Cuando uno se arrepiente del pecado, «cree en el Señor Jesucristo» (Hechos 16:31), y nace de nuevo por medio del agua y del espíritu, «hay gozo delante de los ángeles de Dios (Lucas 15:10). Tal proceso no es meramente un asunto local de la tierra y un motivo de satisfacción personal, sino que también hace regocijar a las huestes mortales e inmortales que han presenciado la conversión de otro pecador quien, con corazón contrito, se ha vuelto a Dios para servirle con fe.
La razón por este gozo no es solamente el arrepentimiento del pecador sino también la adopción de otro hijo de Dios (Gálatas 3:26, 4:5) para aumentar su gloria, magnificar su nombre, y acercar el día en que «haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego todo Israel será salvo» (Romanos 11:25) – tanto el Israel natural como el espiritual. Así que el arrepentimiento y el renacimiento son grandes acontecimientos en la vida de un pecador y de toda la familia de Dios.
Lo que más debería humillar al que nace de nuevo es el hecho de que Dios llevó a cabo todo esto «según el puro afecto de su voluntad» (Efesios 1:5), y si el creyente se mantiene fiel al llamamiento divino, está destinado a recibir el honor de heredar el reino con Jesús y gozar de la inefable gloria de ser parte del «todo en todos» de Dios (1 Corintios 15:28).
El cuerpo único
La familia a la cual pertenece el recién nacido hijo de Dios «tiene muchos miembros» (1 Corintios 12:12), y sin embargo, como Pablo nos lo explica, es «un cuerpo» (Efesios 4:4), con Jesús a su cabeza (Colosenses 1:18). En esta familia divina hay individuos de diversas personalidades y temperamentos, y con habilidades, cultura y educación que varían enormemente. Siempre ha sido así. Jesús trae hacia sí no sólo a los pobres sino también a los ricos, no sólo a los indoctos sino también a los cultos, no sólo a las personas humildes sino también a los gobernantes. Y todos tienen que ser transformados a la imagen divina para que lleguen a ser una unidad en la fe, en el carácter, y en el servicio.
Para ilustrar la naturaleza de esta unidad, Pablo usa la analogía del cuerpo humano, con sus numerosas partes y funciones, todas las cuales contribuyen de una u otra manera a conservar la eficiencia y salud del cuerpo entero. Y entendemos la fuerza de su ilustración. El dedo meñique es muy pequeño y parece ser una parte insignificante del cuerpo, pero ¡cuánto serían dañados el equilibrio y las facultades de la mano si lo quitáramos! El miembro más simple y humilde de una iglesia puede parecer que carece de importancia al compararlo con otro que hace un papel más sobresaliente en la vida de la congregación, pero si ha cumplido con su responsabilidad espiritual, ¡cuánta falta hace cuando se va!
Pablo demuestra claramente que todas las partes del cuerpo sano son necesarias para su funcionamiento adecuado: «Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros» (1 Corintios 12:21). En esta familia todos cuentan. Todos son necesarios para la iglesia, y todos deberían tener o buscar un oficio que contribuya a la salud espiritual de los miembros individuales.
Esto es una familia, y cada miembro tiene que llegar a conocer y a entender a los demás. Tenemos que formar una comunidad de simpatía para que se pueda decir con verdad:
«De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Corintios 12:26).
Las aplicaciones prácticas
Este cuerpo único, esta familia de Dios es tan importante que no debemos dejar que el nombre «Cristadelfiano» nos engañe y nos lleve a un concepto falso de los valores espirituales, dando demasiada importancia a un nombre que no es más que una etiqueta conveniente. Antes bien, debemos recordar que el cuerpo es
«la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad» (1 Timoteo 3:15).
Dios ha escogido a cada creyente sin parcialidad y sin acepción de personas. Nadie, en su vanagloria humana, debe olvidar su papel en la iglesia, porque ella testifica al mundo de la sabiduría y de los propósitos eternos de Dios, y cada miembro debe ser digno de ella.
