La muerte de Jesús en la cruz es para muchos el aspecto central del mensaje cristiano, y usted puede haber estado un tanto sorprendido de que en un libro sobre la obra de Jesús, hasta aquí se haya mencionado escasamente su sacrificio. La razón es que la muerte de Jesús en la cruz fue el medio para conseguir un fin, y no el fin mismo. Pero habiendo considerado en capítulos anteriores el objetivo, el establecimiento en la tierra del reino de Dios, en el cual hombres y mujeres inmortales experimentarán un perfecto compañerismo con su Creador, ahora debemos considerar los medios por los cuales ese futuro ha sido hecho posible. Nos apartaremos de nuestro cuadro de Jesús como el grande y poderoso rey para ver a Jesús el hombre, humilde, amoroso, y que entrega su vida por el bienestar de la humanidad.
¿Qué fue lo que logró con su sacrificio?
Desde los primeros tiempos de la existencia del hombre en la tierra ha habido una barrera entre él y su Creador. La Biblia llama a esa barrera el pecado, y la misión de Jesús en su vida mortal fue hacer posible la eliminación del pecado para reconciliar al hombre con Dios. Este capítulo examina primero qué se da a entender por pecado y cómo se originó, y luego consideraremos la victoria duramente ganada por Jesús por medio de la cual el mundo puede ser salvo de sus efectos.
¿Qué es pecado?
A la par del hilo de oro del reino de Dios, el tema del pecado aparece por toda la Biblia, desde los primeros capítulos de Génesis hasta los finales de Apocalipsis. Entre el comienzo y el fin de la Escritura hay cientos de alusiones al pecado. Si incluimos palabras relacionadas como ofensa, iniquidad y transgresión, el número de alusiones al tema general se multiplica, y virtualmente se encuentra que el pecado es mencionado de un modo u otro en todos los libros de las Escrituras.
Si se pregunta ¿qué entiende usted por pecado? muchas personas probablemente dirán que es una mala conducta como robar, mentir o asesinar. En otras palabras, generalmente se piensa que pecado son los errores más obvios que el hombre puede cometer. Sin embargo, en términos bíblicos el pecado es mucho más que esto. La palabra que los escritores inspirados usaron indica una desviación de un camino, o errar un tiro al blanco. Encontramos un ejemplo en el libro de Jueces donde se dice que algunos guerreros «tiraban una piedra con la honda a un cabello, y no erraban» (Jueces 20:16). La palabra traducida errar es la misma que se traduce cientos de veces pecado.
Esto demuestra la idea dentro de la palabra pecado, usada en el Antiguo Testamento. Significa desviarse de una senda, o no dar en el blanco al que se apuntaba, o fallar en lograr algo. Esta definición hace al pecado mucho más extenso de lo que la mayoría de las personas se da cuenta. El Nuevo Testamento usa una definición similar:
«Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios.» (Romanos 3:23)
La «gloria de Dios» mencionada aquí no comprende solamente su presencia física, sino que incluye especialmente sus atributos perfectos. Cierta vez dijo Moisés a Dios «Te ruego que me muestres tu gloria» (Exodo 33:18). Cuando esta solicitud fue concedida el énfasis divino estuvo en el despliegue de las cualidades morales de Dios:
«Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad… y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado…» (Exodo 34:6-7)
Que la gloria de Dios consiste en primer término en sus cualidades morales antes que su presencia física fue expresado por Juan cuando habló de Jesús:
«Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.» (Juan 1:14)
Cuando Jesús estuvo en la tierra no manifestó la gloria literal de Dios. La manera como Jesús mostró la gloria de su Padre, fue siendo un perfecto reflejo del carácter de Dios. La gloria de Dios es por consiguiente la totalidad de sus virtudes, tales como las que consideramos en el capítulo 3. Según Pablo tener poco de esta gloria, o fallar en alcanzar tal estatura, es pecado. En vista de esta definición no es extraño que «todos pecaron.»
Esto nos lleva a fijarnos en otras palabras de la Biblia que describen el pecado. Juan escribió en su carta:
«Toda injusticia es pecado.» (1 Juan 5:17)
«Pues el pecado es infracción de la ley.» (1 Juan 3:4)
Usted puede ver que eso expresa la misma idea. Ya hemos considerado la rectitud y la justicia de Dios en el capítulo 3 y hemos visto que estos términos describen sus atributos perfectos. La injusticia del hombre, el hecho de que no vive con rectitud, constituye pecado en el sentido de las Escrituras, aun cuando aparentemente mantenga una vida buena y sin mancha. Similarmente, el pecado es infracción de la ley, un estado mental en el que la persona no acepta las leyes de Dios como la regla de su vida, y no las obedece.
