Señor, quedaron muy entristecidos. En tal circunstancia, Pablo escribe escribió para consolarlos. Si un maestro de hoy en día hubiese tenido la obligación de decir unas palabras, ¿qué es lo que habría expresado? «Deben regocijarse, amigos míos, por los que han muerto, porque se han marchado a la gloria. Están libres de las aflicciones y penurias de esta vida, y han avanzado a una bienaventuranza que nunca podrían experimentar en este valle de lágrimas. Uds. demuestran egoísmo al lamentarse; más bien debieran estar contentos de que ellos hayan alcanzado el cielo de eterno descanso.»

Pero, ¿qué dice Pablo? ¿Les dice que sus amigos están felices en el cielo? Esto era la ocasión para decirlo si fuese cierto; pero no, sus palabras son:

«Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron con él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor, que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras.» (1 Tesalonicenses 4:13-18).

La segunda venida de Cristo y la resurrección son los acontecimientos a los cuales Pablo les indica que dirijan su mente en busca de consuelo. Si fuese cierto que los justos van a su recompensa inmediatamente después de morir, ciertamente Pablo habría ofrecido tal consuelo en vez de referirse al remoto y (según la opinión tradicional) comparativamente poco atractivo acontecimiento de la resurrección. El que no lo haya hecho, es prueba circunstancial de que no es cierto.

La tierra que habitamos es el escenario en el cual se manifestará la gran salvación de Jehová. Aquí, después de la resurrección, se conferirá la recompensa y se disfrutará de ella. No hay ninguna verdad más claramente establecida que esta mediante el lenguaje específico del testimonio bíblico. El Antiguo y el Nuevo Testamento concuerdan. Salomón declara: «Ciertamente el justo será recompensado en la tierra» (Proverbios 11:31).

Cristo dice:

«Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.» (Mateo 5:5)

En Salmos 37:9-11, el Espíritu hablando a través de David, dice:

«Porque los malignos serán destruidos, pero los que esperan en Jehová, ellos heredarán la tierra. Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz.»

Se puede sacar alguna confirmación de la siguiente promesa a Cristo, de la cual su pueblo es coheredero con él:

«Te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra.» (Salmos 2:8)

Al celebrar la cercana posesión de esta gran herencia, se representa a los redimidos cantando lo siguiente:

«Tu fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra.» (Apocalipsis 5:9,10)

Y el fin de la actual dispensación se anuncia con estas palabras:

«Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos.» (Apocalipsis 11:15)

Finalmente, el ángel del Dios Altísimo, al anunciar al profeta la misma consumación de cosas, dice:

«…y que el reino, y el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios le servirán y obedecerán.» (Daniel 7:27)

Sin profundizar en el tema específico de estos pasajes de la Escritura, el reino de Dios, el cual será considerado más adelante, es suficiente señalar que los textos citados claramente demuestran que es sobre la tierra donde hemos de esperar el cumplimiento de aquel programa divino de acontecimientos, tan claramente revelado en las Escrituras de verdad, que dará como resultado «gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres.»

El Destino de los Inicuos

Si buscamos información sobre esta cuestión en los sistemas religiosos, se nos hablará de un insondable abismo de fuego, lleno de espíritus malignos de forma horrible, en el cual están reservados los más refinados tormentos para aquellos que disgustaron a Dios mientras se hallaban en su estado mortal. En el primer plano de este espeluznante cuadro, veremos maldicientes demonios burlándose de los condenados: hombres y mujeres retorciéndose las manos en eterna desesperación; y un fustigante océano de tinieblas, fuego y horrible confusión expandiéndose por todos lados y bajando hasta la más grande profundidad. ¡Se nos dirá que Dios, en sus eternos consejos de sabiduría y misericordia, ha decretado este espantoso triunfo de la maldad!

¿Lo creemos? Hay ciertas verdades elementales, que por una lógica casi intuitiva, excluyen la posibilidad de que esto sea cierto. Si Dios es el Ser misericordioso de orden, justicia y armonía que enseñan las Escrituras, ¿cómo es posible que, con toda su presciencia y omnipotencia, permita que las nueve décimas de la raza humana lleguen a existir sin tener otro destino que el de la tortura?

