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La Cristiandad Extraviada

Capítulo 11 - Cristo, El Futuro Rey del Mundo

Introducción

El objetivo de este capítulo es demostrar que viene el tiempo cuando el Hijo de Dios, que ahora está en los cielos, regresará a la tierra en forma visible, para quitar a todo gobierno humano su poder seglar y eclesiástico, y establecerse en su lugar como el gobernante universal del género humano. El componente esencial del mesiazgo de Jesucristo, y el elemento más sobresaliente de su carácter, según se describe en las Escrituras, es su realeza. Por lo tanto, toda fe que ignora este aspecto de su carácter es fatalmente defectuosa; cada cual debe investigar esto por sí mismo como una cuestión del más alto interés personal.

Las Escrituras hablan muchísimo más de la realeza o majestad de Cristo que de cualquier otro tema. Especialmente en el Antiguo Testamento, encontramos muy poca mención de la vergüenza y sufrimiento al que Jesús iba a estar sujeto por causa del pecado. El carácter expiatorio de su misión se mantiene casi totalmente en segundo plano. Lo que se destaca en brillante prominencia es la gloria que habrá de cubrir la tierra cuando él reine en justicia. Esto es así también en el Nuevo Testamento, aunque nos habla más del «varón de dolores, experimentado en quebranto» que del rey glorioso.

Todo aquél que profesa creer en Cristo estará dispuesto a reconocer que él es un rey. Sin embargo, debe ser obvio que esta confesión sólo es válida en el grado en que reconozca la verdadera idea de ese oficio. Si una persona dice que Jesús es el Cristo o Ungido, al mismo tiempo que tiene una idea totalmente errónea de lo que tal afirmación significa, sus palabras son vacías. Cuando las palabras no implican lo que realmente deberían de significar, no tienen valor alguno. Pronto se verá que éste es el caso con el asentimiento general de que Jesús es un rey. El concepto popular de la vocación real de Cristo expresa un punto de vista falso y pasa por alto el auténtico punto de vista expresado en las Escrituras. Según el concepto popular, la realeza de Cristo significa la autoridad espiritual que él actualmente ejerce en el cielo, y por lo tanto no es en absoluto un reconocimiento del verdadero mesiazgo de Cristo, como pronto veremos.

El Mesías

Se reconoce que la esperanza judía acerca del mesías era que aparecería en la tierra en persona para ejercer en forma visible el poder real sobre todas las naciones, y también se admite que los apóstoles mismos compartían esta esperanza. La verdadera controversia es si esta creencia es correcta o no. Los maestros religiosos asumen la responsabilidad de decirnos que lejos de ser correcta, es un concepto equivocado, de naturaleza vulgar y carnal. Condenan severamente la idea de un reino visible en la tierra, diciendo que es totalmente opuesta al espíritu mismo del cristianismo y llamándola una idea judaica, indigna, «terrenal, animal, diabólica» (Santiago 3:15). Y tal como los maestros enseñan, así cree la gente; de manera que la falsedad de la esperanza nacional judía y de la expectativa de los discípulos se ha convertido en un artículo indiscutible del credo popular, a tal grado que la gente se ve sorprendida e incrédula cuando esta creencia es seriamente defendida.

Ahora bien, consideremos francamente los méritos del caso. ¿Acaso eran erróneas y carnales las expectativas de los discípulos? Si lo eran, entonces ¿cómo es que Cristo no las calificó así? ¿Y cómo es que ninguno de los apóstoles confesó su error en las epístolas que posteriormente escribieron, en una época cuando se supone que se habían despojado de sus ideas equivocadas? Aquellos que afirman que los judíos y los discípulos estaban engañados al creer que Jesús reinaría en la tierra, contradicen la evidencia bíblica. No hay el menor apoyo bíblico para el rechazo popular de esta idea, sino que el testimonio de las Escrituras apoya directamente la doctrina que comúnmente se condena.

Jesús dijo a los que lo escuchaban: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir» (Mateo 5:17). Teniendo presente esta declaración, examinaremos algunas de las afirmaciones de los profetas referentes a él. En Miqueas 5:2 leemos:

«Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será SEñOR EN ISRAEL.»

¿Quién salió de Belén? Jesús de Nazaret. He aquí, pues, una justificación profética para considerarlo como el futuro rey de Israel.

