Fe y obediencia son los requisitos indispensables para alcanzar la nueva vida, la cual exige una ruptura completa con la vieja vida: tan completa como para necesitar una muerte y un renacimiento.
Nacer del agua y del espíritu
Cuando Nicodemo se acercó a Jesús, convencido de que era un «maestro venido de Dios,» y queriendo saber más acerca de sus enseñanzas, Jesús lo dejó perplejo cuando le dijo:
«El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3).
Naturalmente, Nicodemo pensó que era imposible entrar por segunda vez en el vientre, y así lo dijo. Pero cuando Jesús explicó lo que quería decir por «nacer de nuevo,» no sólo aclaró el proceso, sino que también señaló para todos los tiempos la manera de entrar a la nueva vida, diciendo:
«El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5).
Para asegurarse de que Nicodemo entendía lo que le estaba diciendo, Jesús dijo: «Lo que es nacido de la carne, carne es» (y Nicodemo estaba pensando en términos de la carne cuando habló de la imposibilidad de que un hombre naciera de nuevo), «y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es»; es decir, los que nacen del Espíritu se vuelven seres espirituales.
Para reforzar lo que decía acerca del nacimiento espiritual, Jesús usó la analogía del viento:
«El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.»
Lo que Jesús enfatizaba era que Nicodemo sabía que el viento existía porque lo sentía y conocía su influencia; sin embargo, no conocía el origen de su poder ni los fines que perseguía, porque era una fuerza invisible. Así es con aquellos que nacen del Espíritu: sus creencias y su forma de vida testifican de su existencia, pero la fuerza que los guía es invisible. La traducción en idioma inglés de la Biblia por J.B. Philips expresa algo de esto:
«El viento sopla donde le place, y puedes oír su sonido, pero no tienes ni la menor idea de dónde viene ni a dónde va. Tampoco puedes saber cómo nace un hombre por el viento del Espíritu.»
Miembros del cuerpo de Cristo
El apóstol Pablo enseña que el nacer del Espíritu significa no solamente entrar a una nueva vida, una vida espiritual, sino también unirse al cuerpo de Cristo:
«Porque por un sólo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Corintios 12:13).
Naciendo del agua y del Espíritu, los creyentes llegan a ser lo que Pablo llama «el templo de Dios,» en el cual habita Su Espíritu. Como resultado de esto, en vez de hacer las obras de la carne, que incluyen desde la codicia hasta la fornicación (igualmente aborrecibles antes los ojos de Dios), producen los frutos del Espíritu, que son
«amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5:22-23).
El significado de la palabra bautismo
Si no fuera por la confusión causada por los eruditos que tradujeron mal el verbo griego baptizo (con su correspondiente sustantivo baptisma), la mayoría de las comunidades religiosas habría visto la necesidad vital del bautismo en agua, como también del bautismo del Espíritu. El traductor Hugh Schonfield es una de las raras excepciones, ya que en su Nuevo Testamento Auténtico siempre traduce baptizo como «sumergir,» y correctamente describe a Juan el Bautista como «Juan el Sumergidor.»
Entre los hablantes del idioma griego, la palabra baptizo ha sido entendida correctamente desde la época clásica hasta ahora. Cuando Plutarco decía que «bautizaba» una taza en un depósito de vino, quería decir que la sumergía completamente en el vino. Y en el tiempo de Cristo, cuando un griego «bautizaba» un artículo de vestir, quería decir que lo teñía todo, sumergiéndolo en la tintura.
El escritor C.H. Lang le preguntó una vez a un griego qué significado tenía para él la palabra baptizo. El griego señaló a un barco, y dijo que si se hundiera totalmente bajo el agua, se diría que había sido «bautizado.» Cuando se le preguntó si se podría referir a la acción de rociar una gotas de agua sobre el barco usando la misma palabra, el griego contestó: «No, para eso tenemos la palabra rhantizo.» Esta es la palabra que se usa en el Nuevo Testamento para expresar la idea de rociar.
Cuando leemos que Jesús «salió del agua» después de su bautismo «para cumplir toda justicia» (Marcos 1:10), y que Felipe y el eunuco «descendieron al agua» (Hechos 8:38), podemos ver que no cabe duda alguna acerca de cómo se practicaba el bautismo, ni de su vital importancia. Pero más importante que la forma del bautismo es su significado, el cual Pablo describe con mucha claridad:
«¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva» (Romanos 6:3,4).
La agonía de la crucifixión de Jesús, la sombra de la muerte y el amanecer de la resurrección tienen que figurar en la solemnidad del momento de la muerte del hombre adámico y el gozo de la resurrección del hombre en Cristo que surge de las aguas del bautismo. A menos que nos bauticemos, nuestros pecados no se lavan (Hechos 22:16), no hay lavamiento de regeneración (Tito 3:5), no existe ninguna aspiración de una buena conciencia hacia Dios (1 Pedro 3:21) y no hay una transición válida de la vida vieja a la nueva.
El único camino
Entonces el bautismo es uno de los mandatos esenciales de la Biblia, un rito simbólico que no podemos evadir si buscamos la vida. Es una de las siete columnas de la sabiduría doctrinal (Efesios 4:5) y una garantía de la herencia que Dios ha prometido a los fieles:
«Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gálatas 3:27-29).
Una vez que hemos «resucitado» a una nueva vida, aceptamos sus obligaciones y sus responsabilidades tanto como su gloria; comenzamos un régimen de dominio propio y de transformación de carácter que con el tiempo nos convertirá en siervos cada vez más obedientes a la voluntad de nuestro Padre. Hasta Jesús mismo «por lo que padeció aprendió la obediencia» (Hebreos 5:8). Pobres de nosotros si no cumplimos nuestras responsabilidades, porque por medio del bautismo nos convertimos en el «templo de Dios» en donde habita el Espíritu de Dios, y «si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es» (1 Corintios 3:16-17).
~ John Marshall
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