Introducción
Hemos visto que «las promesas hechas a los padres» en los remotos tiempos del Antiguo Testamento forman el fundamento del plan que Dios está desarrollando por medio de Cristo.
La religión popular no conoce estas promesas. ¿Quién escucha algo de ellas en los sermones modernos o instrucción religiosa de alguna clase?
Ahora consideremos otro aspecto igualmente esencial del plan, y del cual hay similar ignorancia en todos los sistemas de la religión moderna.
Me refiero al pacto hecho con David, el cual debe ser considerado a la luz de una cláusula en el pacto más grande establecido con Abraham, Isaac y Jacob. El pacto hecho con David establece un importante detalle que está implicado, pero no expresado explícitamente, en las promesas generales más antiguas en las cuales reside todo el plan del bondadoso propósito de Dios para con la humanidad.
El hecho de que Dios hizo con David un pacto que se refiere a Cristo, es colocado fuera de toda duda por la declaración de Pedro en el día de Pentecostés:
«Pero siendo profeta, y sabiendo que con juramento Dios le había jurado que de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo para que se sentase en su trono.» (Hechos 2:30)
Antes de considerar este asunto, quisiera llamar su atención a las siguientes alusiones adicionales al juramento a que se refiere Pedro:
«Hice pacto con mi escogido; juré a David mi siervo, diciendo: Para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones.» (Salmos 89:3,4)
«En verdad juró Jehová a David, y no se retractará de ello: De tu descendencia pondré sobre tu trono.» (Salmos 132:11)
«No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios. Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mí.» (Salmos 89:34-36)
«De la descendencia de éste [David], y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel.» (Hechos 13:23)
«Y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio.» (Lucas 1:69,70)
Estas citas de las Escrituras establecen primero, que Dios celebró algún trato o compromiso con David, rey de Israel, para sostener su reino en un futuro ilimitado; y segundo, que el compromiso, pacto, o juramento se refería a Jesús. Las últimas palabras de David confirman esta conclusión: «No es así mi casa para con Dios; sin embargo, él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado, aunque todavía no haga él florecer toda mi salvación y mi deseo» (2 Samuel 23:5). Este es obviamente el mismo pacto al que se refieren las Escrituras citadas arriba, como lo establece el contexto inmediato:
«El espíritu de Jehová ha hablado por mí, y su palabra ha estado en mi lengua. El Dios de Israel ha dicho, me habló la Roca de Israel: Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios. Será como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra. No es así mi casa para con Dios; sin embargo…» (2 Samuel 23:2-5)
Luego sigue la declaración que fue citada anteriormente.
David era un anciano cuando escribió estas palabras por el Espíritu, y es evidente que para la mente divina, el pacto no fue realizado en el estado de cosas prevaleciente en esa época. Salomón, un joven prometedor, estaba para ascender al trono; pero aunque David mismo reconoce en esto un cumplimiento preliminar del pacto, es evidente que no era el evento contemplado. El Espíritu en David señala un período cuando el pacto sería cumplido en el gobierno de uno que se levantaría sobre el mundo como una mañana sin nubes; cuando toda la salvación de David y todo su deseo serían cumplidos en este gran evento. Esto no había de ocurrir en los días de David. Tenemos el testimonio de las palabras arriba citadas. La casa de David no estaba en aquel tiempo en la posición garantizada por la promesa: «No es así mi casa para con Dios; sin embargo, el ha hecho conmigo pacto perpetuo.»
El reino de Salomón fue indudablemente la mayor gloria de Israel; pero no fue una mañana sin nubes; no fue la realización del pacto. Salomón pecó y extravió a Israel, y últimamente trató injustamente a la nación. La salvación de David no se realizó en ningún sentido en los logros de Salomón. Al contrario, su corona fue deslustrada y su reino roto por la perversión de este hijo que se apartó de Dios, multiplicó sus esposas y se volvió a la adoración de dioses paganos. Su mismo nombre llegó a ser aborrecido por la mayoría de la nación, debido a las opresiones de uno que falsificó las expectaciones creadas por el comienzo de su reinado como el más sabio de todos los hombres.
No fue a tal figura a la que «las palabras postreras de David» hicieron referencia como la consumación del «pacto perpetuo» en toda la salvación de David y su deseo. Era visible para la mente espiritual, en la lejana distancia, muy lejos de los días de Salomón, la forma de un personaje cuyo nombre perduraría por siempre, descendiendo como la suave lluvia sobre la hierba recién cortada, difundiendo vida y fragancia, y en quien los hombres serían benditos en todo el mundo (Salmos 72:17); uno que al mismo tiempo que destructor del malo, vencedor de reyes y vengador de injusticias, sería refugio para el pobre, sombra para el calor, cubierta contra la tempestad, y ríos de agua en lugar seco (Isaías 32:2).