«He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y REINARA COMO REY, EL CUAL SERA DICHOSO, y hará juicio y justicia en la tierra. En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado.» (Jeremías 23:5-6)

¿Qué afirmación podría estar más calculada para inspirar la esperanza nacional de los judíos? ¿Y qué afirmación podría ser más apta para crear las expectativas que los apóstoles abrigaban, y por las que se les condena como «carnales»? ¿Quién es el renuevo justo de David? Ningún otro sino Jesús, porque él reclama para sí ese título. Jesús dice: «Yo soy la raíz y el linaje (o rama) de David, la estrella resplandeciente de la mañana» (Apocalipsis 22:16). Si Cristo es el renuevo justo que fue levantado a David y si vino para cumplir la ley y los profetas, entonces debe reinar y ser dichoso y «hacer juicio y justicia en la tierra,» porque esto es lo que el profeta ha dicho que el renuevo justo hará. Esta idea no se expresa solamente una o dos veces en la Biblia, sino que aparece en muchos pasajes, algunos de los cuales consideraremos a continuación:

«He aquí vienen días, dice Jehová, en que yo confirmaré la buena palabra que he hablado a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquel tiempo haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará juicio y justicia en la tierra.» (Jeremías 33:14-15)

«Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto.» (Isaías 9:6-7)

«He aquí el varón cuyo nombre es el RENUEVO, el cual brotará de sus raíces…y se sentará y dominará en su trono, y habrá sacerdote a su lado.» (Zacarías 6:12-13)

«Y juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra.» (Isaías 2:4)

«Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre.» (Zacarías 14:9)

«He aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio.» (Isaías 32:1)

«La luna se avergonzará, y el sol se confundirá, cuando Jehová de los ejércitos reine en el monte de Sión y en Jerusalén, y delante de sus ancianos sea glorioso.» (Isaías 24:23)

«La tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar. Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.» (Isaías 11:9-10)

«Regocíjate y canta, oh moradora de Sión; porque grande es en medio de ti el Santo de Israel.» (Isaías 12:6)

«Los haré (a los judíos) una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey.» (Ezequiel 37:22)

«En verdad juró Jehová a David, y no se retractará de ello: De tu descendencia pondré sobre tu trono.» (Salmo 132:11)

«Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. Jehová enviará desde Sión la vara de tu poder; domina en medio de tus enemigos.» (Salmo 110:1-2)

«Te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra.» (Salmo 2:8)

«Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra…Todos los reyes se postrarán delante de él; todas las naciones le servirán.» (Salmo 72:8, 11)

Estos son algunos de los muchos testimonios en el mismo sentido, y la cuestión que debemos considerar es si acaso no justifican ampliamente las expectativas que los judíos han basado en ellos. Más aún, ¿podrían haber profesado consistentemente su creencia en estos testimonios, sin abrigar tales expectativas? No sería posible concebir un lenguaje más deliberadamente seleccionado para expresar la sola idea de la manifestación visible de Cristo como rey sobre toda la tierra; y si los judíos estaban equivocados al esperar semejante manifestación, no fue culpa de ellos. Tampoco fue por tener ellos una mente carnal, sino porque el lenguaje de los santos hombres de la antigüedad, quienes hablaron así como fueron inspirados por el Espíritu Santo, estaba construido de tal forma que excluía toda idea diferente de la que los judíos sacaban de ese lenguaje.

Puede sugerirse que el Nuevo Testamento arroja otra luz sobre las declaraciones del Antiguo, privándolas de la garantía que parecen ofrecer a la doctrina judía acerca de la majestad del Mesías. Se acostumbra suponer que este es el caso; pero un estudio del tema demostrará que no podría haber una suposición más infundada, y que el Nuevo Testamento corrobora inequívocamente la enseñanza de los profetas. En el mero umbral del Nuevo Testamento nos confronta el mensaje entregado por el ángel Gabriel a María, al anunciar el nacimiento de Cristo:

«Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESUS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios LE DARA EL TRONO DE DAVID SU PADRE; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.» (Lucas 1:31-33)