En vez de creer semejante doctrina, muchos hombres rechazan la Biblia del todo, y aun eliminan a Dios de entre sus creencias, buscando refugio en las tranquilas pero tristes doctrinas del racionalismo. Muchos son impulsados a esto al no saber, desafortunadamente, que la Biblia no es responsable de tal doctrina. Es una ficción pagana. Debiera saberse, para el consuelo de todos los que han quedado perplejos ante tan terrible dogma, y que sin embargo han vacilado en renunciar a él, por temor de verse también obligados a dejar de lado la Palabra de Dios, que semejante doctrina es completamente contraria a las Escrituras y angustiosamente espantosa.

Toda la enseñanza de la Biblia con respecto al destino de los inicuos está resumido en tres palabras en Salmos 37:20: «Los impíos perecerán.» Pablo explica esto en Romanos 6:23: «La paga del pecado es muerte.» La muerte, la extinción de la existencia, es el resultado predeterminado de una vida pecaminosa. «El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción» (Gálatas 6:8). Que segar corrupción es equivalente a la muerte, es evidente por Romanos 8:13: «Si vivís conforme a la carne, moriréis.» La corrupción produce la muerte, de modo que la una es equivalente a la otra.

Tanto los justos como los inicuos mueren; por lo tanto, se argumenta que debe haber alguna otra muerte aparte de la muerte física. La respuesta es que la muerte que todos los hombres experimentan no es una muerte judicial; no es la muerte final que sufrirán aquellos que sean responsables ante el juicio. La muerte ordinaria sólo pone fin a la vida mortal de un hombre. Habrá una segunda muerte, final y destructiva. Cuando aparezca Cristo, los injustos se habrán de presentar para el proceso judicial y su sentencia de que, después de recibir el castigo que merezcan, serán destruidos en muerte, por segunda vez, por medio de una agencia violenta y divinamente gobernada. A esto se refiere Jesús cuando dice: «Todo el que [en la vida actual] quiera salvar su vida, la perderá [en la resurrección, en la segunda muerte]; y todo el que pierda su vida por cause de mí y del evangelio, la salvará» (Marcos 8:35). Toda la enseñanza de la Escritura está en armonía con este tema.

Leemos en Malaquías 4:1:

«Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama.»

También en 2 Tesalonicenses 1:9:

«…los cuales sufrirán la pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder.»

El Espíritu de Dios, hablando por medio de Salomón en los Proverbios, usa el siguiente lenguaje:

«Como pasa el torbellino, así el malo no permanece; mas el justo permanece para siempre.» (Proverbios 10:25)

Y además en Proverbios 2:22:

«Mas los impíos serán cortados de la tierra, y los prevaricadores serán de ella desarraigados.»

David emplea la siguiente figura para el mismo propósito:

«Mas los impíos perecerán, y los enemigos de Jehová como la grasa de los carneros serán consumidos; se disiparán como el humo.» (Salmos 37:20)

Y leemos en Salmos 49:6,11-14,16-20:

«Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan…Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación y generación; dan sus nombres a sus tierras. Mas el hombre no permanecerá en honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaños que son conducidos al Seol, la muerte los pastoreará, y los rectos se enseñorearán de ellos por la mañana; se consumirá su buen parecer, y el Seol será su morada…No temas cuando se enriquece alguno, cuando aumenta la gloria de su casa; porque cuando muera no llevará nada, ni descenderá tras él su gloria. Aunque mientras viva, llame dichosa a su alma, y sea loado cuando prospere, entrará en la generación de sus padres, y nunca más verá la luz. El hombre que está en honra y no entiende, semejante es a las bestias que perecen.»

De su estado final leemos en Isaías 26:14:

«Muertos son, no vivirán; han fallecido, no resucitarán; porque los castigaste, y destruiste, y deshiciste todo su recuerdo.»

La enseñanza de estos pasajes se explica por sí sola; está expresada con una claridad de lenguaje que no deja lugar a mayor comentario. Es la doctrina expresada por Salomón cuando dice: «El nombre de los impíos se pudrirá» (Proverbios 10:7). Los inicuos, que son una ofensa para Dios y una aflicción para ellos mismos, y de ninguna utilidad para nadie, finalmente serán consignados al olvido, donde su nombre mismo desaparecerá. No escapan al castigo, pero de este y de aquellos pasajes que parecen favorecer la doctrina popular, trataremos en el próximo capítulo.

