Nuestro llamado e ingreso a la nueva vida se basan en principios eternos que el Padre espera que sus hijos apliquen en su diario vivir. Debido a que estas leyes divinas no tienen límite de tiempo en su aplicación, ni aun los conocimientos del siglo XX pueden invalidarlas. Pero ¿cuáles son estos principios? Y ¿qué del Dios que los reveló?
Solamente tenemos que pensar en la inmensidad del espacio, la gigantesca multiplicidad de galaxias de estrellas y la magnificencia y belleza de algunos paisajes marinos y terrestres para darnos cuenta de la maravilla de la creación de Dios. Algunas veces estas cosas nos pueden parecer como su verdadera gloria. A nosotros, pero no a él.
Cuando los israelitas experimentaron los truenos y relámpagos que provenían del monte Sinaí, oyeron un sonido de bocina «muy fuerte,» y vieron la nube espesa y que «todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego» (Exodo 19:16-18), pudo haberles parecido como una manifestación de la gran gloria de Jehová; pero no a él.
La creación y todas sus más grandiosas manifestaciones no son sino renuevos de un árbol divino de vida cuyo poder reside en un fruto espiritual que excede a todo lo demás en gloria. Cuando Moisés dijo, «ahora, pues, si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca… Te ruego que me muestres tu gloria,» Dios le respondió: «Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro» (Exodo 33:13-19).
Mientras las huestes celestiales de estrellas y las bellezas terrenales de la naturaleza pueden agitar nuestras emociones, permanecen silenciosas acerca de nuestras más profundas necesidades y quedan sordas ante nuestros clamores de ayuda. Cuando el Señor pasó delante de Moisés, proclamó no las grandes maravillas de su poder sino:»¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Exodo 34:6).
De allí en adelante el propósito de la ley y los profetas fue mostrar este conocimiento de Dios de modo que su pueblo pudiera confiar en él con todo su corazón sin inclinarse hacia su propio entendimiento (Proverbios 3:5). Después de que Judá había [hubo] sido amonestado por el ejemplo de la caída de Israel, Jeremías le dijo: «No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová» (Jeremías 9:23-24).
Esta es la gloria trascendente del Padre, quien creó a los ángeles a través de tiempo inmensurable, vistió a Adán y Eva con pieles, cuidó a su pueblo Israel, preparó la venida de su Hijo, y ha llamado un pueblo para su gran gloria, numeroso como las estrellas de los cielos.
La gloria del Hijo
Habiendo llegado a conocer a este Padre compasivo, comprendemos ahora lo que Juan dio a entender cuando escribió del Hijo: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14).
En el momento apropiado de su revelación de señales y ley a Moisés, Dios mostró su verdadera gloria, y en otro momento apropiado, al comienzo de su ministerio, el Hijo, Jesús, planteó con claridad su naturaleza y propósito. Usted recordará la ocasión en que lo hizo. Regresaba a Nazaret, donde se había criado, y como era su costumbre, antes de dejar su pueblo natal, se levantó a leer en la sinagoga un día sábado. Ya fuera que buscara la porción especial de Isaías que deseaba leer o que sus ojos cayeran sobre esta porción del rollo, nosotros no lo sabemos; pero lo que leyó fue: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor» (Lucas 4:18-19).
Los cielos deben resonar con las alabanzas de un Dios y Padre cuya verdadera naturaleza es amor y abnegado servicio a las criaturas que él ha creado. No es de extrañarse que el nombre de Jesús esté sobre todo nombre en los cielos y en la tierra, cuando nos damos cuenta que todo el motivo y propósito de su vida fue «para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28). Nunca pidió nada a nadie y se esforzó solamente por revelar a todos la bondad de su Padre. Esta es la razón por la que pudo decir: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:9).
El ejemplo de la gracia y la verdad
De los muchos incidentes en el ministerio de Jesús que ilustran este principio eterno de gracia y verdad podemos examinar tan sólo unos pocos. Viajó a Galilea «predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mateo 4:23). Como Hijo de su Padre, él no pudo haber actuado de otro modo, pues ¿acaso no había nacido la nación de Israel de la gracia y verdad del Padre? Así que ésta era su «comida,» como también hacer la voluntad de su Padre y «acabar su obra» (Juan 4:34).
Tal como las demás personas, Jesús experimentó mucha tristeza; y pudo sentirla en mayor grado que cualquier otro pues conocía el poder del pecado y de la muerte. Pero nunca permitió que esto estorbara su misión de misericordia. Sentía la pérdida de un ser querido, pero pronto volvía al trabajo que lo ocupaba. Así fue cuando Juan el Bautista murió trágicamente a manos del rey Herodes (Marcos 6:14-29). Fue en ese mismo tiempo que recibió el informe de los apóstoles sobre todas las cosas que habían hecho y enseñado en obediencia a la misión a que los había enviado (v. 30). Probablemente estaban felices aunque cansados. «Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer» (Marcos 6:31).
Retirándose en un barco a un lugar desierto, Jesús y los discípulos obviamente esperaban gozar del descanso y la soledad; pero tal era el poder de Jesús que la gente no soportaba perderlo de vista y aquellos que lo vieron salir reunieron más personas de los pueblos vecinos y corrieron al otro lado del lago buscándolo.
A pesar de su fatiga Jesús no podía resistir el hambre de la multitud, y la naturaleza de su Padre brilla a través de su respuesta ante la venida de ellos: «Y salió Jesús y vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y comenzó a enseñarles muchas cosas» (Marcos 6:34). Pero habiendo satisfecho las necesidades del alma de ellos, pronto también satisfizo su deseo físico de alimento. Entonces, de nuevo, los hambrientos fueron alimentados con la gracia y la verdad.