Examinemos ahora el pacto mismo. Nada mejor podemos hacer que citar en su totalidad el pasaje en la historia de David en el cual ocurre:
«Aconteció que cuando ya el rey habitaba en su casa, después que Jehová le había dado reposo de todos sus enemigos en derredor, dijo el rey al profeta Natán: Mira ahora, yo habito en casa de cedro, y el arca de Dios está entre cortinas. Y Natán dijo al rey: Anda, y haz todo lo que está en tu corazón, porque Jehová está contigo. Aconteció aquella noche, que vino palabra de Jehová a Natán, diciendo: Vé y dí a mi siervo David: Así ha dicho Jehová: ¿Tú me has de edificar casa en que yo more? Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que saqué a los hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda y en tabernáculo. Y en todo cuanto he andado con todos los hijos de Israel, ¿he hablado yo palabra a alguna de las tribus de Israel, a quien haya mandado apacentar a mi pueblo de Israel, diciendo: ¿Por qué no me habéis edificado casa de cedro? Ahora, pues, dirás así a mi siervo David: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: yo te tomé del redil, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel; y he estado contigo en todo cuanto has andado, y delante de ti he destruido a todos tus enemigos, y te he dado nombre grande, como el nombre de los grandes que hay en la tierra. Además, yo fijaré lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su lugar y nunca más sea removido, ni los inicuos le aflijan más, como al principio, desde el día en que puse jueces sobre mi pueblo Israel; y a ti te daré descanso de todos tus enemigos. Asimismo, Jehová te hace saber que él te hará casa. Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres; pero mi misericordia no se apartará de él como la aparté de Saúl, al cual quité de delante de ti. Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente.» (2 Samuel 7:1-16)
El Pacto No fue Cumplido por Salomón
Antes de examinar minuciosamente el significado de estas palabras, será conveniente tomar en cuenta una objeción preliminar que algunas veces es presentada con considerable vigor, esto es, que fueron cumplidas en el reino de Salomón, y por consiguiente no pueden ser legítimamente aplicadas a Jesucristo. Que las cosas afirmadas tuvieron un paralelo en los sucesos del reino de Salomón, no puede ser negado. Tanto David como Salomón las entendieron en este sentido (1 Reyes 5:5; 8:20; 11:38; 1 Crónicas 22:7; 28:3). Salomón era hijo de David, pero en cierto sentido Dios era su padre, pues lo tomó bajo Su especial cuidado y lo dotó de un grado de sabiduría que lo hizo más famoso que todos los reyes. Se sentó en el trono de David, delante de David (es decir, en su presencia), siendo ascendido a la corona, antes que David muriese, por las propias instrucciones de David, y continuó después que David fue reunido con sus padres. Salomón construyó el templo de Dios en Jerusalén, según los planes trazados por David bajo la inspiración divina(1 Crónicas 28:12,19). Fue un hombre de paz. Cometió iniquidad y fue castigado en el desagrado divino por medio de adversarios levantados cerca del final de su reino; pero la misericordia de Dios no se apartó de él como ocurrió con Saúl, pues se le permitió reinar hasta que la muerte lo removió.
Hasta este punto, el pacto con David fue verificado en días de Salomón; pero decir que esta realización parcial fue la totalidad de las cosas prometidas es contradecir el testimonio de las Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. David y Salomón no parecen haber previsto su alcance total. Los profetas generalmente no entendían todo el efecto de sus palabras (1 Pedro 1:10-12). Pablo aplica los términos del pacto a Cristo en Hebreos 1:5: «Yo seré a él Padre, y él me será a mí hijo.» Pedro, como ya hemos visto, expresamente dice que el pacto se refiere al Cristo (Hechos 2:30). Jesús aplica las palabras de David a sí mismo: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies» (Mateo 22:41-44; Salmos 110:1). También dice de sí mismo: «Yo soy la raíz y el linaje de David» (Apocalipsis 22:16); «El que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra» (Apocalipsis (3:7). En los días de su carne, Jesús fue conocido y descrito como «el hijo de David»; la entera nación judía esperaba que un hijo de David fuera el Mesías; todos los profetas hablaron de él como de un descendiente de David, señalándolo variadamente como una vara del tronco de Isaí (padre de David) (Isaías 11: 1); renuevo justo levantado a David (Jeremías 23:5); un niño nacido y un hijo dado para sentarse sobre el trono de David y sobre su reino (Isaías 9:6), y así sucesivamente.
Por consiguiente, es cosa vana negar la aplicación del «pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas» a Jesús el Hijo y Señor de David, el «más grande que Salomón,» en virtud del punto de vista tomado por David y Salomón, el cual no excluye esta aplicación, sino solamente declara que el pacto hecho con referencia a Jesús se cumplió en forma parcial en Salomón.
Algo que debe considerarse es cómo una predicción puede tener dos cumplimientos tan separados por el tiempo y la naturaleza del suceso. Esto es evidencia de la extensión de la palabra divina; pero no refuta la realidad de que la predicción en su último y completo significado se refiere a Jesús. Esto es demostrado en tantas formas como para eliminar cualquier duda momentánea.
La Porción del Pacto Realizada por Jesús en su Primer Advenimiento
Asumiendo que esto sea correcto, veamos primero qué parte del pacto ha sido cumplida en el ministerio de Cristo hasta donde ha sido desarrollado; y segundo, qué tendrá que hacer Cristo en su futura manifestación a fin de cumplir la parte que incuestionablemente no fue realizada en su primer aparecimiento.
Los hechos relacionados con el primer punto pueden ser resumidos muy brevemente: habiéndose cumplido los días de David, y habiendo dormido con sus padres, Jesús nació en Belén, la ciudad de David. Su madre fue María, una virgen, descendiente en la línea de David y casada con un hombre llamado José, quien era de la casa y del linaje de David. El suceso fue anunciado por un ángel a los pastores del vecindario que cuidaban sus rebaños durante la noche, en el siguiente lenguaje:
«No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.» (Lucas 2:10,11)
Zacarías, el padre de Juan, habla del evento de la siguiente manera:
«Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio.» (Lucas 1:68-70)
Como hemos visto en un estudio anterior (capítulo VI), Jesús nació sin paternidad humana; su concepción se debió al poder del Espíritu Santo que cubrió con su sombra a María (ver Lucas 1:35). «Será llamado,» dijo el ángel, «Hijo de Dios.» De esta manera, en un sentido que va más allá del caso de Salomón, fueron realizados los términos del pacto: «Yo seré a él Padre, y él me será a mi hijo.» En realidad, el divino parentesco de Jesús es la característica principal de su posición como Mesías. Ningún hombre puede creer con criterio bíblico que Jesús es el Cristo, negando al mismo tiempo que sea el Hijo de Dios. Una confesión bíblica de su nombre envuelve el reconocimiento de los dos hechos expresados en las palabras de Natanael: «Tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel» (Juan 1:49). Juan dice: «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Juan 5:5). El divino testimonio pronunciado en el bautismo de Jesús, y otra vez en su transfiguración, fue formulado en estas palabras: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd.» (Mateo 17:5). De aquí que la más importante característica del pacto con David brilla en Jesús, quien fue al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo de David. En vista de esto es fácil entender el lenguaje de David en el Salmo 110, refiriéndose al cual Jesús confundió a los fariseos de tal modo que no pudieron responderle. El Señor dijo:
«¿Que pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Le dijeron: De David. El les dijo: ¿Pues cómo David en el Espíritu le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo? (Mateo 22:42-45)
Esta fue una pregunta que los fariseos no pudieron contestar desde su punto de vista, porque en la suposición de que el Mesías era un hijo natural de David, bajo ningún principio admisible en la práctica judía podía David haberse dirigido a él como Señor, pues eso significaría acordarle una posición y deferencia que nunca sería reconocida como correcta de parte de un padre para su hijo. Pero desde el punto de vista de la verdad, la pregunta admite una solución fácil: Cristo es el hijo de David según la carne, por medio de María; pero es también el Señor de David a causa de un parentesco más alto que el de David. «Todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre» (Juan 5:22,23).
