Los Problemas de la Vida

La nueva vida es una vida maravillosa, con una visión majestuosa, propósitos poderosos, y valor incalculable. Hay ocasiones cuando vemos estas cosas del Espíritu en forma tan clara y tan bella que nos hacen exaltarnos, permitiéndonos compartir los sentimientos del apóstol Pablo quien escribió de un tiempo cuando «fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar» (2 Corintios 12:4). Pero estos momentos de exaltación son, lastimosamente, muy escasos.

También hay otras ocasiones cuando nos deprimimos y desanimamos, y todo el calor espiritual desaparece de nuestras vidas y nos preguntamos qué es lo que está resultando mal, y por qué hemos perdido nuestro interés y entusiasmo por las cosas de Dios. Pero si el apóstol Pablo tuvo momentos de exaltación, así como nosotros también experimentó períodos de depresión cuando escribió: «Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos» (2 Corintios 4:8-9). Este es el ritmo y la angustia de la vida espiritual; la lucha contra las fuerzas del mal cuando deseamos hacer el bien.

Muy pocos de nosotros reclinaremos nuestra cabeza en el último sueño inconsciente (si Jesús no ha retornado) sin haber tenido que enfrentar dificultades de una u otra clase.

La naturaleza de los problemas varía según el carácter y temperamento de las personas. Lo que para uno parece ser un problema insoluble, puede ser de poca importancia para otro. A causa de esto, cuando se nos pide ayudar a otro que se encuentra en dificultades, es peligroso suponer que su actitud hacia el problema será idéntica a la nuestra. Por consiguiente, debemos esforzarnos por comprender la fuerza de sus sentimientos al respecto. Así, discusiones comprensivas del asunto pueden ser de gran valor para ambas personas.

¿Cuáles son los problemas?
Los problemas acosan a los hermanos y hermanas de todas las edades. En la moderna sociedad tolerante los jóvenes hermanos y hermanas fácilmente pueden involucrarse en serios embrollos, tal como se señaló en un capítulo anterior. Las crisis surgen cuando un joven se da cuenta de la enormidad del pecado a los ojos del Padre. A menos que alguien esté disponible para aliviar la carga, su sentido de culpabilidad puede ser tan fuerte como para impulsarlo a cometer un suicidio espiritual al apartarse de la Verdad.

En el caso de hermanos y hermanas mayores, se pensaría que los años de experiencia en la fe constituirían una salvaguarda contra las dificultades serias; pero la vida espiritual no es así. Debemos ser constantes en la oración, activos en la práctica del compañerismo, perseverantes en el estudio de la Biblia y asiduos en nuestra asistencia al partimiento del pan. Entonces, por lo menos, podremos hacer frente a los problemas que aún vendrán.

Un problema angustioso que puede abatir a cualquiera por algún tiempo no es tanto la pérdida completa de nuestro primer amor, sino un serio debilitamiento de ese amor debido a un aburrimiento que puede contaminar nuestra vida espiritual. Esto también puede sucederle a una iglesia entera, la cual por «cruzar un poco las manos» (Proverbios 6:10), puede plácidamente disponerse a recibir los dones espirituales de Dios haciendo poco o nada en reciprocidad.

Lo que es particularmente desanimante en tal caso es que lleguemos a una situación en que muy pocas reuniones de la iglesia nos satisfacen. Las exhortaciones, aunque claramente expuestas, pueden dejar insatisfechas nuestras necesidades personales. Las conferencias dominicales, aunque bien presentadas para los visitantes, posiblemente tengan poco atractivo para los santos que claman por alimento espiritual más sólido. Las clases bíblicas, aunque pueden informar e instruir, no logran producir una respuesta espiritual. En tal situación podemos desesperar de encontrar una renovación del amor por la fe.

Conformación de una iglesia
Estas diferencias en las respuestas a la fe surgirán porque cada iglesia está constituida por miembros altamente individuales: personas que han dicho «¡No!» a las ideas y comportamiento del mundo del cual han decidido separarse. Mas a causa de haberse asociado a un cuerpo que participa en un compañerismo del espíritu entre el Padre, el Hijo y cada uno de ellos mismos, deberán ser mucho más sensibles a los sentimientos y problemas de otros, compartiendo sus cargas y buscando su ayuda. Tales personas nunca practicarán el chisme, calumnia o crueldad, sino que deberán ser confiables.

Por ejemplo, una hermana puede permanecer soltera por decisión propia, por falta de oportunidad para encontrar un hermano apropiado, o por el sacrificio de rehusar casarse con alguien por quien se sentía muy atraída, pero que no respondió al llamado de la Verdad. Tal sacrificio por el Señor ha de ser inmensamente admirado y nunca convertirse en ocasión para chistes. ¿Quién sabe el daño que puede resultar de esto, o la magnitud de la ofensa contra los «pequeños» de Cristo? (Mateo 18:6).