El Infierno

[Nota del traductor: El siguiente análisis del concepto bíblico del infierno está basado en la versión tradicional de la Biblia inglesa, la del rey Jaime, también llamada la Versión Autorizada de 1611. En esta versión, tanto la palabra hebrea sheol, en el Antiguo Testamento, como la palabra griega hades, en el Nuevo, son frecuentemente representadas por el equivalente inglés de la palabra española «infierno.» En la versión Reina-Valera de 1960, esta traducción ha desaparecido, y las palabras originales arriba mencionadas son casi siempre vertidas «Seol» y Hades,» respectivamente. Sin embargo, se estima que el análisis que sigue puede ser de mucha utilidad para el lector de la Biblia castellana, ayudándolo a entender qué representan las palabras «Seol» y «Hades» que aparecen en la Biblia castellana moderna.]

Tal vez al lector le parezca que la palabra «infierno,» según se emplea en la Biblia, presenta un obstáculo para las opiniones adelantadas en este capítulo. Si la palabra hebrea o griega original encerrara la idea que para la mente popular representa la forma castellana, la creencia popular sería demostrable, porque la palabra aparece con bastante frecuencia en la Biblia, y se usa en relación con el destino de los inicuos. Pero las palabras originales no encierran la idea que popularmente se asocia con el término «infierno.» No tienen afinidad con el uso moderno que se les da. No se requiere que uno sea un erudito para entender esto. Un debido conocimiento de la Biblia proporcionará convicción sobre este tema, aunque la convicción indudablemente se refuerza con un conocimiento del griego o hebreo original. Por ejemplo, ¿qué puede decir el creyente tradicionalista de lo siguiente?:

«Y [Mesec y Tubal y toda su multitud] no yacerán con los fuertes de los incircuncisos que cayeron, los cuales descendieron al Seol [infierno] con sus armas de guerra, y sus espadas puestas debajo de sus cabezas.» (Ezequiel 32:27)

¿Es acaso necesario preguntar si las almas inmortales de los hombres llevan consigo espadas y revólveres cuando descienden al infierno? Esto podrá parecer irreverente, pero muestra la naturaleza de este pasaje. El infierno de la Biblia es un lugar al cual los aparejos militares pueden acompañar a su dueño. La naturaleza y localidad de este infierno puede conocerse por una declaración que se halla sólo cuatro versículos antes del pasaje recién citado: «Allí está Asiria con toda su multitud; en derredor de él están sus sepulcros; todos ellos cayeron muertos a espada. Sus sepulcros fueron puestos a los lados de la fosa, y su gente está por los alrededores de su sepulcro» (Ezequiel 32:22,23). Las referencias señalan el modo oriental de sepulcro, en el cual se usaba una fosa o cueva como entierro: los cuerpos de los muertos se depositaban en nichos labrados en el muro. Como signo de honor militar, los soldados eran enterrados con sus armas, y sus espadas eran puestas debajo de sus cabezas. Descendían al Seol [infierno] con sus armas de guerra.

Se verá que el Seol, o el infierno, es el sepulcro. Esto es obvio, por lo menos en lo que al Antiguo Testamento se refiere. La palabra original es sheol, que no significa más que un lugar oculto o cubierto. Por lo tanto, es una designación apropiada para el sepulcro, en el cual un hombre queda oculto para siempre de la vista. Todo uso de la palabra Seol [infierno] en el Antiguo Testamento, caerá dentro de esta explicación general. Con respecto al Nuevo Testamento, existe la misma sencillez y ausencia de dificultad. Por supuesto, la palabra original es diferente, ya que es griega en vez de hebrea; en griego en casi todos los casos es hades. Que hades es el equivalente griego del sheol hebreo, queda demostrado porque se le emplea como un equivalente de ella en la traducción griega de las Escrituras hebreas llamada la Septuaginta o versión de los setenta; y también en el uso que le dan los escritores del Nuevo Testamento cuando citan versículos del Antiguo, donde aparece la palabra hebrea sheol. Por ejemplo, en la profecía de David acerca de la resurrección de Cristo, citada por Pedro el día de Pentecostés, la palabra en hebreo es Seol y en griego es Hades. Compare Salmos 16:10 «Porque no dejarás mi alma en el Seol» con Hechos 2:27 «Porque no dejarás mi alma en el Hades.» En este caso las palabras Seol y Hades simplemente significan el sepulcro, en vista de lo cual entendemos la idea principal del argumento de Pedro. Entendido como el infierno popular, no viene al caso en absoluto; porque la resurrección del cuerpo no tiene ninguna relación con la liberación de una supuesta alma inmortal del abismo de la superstición popular. Una consideración similar surge en 1 Corintios 15:55: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro [griego hades], tu victoria?» Esta es la exclamación de los justos en referencia a la resurrección, como cualquiera puede ver al examinar el contexto. Nuestros traductores, percibiendo esto, han vertido la palabra griega hades como «sepulcro.»