Note que esto es verdad aunque una persona no conozca los atributos o la voluntad de Dios. La gente es culpable de pecado aunque nunca haya oído hablar de las leyes de Dios. En esto no hay nada que no sea razonable: aun en nuestro sistema legal la ignorancia de la ley del país no es una defensa si la persona rompe esa ley.
Dios ha dado también a la humanidad leyes específicas que debe obedecer: la Biblia está llena de referencias sobre las cosas que podemos hacer o no. Aquellos que conocen estos mandamientos pero no los obedecen pecan en una escala mayor. Este pecado causado por la desobediencia de un mandamiento específico de Dios, es llamado generalmente transgresión. Como la palabra lo indica, esto implica cruzar una línea o regla que ha sido puesta por Dios.
Así que posiblemente seamos pecadores por dos razones: primero, por el hecho de que en términos generales no manifestamos las características de Dios, y en segundo lugar, debido a una transgresión directa de su ley por todos los que la conocemos. El pecado en el primer caso puede verse como un estado o condición de una persona o sociedad, y en el segundo como la desobediencia de mandamientos específicos de Dios por aquellos que conocen la voluntad de Dios.
El pecado es universal
Con tal definición del pecado no nos sorprenderá encontrar que toda la humanidad es culpable. Ya hemos observado las palabras de Pablo, «todos pecaron,» y hay muchas otras referencias similares:
«Pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado.» (Romanos 3:9)
«Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado.» (Gálatas 3:22)
«…que quita el pecado del mundo.» (Juan 1:29)
Así que podría decirse que el pecado es la «constitución» del mundo. En los sistemas humanos de gobierno ordinarios cada nación tiene su constitución por medio de la cual se gobierna, y cada persona nacida en ese territorio hereda esa constitución, ya sea que le guste o no. De manera similar cada uno de los que nacen en la tierra viene a un mundo donde la tendencia a pecar es inherente a la misma naturaleza de cada ser humano y a cada aspecto de su sociedad. Así que el pecado «reina» en todos los asuntos del hombre (Romanos 5:21).
El efecto del pecado
Habiendo nacido en una tierra donde reina el pecado, no es fácil para nosotros apreciar el efecto que tiene el pecado. Forma una gran parte de la diaria experiencia humana, por lo que sus resultados son vistos como circunstancias normales. De hecho el reino del pecado tiene efectos incalculables.
Un resultado es nuestra separación de Dios. Puesto que no hemos experimentado la intimidad del divino compañerismo, se vuelve difícil para nosotros visualizar los efectos de su ausencia. Pero la Biblia enseña claramente que la presencia del pecado levanta una barrera entre el hombre y su Creador:
«Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír.» (Isaías 59:2)
«Los designios de la carne son enemistad contra Dios.» (Romanos 8:7)
La tierra es una mancha negra en el universo. A través de vastas distancias en el espacio Dios es uno con su creación pues, como dijo Jesús en su oración, se hace la voluntad de Dios en los cielos. Pero esto no es verdad en nuestro planeta. Hablando metafóricamente, Dios no puede mirar la tierra a causa del pecado:
«Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio.» (Habacuc 1:13)
Así que si Dios va a cumplir su plan de venir y morar entre los hombres en el reino perfecto de Dios, esto significa que de alguna manera el pecado tendrá que ser removido de la tierra.
Otro resultado del pecado es una tierra bajo la maldición del sufrimiento y el pecado. La muerte es una experiencia tan normal que es difícil pensar que es resultado del pecado. Pero es la enseñanza clara de la Biblia:
«Porque la paga del pecado es muerte.» (Romanos 6:23)
«El pecado, siendo consumado, da a luz la muerte.» (Santiago 1:15)
Usted puede recordar la profecía bíblica citada en el capítulo 2, la cual predijo que cuando el reino de Dios llegue a su etapa final «ya no habrá más muerte» (Apocalipsis 21:4), implicando la abolición de la causa de la muerte, el pecado. Así que el esquema de Dios para la remoción del pecado y la reconciliación del mundo con Dios mismo es una parte del hilo de oro del reino de Dios señalado por la Biblia. Ya hemos visto que el perdón de los pecados fue un aspecto de la promesa de Dios a Abraham; pero para encontrar el comienzo del hilo debemos volver atrás hasta el comienzo mismo de la Biblia. Aquí aprendemos que la inclinación al pecado se volvió parte de la misma estructura de la humanidad y logró su dominación del mundo.