Hay otra característica de la historia de Cristo que tiene su contraparte en el pacto hecho con David. Jesús no cometió iniquidad, pero fue castigado «con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres.» Según el Dr. Adam Clarke, el texto hebreo original de esta parte del pacto es más correctamente traducido como sigue: «Aun en su sufrimiento por la iniquidad, lo castigaré con la vara de los hombres y con los azotes de los hijos de los hombres.» Esto es inteligible cuando se aplica a la muerte de Cristo:
«Ciertamente llevo él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados…Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.» (Isaías 53:4-6)
Pero la misericordia de Dios no lo abandonó como lo hizo con Saúl, quien fue rechazado, y tal como se presume que hizo en el caso de Salomón, cuyos últimos días, hasta donde sabemos, fueron dedicados a la desobediencia. Cristo fue abandonado en la cruz, pero sólo por un momento; el favor de Dios retornó con la mañana que vio su liberación del sepulcro de José de Arimatea y fue para él un río de eterno gozo. Su relación con la divinidad en todo el acontecimiento no podría expresarse mejor que en las palabras del Salmo 16, el cual Pedro le aplicó en el día de Pentecostés:
«A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido. Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma; mi carne también reposará confiadamente; porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción. Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.» (Salmos 16:8-11)
En el Salmo 89 se repite la esencia del pacto con David, y aquí es usado el siguiente lenguaje, que no podría aplicarse a Salomón:
«Yo también le pondré por primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Para siempre le conservaré mi misericordia…Pondré su descendencia para siempre, y su trono como los días de los cielos.» (Salmos 89:27-29)
En ningún sentido fue Salomón el primogénito de Jehová; en cambio, de Jesús se han hecho las siguientes declaraciones:
«El es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia.» (Colosenses 1:18)
«Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos.» (Romanos 8:29)
«Cristo, las primicias.» (1 Corintios 15:23)
En este sentido, él cumple una condición del pacto hecho con David, la cual en ningún sentido se cumplió en Salomón. El es verdaderamente «el más excelso de los reyes de la tierra,» porque Pablo dice: «Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla» (Filipenses 2:9,10).
Aspectos del Pacto que Jesús Aún No ha Cumplido
Cuando pasamos a considerar otras cosas que el pacto afirmó acerca del hijo prometido a David, encontramos que Jesús no las ha cumplido todavía. El primer punto es expresado en las palabras de Pedro en el sentido de que se sentaría en el trono de David (Hechos 2:30). En ningún sentido puede decirse que Jesús ya hizo esto. El trono de David está en ruinas. Su condición se describe en el siguiente lenguaje:
«Mas tú desechaste y menospreciaste a tu ungido, y te has airado con él. Rompiste el pacto de tu siervo; has profanado su corona hasta la tierra. Aportillaste todos sus vallados; has destruido sus fortalezas. Lo saquean todos los que pasan por el camino; es oprobio a sus vecinos. Has exaltado la diestra de sus enemigos; has alegrado a todos sus adversarios. Embotaste asimismo el filo de su espada, y no lo levantaste en batalla. Hiciste cesar su gloria, y echaste su trono por tierra.» (Salmos 89:38-44)
Este mismo estado de cosas fue predicho por Ezequiel en los términos siguientes:
«Y tú, profano e impío príncipe de Israel, cuyo día ha llegado ya, el tiempo de la consumación de la maldad, así ha dicho Jehová el Señor: Depón la tiara, quita la corona; esto no será más así; sea exaltado lo bajo, y humillado lo alto. A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y yo se lo entregaré.» (Ezequiel 21:25-27)
Esta predicción fue pronunciada en el reinado de Sedequías, el último rey israelita en la línea de David (593 A.C.); y desde ese tiempo el reino ha quedado suspendido. Fue destruido por Nabucodonosor durante la vida de Sedequías, y más tarde fue aplastado por Grecia y Roma. Desde la destrucción de Jerusalén por Tito, la nación israelita no ha tenido existencia. La tierra está en posesión del enemigo, y el pueblo está esparcido como fugitivo por toda la tierra. [Nota del traductor: Estas palabras fueron escritas en el año 1862, antes de que el pueblo judío hubiera regresado a Palestina y establecido el moderno Estado de Israel.]
En vista de esto, ¿que conclusión puede extraerse del pacto hecho con David, el cual expresamente garantiza la continuación perpetua del trono y reino de David bajo su hijo, quien había de ser el primogénito de Jehová? Las premisas admiten sólo una conclusión, y es que en algún tiempo futuro, Jesús deberá retornar y restablecer el trono de David, y presidir en él por Dios, como David lo hizo. Con esto concuerdan las palabras de los profetas, como está escrito: «Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar» (Hechos 15:16). El testimonio que confirma esta conclusión es muy explícito, según las conocidas palabras de Isaías:
«Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre.» (Isaías 9:6,7)
También tenemos las palabras de los otros profetas, de los cuales las siguientes son solamente unos pocos ejemplos:
«En aquellos días y en aquel tiempo haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará juicio y justicia en la tierra.» (Jeremías 33:15)
«He aquí vienen días, dice Jehová, en que sembraré la casa de Israel y la casa de Judá de simiente de hombre y de simiente de animal. Y así como tuve cuidado de ellos para arrancar y derribar, y trastornar y perder y afligir, tendré cuidado de ellos para edificar y plantar, dice Jehová.» (Jeremías 31:27,28)
«Porque así ha dicho Jehová: Como traje sobre este pueblo todo este gran mal, así traeré sobre ellos todo el bien que acerca de ellos hablo.» (Jeremías 32:42)
«He aquí vienen días, dice Jehová, en que yo confirmaré la buena palabra que he hablado a la casa de Israel y a la casa de Judá.» (Jeremías 33:14)
«En aquel día, dice Jehová, juntaré la que cojea, y recogeré la descarriada, y a la que afligí; y pondré a la coja como remanente, y a la descarriada como nación robusta; y Jehová reinará sobre ellos en el monte de Sion desde ahora y para siempre.» (Miqueas 4:6,7)
«Así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo tomo a los hijos de Israel de entre las naciones a las cuales fueron, y los recogeré de todas partes, y los traeré a su tierra; y los haré una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos.» (Ezequiel 37:21,22)
«Reedificarán las ruinas antiguas, y levantarán los asolamientos primeros, y restaurarán las ciudades arruinadas, los escombros de muchas generaciones.» (Isaías 61:4)
Estas predicciones no serán realizadas mientras Jesucristo esté ausente de la tierra. Esto se deduce de los testimonios mismos, pero se comprueba de tal modo que excluye la posibilidad de error, por la declaración de Pedro, registrada en Hechos 3:19-21:
«…para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo.»