El Trono de David

Aquí tenemos un indicio claro en el Nuevo Testamento de que Dios se propone dar a Jesús «el trono de David su padre.» Para comprender el significado de esta afirmación, es preciso que sepamos qué es el trono de David. De David mismo ya sabemos algo. Fue el más célebre de los reyes de Israel nombrados por Dios, gobernando sobre las doce tribus de Israel en la Tierra Santa y dominando muchas naciones tributarias. Fue un poderoso guerrero, un distinguido profeta y un poeta de primera categoría. También fue el progenitor de Cristo, por medio de María, quien descendía de la casa real; y fue un adecuado modelo para su ilustre hijo, a quien reconoció como «mi señor» (Mateo 22:43). Pero ¿qué de su trono? En el día de Pentecostés, Pedro dijo en su discurso a los judíos:

«Pero siendo (David) profeta, y sabiendo que con juramento Dios le había jurado que de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo PARA QUE SE SENTASE EN SU TRONO…» (Hechos 2:30)

Hay, pues, una relación entre la misión de Cristo y el trono de David. ¿Tuvo David un trono? Si, lo tuvo. ¿En qué consistió? No tanto en la estructura material en la que se sentaba cuando administraba la justicia; hace ya mucho tiempo que se ha convertido en polvo. El trono de un reino no es principalmente el asiento literal ocupado por la realeza en ocasiones de estado. Cuando hablamos del trono de Inglaterra, queremos decir el oficio o cargo del monarca de ese país. Así es con el trono de David. Se dice de Salomón, en la ocasión de su ascención al trono en lugar de David su padre: «Y se sentó Salomón en el trono de David su padre.» Sin embargo, leemos en 1 Reyes 1:18 que Salomón hizo…un gran trono de marfil, el cual cubrió de oro purísimo», de modo que aunque se sentó en el trono de David, en sentido político, Salomón realmente ocupaba un asiento diferente. «El trono de David» se refiere a algo que pertenecía al sucesor de Saúl. No hay manera de evitar esto, y se debe rechazar como deficiente cualquier explicación de la promesa que no tome en cuenta esto como su elemento fundamental.

Un ejemplo de una explicación deficiente de la promesa de Dios es el punto de vista de que Cristo está sentado ahora en el trono de David. La verdad es que Cristo está en los cielos, y no puede estar sentado en el trono de David, porque nada de lo que David jamás poseyera está en los cielos. David mismo no está allí, porque Pedro dijo en su discurso en el día de Pentecostés: «David NO SUBIO A LOS CIELOS» (Hechos 2:34). Cuando llegue el momento adecuado, el trono de David se restablecerá en la tierra, y Jesús lo compartirá con sus fieles seguidores, según se intima en Apocalipsis 3:21. Dice el profeta Amós: «En aquel día yo levantaré el tabernáculo caído de David» (Amós 9:11). De ese día habló Jesús cuando estaba en la tierra, diciendo: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria» (Mateo 25:31). Por lo tanto, antes que Jesús se siente sobre el trono de David, regresará a la tierra, aparecerá en Palestina y asumirá el puesto que David ocupaba cuando ejercía la autoridad real en Israel; es decir, se convertirá en rey de los judíos.

Veamos Ezequiel 21:25-27. El profeta fue enviado a Sedequías, un príncipe indigno, que fue el último en ocupar el trono de David. Fue enviado a advertirle acerca de la retribución que se acercaba, y en el transcurso de su profecía pronunció las siguientes palabras:

«Y tú, profano e impío príncipe de Israel, cuyo día ha llegado ya, el tiempo de la consumación de la maldad, así ha dicho Jehová el Señor: Depón la tiara, quita la corona; esto no será más así; sea exaltado lo bajo, y humillado lo alto. A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y yo se lo entregaré.»

Aquí está una tiara o diadema que será depuesta, una corona que será quitada, y un gobierno que será abolido, según se indica en la triple repetición de la expresión «a ruina», y según se expresa en la frase «esto no será más». La predicción se refiere a la nación judía, y particularmente al trono de David, y su cumplimiento es notorio para todo aquél que conoce la historia judía. Alrededor de un año después de pronunciada esta profecía, Sedequías fue depuesto por Nabucodonosor. Los nobles de Judá fueron puestos a muerte, la nación fue en parte masacrada y en parte llevada cautiva, y la tierra fue entregada a la desolación. Setenta años más tarde se efectuó una restauración parcial bajo Zorobabel, Esdras y Nehemías, pero el trono de David no fue restituido. De allí en adelante los judíos existieron como un pueblo vasallo, y después de una variada suerte política, fueron alcanzados por una tormenta que arrasó con todo vestigio de su existencia nacional.