El origen del pecado
En esta sección consideraremos los sucesos del huerto de Edén como verdaderos. Este es la única manera de verlos para un seguidor de Jesús. El se refiere a Adán y Eva como personas históricas, y las circunstancias de su caída como sucesos literales (Mateo 19:4-5). Los apóstoles, escribiendo el Nuevo Testamento, los consideraron de la misma manera. La completa doctrina de la redención entre Dios y el hombre se vuelve incomprensible bajo otro análisis.
La escena inicial de la Biblia es grata (Génesis 2). La pareja recientemente creada vivía en un bello parque campestre lleno de una variedad de árboles ornamentales y de frutos alimenticios. Manantiales y ríos regaban este paraíso de Edén y no había nada que manchara la felicidad de Adán y Eva. Especialmente grata era su asociación con Dios. En una forma que no ha sido revelada conversaban con su Creador, y con toda probabilidad les informó acerca de sí mismo, los educó, y los instruyó en los principios de una forma correcta de vida.
Sin embargo, desde el punto de vista de Dios este arreglo tenía un inconveniente. Su propósito no sería completo solamente con el acto de crear al mundo. Leemos en los salmos que Dios obtiene poco placer con las cosas meramente físicas:
«No se deleita en la fuerza del caballo, ni se complace en la agilidad del hombre.» (Salmos 147:10)
Sólo podría obtener verdadera satisfacción cuando su creación le respondiera con amor. Así el salmista continúa:
«Se complace Jehová en los que le temen.» (Salmos 147:11)
Este placer no se realizaba por la servil obediencia de Adán y Eva a la manera de robots. Lo que produce placer y satisfacción a Dios es cuando las personas que enfrentan una decisión escogen deliberadamente hacer lo que es correcto para complacerlo, mostrando así su confianza en él. En otras palabras Dios quiere personas de carácter.
Con este objetivo él diseñó una prueba de lealtad. Señaló a la pareja un árbol especial de fruto apetitoso y les dijo que no comieran de él ni aun lo tocaran:
«Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.» (Génesis 2:16-17)
Adán escuchó estas palabras con todo el poder de entendimiento que Dios le había dado, sin duda ponderando su significado y reflexionando sobre ellas una y otra vez. Cuántas veces la pareja pasó cerca del árbol, apartándose para no ofender a Dios y traer la ruina sobre ellos, no lo sabemos. Hasta entonces nada había ocurrido que los indujera a desobedecer a Dios. Pero un día, cuando Eva estaba sola, se le aproximó una serpiente. El animal tenía cierta habilidad de razonamiento y poder de habla, y comenzó a sembrar semillas de duda en la mente de la mujer:
«¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?» (Génesis 3:1)
Ella contestó demostrando que había entendido completamente el mandamiento de Dios:
«Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él ni le tocaréis, para que no muráis.» (Génesis 2:2-3)
La serpiente rechazó esto terminantemente. Dios estaba tratando de proteger su propia posición, según razonó. Si ustedes comen de este fruto instantáneamente se volverán tan sabios como él, y maravillosas perspectivas de conocimiento y entendimiento se abrirán ante ustedes. Ciertamente la muerte es ridícula.
«Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal.» (Génesis 3:4-5)
La mujer dudó. ¿Diría la verdad esta serpiente hablante? Estaba Dios escondiendo algo que sería de beneficio para ellos? ¿Les había infundido el temor a la muerte sólo para evitar que compartieran su conocimiento y sabiduría? La semilla de duda implantada comenzó a crecer; y con el fruto colgando tentadoramente en las ramas, la confianza de Eva en Dios se debilitó y entonces se extinguió. Extendiendo sus manos tomó el fruto y lo comió. Encontró a Adán y, sin duda después de convenientes explicaciones, él compartió el fruto con ella.
De este modo entró el pecado en el mundo.
El resultado de la transgresión
Piense en lo que Adán y Eva habían hecho. Su desobediencia no había sido un pequeño desliz o un error accidental, sino un deliberado reto a Dios. El les había dicho que si lo desobedecían morirían. Ellos respondieron en efecto, «No te creemos.» Dios se había revelado a ellos como su Creador e Instructor. Ellos en su orgullo buscaron una inmediata igualdad mental con él. Habían puesto su propia voluntad en desafiante oposición a la voluntad de Dios. Habían retado la supremacía de Dios.