Gehena

Hay otra palabra traducida como «infierno» en la Biblia Reina-Valera de 1960, que no se refiere al sepulcro, pero que tampoco apoya la creencia tradicional. Esta palabra es gehena. Aparece en los siguientes pasajes: Mateo 5:22,29,30; Mateo 10:28; Mateo 18:9; Mateo 23:15,33; Marcos 9:43,45,47; Lucas 12:5; Santiago 3:6. En realidad, la palabra no se debió traducir. Es un nombre propio, y como todos los otros nombres propios, sólo se debió trasliterar. Es un compuesto griego que significa «el valle de Hinom.» Calmet, en su Diccionario Bíblico, la define del siguiente modo:

GEHENA o valle de Hinom (ver Josué 15:8; 2 Reyes 23:10), un valle contiguo a Jerusalén, a través del cual pasaban los límites sureños de la tribu de Benjamín.

En tiempos antiguos el valle se usaba para la adoración del dios pagano Moloc, al cual Israel, lamentablemente mal guiado, ofrecía sus hijos en holocausto. Josías, en su celo contra la idolatría, dejó el valle a merced de la contaminación y lo designó como repositorio de la mugre de la ciudad. Se convirtió en el receptáculo de la basura en general, y recibía los cadáveres de hombres y bestias. Para consumir la basura e impedir la pestilencia, en él se mantenía fuego ardiendo perpetuamente. En los días de Jesús, la mayor marca de ignominia que el consejo de los judíos pudiera infligir era ordenar que un hombre fuese echado al Gehena. En una de las profecías de Jeremías acerca de la restauración judía, la aniquilación de este valle del deshonor se predice en las siguientes palabras: «Y todo el valle de los cuerpos muertos y de la ceniza, y todas las llanuras hasta el arroyo de Cedrón, hasta la esquina de la puerta de los caballos al oriente, será santo a Jehová» (Jeremías 31:40).

Este es el Gehena al cual los rechazados han de ser arrojados en el día del juicio. Que se haya traducido como «infierno,» y de este modo haya favorecido al engaño popular, es sencillamente debido a la opinión de los traductores de que el antiguo Gehena era una representación del infierno en que ellos creían. No hay base verdadera para esta suposición. Es la suposición sobre la cual están basadas las observaciones de Calmet, a pesar de su conocimiento del tema. Pertenecía a la escuela tradicionalista y cometió el común error tradicional de suponer que el punto de vista popular sobre el infierno era verdadero. Que primero se demuestre la realidad del infierno popular antes de que se use Gehena en el argumento. Si es una representación de algo, debe interpretarse como una representación del juicio revelado, más bien que de uno imaginado. Y el «infierno» popular es simple imaginación, basada en especulaciones paganas sobre los acontecimientos futuros.

El juicio revelado está en verdad relacionado con el lugar llamado Gehena, y es uno que tomará la misma forma del Gehena antiguo en lo que respecta a circunstancia y resultado. «Y saldrán [los que vengan a adorar en Jerusalén en la época futura], y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mí; porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se apagará, y serán abominables a todo hombre» (Isaías 66:24). El lector puede observar una similitud entre estas palabras y las de Cristo en Marcos 9:44-48: «Donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga.»

Estas palabras se citan frecuentemente para apoyar la idea de tormentos eternos, pero en realidad los desmienten. En primer lugar, debe admitirse que el gusano que no muere y el fuego que nunca se apaga son expresiones simbólicas. El gusano es un agente de corrupción que termina en la muerte. Por lo tanto, cuando se dice que su acción es inevitable, debe entenderse como indicación de que la destrucción se llevará a cabo sin remedio. La expresión no significa gusanos inmortales o fuego absolutamente inextinguible.