De esto se deduce que el trabajo de restauración tan abundantemente descrito por los profetas no ocurrirá sino hasta que Jesús regrese y reaparezca en la tierra. Esto explica el hecho de que Pablo relaciona el aparecimiento de Cristo con su reino como dos sucesos simultáneos en las palabras, «Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino» (2 Timoteo 4:1). En el momento de su aparecimiento vendrá su reino; porque su regreso a la tierra dará como resultado el establecimiento de su reino del reino. Por esto podemos entender la declaración de que «cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria» (Mateo 25:31). Esta afirmación de Jesús se repite en otra forma que hace aún más segura su identificación con el restablecimiento del reino de Israel. El dijo a sus discípulos:
«De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.» (Mateo 19:28)
Cuando esto suceda, se cumplirán las palabras dirigidas a María: «Y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lucas 1:33). Cuando estas palabras se hagan realidad, el pacto hecho con David encontrará un cumplimiento sobre el cual no podrá ser arrojada oscuridad.
El pacto garantiza el establecimiento mesiánico del reino de David en presencia de David. Las palabras son: «Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro» (2 Samuel 7:16). Como hemos visto, esto fue parcialmente cumplido cuando David fue testigo, antes de su muerte, de la ascensión de Salomón al trono. Pero es fácil ver cuánto más completa y sustancialmente será cumplido en el reino de David en las manos de Jesús. El reino de Israel, gobernado por Cristo, será el reino de Dios. La promesa a todos los fieles es que ellos heredarán el reino de Dios (Lucas 22:29,30; Mateo 19:28; Santiago 2:5; Lucas 13:28,29; 12:32,36; 2 Pedro 1:11). David, quien fue un hombre conforme al corazón de Dios, estará entre aquellos de los que Jesús dice en una de las citas anteriores, que Abraham, Isaac y Jacob, y todos los profetas (uno de los cuales fue David) serán vistos en el reino de Dios.
Esto no puede ser el cielo, pues Pedro dice claramente: «David no subió a los cielos» (Hechos 2:34). Es el reino que será asentado en el territorio de la Tierra Prometida, cuando la piedra descienda de los cielos para romper en pedazos a los otros reinos. David, mirando hacia este tiempo, dice en oración inmediatamente después de oír las palabras del pacto: «También has hablado de la casa de tu siervo en lo por venir…Ten ahora a bien bendecir la casa de tu siervo, para que permanezca perpetuamente delante de ti» (2 Samuel 7:19,29). Esta oración es contestada en las palabras de Jeremías 33: 17,25,26:
«Porque así ha dicho Jehová: No faltará a David varón que se siente sobre el trono de la casa de Israel…Si no permanece mi pacto con el día y la noche, si yo no he puesto las leyes del cielo y la tierra, también desecharé la descendencia de Jacob, y de David mi siervo, para no tomar de su descendencia quien sea señor sobre la posteridad de Abraham, de Isaac y de Jacob. Porque haré volver sus cautivos, y tendré de ellos misericordia.»
El tiempo de esto no está lejano, y el mismo David estará en la tierra, gozándose en la magnificencia de su Hijo, quien será un triunfante testigo de la fidelidad de la palabra de Jehová. Todas las naciones llegarán a su fin, excepto la nación de Israel (Jeremías 30:11), y todos los reyes y sus familias desaparecerán y serán olvidados, excepto la familia de David que estará en eterno recordatorio entre los redimidos habitantes del globo, por ser una gloriosa y eterna institución. Así se cumplirá la promesa de que la casa de David continuará por siempre.
Jesús Edificará la Casa de Jehová
Seguidamente debemos observar una característica del pacto que pocos lectores modernos de la Biblia han sido capaces, en algún sentido, de aplicar a Jesús. Nos referimos a la primera cláusula de 2 Samuel 7:13: «El edificará casa a mi nombre.» Entendiendo esto como la erección de un lugar en la tierra para la adoración de Jehová, puede considerarse increíble que tal labor forme parte de la obra de Cristo. A primera vista tal cosa puede parecer absurda y degradante para la dignidad de Cristo, pero al examinar el tema con más cuidado, descubriremos en él un sentido diferente. Veremos que no solamente es la construcción de un templo al que las naciones puedan ir periódicamente para adorar, lo cual será una de las actividades de la era que ha de venir, sino que también la realización de esta obra está relacionada con la más noble misión del reino de Dios.
Primero quisiera llamar la atención del lector hacia la evidencia que demuestra que lo que se afirma en el pacto hecho con David será llevado a cabo en el reino de Cristo. Comienza con una declaración en Zacarías 6:12, como sigue:
«He aquí el varón cuyo nombre es el Renuevo, el cual brotará de sus raíces, y edificará el templo de Jehová…y él llevará gloria, y se sentará y dominará en su trono, y habrá sacerdote a su lado.»
La relación de esto con Jesús podría ser puesta en duda a causa del contexto si no fuera por el hecho de que la declaración no puede aplicarse a cualquier otro que aquel que lleva el título que en ella se menciona. El Mesías es frecuentemente descrito como el Renuevo, y solamente él será un sacerdote en su trono, combinando en sí mismo la doble función de gobernar en asuntos temporales e interceder en cosas que pertenecen a Dios. Sin embargo, si sólo existiera esta consideración para justificar la aplicación de la profecía a Jesús, no lograría demostrarse el punto. Por consiguiente procederemos a otras consideraciones más poderosas.