Para un Dios que es absolutamente supremo y cuyos pensamientos y acciones son completamente justos esto era un reto que no podía ser tolerado, como tampoco la pena de muerte podía ser anulada. Así que, como veremos pronto, la sentencia de muerte fue pronunciada sobre el hombre pecador.
El desagrado de Dios no fue demostrado inmediatamente, dando a la pareja pecadora tiempo para darse cuenta de su nueva situación. El fruto prohibido había hecho su trabajo, abriendo sus ojos para ver las cosas con ideas diferentes a las anteriores (Génesis 3:7). De lo primero que se dieron cuenta era que estaban desnudos. Algo que antes les había parecido perfectamente natural e inocente ahora aparecía vergonzoso. Aunque ellos posiblemente no se dieron cuenta en el momento, su desnudez resumía su pecaminosidad. Sintiendo una necesidad instintiva de cubrirse se apresuraron a coser grandes hojas de una cercana higuera en delantales sencillos que se pusieron. Este fue un acto muy significativo. Instintivamente sintieron la necesidad de cubrir los resultados de su gran pecado. Ellos no podían aparecer delante de Dios desnudos.
Pero la temida confrontación no pudo ser demorada. Cuando el sol comenzó a hundirse en el oeste, Adán y Eva esperaban su acostumbrada plática con Dios. Entonces vino el sonido de la voz que había sido su vida y gozo, pero ahora paralizaba su corazón con terror: «Adán, ¿dónde estás tú?» Pero Adán se estaba escondiendo entre los árboles, dándose cuenta de que su apresurada cubierta artificial era inefectiva para esconder su pecado de la mirada de Dios. No cabe duda de que él estaba consciente de que su transgresión lo había separado de su Creador, y había destruido el compañerismo y comunión existente entre ellos.
«Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí.»
«¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses? (Génesis 3:10-11)
Avergonzada, la pareja culpable salió de su escondite para recibir una justa sentencia sobre su acción. Los tres participantes fueron advertidos por turno, y el mensaje completo fue que mientras el prospecto inmediato era oscuro y ominoso, había un rayo de luz que apuntaba hacia la remoción final del extrañamiento que entre Dios y el hombre apenas había comenzado.
La sentencia de Adán
El castigo de Adán fue una vida de esfuerzo y duro trabajo tratando de producir alimento en una tierra ahora maldita por su culpa: los cultivos crecerían solamente con dificultad y pesar. Al final el hombre moriría y regresaría de nuevo al polvo del cual había sido creado al principio (Génesis 3:17-19).
Esta maldición no sólo abarcó a Adán, sino también a toda su posteridad. Ellos heredarían su naturaleza pecaminosa y compartirían la pena de muerte. El Nuevo Testamento comenta esto muy claramente:
«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.» (Romanos 5:12)
Este es un lugar conveniente para enfatizar dos verdades referentes al pecado y sus consecuencias. Primero, la Biblia siempre atribuye el origen y continuación del pecado al hombre, y solamente a él. Ningún agente externo puede ser culpado por la conducta del hombre. El hombre peca «cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido» (Santiago 1:14).
En segundo lugar, el castigo por el pecado significa la completa terminación de la existencia. La idea de que en la muerte un componente inmortal del hombre continúa una existencia consciente, es totalmente ajena a la enseñanza de la Biblia. La muerte sería difícilmente un castigo bajo tales condiciones. Hablando a Dios, dice David:
«Porque en la muerte no hay memoria de ti; en el Seol, ¿Quién te alabará?» (Salmos 6:5)
Muchos otros pasajes enseñan lo mismo:
«Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben.» (Eclesiastés 9:5)
«Sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos.» (Salmos 146:4)
Pero la muerte, aunque real en todo sentido, no es necesariamente el final de una persona. Hay una esperanza más allá de la tumba, como veremos más adelante.
La sentencia de Eva
El tema del dolor y el pesar continuó en el castigo de Eva. La angustia de ella llegaría en los dolores del parto y también en el hecho de que ocuparía una posición de subordinación en la relación entre el hombre y la mujer (Génesis 3:16).