Un sentido limitado para una expresión aparentemente absoluta se encuentra frecuentemente en las Escrituras. En Jeremías 7:20, Jehová dice que su ira se derramaría sobre Jerusalén y sus habitantes, y «se encenderán, y no se apagarán.» También dice en Jeremías 17:27: «Yo haré descender fuego en sus puertas, y consumirá los palacios de Jerusalén, y no se apagará.» Esto no significa que el fuego no se iba a apagar nunca, sino que no había de apagarse sino hasta que hubiera cumplido su propósito. Se encendió un fuego en Jerusalén y sólo se apagó cuando la ciudad se hubo quemado hasta los mismos cimientos. Así también la ira de Dios ardió contra Israel, hasta que los eliminó del país, alejándolos de su vista; pero Isaías habla de un tiempo cuando la ira de Dios cesará en la destrucción del enemigo (Isaías 10:25).

El mismo principio está ilustrado en el capítulo 21 de Ezequiel, versículos 3,4,5, donde Jehová declara que su espada saldrá de su vaina contra toda carne, y no se envainará más. No es necesario decir que en la consumación del propósito de Dios, su amorosa bondad triunfará sobre la manifestación de su ira, el objeto de la cual es la extirpación del mal. En el sentido absoluto, pues, su espada de venganza volverá a su vaina, pero no antes de cumplir su propósito. De manera que el gusano que devora al inicuo desaparecerá cuando el último enemigo, la muerte, sea destruido y el fuego que consume sus restos podridos morirá con el combustible que lo alimenta; pero en relación con los inicuos mismos, el gusano no muere y el fuego no se apaga. Las expresiones se tomaron del Gehena, donde la llama y el gusano se mantenían gracias a las acumulaciones pútridas del valle.

Castigo Eterno

La declaración en Mateo 25:46 pareciera estar más en favor de la doctrina popular, pero no es así cuando se examina. «E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.» Incluso interpretándolo como aparece en la versión castellana, este pasaje no define la naturaleza del castigo que ha de caer sobre los inicuos, sino que sólo afirma su perpetuidad. Su naturaleza se describe en todas partes como muerte y destrucción. ¿Por qué se debe llamar a esto aionion (traducido «eterno»)? Aionion es la forma adjetival de aion, época, y expresa la idea «de la época.» Entendido de esta manera, la declaración sólo demuestra que en la resurrección los inicuos serán castigados con el castigo característico de la época del advenimiento de Cristo, que Pablo describe como «eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Tesalonicenses 1:9). Los justos reciben la vida característica de la misma dispensación, una vida que Pablo declara que es inmortal (1 Corintios 15:53).

Es costumbre citar, en apoyo de los tormentos eternos, una declaración del Apocalipsis: «Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 14:11; 20:10). A primera vista, esta forma de lenguaje parece apoyar la idea popular, pero no debemos quedar satisfechos con sólo mirarla superficialmente, porque la declaración forma parte de una visión simbólica, que ha de interpretarse simbólicamente en armonía con el principio de interpretación suministrado en la visión. Si el tormento apocalíptico «por los siglos de los siglos» fuera literal, entonces la bestia, la mujer con la copa de oro y el cordero de los siete cuernos y siete ojos, también serían literales. ¿Está el creyente tradicionalista dispuesto a reconocer esto? Sin duda, Cristo no tiene la forma de un cordero de siete cuernos ni la de un hombre con un espada en la boca; sin duda, la falsa iglesia no es una prostituta literal ni el perseguidor de la iglesia es un jabalí del bosque. Si estos son simbólicos, las cosas que se dicen de ellos también son simbólicas, y el tormento (o pena judicial, porque esta es la idea de la palabra griega basanizo) «por los siglos» es el símbolo del triunfo completo, irresistible y final del juicio destructor de Dios sobre las cosas representadas.