Este doble y eterno principio implica necesariamente el abandono de la propia voluntad del hombre natural, lo cual fortalece la más débil de las personalidades para servir a los demás, y sujeta la más poderosa voluntad propia a las más profundas necesidades de los hombres. ¿Podría haber una mejor ilustración de esto que el incidente en el que Jesús lavó los pies de los discípulos?
Este episodio tuvo lugar durante la fiesta de la pascua que Judas abandonó para traicionarlo. Mientras él estaba allí todavía, y antes de compartir el haroseth, que era una especie de aperitivo que se tomaba antes del cordero pascual, era una costumbre general en la fiesta lavarse las manos para sumergir el pedazo de pan en el haroseth con manos limpias. Jesús se quitó su ropa exterior, tomó una toalla, vertió agua en un recipiente y entonces realizó la servil tarea de un esclavo: lavó los pies de sus discípulos expresando así delante de ellos su completa humildad.
Cuando completó la tarea que se había impuesto a sí mismo y se sentó a la mesa con ellos, dijo: «¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13:12-15).
La gracia y la verdad hechas perfectas
El último incidente que ilustra este principio divino de servicio es el más extraordinario de todos. Una persona solitaria estaba al amanecer en la rivera del mar de Tiberias esperando el retorno de los discípulos pescadores que habían laborado toda la noche sin pescar nada. Se había tomado algún tiempo preparando un brasero, y un pez y pan estaban siendo preparados sobre el mismo. Cuando los cansados pescadores fueron alegrados por la milagrosa pesca que obtuvieron por su mandamiento, «vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado» (Juan 21:9-13).
Este Jesús, quien aún servía a los demás tan humilde y amorosamente, no era el que había de enfrentar la cruz, tampoco el que tuviera nuestra carne y nuestras debilidades, sino el que estaba vivo para siempre. Era el que ahora ejercía toda autoridad en el cielo y en la tierra, y el juicio de toda la humanidad, y cuyo nombre fue elevado por su Padre por encima de todo nombre en el cielo y en la tierra. Así la gracia y la verdad fueron hechas perfectas; y en su mortalidad e inmortalidad Jesús ilustró la divinidad eterna en compasión, gracia, paciencia, misericordia y verdad.
Fundamentos doctrinales
Tradicionalmente, nuestros fundamentos doctrinales descansan sobre las columnas gemelas de «el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo» (Hechos 8:12). Había otra columna en la cual se fundaba la vida de Jesús—la que hemos estado discutiendo, y aunque lo manifestó con completa claridad, lo hemos convertido en poco más que una parte incidental de su enseñanza, lo cual no debiera ser de ese modo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lucas 9:23). La palabra griega traducida «negar» tiene un fuerte significado: «negar completamente, abjurar, afirmar que no se tiene nada que ver con una persona» (en este caso, no tener nada que ver con nuestra anterior voluntad).
De aquí que debemos comenzar la nueva vida no solamente con un conocimiento correcto de «el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo», sino también con la otra columna: «el evangelio de la renuncia a la voluntad personal» que los escritores de las epístolas del Nuevo Testamento exponen en forma minuciosa.
Debido a que implica una transformación sicológica radical de pensamiento y carácter nuestros, esto puede fácilmente convertirse en la doctrina olvidada: preferiríamos empujarla hasta el trasfondo de nuestras creencias. Pero tal como fue fundamental en la vida y enseñanza completas de Jesús, así lo es ahora. En cierto modo, el llevar diariamente una cruz sería una carga mas fácil que enfrentar de manera firme y resuelta la tarea de abandonar completamente nuestra propia voluntad y por toda la vida afirmar la voluntad de Dios tan constantemente que podamos decir «hágase tu voluntad.»
Es la afirmación de la voluntad personal la que conduce al descuido en la asistencia a las reuniones de la congregación; es el cumplimiento de nuestros propios deseos el que conduce a la falta de servicio a otros; y es la complacencia de nuestros propios deseos la que conduce a la falta de tiempo para «apacentar la grey de Dios» (1 Pedro 5:2) o para «dar buenas nuevas a los pobres» (Lucas 4:18). Estas debilidades pueden aparecer en la vida de cada uno de nosotros si olvidamos la doctrina fundamental de la renuncia a la voluntad personal cuyos frutos son la gracia y la verdad tan características del Padre y esperadas de sus hijos. Cuando la renuncia a la voluntad personal opere verdaderamente en nosotros, entonces manifestaremos la compasión, gracia, paciencia, misericordia y verdad que Jesús tan claramente ilustró. Si miramos a nuestro alrededor con su discernimiento, nosotros también seremos conmovidos por la vista de tantos que son «como ovejas que no tienen pastor.» Así, el calor del espíritu no solamente quitará el frío de los corazones de algunos en el mundo, sino que preservará el compañerismo de los santos en la iglesia.
Necesitamos mirar cuidadosamente dentro de nuestra propia mente y examinar los motivos de nuestros propios deseos. Podemos desanimarnos al descubrir lo deficientes que somos en los frutos del Espíritu que resultan del abandono de nuestra propia voluntad. Ustedes los recordarán: «Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5:22-23). ¿Podemos marcar cada uno de ellos y decir, «amén»? Si no, deberíamos pedir perdón y resolvernos a hacer un nuevo intento.
Nuestras vidas están fundadas sobre estas tres columnas de doctrina: el evangelio del reino de Dios, el nombre de Jesús, y la manifiesta renuncia a nuestra propia voluntad. Si ésta es nuestra situación, nos levantaremos inmortales en el alba de una nueva era para comenzar, bajo Jesús, a gobernar las naciones en gracia y verdad.
John Marshall
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Publicado por la Misión Bíblica Cristadelfiana
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