Los romanos invadieron el país bajo el mando de Vespasiano, y subyugaron los lugares fortificados. Luego Vespasiano transfirió el mando a Tito, y éste puso sitio a Jesusalén, que en aquel momento estaba atestada de gente de todas partes del país. Los detalles de ese terrible sitio son conocidos de todos. La ciudad fue asediada infatigablemente durante varios meses; el hambre se apoderó de los habitantes; las disensiones civiles dividieron a los habitantes y los condujeron a matarse entre sí; y finalmente, el lugar fue saqueado y entregado a las llamas, pereciendo más de un millón de judíos. Los sobrevivientes fueron vendidos como esclavos y esparcidos por todo el imperio romano como fugitivos, y la mayoría de los judíos permanecen esparcidos hasta este día. Tan terriblemente se ha cumplido la profecía, que durante los últimos veinte siglos el trono de David ha sido sólo una frase vana, una tradición del pasado. El reino de los judíos fue derrocado, su tierra desolada, y el pueblo vagó como exilados sin patria, odiados y odiando.

Pero, ¿ha de ser perpetua esta condición del trono de David? ¿Han de exultar para siempre los gentiles sobre el caído reino del Señor? (Ver 1 Crónicas 29:23, 2 Crónicas 9:8 y 13:8, que afirman que el reino de Israel era el reino de Dios). El profeta dice que no, que la desolación continuará solamente HASTA… ¿Hasta cuándo? «Hasta que VENGA AQUEL cuyo es el derecho.» ¿Quién es éste? Ningún otro sino Jesucristo, a quien pertenece el trono por derecho, tanto por su descendencia directa de David como por otorgamiento divino especial. Observe, pues, que se ha demostrado claramente que las cosas reducidas a ruina son las mismas que le serán dadas a Cristo en su venida. Ahora bien, ¿cuáles cosas son? La diadema, la corona, el trono y el reino de David. Por eso, cuando venga aquél a quien le corresponde el derecho, él poseerá estas cosas en un sentido tan real como las poseía Sedequías. Jesús se convertirá en el Rey de los judíos y Señor de toda la tierra. De este modo percibimos un significado sobresaliente en las palabras del ángel:

«Y El Señor Dios le dara (a Jesús) el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.» (Lucas 1:32, 33)

El Rey de los Judíos

Adentrándonos un poco más en nuestra investigación de este tema en el Nuevo Testamento, llegamos al nacimiento de Cristo y notamos el siguiente incidente:

«Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?» (Mateo 2:1, 2)

La pregunta de los magos era comprensible en vista de todo lo que los profetas habían predicho de aquel que había de ser gobernante en Israel, pero si Cristo es únicamente el salvador espiritual del género humano, en un sentido universal, las palabras de los magos no tienen sentido. ¿En qué sentido podría Cristo ser «el rey de los judíos», si tan sólo tuviera una relación general espiritual con todo el conjunto del género humano? Puede sugerirse que él es rey de los judíos espirituales, que no son judíos literales, sino de corazón. La réplica a esto es que Cristo no es rey de su propia gente. De ellos él dice: «Ya no os llamaré siervos…pero os he llamado amigos» (Juan 15:15). Ellos son sus hermanos, «coherederos con Cristo» (Romanos 8:17), destinados a reinar mil años con él (Apocalipsis 20:6). No son sus súbditos, sino que en conjunto son su novia, «la esposa del Cordero» (Apocalipsis 21:9), significando la más íntima comunión y parentesco espiritual. Por lo tanto, Cristo no es rey de los judíos espirituales, sino del mismo pueblo judío cuyo rey era David, porque Cristo es heredero de su trono. Es obvio que esto era lo que él pretendía, según lo entendían sus contemporáneos, de acuerdo a lo que aconteció después de preguntar los magos por el rey de los judíos.

«Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él. Y convocados todos los principales sacerdotes, y los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: En Belén de Judea; porque así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un guiador, que apacentará a mi pueblo Israel…Y (Herodes) mandó matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores, conforme al tiempo que había inquirido de los magos.» (Mateo 2:3-6, 16)

Ahora bien, ¿a qué se debió toda esta conmoción? Si Cristo iba a ser simplemente un gobernante espiritual en el sentido popular, ejerciendo el poder desde el cielo en el corazón de los hombres, sin involucrarse en absoluto en los intereses temporales de los reyes de la tierra, no es concebible que Herodes hubiese estado tan celoso de él; porque el dominio espiritual de Cristo no habría estado en conflicto de manera alguna con la jurisdicción del rey Herodes.