En la primera de tres parábolas que tratan de la vida y la obra del creyente, Jesús enfatiza el servicio a la iglesia, diciendo que el siervo «fiel y prudente» es el que fue puesto sobre la casa por su señor para que les dé el alimento a tiempo (Mateo 24:45).
Ahora, ¿quién es el siervo que es puesto sobre la casa del Señor? ¿Debemos suponer que éstos son los ancianos y dirigentes de la iglesia? Ese no es necesariamente el tipo de liderazgo al que se refería Jesús:
«el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:27-28).
Durante la última cena Jesús dio a sus seguidores el más grande ejemplo de este principio de servicio cuando se arrodilló ante ellos y les lavó los pies:
«¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros» (Juan 13:12-14).
Hacernos miembros del cuerpo de Cristo significa ponernos a la disposición de la familia de la fe para servirla de la manera necesaria, por humilde que sea la tarea, y sin acepción de personas.
El segundo principio importante que Jesús revela en la parábola es que el siervo «fiel y prudente» provee de alimento al resto de la casa en su tiempo, es decir, cada vez que se reúne la iglesia, y cuando el «siervo» tiene la oportunidad de proveerle alimento. Pero, ¿cuál es el alimento que se provee? Jesús lo describe de la siguiente manera:
«Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra» (Juan 4:34).
La voluntad de Dios
La voluntad de Dios incluye unidad de fe o creencia (Efesios 4:4); comunión y compañerismo, es decir, el caminar en la luz y en un mismo propósito los unos con los otros, con el Padre y con Jesús (1 Juan 1:3); y amor, el cual es de Dios y debe manifestarse en verdad y por hechos (1 Juan 3:18, 4:16). Así que la voluntad de Dios debe trabajar en cada creyente tan abnegadamente como lo hizo en Cristo. Esta obra no es la responsabilidad solamente de un grupo de hermanos, sino de todos.
Los hermanos jóvenes pueden contribuir a la iglesia su idealismo, entusiasmo, vigor y ganas de trabajar; las hermanas jóvenes pueden aportar al ambiente de la iglesia su gracia, frescura y espíritu de servicio, a tal grado que la congregación sienta que mientras Cristo no venga, el futuro y las actividades de la iglesia están asegurados. Los hermanos maduros, con su sabiduría espiritual y más extensa experiencia, deben comprender a los jóvenes y buscar la mejor manera de utilizar su energía y sus habilidades.
El bienestar de la iglesia es responsabilidad de todos. Pablo a veces sentía que «la preocupación por todas las iglesias» descansaba sobre él, pero nunca abandonó esa responsabilidad. ¿Cómo podía hacerlo? La iglesia es cuidada por Dios y por Jesús, y nuestra responsabilidad para con ella es parte de la comunión y pacto que tenemos con ellos, y no puede ser abandonada ni delegada a otros. Tal cuidado es vital
«para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros» (1 Corintios 12:25).
Cuando cada miembro de la familia de Dios se dé cuenta de la maravilla del renacimiento, la grandeza del llamado divino y la majestad de la iglesia al testificar del amor, vida y verdad de Dios, entonces, y sólo entonces, podrá entender lo que la voluntad de Dios significa para él mientras se esfuerza por encajar en esta familia divina.
Mientras tanto, Jesús está sentado a la diestra de Dios en los lugares celestiales, «sobre todo principado y autoridad y poder y señorío…» (Efesios 1:20-21). El espera el momento decisivo de su regreso, y así como lo hizo en el caso de las siete iglesias de Asia, observa el progreso o el decaimiento de cada iglesia y de cada miembro individual de su cuerpo en el mundo entero. El juicio de las siete iglesias fue escrito para nosotros; el nuestro será dado por el tribunal de Cristo. Dios quiera que hallemos gracia y misericordia en aquel día.
~ John Marshall
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