De acuerdo a este relato de los castigos de Adán y Eva, podría parecer que la humanidad estaba sin esperanza. Ellos habían deliberadamente menospreciado las leyes del Dios Todopoderoso, oponiendo su voluntad a la de él. El los había prevenido de su respuesta y ahora estaba con justicia pidiendo cuentas de su pecado. En este caso era imposible que Dios simplemente perdonara al hombre, aunque su amor y misericordia desearan reconciliación. Como vimos al final del capítulo 3, la justicia de Dios y su misericordia parecían estar en oposición, pero él diseñó una forma por medio de la cual su amor podría mostrarse sin comprometer de ninguna manera su justicia y rectitud. En su sentencia a la serpiente Dios dio una idea de su plan.
La sentencia de la serpiente
Aquí apareció el primer rayo de esperanza. Puesto que era la que había animado a Adán y Eva a pecar, la serpiente iba a ser maldita: un castigo que la reduciría a una posición baja y despreciable en la creación. Pero al mismo tiempo Dios prometió la libertad final de la maldición que la serpiente había ayudado a traer al mundo. Dirigiéndose a la serpiente dice Dios:
«Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.» (Génesis 3:15)
Aquí hay otro versículo clave de la Escritura, y de nuevo encontramos que el cumplimiento debía involucrar la obra de las simientes prometidas. Tanto la mujer como la serpiente tendría un descendiente, y habría enemistad entre ellos. La descendencia de la mujer infligiría una herida en la cabeza de la serpiente, la cual por deducción sería fatal y la serpiente moriría. Pero en el curso de este conflicto la serpiente daría a la descendencia de la mujer una herida en el calcañar, una herida que no sería fatal por lo que la descendencia de la mujer habría de recuperarse.
La siguiente tabla ayudará a poner en claro esta relación:
- La serpiente – tendrá enemistad – conla mujer
- La simiente de la serpiente – tendrá enemistad con – la simiente de la mujer
- La cabeza de la serpiente – será herida por – la simiente de la mujer
- La serpiente – herirá – el calcañar de la simiente de la mujer
Obviamente éstas son alusiones figuradas. ¿Qué representan?
La serpiente y su simiente
La serpiente fue la causa indirecta de la entrada del pecado en el mundo, por lo que se convierte en una figura conveniente del pecado mismo. Quienes viven gobernados por el pecado son por consiguiente simiente de la serpiente. «Hijos de serpientes» es una descripción bíblica de los que se oponen a las normas de Dios. Jesús se dirige a los malos fariseos como «¡Serpientes, generación de víboras! (Mateo 23:33). En otras ocasiones está claro que se refiere a ellos con este pasaje de Génesis en su mente (Juan 8:44). Así «la serpiente» que será destruida por la «simiente de la mujer» es una personificación del pecado manifestado en la naturaleza humana, y aquellos en quienes está presente son la «simiente» de la serpiente.
Es apropiado mencionar aquí que en la Biblia, el pecado en su oposición a Dios es personificado de otras maneras. La personificación es una figura del lenguaje usada frecuentemente, en la cual una idea abstracta es descrita como una persona. Abundan ejemplos en toda la literatura y son prontamente entendidos:
«La Esperanza se esfumó marchita, y la Misericordia suspiró la Despedida.» (Byron, La Prometida de Abydos)
«La sabiduría clama en las calles, alza su voz en las plazas.» (Proverbios 1:20)
Un examen más cuidadoso del uso bíblico de términos como «el diablo» y «Satán» mostrará que ellos también son personificaciones del pecado, y no se refieren a un monstruo malo y sobrehumano. La simiente de la mujer
A la mujer le fue prometida una descendencia que destruiría la serpiente, es decir, el poder del pecado. Como en el caso de la simiente de Abraham y la simiente de David, esta persona prometida es Jesús. Aludiendo a la promesa en Edén de que la mujer tendría un hijo, leemos en el Nuevo Testamento:
«Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer…» (Gálatas 4:4)
En el bien conocido capítulo 53 de Isaías se predice claramente la venida de uno que salvaría a la humanidad de los efectos del pecado. Aquí de nuevo el lenguaje nos recuerda la promesa que Dios hizo en Edén de que en el proceso de destrucción del pecado la simiente de la mujer sufriría un daño temporal a manos del pecado:
«Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados… mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros… Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándolo a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje… por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos.» (Isaías 53:5-6,10-11)
Principales características de la promesa en Edén
Un breve sumario puede ayudarnos a fijar en nuestras mentes los principales aspectos de la promesa. El castigo del hombre:
- La tierra sería maldita por su causa.
- La vida sería difícil y penosa.