Se dice que cuando Jesús reine en el trono de su padre David, «vendrán muchos pueblos y fuertes naciones a buscar a Jehová de los ejércitos en Jerusalén, y a implorar el favor de Jehová» (Zacarías 8:22). Esto es descrito por Jeremías como una reunión de las naciones en el nombre de Jehová en Jerusalén, en consecuencia de la cual no andarán mas en la imaginación de su malvado corazón (Jeremías 3:17); y por Isaías, como el viaje de muchos pueblos diciendo: «Subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas» (Isaías 2:3). Zacarías describe esto en el siguiente lenguaje:
«Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos.» (Zacarías 14:16)
La Construcción de un Nuevo Templo en el Reino
Que estas cosas se realizarán solamente en el reino de Cristo en la tierra, debe ser evidente partiendo del hecho de que están asociadas con un tiempo cuando las naciones dejarán de hacer la guerra, y cuando los hombres ya no seguirán los deseos de sus malas inclinaciones. Tal estado de cosas nunca ha existido en la historia del mundo. Si las naciones van a ir periódicamente a Jerusalén con el propósito de adorar a Jehová, esto apoya la idea de que habrá un lugar en el cual este acto puede ser convenientemente realizado. No podemos imaginar que una variada reunión de pueblos podría, conveniente, confortable o provechosamente, practicar su devoción sin los medios de acercamiento que en todos los tiempos pasados Dios ha preparado para todos aquellos a quienes ha invitado a rendirle homenaje. ¿Por qué vendrían las naciones a Jerusalén, si allí no hubiera templo? Si su adoración consistiera simplemente en el sentimiento de devoción, esto podría ser cultivado en los países donde habiten, tanto como en la ciudad santa.
La necesidad del caso requiere que exista un sistema de adoración adecuado a la grandeza de la dispensación, en la cual Jerusalén es la metrópolis religiosa de todo el mundo. Es evidente, según el limitado testimonio citado, que este sistema existirá. Por ejemplo, note la expresión, «subamos a la casa de Jehová.» También, «las ollas de la casa de Jehová serán como los tazones del altar» (Zacarías 14:20). «La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera, ha dicho Jehová de los ejércitos; y daré paz en este lugar» (Hageo 2:9). «Y Jerusalén será santa…Y saldrá una fuente de la casa de Jehová y regará el valle de Sitim» (Joel 3:17,18).
Cito estas evidencias indirectas no tanto para demostrar el punto en discusión, como para introducir la grande y poderosa evidencia delante de la cual las otras lucen insignificantes. Me refiero a la visión de Ezequiel, contenida en los últimos nueve capítulos de su libro. Esta porción de las Escrituras ha confundido a todos los comentaristas de la Biblia, por la simple razón de que la teología popular no halla sentido en ella. ¿Qué propósito cumple el establecimiento de un ritual del templo en Jerusalén, si la muerte envía a los hombres a un final de felicidad o de sufrimiento, con Dios o con el diablo, y si el milenio será simplemente una continuación de la religión evangélica?
Los capítulos referidos, que fueron escritos después de la destrucción del templo de Salomón por Nabucodonosor, describen un estado de cosas que nunca ha prevalecido desde la antigüedad hasta el día de hoy. El templo fue reconstruido al regreso de los judíos de Babilonia. Pero la profecía de Ezequiel no se cumplió en aquel momento, como puede verse comparándola con los hechos relacionados con el segundo templo. El templo reconstruido, en vez de ser más grandioso que el primero, fue vastamente inferior. Esto no puede ser mejor probado que por el siguiente pasaje de Esdras:
«Y muchos de los sacerdotes, de los levitas y de los jefes de casas paternas, ancianos que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz, mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría. Y no podía distinguir el pueblo el clamor de los gritos de alegría, de la voz del lloro; porque clamaba el pueblo con gran júbilo, y se oía el ruido hasta de lejos.» (3:12,13)
El templo de Ezequiel debe ser contemporáneo con la división de la tierra prometida a las doce tribus de Israel (Ezequiel 48). El lector educado no necesita ser informado de que esto nunca ha tenido lugar desde los días de la cautividad de Babilonia. Los que regresaron de Babilonia fueron solamente las dos tribus de Judá y Benjamín, y solamente una porción de éstas. Las diez tribus que constituían el Reino de Israel fueron removidas por Salmanasar, rey de Asiria, hacia países más allá del Eufrates, y nunca han retornado. La conclusión es completamente evidente. La tierra nunca ha sido dividida entre las doce tribus de Israel, como ha de serlo cuando el templo de Ezequiel sea levantado.
Otro hecho que prueba que la profecía será cumplida en el futuro, es que en el tiempo señalado por Ezequiel, una porción del país, un cuadrado de 65 kilómetros por lado, deberá ser apartada para propósitos divinos como una ofrenda santa (Ezequiel 45:1,4). Aquí se levantarán el templo, la santa ciudad y las casas de los sacerdotes. Tal cosa, como todos saben, nunca ha sucedido en la historia de la Tierra Santa. De esto se deduce que el estado de cosas descrito en el capítulo bajo consideración pertenece al futuro. Esta conclusión queda establecida fuera de cualquier duda por las concluyentes declaraciones del profeta, que el nombre de la ciudad desde aquel día será Jehová-sama [Jehová está allí] (Ezequiel 48:34).