Sin embargo, si suponemos que la pregunta de los magos indicaba el verdadero papel de Cristo como rey, nombrado por Dios para sentarse en el trono de David, la acción de Herodes es comprensible. En aquel tiempo, él era gobernante en Israel. En realidad, era el «rey de los judíos», en nombre del César romano. Por lo tanto, la noticia del nacimiento de un rival para su puesto lo hirió profundamente, y lo llenó de celos. El entendía claramente que si permitía que viviera ese rey recién nacido, la lealtad del pueblo podría llegar a desviarse, y su propio trono estaría en peligro. Por lo tanto, concibió el proyecto inhumano de masacrar a todos los niños pequeños de la región de Belén, en la esperanza de destruir el objeto de sus celos-una prueba de que él reconocía en Cristo un presunto pretendiente al trono literal de Israel.

Jerusalén: Ciudad del Gran Rey

Si estudiamos el ministerio de Cristo y tomamos nota de sus dichos, según se registraron posteriormente, hallaremos constantes indicaciones de que era correcta la creencia que abrigaban los apóstoles acerca de su papel como rey. Por ejemplo, en el transcurso de su sermón del monte, Jesús dijo: «No juréis…por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey» (Mateo 5:34-35). Ahora bien, es difícil que los que comparten la suposición popular den a estas palabras una interpretación que tiene sentido. Si Cristo no ha de regresar más a la tierra, salvo con el propósito de precipitarla en las «llamas del juicio» y borrar todo vestigio de su existencia, de la creación en adelante, ¿qué vínculo puede haber entre él y la ciudad que presenció su humillación, en vista de que ésta tendría que perecer en la destrucción general? En este pasaje Jesús afirma tener un vínculo con la ciudad de Jerusalén, y considera que este vínculo es tan sagrado que prohibe que juremos por el nombre de la ciudad. Cristo es «el gran Rey», el «mayor que Salomón», y Jerusalén es su ciudad. Existía cuando Cristo pronunció las palabras que estamos estudiando; en ese tiempo era un grande, próspero y magnífico centro de realeza y erudición; después de eso llegó a ser una ciudad insignificante, infestada de abominaciones, descuidada y relativamente ruinosa en el corazón de una despreciable provincia turca. Sin embargo, la estima que tiene Dios para Jerusalén no es menor ahora de lo que era antes. El testimonio es: «He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida; delante de mí están siempre tus muros» (Isaías 49:16). Por un período estuvo desolada. Esto fue predicho por el Señor Jesús cuando dijo:

«Y (los judíos) caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jesusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan» (Lucas 21:24).

También dijo, con lágrimas en los ojos:

«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta los polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.» (Mateo 23:37-39; Lucas 13:34-35)

Aquí se predice una destrucción y una desolación. Se reconoce universalemente que esto se refiere a la ciudad de Jerusalén en Israel. Entonces, obsérvese que el lugar implicado en la predicción de ruina, es el mismo que está relacionado con la palabra «HASTA» que pone un término a esta profecía. Si Jerusalén fue hollada por los gentiles y dejada desierta, ciertamente en virtud de la misma predicción se recuperará de su caída cuando llegue el momento indicado por la palabra «hasta». En el primer caso, el «hasta» llega con el vencimiento de «los tiempos de los gentiles», y en el otro, cuando venga el tiempo en que la nación judía reconocerá al Jesús que ellos crucificaron como el portador del nombre de Dios. La declaración es que en aquel tiempo la destrucción y la desolación cesarán. Ambos acontecimientos están asegurados. El fin de los tiempos de los gentiles, o sea la edad de la dominación gentil, está decretado (Daniel 7:25-27; Romanos 11:25), y se nos informa en el siguiente testimonio, que viene el día cuando Cristo será aún recibido por su nación penitente, los judíos:

«Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron y llorarán como se llora por un hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito.» (Zacarías 12:10)

Cuando esto se cumpla, ¿qué acontecerá entonces a Jerusalén? Que los siguientes testimonios den la respuesta:

«Jehová poseerá a Judá su heredad en la tierra santa, y escogerá aún a Jerusalén.» (Zacarías 2:12)

«Ciertamente consolará Jehová a Sion; consolará todas sus soledades, y cambiará su desierto en paraíso, y su soledad en huerto de Jehová; se hallará en ella alegría y gozo, alabanza y voces de canto.» (Isaías 51:3)

«Despierta, despierta, levántate, oh Jerusalén, que bebiste de la mano de Jehová el cáliz de su ira; porque el cáliz de aturdimiento bebiste hasta los sedimentos…Oye, pues, ahora esto, afligida, ebria, y no de vino: Así dijo Jehová tu Señor; y tu Dios, el cual aboga por su pueblo: He aquí he quitado de tu mano el cáliz de aturdimiento, los sedimentos del cáliz de mi ira; nunca más lo beberás.» (Isaías 51:17, 21, 22)

«Despierta, despierta, vístete de poder, oh Sion; vístete de tu ropa hermosa, oh Jerusalén, ciudad santa; porque nunca más vendrá a ti incircunciso ni inmundo…Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalén; porque Jehová ha consolado a su pueblo, a Jerusalén ha redimido.» (Isaías 52:1, 9)

«Cuando Jehová de los ejércitos reine en el monte de Sion y en Jerusalén, y delante de sus ancianos sea glorioso.» (Isaías 24:23)

«En aquel tiempo llamarán a Jerusalén: Trono de Jehová, y todas las naciones vendrán a ella en el nombre de Jehová en Jerusalén; ni andarán más tras la dureza de su malvado corazón.» (Jeremías 3:17)

«Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová. Y él juzgará entre muchos pueblos, y corregirá a naciones poderosas hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra.» (Miqueas 4:2-3)

Aquí, pues, aprendemos que la ciudad de Jerusalén tiene un lugar importante en el propósito de Dios. Está destinada a ser la sede de aquel gobierno divino que ha de bendecir al mundo en la edad futura. En realidad, será la capital del venidero reino universal, siendo el centro del poder, de la ley y de la sabiduría para las felices naciones que acudirán a ella en busca de instrucción en aquella gloriosa edad; porque está escrito:

«Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová» (Isaías 2:3).

Esta subida de las naciones será periódica, según aprendemos en Zacarías 14:16:

«Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos.»

Si alguna nación se vuelve refractaria y se niega a rendir este homenaje anual al rey de toda la tierra, será tratada en forma sumaria. No habrá necesidad de ejércitos ni de un engorroso proceso de subyugación militar, porque una palabra del rey retendrá los suministros del cielo y obligará a la sumisión. Está escrito:

«Y acontecerá que los de las familias de la tierra que no subieren a Jerusalén para adorar al Rey, Jehová de los ejércitos, no vendrá sobre ellos lluvia.» (Zacarías 14:17)

Ahora bien, el Señor Jesús estaba consciente de este glorioso destino que se reservaba para la ciudad de Jerusalén, y bien sabía la estrecha relación que él mantendría con ella cuando llegara el tiempo en que sus compatriotas le dirían: «Bendito el que viene en el nombre del Señor.» Y con esto en mente, dijo algo tan apropiado que sólo puede ser apreciado por aquellos que entienden los propósitos de Dios: «No juréis por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey.» Siempre ha sido la ciudad del gran Rey, aunque por mucho tiempo fue una ruina despreciable; y aquellos que se ríen de las promesas de su gloria futura son culpables de un atroz crimen contra Dios, por el cual pueden ser llamados a dar cuenta. El gran Rey no permitía que sus amigos juraran por el nombre de la ciudad; mucho menos tolerará la mofa de los burladores. Vendrá pronto a su ciudad para gobernar al mundo en justicia, y se afligirán los burladores; pero benditos son aquellos que esperan la redención en Jerusalén (Lucas 2:38). A ellos están dirigidas las palabras del profeta:

«Alegraos con Jerusalén, y gozaos con ella, todos los que la amáis; llenaos con ella de gozo, todos los que os enlutáis por ella; para que maméis y os saciéis de los pechos de sus consolaciones; para que bebáis, y os deleitéis con el resplandor de su gloria.» (Isaías 66:10-11)