- El hombre moriría y retornaría al polvo.
- Todos los descendientes de Adán nacerían con su naturaleza sujeta a maldición por el pecado y, por consiguiente morirían.
La sentencia de la serpiente:
- El pecado sería finalmente destruido.
El castigo de la mujer:
- Dolores de parto.
- Sujeción al esposo.
Pero (aquí surge la promesa de la remoción del pecado), su «simiente» (Jesús) mataría la serpiente aun cuando en esta actividad recibiría una herida temporal.
Vestiduras de piel
Además de hablar con Adán y Eva sobre la obra de la simiente de la mujer en cuanto a la reconciliación de Dios y el hombre, Dios también les proporcionó una lección objetiva de cómo el pecado sería perdonado. Ya hemos observado que inmediatamente después de haber pecado, nuestros primeros padres se dieron cuenta de su desnudez intentando esconderla fabricándose delantales con hojas de higo. Esta desnudez ha venido a ser un símbolo de su pecado y el uso de delantales equivalía a tratar de cubrir el pecado por su propio esfuerzo, lo que resultó ser imposible. Entonces Dios realizó un acto muy significativo:
«Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió.» (Génesis 3:21)
Esta acción enseñó a Adán dos cosas. Primero, la humanidad no podría cubrir el pecado por sí misma; sólo Dios podría hacer esto. En segundo lugar, las pieles deberían provenir de un animal sacrificado, enseñando que la cubierta del pecado sólo podría conseguirse con la muerte. El animal que con su muerte proveyó vestidos de piel, estaba prefigurando la muerte de la simiente de la mujer para cubrir los pecados del mundo.
Dios enfatizó esto a la nueva generación. Cuando Caín, el hijo de Adán, ofreció frutos como sacrificio a Dios, fue rechazado. Era el equivalente de las hojas de higuera que Dios ya había indicado como inútiles para cubrir el pecado. Su otro hijo, Abel, reconoció la verdad de que el perdón sólo sería alcanzado por medio de muerte, y su sacrificio de un cordero fue aceptado.
De este modo los principios de la redención humana fueron señalados desde el principio de la historia humana, y registrados en Génesis de tal manera que las generaciones posteriores pudieran esperar la venida del Redentor que moriría por los pecados de la humanidad.
Jesús el salvador
Aunque la enseñanza del Antiguo Testamento sobre el sacrificio de Jesús posiblemente no sea muy bien conocida, es reconocida indudablemente como el aspecto principal del Nuevo Testamento. El hecho de que Jesús se ofreció a sí mismo en su crucifixión para perdón del pecado se menciona una y otra vez. Cuando anuncia el nacimiento del Salvador el ángel dice:
«Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESUS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» (Mateo 1:21)
Los apóstoles aluden continuamente al perdón de los pecados y la reconciliación con Dios como resultado del sacrificio de Cristo:
«Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras.» (1 Corintios 15:3)
«Se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.» (Hebreos 9:26)
«Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.» (Romanos 5:8)
«En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados.» (Efesios 1:7)
«Y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas… haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.» (Colosenses 1:20)
«Ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte.» (Colosenses 1:21-22)
«Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero.» (1 Pedro 2:24)
«Nuestro Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad.» (Tito 2:13-14)
«Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios.» (Apocalipsis 5:9)
¿Por qué el mundo tenía que esperar que viniera su Salvador? ¿Por qué no pudo cualquier hombre haber sacrificado su vida para efectuar la ansiada reunión con Dios? La respuesta es que el sacrificio de sí mismo no bastaba. Tenía que ser verdaderamente la ofrenda de un miembro representativo de la raza humana, aunque también había de ser la ofrenda de uno que nunca había pecado. Jesús fue el único que pudo reunir estos dos requisitos.
Jesús compartió nuestra naturaleza humana
Ya antes me he referido al insólito parentesco de Jesús. Por haber sido engendrado por medio del Espíritu Santo él era Hijo de Dios; pero a causa de su madre humana, también era el Hijo del Hombre —»Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2:5). La Biblia manifiesta claramente que Jesús poseía la misma naturaleza física que el resto de la humanidad había heredado de Adán, y estaba sujeto a la misma tentación de pecar:
«Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo.» (Hebreos 2:14)
«Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos.» (Hebreos 2:17)
Note en ambas citas el énfasis repetido del hecho de que Jesús era un verdadero representante de la raza humana: «también», sí mismo», «por lo cual.» Era algo que Pablo necesitaba destacar. Revertiendo la frase bíblica para llamar a Jesús «Dios el hijo» (un término que no se encuentra en la Biblia), y dándole una naturaleza diferente de la nuestra, no sólo es incorrecto, sino que hace imposible la obra redentora.