En vista de la certeza de que la profecía de Ezequiel no ha sido cumplida, se vuelve interesante, en el más alto grado, echar una mirada a lo que el profeta describe. Dice que en las visiones de Dios fue llevado a la tierra de Israel y puesto sobre una montaña muy alta, desde la cual vio el contorno de una ciudad al sur. Se encuentra en compañía de un hombre, «cuyo aspecto era como aspecto de bronce; y tenía un cordel de lino en su mano, y una caña de medir.» Este hombre a quien ve de pie en la puerta de entrada del patio del templo, se dirige a él de la siguiente manera:
«Hijo de hombre, mira con tus ojos, y oye con tus oídos, y pon tu corazón a todas las cosas que te muestro; porque para que yo te las mostrase has sido traído aquí. Cuenta todo lo que ves a la casa de Israel.» (Ezequiel 40:4)
Ezequiel entonces se pone atento a las operaciones de su guía, observándolo mientras realiza una serie de medidas que son registradas con gran minuciosidad en los primeros cinco capítulos. Sin seguir las complicaciones de estas medidas, establezcamos brevemente que a Ezequiel le es mostrado un templo que excede a cualquier otro realizado en la historia de Israel o de otra nación. El templo es un edificio gigantesco con todos los accesorios necesarios para la adoración de aquel a quien es dedicado. El muro exterior (aproximadamente 2 kilómetros por lado) es interrumpido por muchas puertas, todas flanqueadas por cámaras para el servicio del templo, y dotadas de escalinatas. Al subir las gradas, el profeta ve un muro interior a unos 45 metros más cerca del templo. El espacio entre los dos muros se describe como el atrio exterior y forma una espaciosa calzada o pavimento. El muro interior tiene puertas semejantes a las del muro exterior. Estas puertas tienen acceso por ocho gradas al atrio interior en el cual se levanta el templo, una inmensa área de edificios altos con arcos y enrejados, y capacidad para un millón de adoradores. Este es la parte central de la visión. Por su altura, ancho y elaboración, el templo excede a cualquier arquitectura humana y solamente es sobrepasado en interés por el suceso que el profeta vio después de observar las entradas externas del edificio. Lo que observó desde la puerta oriental del muro exterior es descrito en el siguiente lenguaje:
«Y he aquí la gloria del Dios de Israel, que venía del oriente; y su sonido era como el sonido de muchas aguas, y la tierra resplandecía a causa de su gloria…Y la gloria de Jehová entró en la casa por la vía de la puerta que daba al oriente.» (Ezequiel 43:2,4)
Ezequiel es luego llevado por el Espíritu al atrio interior en el cual ve la casa llena de la gloria de Jehová. Entonces oye la voz divina que se dirige a él como sigue:
«Hijo de hombre, éste es el lugar de mi trono, el lugar donde posaré las plantas de mis pies, en el cual habitaré entre los hijos de Israel para siempre; y nunca más profanará la casa de Israel mi santo nombre, ni ellos ni sus reyes, con sus fornicaciones, ni con los cuerpos muertos de sus reyes en sus lugares altos.» (Ezequiel 43:7)
Después, Ezequiel es llevado de nuevo por el camino de la puerta oriental, y observa que está cerrada, de lo cual se da la siguiente explicación:
«Esta puerta estará cerrada; no se abrirá, ni entrará por ella hombre, porque Jehová Dios de Israel entró por ella; estará, por tanto, cerrada. En cuanto al príncipe, por ser el príncipe, él se sentará allí para comer pan delante de Jehová; por el vestíbulo de la puerta entrará, y por ese mismo camino saldrá.» (Ezequiel 44:2,3)
En una etapa posterior, Ezequiel recibe la siguiente información con referencia a la misma puerta:
«La puerta del atrio interior que mira al oriente estará cerrada los seis días de trabajo, y el día de reposo se abrirá; se abrirá también el día de la luna nueva. Y el príncipe entrará por el camino del portal de la puerta exterior, y estará en pie junto al umbral de la puerta mientras los sacerdotes ofrezcan su holocausto y sus ofrendas de paz, y adorará junto a la entrada de la puerta; después saldrá; pero no se cerrará la puerta hasta la tarde. Asimismo adorará el pueblo de la tierra delante de Jehová, a la entrada de la puerta, en los días de reposo y en las lunas nuevas.» (Ezequiel 46:1-3)
Se nos informa que el templo se levanta en el centro de un área de terreno que mide 68 kilómetros de este a oeste, y cerca de 27 kilómetros de norte a sur. Esta área estará ocupada por una clase de personas descritas como los «hijos de Sadoc,» que fueron fieles desde tiempos antiguos. Al sur hay un área de tierra medida para los levitas, cuyo deber será llevar a cabo tareas humildes y laboriosas relacionadas con la adoración del templo. Al sur de esto, midiendo 67 kilómetros de este a oeste y entre 14 y 16 kilómetros de norte a sur, una franja de territorio es asignada para la ciudad, con tierra para campos de cultivo y jardines.
Las medidas de la ciudad la muestran como la más extensa y magnífica que jamás se haya construido. Dispuesta en forma cuadrada, ocupará un área de unos 200 kilómetros cuadrados. Cada muro, este, oeste, norte y sur, mide alrededor de 14 kilómetros, siendo la circunferencia total de unas 56 kilómetros. En cada muro hay tres puertas, a igual distancia, siendo nominada cada una por una de las tribus de la tierra. La tierra situada al este y oeste de la ciudad, apropiada para el cultivo de verduras, contiene cerca de 700 kilómetros cuadrados, formando una provisión adecuada para las necesidades de la estupenda ciudad, la cual será conocida desde aquel día por el nombre Jehová-sama: Jehová está allí.
El templo se levanta en el sitio de la antigua y moderna Jerusalén, coronando el monte de Sion, del cual se testifica en Salmos 132:13,14: «Porque Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para sí. Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido.» La ciudad se sitúa a unos 51 kilómetros al sur del templo. Todo el territorio distribuido es un magnífico cuadrado que mide cerca de 68 kilómetros por lado, formando el tabernáculo de Jehová de la era venidera.
La Restauración de los Sacrificios en el Reino Milenial
Estos detalles no dejan duda de la realidad del templo que será erigido en los días en que el caído tabernáculo de David sea reconstruido por el Hijo de David. La razón por la que los intérpretes tradicionalistas no pueden ver esto es porque no tienen conocimiento del reino del cual el templo y su servicio forman parte.
Otra razón probablemente se encuentra en el hecho de que los sacrificios sustituidos por la muerte de Cristo son restaurados en este templo. Holocaustos y ofrendas de toros y carneros son requeridos con todo el minucioso ceremonial observado bajo la ley de Moisés. Para la mayoría de la gente, esto es una gran piedra de tropiezo. Ellos razonan contra la posibilidad de que sean restaurados los sacrificios después del cumplimiento del sacrificio del «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.»
