La Moderación

Jesús fue el supremo ejemplo de cómo llevarse con las personas y ser moderado en conducta y expresión. En cualquier situación, por seria que sea, nos da la impresión de una persona calmada, moderada y razonable. Todos menos aquellos que deseaban su muerte se sentían atraídos por él. Ancianos y niños, mendigos y ricos, pecadores y justos, todos estaban tranquilos en su compañía, porque les parecía que con él encontrarían verdad, tranquilidad, compasión y perdón. ¿Cuál era su secreto?

Como ya hemos visto, él había combatido y vencido los deseos de la carne (una batalla que para nosotros dura toda la vida) y había obedecido solamente la voluntad de su Padre. Su único propósito fue servir y dar su vida en rescate por muchos. En las palabras del apóstol Pablo, él llevó su vida «quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad» (1 Timoteo 2:2), y cerca del fin de su ministerio entregó a sus discípulos lo que él llamó «mi paz» (Juan 14:27).

Si vamos a seguir a Jesús tenemos que tomar en cuenta su temperamento como sus enseñanzas: hasta donde sea posible, su serenidad y moderada conducta deben ser nuestras virtudes. Si alguna vez se excedió fue en su amor y compasión por las demás personas, extendiéndoles sus manos auxiliadoras. Es en tal espíritu que gozaremos de tranquilidad con los demás, y cada uno de ellos se sentirá tranquilo en nuestra compañía.

Esto pone la consideración a los demás en primer lugar, de modo que en el trato con la gente, ya sea en el compañerismo del espíritu o con los que no comparten nuestra fe, debemos tener la capacidad de discutir los problemas o dificultades de manera moderada. Esto puede lograrse si la paz de Jesús siempre está presente en nuestra mente, y si nuestra conversación siempre se caracteriza por una moderación espiritual.

Esta clase de relación con los demás es solamente posible si gozamos de sabiduría en las cosas del espíritu. Santiago nos ha hablado de la fuente de tal fuerza: «Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía» (Santiago 3:17). El sabía lo que estaba escribiendo; no se trataba de un ideal utópico sino de las cualidades de uno que fue el modelo perfecto de tal conducta: ¡su propio hermano, Jesús!

Escribiendo a los filipenses, Pablo quería que la gentileza de ellos fuera conocida de todos los hombres (Filipenses 4:5), pues conocía la influencia armonizante que esto podía constituir. Cuando escribió a los corintios, usó la figura de hombres luchando por ganar en los juegos, para intimarlos a ser templados y moderados en todas las cosas. Si ellos se disciplinaban de tal manera por ganar una corona corruptible, ¿cuánto más lograrían si se moderaran en las cosas espirituales? En realidad, nosotros buscamos una corona incorruptible. Ese fue el tema de su exhortación (1 Corintios 9:25).

Esta vida disciplinada, moderada y serena es ilustrada en Jesús, y es la exhortación constante de los escritores del Nuevo Testamento. Su concepto del santo que busca esta sabiduría de arriba, es el de un estudioso de las Sagradas Escrituras que pueden hacerlo «sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús» (2 Timoteo 3:15), estando preparado para poner su vida por los hermanos (1 Juan 3:16). Los que posean estas virtudes serán moderados en todas las cosas. Pero hay algunas cosas acerca de las cuales a veces tenemos la tendencia a alejarnos de la moderación.

El estudio de las Escrituras
Todos somos estudiantes de las Escrituras en mayor o menor grado. La mayoría de nosotros no logra encontrar su sabiduría al grado que deberíamos, pero algunos la perseguimos con profunda concentración y entusiasmo. Nunca habrá habido un estudiante más dedicado y diligente de la Palabra que Jesús, aun siendo un muchacho (Lucas 2:46-47); pero el uso que de ella hacía era apropiado para la ocasión; penetrante en el juicio y moderado en su expresión. Casi todo lo que dijo estaba impregnado del espíritu y las profecías de las Escrituras, siempre expresado con una sensatez a la vez autoritaria y agradable, excepto en presencia de los hipócritas con quienes era severo. Estas son las cualidades que deben caracterizarnos en nuestra relación con las personas.

Es muy fácil volvernos tan entusiastas con nuestros estudios y descubrimientos espirituales como para obsesionarnos con ellos y no darnos cuenta de que somos arrogantes e intolerantes con otros puntos de vista. Es por tal exceso de entusiasmo que podemos, a los ojos de que los que no profesan nuestra fe, desprestigiar las Escrituras y debilitar nuestro testimonio de la verdadera palabra del Señor.

Aun cuando estudiemos mucho las Escrituras, la mayoría de nosotros necesita la ayuda de estudiantes más competentes y debemos hacer uso frecuente de tal ayuda. Pero debemos tener cuidado en no descuidar el estudio personal de la Palabra o colocar las ayudas bíblicas por encima de su debida función.