Jesús fue sin pecado
Sin embargo, aunque Jesús tenía las mismas inclinaciones al pecado como el resto de la humanidad, él pudo vencer completamente los engaños que a otros hicieron caer, con el resultado de que él jamás pecó. En ninguna ocasión, Jesús fue «destituido de la gloria de Dios.» Nunca fue desobediente a la voluntad de Dios. El pudo decir con verdad, «Yo hago siempre lo que le agrada [al Padre]». Este logro grandioso es mencionado con frecuencia en las Escrituras:
«Un cordero sin mancha y sin contaminación.» (1 Pedro 1:19)
«El cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca.» (1 Pedro 2:22)
«Y no hay pecado en él.» (1 Juan 3:5)
«¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?» (Juan 8:46)
«Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.» (Hebreos 4:15)
La victoria completa de Cristo sobre el pecado mientras poseía la naturaleza humana pecadora hizo de su sacrificio una base por medio de la cual Dios podía perdonar el pecado del hombre y otorgar vida eterna. Pero antes de considerar esto con mayor detalle, detengámonos en la grandeza de su conquista.
La vida y sacrificio de Jesús
Desde su niñez Jesús dedicó su vida al propósito de su Padre de redimir la humanidad. El estudio de las Escrituras, nuestro Antiguo Testamento, fue su ocupación constante. Con ellas y con la comunión con su Padre por medio de la oración se preparó para desempeñar el rol que los escritos sagrados le habían señalado. Cuando a la edad de treinta años, comenzó a predicar las buenas nuevas del reino de Dios, la gente vio en él a un hombre a quien ninguna crítica personal válida podía hacerse: un hombre cuyo conocimiento de las Escrituras no era igualado ni aún por los veteranos eruditos de la época. Un hombre cuyo mensaje era respaldado por señales milagrosas demostrando que estaba investido con el poder de Dios.
Ellos lo aclamaron como el largamente esperado Mesías, y por lo menos en una ocasión trataron de obligarlo a convertirse en su rey creyendo que seguidamente llegarían las bendiciones prometidas. Pero Jesús sabía que el reinado habría de esperar su segunda venida, y trató de preparar a sus oyentes para su muerte, la cual fue de la misma manera predicha por los antiguos profetas.
Durante todo este tiempo Jesús soportó la creciente hostilidad de los líderes religiosos de los judíos, hasta que la enemistad entre la simiente de la serpiente y la de la mujer, predicha mucho antes en el huerto de Edén, viniera a su final. La integridad personal de Cristo y el descubrimiento de la hipocresía de ellos hizo que sus oponentes se volvieran celosos y vengativos, por lo que su asesinato judicial pareció ser el único camino para silenciarlo. Con el conocimiento de los gobernantes de sus conciudadanos fue comparativamente fácil cambiar la opinión pública contra Jesús, y en unos pocos días la multitud que lo había aclamado a su arribo a Jerusalén, estaba pidiendo a gritos su crucifixión.
Debemos recordar que Jesús tenía el poder de evitar todo esto. El podía haberse anticipado a las acciones de los escribas y fariseos en cada momento. Como él mismo dijo en el momento de su arresto, pudo haber obtenido más de doce legiones de ángeles para su defensa. Pero tal acción habría evitado el divino plan de reconciliación humana, como el mismo lo manifestó:
«¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?» (Mateo 26:53-54)
Por medio de su estudio de las Escrituras, Jesús sabía que la serpiente heriría el calcañar de la simiente de la mujer, así que voluntariamente se sometió a su arresto y al dolor e ignominia que le sobrevinieron. El pudo haberse apartado de aquella humillación y sufrimiento, o pudo haberse defendido en su juicio haciendo inevitable su absolución. Pero, en vez de eso fue hacia la cruz por su propia voluntad, con la única compulsión del deseo inmenso de ser obediente a la voluntad de su Padre, y su indeclinable amor por sus amigos.