De igual manera, los miembros de una iglesia difieren no sólo en educación, profesión u oficio, sino también en temperamento y condición de salud. Unos son físicamente fuertes y saludables y parecen capaces de enfrentar y resolver cualquier problema. Otros están lejos de ser fuertes y saludables, y los hay tan sensibles e inseguros que las responsabilidades que contraen en la iglesia y la familia les ocasionan un creciente número de problemas.

Habrá alguien cuyo sistema nervioso esté tan tenso y tan cargado con problemas en el trabajo, que puede estar demasiado cansado y desanimado para resolver las tareas y problemas que le esperan en casa, pudiendo perturbarse seriamente la vida de la familia y de la iglesia. Carece de sentido decirle a tal hermano (o hermana) que se olvide del problema o exhortarlo para que tenga más fe. El caso necesita una atención y ayuda más serias.

Otros hermanos son tan reservados en sus criterios y maneras, que son casi antisociales en su deseo de aislarse. Algunas veces el esposo y la esposa pueden estar tan absortos el uno en el otro que cuando algo serio ocurre a uno de ellos, el otro queda incapacitado por algún tiempo para pensar con claridad o para llegar a decisiones en situaciones necesarias. El problema se agrava por la renuencia de los hermanos reservados a «molestar» a los otros miembros de la iglesia, pidiendo su ayuda.

Finalmente están presentes los problemas permanentes de enfermedad y vejez. Estos son enfrentados algunas veces con ánimo y verdadera fe, y en otros casos con crecientes quejas y pérdida de fe.

¿Cuáles son las soluciones?
Hay otros problemas y dificultades que los seguidores de Jesús deben enfrentar, y debemos preocuparnos por todos ellos. Pero ¿cómo pueden ser resueltos, si es que esto es posible? ¿Cómo podemos ayudar a todos? Porque en la nueva vida no sólo aprenderemos a enfrentar las dificultades de la vida, sino que seremos sometidos a un entrenamiento espiritual que nos ayudará a entender y ayudar a otros.

Hemos salido de un mundo moralmente frío para entrar en el calor espiritual de la vida en Cristo. Una de las primeras lecciones que hemos de aprender es que el compañerismo no consiste en el nombre de una asociación, tampoco en una teoría abstracta, sino en compartir una vida y propósito comunes dentro de una relación viviente, vital y práctica. Intentar vivir para nosotros mismos es la negación del compañerismo. Somos una familia de santos llena del amor de Dios y de nuestros semejantes.

El apóstol Juan, quien escribió que «nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3), y añadió que «si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros…» (1 Juan 1:7), también con frecuencia enfatiza la enseñanza de que pertenecemos a una familia que comparte y sirve. Por esto debemos examinar la rutina diaria de nuestras vidas para asegurarnos que no estamos negando esta doctrina, sino que estamos preparados, en la práctica, para «poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan 3:16).

Sin embargo, por más que aprendamos los principios, aun un santo pecará, algunas veces gravemente. A causa de su inmadurez e inexperiencia, los jóvenes pueden andar por sendas más peligrosas que los demás. Pero aquellos que son de mayor edad deben estar preparados no sólo para perdonar, así como ellos son perdonados por el Padre; también deben ser un refugio para los jóvenes que tienen problemas. Pero ¿Cuántos pueden servirles de refugio? A veces ninguno en su iglesia, porque no hay hermano o hermana cuya luz brille con compasión y entendimiento suficiente para que puedan estar seguros de que se les escuche con simpatía y confidencialidad.

Debería haber y podría haber en las iglesias más santos que han captado el espíritu de Jesús de tal modo que la gente joven se volverá naturalmente hacia ellos en busca de ayuda y consejo cuando lleguen los problemas. Tal actividad siempre es bendecida, puesto que salvar a otro pecador de una gran insensatez es siempre un acto digno de un seguidor de nuestro Maestro.

Hablando sobre el problema
Cuando alguien está en dificultades o problemas, es conveniente discutirlo con alguien más, y no puede haber duda sobre dónde comenzar: con el Padre. Si él estaba suficientemente interesado para registrar las lágrimas del salmista en su «libro» (Salmos 56:8), podemos estar seguros de que también escuchará nuestros problemas, aunque algunas veces sintamos que nuestras palabras no están llegando hasta él.

Además de comunicar nuestros problemas al Padre, es una función propia de nuestro compañerismo hablar de nuestros asuntos también con otros hermanos, quienes tienen la obligación de escuchar con simpatía. Se encontrará, por ejemplo, en el caso de aburrimiento y falta de entusiasmo por las cosas espirituales, que otros también han tenido una experiencia similar. Un intercambio de ideas sobre los problemas puede beneficiar a todos. Si un número suficiente de hermanos tiene fuertes opiniones en cuanto al problema, esto con el tiempo puede conducir a cambios en las actividades programadas de la iglesia. En mayor o menor grado todos somos víctimas de costumbres que no siempre son apropiadas para nuestra época o nuestras necesidades.