Sin embargo, una pequeña reflexión disipará la fuerza de esta dificultad. Es evidente que el reino de Cristo en la tierra es un reino sacerdotal. Esto es establecido en el testimonio de que «habrá sacerdote a su lado» (Zacarías 6:13). También es evidente por la declaración de Apocalipsis 1:6: «nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre,» una doble función que según aparece en Apocalipsis 5:10, se refiere al tiempo cuando Cristo reine en la tierra: «Nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra.» Entonces, si la dispensación milenial es sacerdotal, es apropiado que el pueblo tenga algo que ofrecer en señal de su obediencia; y los sacerdotes, algo que presentar a nombre de ellos.
Pero podría preguntarse, ¿cómo puede ser restaurado el sacrificio de animales cuando el que fue muerto está presente en la tierra como un perfecto mediador entre Dios y los hombres? Y puesto que el sacerdocio de Cristo está vigente aún ahora, sin el uso de sacrificios materiales por parte de aquellos por los que oficia, es decir, su propia casa, ¿por que habrá necesidad de sacrificios materiales en la era venidera, cuando su sacerdocio sea solamente transferido de su propia casa a todo el mundo?
La respuesta a esto debe tomar una forma general. Así como los sacrificios bajo la ley de Moisés prefiguraban la muerte de Cristo, así puede que los sacrificios bajo el «profeta como Moisés» vuelvan nuestra mirada hacia la muerte de Cristo en el pasado. En la ley de Moisés los sacrificios prefiguraban y simbolizaban lo que había de venir. Bajo la ley de Cristo, pueden ser una retrospectiva conmemoración de lo que ha sido, de la misma manera que la cena del Señor, en ausencia de Cristo, es un memorial permanente de su cuerpo torturado y su sangre derramada. Cualquiera que sea la explicación que pueda sugerirse, no puede ser puesto en duda el hecho mismo de que los sacrificios forman parte de la institución de la era venidera. Esto se deduce no sólo de Ezequiel sino de una variedad de testimonios bíblicos de los cuales cito los siguientes ejemplos:
«Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos.» (Malaquías 1:11)
«Multitud de camellos te cubrirá; dromedarios de Madián y de Efa; vendrán todos los de Sabá; traerán oro e incienso, y publicarán alabanzas de Jehová. Todo el ganado de Cedar será juntado para ti; carneros de Nebaiot te serán servidos; serán ofrecidos con agrado sobre mi altar, y glorificaré la casa de mi gloria.» (Isaías 60:6,7)
«Y Jehová será conocido de Egipto, y los de Egipto conocerán a Jehová en aquel día, y harán sacrificio y oblación; y harán votos a Jehová y los cumplirán.» (Isaías 19:21)
«Porque muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin estatua, sin efod y sin terafines. Después volverán los hijos de Israel, y buscarán a Jehová su Dios, y a David su rey; y temerán a Jehová y a su bondad en el fin de los días.» (Oseas 3:4,5)
«Y toda olla en Jerusalén y Judá será consagrada a Jehová de los ejércitos; y todos los que sacrificaren vendrán y tomarán de ellas, y cocerán en ellas; y no habrá en aquel día más mercader en la casa de Jehová de los ejércitos.» (Zacarías 14:21)
«Jehová es Dios, y nos ha dado luz; atad víctimas con cuerdas a los cuernos del altar.» (Salmos 118:27)
A primera vista parecería contradictorio que la gloriosa administración de poder y justicia, característica del reino de Cristo, sea mezclada con un ritual que ha sido obsoleto por siglos, habiendo entre ella y la verdad muy pocos elementos de afinidad. Sin embargo, hay una consideración que revela la sabiduría del arreglo.
Es parte de la verdad eterna que sin fe y prueba, es imposible ser aceptado por Dios. Este principio no es afectado por el tiempo o las circunstancias; será tan verdadero en la era futura como lo es ahora. Hombres y mujeres, viviendo como súbditos del reino del Mesías, tendrán que obtener el derecho de comer del árbol de la vida por medio de su fe y obediencia, de la misma manera que muchos de los que ahora tienen que perseverar en ausencia de una revelación completa. Pero, ¿cómo puede ser ejercida su fe y puesta a prueba su obediencia en presencia del abrumador hecho del gobierno visible de Dios sobre las naciones por medio de Jesús y sus santos? ¿No parecería como si toda oportunidad para ejercer fe sería anulada por los sublimes e indiscutibles hechos de aquella época, y como si la obediencia voluntaria sería eclipsada y sustituida por la compulsión práctica ejercida sobre los hombres por la existencia y supervisión del gobierno divino?
Me parece que la restitución del sacrificio proporciona una solución del problema. Llamados a adorar a Dios por medio de actos que en sí mismos parecen innecesarios e inconvenientes, la fe y la obediencia de los hombres será puesta bajo tan poderosa prueba como lo fue en los días antiguos, cuando cosas similares fueron requeridas de la mano de los israelitas. Sus mentes serán instruidas para someterse a la voluntad divina y tener fe en las divinas intenciones por medio de un ritualismo tan irrazonable como para no tener ningún atractivo para la mente, excepto en la medida en que proviene de la divina autoridad. Al mismo tiempo, su intelecto será iluminado por las lecciones alegóricas impartidas por este medio. Debemos recordar que en la era venidera, las naciones sujetas a Cristo y a su pueblo estarán compuestas de hombres y mujeres constituidos como los hombres y las mujeres de hoy: necesitados de educación espiritual.
El reino de Dios en su fase milenial es una adaptación a esta necesidad. Con la ayuda de este hecho podemos ver la sabiduría de una dispensación que sería innecesaria en una generación espiritualmente perfecta. Las naciones serán instruidas en los principios básicos y ejercitadas continuamente en una dirección divina. Sin estímulo externo o actividades para mantenerla ocupada, la mente humana se vuelve perezosa y retrógrada. Las más brillantes impresiones morales decaen en un estado de inactividad. Esta clase de degeneración será prevenida por un sistema de religión compulsiva universal que requerirá la presencia de cada persona una vez al año en el centro de gobierno y adoración divinos, y el cual por cada ofensa contra las leyes demandará la penitencia cumplida en el sacrificio de un animal de su propiedad. La mente de todo el mundo será mantenida en continua actividad dentro de un ámbito espiritual. Por estos medios, la humanidad como un todo se volverá de los caminos de la ignorancia y la maldad, mientras la poderosa mano del gobierno, aplicada sobre todo lo que se opone al bienestar espiritual y temporal de la gente, permitirá la completa y efectiva operación de estas influencias perfeccionadoras.