Al no encontrar evidencia en las Escrituras, el creyente tradicionalista busca refugio entre «los antiguos egipcios, los persas, fenicios, escitas, druidos, asirios, romanos, griegos,» y entre «los más sabios y más célebres filósofos de que hay constancia.» Toda esta gente, paganos supersticiosos e ignorantes de cada país; fundadores de la sabiduría de este mundo, que es necedad ante Dios, todos estos creían en la inmortalidad del alma, y por lo tanto, se supone que ¡la inmortalidad del alma es verdadera!

¡Lógica extraordinaria! Uno pensaría que la opinión del ignorante supersticioso en favor de la inmortalidad del alma indicaría que la probabilidad de que sea verdadera es más bien negativa que positiva. La Biblia no estima muy altamente a nuestros antepasados con respecto a sus opiniones y procedimientos en asuntos religiosos. Pablo habla del período anterior a la predicación del evangelio (refiriéndose a las naciones gentiles), como «los tiempos de la ignorancia» (Hechos 17:30). De la sabiduría que los hombres han desarrollado para sí mismos, a través del razonamiento de «los más sabios y más célebres filósofos,» él dice: «¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?» «Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios» (1 Corintios 1:20; 3:19). Los hombres sabios debieran preferir estar del lado de Pablo.

Conclusiones

Pero muchos que una vez fueron tradicionalistas están perdiendo su tradición, y están empezando a ver que la enseñanza de la Biblia es una cosa y la religión popular es otra. El siguiente extracto de una obra publicada en América, La Teología de la Biblia, por el juez Halsted, ilustra esto:

«El reverendo Dr. Teodoro Clapp, en su autobiografía, dice que había predicado en Nueva Orleans un ferviente sermón acerca del castigo eterno; y que después del sermón, el juez W., el cual, dice él, era un eminente erudito, que había estudiado para el ministerio pero que había abandonado su propósito porque no pudo hallar la doctrina del castigo eterno y otros dogmas afines, le pidió que preparara una lista de textos en hebreo o griego en los cuales se basaba para tal doctrina. Entonces el doctor hizo un detallado recuento de sus estudios en procura de textos para entregar al juez; empezó con el Antiguo Testamento en hebreo, y prosiguió su estudio durante aquel año y el siguiente; pero fue incapaz de hallar allí ni siquiera una alusión a algún sufrimiento después de la muerte; en el diccionario del idioma hebreo no pudo discernir ni una palabra que se refiriera al infierno, o a algún lugar de castigo en un estado futuro; no pudo hallar ni un solo pasaje bíblico, en forma o en fraseología, que ofreciera amenazas de castigo más allá de la sepultura; y para su asombro final, resultó que los más conocidos eruditos tradicionalistas estaban perfectamente familiarizados con estos hechos. Se vio obligado a confesarle al juez que no podía presentar ningún texto hebreo; pero que aún tenía plena confianza en que el Nuevo Testamento suministraría lo que él había buscado sin éxito en Moisés y los profetas; prosiguió su estudio del Nuevo Testamento griego durante ocho años; el resultado fue que no pudo nombrar ni una porción de él, desde el primer versículo de Mateo hasta el último de Apocalipsis, el cual, bien interpretado, afirmara que una porción del género humano sería eternamente atormentada. El doctor concluyó diciendo que era un hecho importante y sumamente instructivo que hubiera sido llevado a su actual criterio (repudio del dogma popular) sólo por la Biblia: un criterio que se opone a todos los prejuicios de su vida anterior, de precepto paternal, de escuela, seminario teológico y casta profesional.»

Sí, la Biblia y los seminarios teológicos están en desacuerdo sobre este importante tema. Los seminarios alumbran el futuro de los inicuos con un espeluznante horror, que los dignos del género humano aún ahora sienten que es un gran obstáculo para la satisfacción de las esperanzas de los justos. ¿Cómo podrá haber gozo y alegría perfectos sabiendo que reina fiera desesperación entre millones de atormentados en otro lugar? La Biblia nos da un futuro glorioso, no estropeado por semejante mancha. Presenta un futuro libre del mal, un futuro de gloria y gozo eterno para los justos y de aniquilación para todo los indignos del género humano, un futuro en el cual la sabiduría de Dios combinará la gloria de su nombre con la mayor felicidad de todos los sobrevivientes de la raza humana.

~ Robert Roberts

Capítulo anterior: Capítulo 2 - La Naturaleza Humana: Esencialmente Mortal

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