En lo que se refiere a nuestras hermanos y hermanas solterones debemos cuidarlos y ayudarlos a llenar sus vidas con intereses espirituales y actividades que les ayudarán a llenar el vacío que normalmente habría sido llenado por la vida familiar. Tales hermanos tienen la especial oportunidad de servir al Señor Jesús con corazón libre, en una forma que es imposible para un hermano o hermana casado. No hay razón para que las reuniones de la iglesia sean la única fuente de vigor espiritual. ¿No nos visitamos unos a otros en nuestros hogares?

¿Qué de los hermanos y hermanas cuyos nervios están sobrecargados? ¿Estaremos contentos de dejarlos resolver solos sus problemas después de unos cuantos intentos de discusión? ¿Es este el cuidado pastoral? ¿O estamos preparados, permanentemente si es necesario, para sentarnos pacientemente por una hora o dos a escuchar las frustraciones que los llevan hasta el borde de un completo colapso, orando con ellos, ofreciéndoles consejos sensatos, consiguiendo la ayuda de otros en la iglesia—convirtiendo el problema en un asunto familiar—a fin de que el esposo y la esposa puedan escapar de los cuidados de la casa y de los niños por una noche?

Si hay reparaciones u otros trabajos pendientes en la casa que pesan en la conciencia de un hermano que se siente inadecuado para realizarlos, seguramente, al mismo tiempo que existen los necesarios predicadores, pastores y maestros en la iglesia, también habrá carpinteros, albañiles y electricistas que pueden hacer tal trabajo del Señor para transformar las vidas de los que tienen problemas. Este es el compañerismo, éste es el cuidado pastoral, éste es el amor de Dios y de los hermanos (1 Juan 3:14-18).

A través de los años algunas iglesias han sufrido una trágica pérdida en la forma del suicidio de un hermano. ¿A qué terrible presión debe haber estado sometido antes de su fin? ¿Habríamos podido salvarlo si hubiéramos hecho más? Si ellos hubieran tenido la seguridad de que nuestros teléfonos, nuestro tiempo, nuestra ayuda, nuestro cálido compañerismo, estuvieran disponibles en cualquier tiempo, día o noche (un servicio que un grupo cristadelfiano conocido como los Samaritanos trata de ofrecer) ¿les habría ayudado en su crisis? No lo sabemos, pero debemos darnos cuenta de que tenemos una gran responsabilidad por el cuidado de los demás en tiempo de dificultades, y nosotros más que nadie debemos asegurarnos de que los brazos amorosos del Señor están alrededor nuestro, por medio de los hermanos. Aún tenemos mucho que aprender.

Nuestra tarea
Nuestra comunidad puede reunir mucho dinero, experiencia y vigor para la predicación del evangelio. Generalmente ayudamos con rapidez cuando hay una enfermedad seria, o cuando es necesaria una visita al hospital. Pero hay muchas dificultades y problemas que no son tan simples ni fáciles de resolver, y que necesitan paciencia durante largos períodos. No hay mejor receta para enfrentar nuestras propias frustraciones que estar activos ayudando a otros a resolver las suyas.

Nunca es tarde para que individualmente o en comunidad, ampliemos y profundicemos nuestra educación espiritual. De este modo seremos más capaces de apacentar las ovejas de Cristo, colmando de compañerismo las vidas de los solitarios, llenando los hogares de los ancianos con el calor del servicio juvenil, y dando a aquellos que están ansiosos y agobiados, la seguridad de toda la ayuda que puedan necesitar.

Pertenecemos a la más grande familia del universo: una familia a cuya cabeza está el Padre Todopoderoso (Efesios 3:15), a cuyo lado esta el único Hijo, en cuyo cuidado está una hueste de santos entre quienes tenemos la bendición de ser nombrados. Por consiguiente, todos nuestros pensamientos, todas nuestras acciones y todas nuestras decisiones deben tomar en cuenta la clase de personas que somos, de modo que nada se diga o haga que ofenda innecesariamente a los demás.

Pablo dijo una vez que los santos debían ser «imitadores de Dios como hijos amados» (Efesios 5:1), y si tratamos de obedecer este llamado seremos verdaderamente un pueblo feliz, porque ayudándonos unos a otros en nuestros problemas mostraremos el amor, la compasión, la misericordia y la gracia que siempre nos han sido manifestados por el Padre, puesto que

«No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades,
Ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados.

Porque como la altura de los cielos sobre la tierra,
Engrandeció su misericordia sobre los que le temen.

Cuanto está lejos el oriente del occidente,
Hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones.

Como el padre se compadece de los hijos,
Se compadece Jehová de los que le temen.

Porque él conoce nuestra condición;
Se acuerda de que somos polvo.»

(Salmos 103:10-14)

John Marshall

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Publicado por la Misión Bíblica Cristadelfiana

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