De este modo vemos belleza y fuerza en esa cláusula del pacto hecho con David, la cual asigna al Mesías la tarea de construir una casa para el Señor de toda la tierra. Desde luego, la parte mecánica del proceso será realizada por extraños. El trabajo manual requerido para elaborar la espléndida y espaciosa arquitectura mostrada a Ezequiel será obra de los extranjeros; pero el trabajo será ejecutado bajo la supervisión de Cristo, así como el templo de Salomón fue construido según las instrucciones de David:
«Extranjeros edificarán tus muros, y sus reyes te servirán; porque en mi ira te castigué, mas en mi buena voluntad tendré de ti misericordia…Y vendrán a ti humillados los hijos de los que te afligieron, y a las pisadas de tus pies se encorvarán todos los que te escarnecían, y te llamarán ciudad de Jehová, Sion del Santo de Israel. En vez de estar abandonada y aborrecida, tanto que nadie pasaba por ti, haré que seas una gloria eterna, el gozo de todos los siglos.» (Isaías 60:10,14,15)
«Reedificarán las ruinas antiguas, y levantarán los asolamientos primeros, y restaurarán las ciudades arruinadas, los escombros de muchas generaciones. Y extranjeros apacentarán vuestras ovejas, y los extraños serán vuestros labradores y vuestros viñadores.» (Isaías 61:4,5)
«Así dijo Jehová el Señor: He aquí, yo tenderé mi mano a las naciones, y a los pueblos levantaré mi bandera; y traerán en brazos a tus hijos, y tus hijas serán traídas en hombros. Reyes serán tus ayos, y sus reinas tus nodrizas; con el rostro inclinado a tierra te adorarán, y lamerán el polvo de tus pies; y conocerás que yo soy Jehová, que no se avergonzarán los que esperan en mí.» (Isaías 49:22,23)
Será el honor particular de Jesús traer a todas las naciones a adorar delante de Dios: y esto lo hará en virtud del pacto hecho con David.
Poco queda por decir para ilustrar las restantes provisiones del pacto. Que Dios establecerá el trono de su reino para siempre, en las manos de Jesús, y bajo el control de éste dará a Israel la segura morada de la cual nunca será removido, ya se ha hecho evidente en estudios anteriores. Estas dos conclusiones están entre las doctrinas más copiosamente respaldadas en la palabra de Dios. A la luz de ellas toda la profecía es inteligible. Sin ellas, el Antiguo Testamento es lo que los tradicionalistas prácticamente encuentran: una visión oscura y una letra muerta.
La apostasía es la responsable de esto. Mezclando dogmas paganos con las doctrinas de la revelación, ha tenido éxito en mistificar los oráculos de Dios hasta volverlos incomprensibles para la mayoría de la gente. Ha puesto un grueso velo sobre sus ojos. Ha complicado el estudio la Biblia, exponiéndola al ridículo y el desprecio de muchos, quienes con un mejor entendimiento se inclinarían delante de la sublimidad y esplendor del plan que revela la redención de este bello planeta del mal que actualmente reina. Este resultado lamentable no puede ser remediado por ahora en un grado significativo. Ocasionalmente unos cuantos se rendirán ante el poder del juicio y del testimonio; pero la gran mayoría continuará esclavizada al poder del error apoyado por la mayoría.
Seducidos por el engaño de la sociedad, están sordos a la voz de la razón. Miran a su alrededor y ven una multitud caminando por las sendas convencionales de la religión popular; aunque considerados individualmente podrían estimar sus opiniones en su verdadero valor (el cual, en la mayoría de los casos, debido a la ignorancia prevaleciente, es nulo). Aun así el simple peso de las cifras da al sentimiento colectivo un poder al cual no pueden resistir; y se dejan arrastrar como esclavos atados al carro de un sistema de fe que no se sostendrá ni por un momento cuando sea juzgado en base a sus méritos propios. Cada hombre en la multitud ve al resto como una multitud, y abrumado por la multitud, se dobla ante la opinión colectiva, aunque sólo se trate de un mero prejuicio tradicional y no de una convicción basada en la evidencia. De este modo, cada hombre en las grandes comunidades religiosas es atrapado en la servidumbre por todo el resto, y esta esclavitud es reforzada por medio de la influencia de la iglesia, capilla, colegio, sacristía, escuela, ferias de caridad, retiros, reuniones sociales, intereses privados, y toda la maquinaria en general del sistema.
Nada podrá romper esta esclavitud intelectual, sino la vara de hierro del Hijo de David. Cuando él venga, investido en su sola persona con la autoridad actualmente ejercida por todos los reyes y parlamentos del mundo; cuando él retire, con mano inmisericorde, los intereses creados que obstruyen el paso del progreso general; cuando reduzca a polvo la tela corrompida de la superstición respetable; cuando destruya las instituciones ante las cuales las multitudes insensatas se arrodillan y adoran por la sola influencia de la tradición humana; cuando promulgue ante el mundo entero los decretos de un absolutismo divino y omnipotente; cuando establezca un sistema de adoración para el cual demandará conformidad so pena de muerte; cuando exija que la lealtad de cada alma sea ofrecida personalmente en Jerusalén, la ciudad del gran rey; cuando venga a barrer de la faz de la tierra la enmarañada red de las instituciones existentes que fomentan la ignorancia, el vicio y la miseria, mientras pretenden estar basadas en la justicia, la religión y la moralidad, administrando con igualdad los poderosos y rápidos premios de una justicia inequívoca; cuando efectivamente haga pedazos toda la estructura de la sociedad humana tal como ahora existe, y la sustituya por un nuevo orden de cosas, estableciendo el restaurado reino de David en la tierra de Palestina como su centro de operaciones. Entonces y sólo entonces, verá la humanidad su insensatez y «vendrán desde los extremos de la tierra y dirán: Ciertamente mentira poseyeron nuestros padres, vanidad, y no hay en ellos provecho» (Jeremías 16:19). Hasta entonces, no hay esperanza. «Juzgarás los pueblos con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra» (Salmos 67:4). «En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre» (Zacarías 14:9).
~ Robert Roberts