De este modo, estamos autorizados para extraer de las palabras de Cristo en su «sermón del monte», una poderosa prueba acerca de la realidad de su vocación de rey sobre la tierra. Natanael, el «verdadero israelita, en quien no hay engaño,» aumenta la evidencia por la forma en que expresa su reconocimiento de Cristo al verlo por primera vez: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel» (Juan 1:49). Que la convicción expresada en esta palabras se hallaba generalmente impresa en la mente de la gente debido a la enseñanza de Cristo, es evidente por el hecho de que «iban a venir para apoderarse de él y hacerle rey» (Juan 6:15). El lenguaje que empleó la gente en ocasión de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén es evidencia de la misma idea: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene!» (Marcos 11:9-10).

Cristo dio a los judíos otra razón para sostener esa convicción cuando les contó la parábola de la viña, comenzando en Lucas 20:9. Dijo Jesús que la viña fue sembrada por cierto noble quien la arrendó a unos labradores. En la época de la cosecha, el noble envió a sus siervos donde los labradores a traer el fruto de la viña, pero fueron maltratados y muertos uno tras otro. «Entonces el señor de la viña dijo: ¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto. Mas los labradores, al verle, discutían entre sí, diciendo: Este es el heredero; venid, matémosle, para que su heredad sea nuestra. Y le echaron fuera de la viña y le mataron» (vv. 13-15). Esta parábola se relaciona con la nación de Israel y sus gobernantes. Esto es evidente por el versículo 19 y también por la declaración de Isaías 5:7: «La viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel.»

Siendo esto así, observemos la esencia de la ensenanza de la parábola. En los siervos rechazados, reconocemos a los profetas que compartieron el destino indicado en las palabras de Cristo: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados!» El «Hijo» era el Señor Jesucristo, según queda manifiesto por las palabras de Pablo en Hebreos 1:1-2, que casi podrían aceptarse como un comentario sobre la parábola en referencia: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo.»

Cristo: El Heredero

Si Cristo es el hijo mencionado en la parábola, por fuerza es también el «heredero». ¿Heredero de qué cosa? Este es el punto importante. Respuesta: de la heredad retenida por los labradores, porque ellos dijeron: «Este es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra.» Ahora, si esa heredad es la tierra y la nación de los judíos, de la cual los fariseos eran gobernantes o «LABRADORES», y Cristo es el heredero de estas cosas, no se puede evitar la conclusión que se procura establecer a través de este capítulo. Cristo es el legítimo pretendiente al trono de David. «A LO SUYO vino, y los suyos no le recibieron» (Juan 1:11). ¿Por qué no le recibieron? ¿Qué motivo impulsó a los principales sacerdotes y gobernantes a destruir a Jesús? No fue tan sólo su odio a la justicia. Si Cristo hubiese sido sencillamente un maestro de religión, según el concepto moderno, sin duda ellos habrían estado entre sus admiradores, pero en cambio era «EL HEREDERO». Era la persona nombrada por Dios para ocupar el trono de David y deponer toda autoridad y poder opositor; y su afirmación de este papel lo llevó a chocar instantáneamente con ellos, porque tenían la heredad en su poder. Por lo tanto, ellos dijeron en su insensato y miope celo: «Venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra.» Así que maquinaron la destrucción del Mesías, y tuvieron éxito en sus nefandos planes. Lo llevaron ante Pilato, quien no hallando falta en él, estaba dispuesto a dejarlo en libertad (Lucas 23:13-16). Esto avivó su enemistad, y reveló la verdadera naturaleza de su origen. Ellos gritaron: «Si a éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone» (Juan 19:12). Esto tuvo el resultado deseado: Pilato llevó a cabo el juicio, y Cristo fue crucificado. De acuerdo con la costumbre romana, la naturaleza de la acusación en su contra se especificó escribiéndola sobre la cruz: «Jesús nazareno, REY DE LOS JUDIOS» (Juan 19:19).