Quien haya estudiado las obras del Dr. Thomas no puede menos que permanecer en deuda con él, aunque hay muchos que nunca han leído Elpis Israel y Eureka. El que haya leído estas obras, aunque sea parcialmente, habrá sacado mucho provecho de ellas. ¿Cuántos han leído la biografía del hermano Thomas, para saber algo del abnegado sacrificio que realizó, y las interminables discusiones en que se vio envuelto en defensa del evangelio? Todas estas son ayudas de gran valor; pero también hay otras ayudas y formas de estudio de las Escrituras, y obsesionarnos con una sola puede conducirnos a ser desconsiderados al grado de causar disensión en una iglesia en la iglesia y debilitar el compañerismo verdadero.

El ejemplo de Jesús es digno de ser tomado en cuenta de ser imitado. En la discusión, los doctores o maestros de su época se afanaban citando los comentarios rabínicos acumulados durante siglos, y podemos suponer que Jesús conocía algo de ellos aun cuando era un muchacho porque hacía y respondía preguntas que bien pudieron haber incluido tales comentarios. Sin embargo, durante su ministerio no lo encontramos refiriéndose a otros escritos que no fueran «la ley y los profetas,» con la posible excepción de su alusión a la tradición de los ancianos en Mateo 15 y Marcos 7. Solamente la palabra de su Padre estaba en su boca. Así que aun cuando expresemos nuestro agradecimiento a los que nos dan ayuda, o por el difunto doctor quien ha sido la guía de tantos, es la Palabra la que debe ser nuestro principal sostén y guía, además de una quieta moderación en nuestra conducta.

Compañerismo en las iglesias
El compañerismo es un medio maravilloso de comunión, asociación y participación con los miembros de una familia cuya cabeza es Dios, el Padre, y cuyo Hijo es el Señor Jesús. Muchas veces durante su ministerio él identificó a sus seguidores como sus hermanos (Mateo 12:49), y después de su resurrección dijo a las mujeres que iban en camino a informar a los discípulos sobre la tumba vacía: «Id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán» (Mateo 28:10).

En razón del hecho de que pertenecemos a una familia divina debemos ser muy cuidadosos en lo que decimos y hacemos en relación con nuestros hermanos (y hermanas), cuyo bienestar es nuestra principal responsabilidad. Si lo que hemos de decir, al escribir un estudio para la clase bíblica o al pronunciar una conferencia pública, pudiera ser considerado como ofensa, entonces no debemos escribirlo o decirlo; además si nuestro mensaje constituye una crítica, aunque de naturaleza exhortativa, ésta deberá provenir de las Escrituras y no de nuestros propios sentimientos.

Ciertas ideas en el campo de la interpretación científica o filosófica, o en la de las Escrituras, pueden ser apropiadas para un pequeño círculo que tenga la capacidad de entender las ideas propuestas; pero pueden ser fácilmente malinterpretadas si son presentadas a una congregación entre quienes hay muchos que requieren más tiempo para asimilar lo que se está diciendo. Una justa apreciación de la ocasión es necesario: la felicidad y el bienestar de toda la familia debe tener prioridad.

Aunque Jesús era capaz de hacer frente a las profundidades de los escribas y fariseos, su enseñanza a la gente humilde era simple y franca. Era clara y directa y el investigador verdadero del divino conocimiento ha de haber tenido poca dificultad para entenderla. Desafortunadamente, el orgullo es parte del carácter de la mayoría de nosotros, y con frecuencia podemos obsesionarnos con una teoría especial que hemos descubierto y que nos sentimos obligados a comunicar a otros, sea aconsejable o no.

Pablo nos ofrece un buen consejo en este caso. En su primera carta a los corintios escribió acerca de la carne que había sido ofrecida a los ídolos, discutiendo si debería comerse si se supiera que había sido ofrecida de tal forma. Su respuesta fue de que no debía comerse si perturbaría la conciencia del que la comía; de otra manera no habría daño en hacerlo pues «sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios» (1 Corintios 8:4). Luego prosiguió estableciendo un principio espiritual: «Por lo cual, si la comida le es a mi hermano ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi hermano» (1 Corintios 8:13). ¡Ojalá obedeciéramos más completamente este principio de amor y compañerismo hacia nuestros hermanos!

Nuestra fe en el mundo
Necesitamos la fortaleza de este compañerismo en el mundo de hoy, el cual es corintio en su tolerancia e infantil por la facilidad con que se deja engañar por lemas y teorías verosímiles.

En el pasado la gente veía «el dedo de Dios» en los asuntos humanos, pero pocos lo ven actualmente. Para muchos está de moda decir y creer que «Dios está muerto,» porque ya no aceptan el principio fundamental de que está en el cielo, «allá arriba» como enseña la Biblia. Para la mayoría la ciencia es Dios y la teoría general de la evolución es su doctrina.