Una vez más, se destaca aquí la realeza de Cristo. Fue crucificado porque se hacía rey (Mateo 27:11). Esta es la declaración de la inscripción. Pero no era lo suficientemente precisa para los principales sacerdotes. Leemos: «Y muchos de los judíos leyeron este título… Dijeron a Pilato los principales sacerdotes de los judíos: No escribas: Rey de los judíos, sino que EL DIJO: Soy rey de los judíos» (Juan 19:20-21). Este es un importante testimonio de los principales sacerdotes en cuanto a la aseveración de Cristo acerca de su realeza. En realidad, las escenas finales de la vida de nuestro Señor sobre la tierra constituyen íntegramente la prueba más decisiva de que la presunta realeza judía era el rasgo esencial de su papel como Mesías, un rasgo que se omite totalmente en la predicación popular. La ensenanza de los apóstoles sobre este importante punto, después de la ascensión de nuestro Señor, era la misma. Leemos que los judíos de Tesalónica los acusaron ante los gobernantes de la ciudad de la siguiente manera:

«Estos que trastornan al mundo entero también han venido acá; a los cuales Jasón ha recibido; y todos estos contravienen los decretos de César, diciendo que HAY OTRO REY, JESUS.» (Hechos 17:6, 7)

Pablo hizo la misma proclamación a los atenienses, en su discurso en el Areópago, según Hechos 17:30-31:

«Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará [es decir, gobernará] al mundo con justicia, POR AQUEL VARON A QUIEN DESIGNO, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos.»

En realidad, la mayor parte de la enseñanza del Nuevo Testamento referente a Jesús enfatiza que él es «el Cristo», es decir, el Ungido anunciado por los profetas como el futuro rey del mundo. Si alguien le niega esta característica, está negando que él sea el Cristo, porque la unción se refiere no sólo a su papel de «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo,» sino también a su futuro papel de vicerregente de Dios sobre la tierra. Su «ungimiento» es futuro, culminando en «la gloria que…ha de manifestarse,» la que cubrirá la tierra «como las aguas cubren el mar.» Por lo tanto, todo aquel que ignora esto y niega el mesiazgo de Jesús que ha de manifestarse en el futuro, no puede bíblica ni aceptablemente confesar que él es el Cristo, en vista de que esta confesión es hueca si no implica lo que realmente significa.

Conclusión

El hecho de que Cristo es el futuro rey del mundo, es una de las más alentadoras verdades de la revelación. ¿Qué otra esperanza hay para este mundo afligido por el pecado? Ha gemido bajo siglos de mal gobierno. Las riquezas de la tierra están acaparadas por unos pocos acaudalados, mientras las grandes masas de la humanidad tienen que llevar una degradante existencia de pobreza, ignorancia y sufrimiento. La generosidad de Dios ha sido despilfarrada fraudulentamente. Los alimentos, que son suficientes para todos aquellos que respiran esta mundana atmósfera, han sido saqueados vorazmente por los inescrupulosos y los fuertes, y almacenados en infamantes bodegas, lejos de los millones de hambrientos. Esto es tan cierto en la actual civilización de los últimos días como lo era en los despiadados días de antaño; sólo que el sistema, venerable por su antigüedad, es más respetable, tiene la protección de la ley, y es reconocido como una institución indispensable para un país bien gobernado.

Y entre la gente misma, ¡cuánta aridez y fealdad se observan! ¡Cuán intelectualmente vacías son las personas! ¡Cuán carentes de moralidad! ¡Cuán innobles y egoístas! ¡Cuán mezquinas y serviles! Algunos dicen que el mundo está mejorando, pero es un error. La habilidad intelectual está aumentando, pero el verdadero carácter está disminuyendo con el transcurso de los años. El género humano se está deteriorando con la propagación de la civilización. Prevalecen la liviandad y la frivolidad. La sensatez concienzuda y la seriedad de propósito moral están limitadas a una minoría despreciada. La palabra de Dios goza de muy poca estima, y la fe casi ha desaparecido de la faz de la tierra.

¿Dónde hallaremos consuelo para el futuro? El mundo no se puede curar por métodos humanos. Su única esperanza yace en la verdad expresada en el título de este capítulo. Un gran Libertador está esperando el tiempo designado de bendiciones: el Cristo, que está sentado a la diestra de Dios, es el futuro rey del mundo. Aquél que soportó la vergüenza de una cruz preparada para un malhechor, viene a asumir el honor de una corona universal; y aunque sean oscuras las nubes que preceden a este augusto acontecimiento, y por furiosas que sean las convulsiones que acompañarán a la liberación de la tierra, grande será la gloria del día de su venida, y eterno el reposo que habrá sobre los collados eternos.

~ Robert Roberts

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