Tanto para muchos científicos como para gente común, la evolución de la vida, incluyendo al hombre, ha llegado a ser un hecho que influye en la vida y destino de la raza humana. El Dr. Julián Huxley lo manifiesta de esta manera: «Nosotros los biólogos fallaremos en nuestro deber social si no tratamos de asegurar que la evolución y el punto de vista evolucionista de los asuntos y destino humanos sean un elemento del equipo mental de nuestra nación.» El más que nadie ha ayudado a publicar esta idea en enciclopedias, escuelas, radio y televisión a lo largo y ancho del mundo de habla inglesa. El credo de este punto de vista fue establecido por él en las líneas siguientes:

«El Universo que puede vivir y obrar y planear
Al final hizo a Dios en la mente del hombre.»

Mientras los teólogos también pueden aceptar la teoría de la evolución como una posible explicación de la forma como Dios «creó» o «evolucionó» la vida en todas sus variedades, su agregado teístico a la doctrina no hace nada para influir en los científicos y en los demás en su concepción general de la teoría en la cual (según ellos) Dios no es necesario.

Aquí es donde los santos necesitan ser muy precavidos y serenos, especialmente los jóvenes, para no caer en el error. En las Escrituras, el Padre no nos ha mostrado ninguna evidencia de que él haya obrado de manera evolucionista desde una sola fuente de vida. A través de la historia, en lo que al hombre se refiere, Dios ha sido un factor constante en la conformación de su destino y en ocasiones ha intervenido en su futuro en formas decisivas: en el diluvio, en Sodoma y Gomorra, en la creación de la nación de Israel y sobre todo en la resurrección de su Hijo.

Lejos de estar controlado por un principio evolucionista invariable establecido en el comienzo de la vida en la tierra, el hombre ha estado durante su historia sujeto a los juicios de Dios que han cambiado decisivamente la dirección de su peregrinaje a través del tiempo. Tal como el salmista lo señaló, estos juicios han estado basados en un principio divino a largo plazo: «Los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios» (Salmos 9:17).

Este principio no ha sido invariable, pues Dios también ha tratado con las naciones en términos de corto plazo. A causa de su relación especial con su creador, Israel fue algunas veces castigado severamente por sus pecados; pero muchas otras naciones también han sufrido los juicios de Dios por sus aberraciones morales y sus excesos en el trato con los desposeídos, los cautivos o los esclavos. Los casos citados por Amós no son más que ejemplos de los mensajes que también fueron dados a las naciones por otros profetas.

El grado en que Dios ha estado involucrado en la vida del hombre durante toda la historia se observa en el hecho de que él se reserva el derecho de juzgar a las naciones, y de revertir el juicio según las circunstancias en cualquier momento: «En un instante hablaré contra pueblos y contra reinos, para arrancar, y derribar, y destruir. Pero si esos pueblos se convirtieren de su maldad contra la cual hablé, yo me arrepentiré del mal que había pensado hacerles» (Jeremías 18:7-8). Nínive e Israel experimentaron más de una vez la mano misericordiosa de Dios, y nosotros tenemos razones para creer que son estos principios los que siempre han influenciado el curso de los hombres y las naciones, en vez de un principio vital que por su misma naturaleza no necesitaría la constante y variante guía de un Creador preocupado profundamente por el destino del hombre.

En todo caso aún hay biólogos que hacen francas concesiones al evaluar sus investigaciones sobre el origen y desarrollo de la vida: «La evidencia que apoya la Teoría General de la Evolución desde una fuente primitiva, no es suficientemente fuerte como para permitirnos considerarla como algo más que una hipótesis de trabajo» (Profesor G. A. Kerkut en su libro Implicaciones de la Evolución).

Confianza en Dios
La hipótesis con que cada investigador de la verdad comienza, es decir, que el dedo de Dios ha señalado el destino del hombre, pronto se convierte en una experiencia personal, pues sabemos que el Padre «gobierna en el reino de los hombres» y su paz reina en nuestros corazones (Colosenses 3:15). Ninguna modificación es necesaria en nuestra búsqueda espiritual pues este hecho se vuelve más seguro cuanto más confianza depositamos en él, porque él es «el Salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen» (1 Timoteo 4:10).

Entretanto debemos seguir sometiéndonos con completa confianza a la voluntad de nuestro Padre pues «Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros» (1 Juan 4:12). Por consiguiente, debemos ser más firmes y moderados en la vida del Espíritu; más adultos y maduros en nuestra apreciación de la Palabra de Verdad, y más solícitos de la fe de nuestros hermanos, «para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina…sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Efesios 4:14-15).

John Marshall

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Publicado por la Misión Bíblica Cristadelfiana

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