La crucifixión romana era una terrible tortura. Después que los sacerdotes habían presionado a Pilato para que aprobara la sentencia de muerte, Jesús fue azotado. Esto consistió en treinta y nueve golpes en la espalda desnuda con un látigo con extremos de hueso. Con su espalda herida y sangrante fue conducido por los soldados a su cuartel donde, habiendo escuchado su pretensión de ser rey, le pusieron un apretado anillo de espinos sobre su cabeza en simulación de una corona. Luego lo vistieron con traje real y se hincaban delante de él en homenaje burlesco. Era la costumbre obligar al prisionero a llevar el instrumento de su propia muerte, por lo que la cruz fue colocada sobre la lastimada espalda de Cristo y así fue conducido fuera de la ciudad para su crucifixión. En el lugar señalado la cruz fue puesta en el suelo y Jesús fue sujetado a ella con grandes clavos. Se necesita poca imaginación para darse cuenta de la agonía que debe haber sentido cuando la cruz fue rudamente levantada e introducida en el hueco en el suelo.
Por seis horas el único humano perfecto que jamás hubiera vivido colgó allí en agonía, rodeado de los triunfantes y burladores sacerdotes. Mirando la inscripción sobre su cabeza, «El Rey de los judíos», dijeron en tono de burla:
«El Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos.» (Marcos 15:32)
Los pensamientos de Jesús mientras pendía de la cruz, y los sucesos de aquel triste día fueron registrados con anterioridad en el Antiguo Testamento:
«He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; Mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte. Porque perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos; horadaron mis manos y mis pies. Contar puedo todos mis huesos; entre tanto ellos me miran y me observan. Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.» (Salmos 21:14-18)
«El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé. Me pusieron además hiel por comida y en mi sed me dieron a beber vinagre.» (Salmos 69:20-21)
Aun en semejante agonía mental y corporal el Salvador del mundo permaneció fiel a la voluntad de su Padre. Ni un reproche pasó por sus labios ni un pensamiento de enojo pasó por su mente, manteniendo así hasta el final su impecabilidad. Así cuando sintió que su fuerza se desvanecía supo que había ganado la batalla. Fue con un glorioso sentido de triunfo que gritó con voz fuerte, «Consumado es» y entonces entró en la inconsciencia de la muerte.
De este modo Jesús de Nazaret se convirtió en el Salvador del mundo. Este era el precio que debía pagarse para que Dios y el hombre pudieran reconciliarse logrando de esta manera el designio final de Dios para su creación.
¿Cómo fue efectivo el sacrificio de Cristo?
Tratando de entender por qué Jesús tenía que morir en la cruz para remover el pecado nos acercamos a los límites de nuestra capacidad mental. El plan de salvación pertenece al único que dice «Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8-9). Frente a tal superioridad debemos aceptar sin ninguna duda que la muerte de su Hijo era la única manera como se lograría el propósito de Dios. Una inquebrantable creencia en este hecho es el requerimiento esencial aun cuando la razón para el sacrificio de Cristo no sea completamente entendida.
Las Escrituras permiten echar un vistazo a las razones por las que la muerte de Cristo fue suficiente para obtener el perdón de los pecados del hombre. Aunque una vida entera de estudio no bastará para entender todos los aspectos, algunos de los principios divinos involucrados pueden ser vistos a través de un reverente análisis de la palabra de Dios.
Una explicación común de la obra de Jesús compara a la humanidad con un condenado a muerte que espera su ejecución. Un amigo llega y se ofrece como sustituto del criminal, es aceptado y muere en vez del hombre culpable. Así Dios aceptaría la muerte de Jesús en vez de la de la humanidad condenada. Pero la idea de que Cristo sufrió un castigo en vez de aquellos que lo merecían no coincide con los hechos del caso o con la enseñanza de la Biblia. La razón nos dice que si Cristo murió en vez de nosotros, entonces no debemos morir ya; sin embargo, lo hacemos. Pero la idea de sustitución es particularmente incompatible con lo que Dios ha revelado. Pablo describe la muerte de Jesús como una declaración de la justicia y rectitud de Dios; mientras que la muerte de un hombre inocente en vez de uno culpable parece ser una tergiversación grotesca de la justicia.
Así que con reverencia preguntamos ¿qué sucedió en la cruz que posibilitó el perdón de Dios para los pecados del hombre? ¿Por qué fue la posición después de la muerte de Cristo diferente de lo que fue antes de la crucifixión? Buscando en la Biblia respuestas a estas preguntas comenzamos a ver la manera en que Dios en su infinita sabiduría diseñó los medios de mantener su rectitud y su supremacía que exigía que los hombres murieran por sus pecados, pero al mismo tiempo abrió un camino por el cual los pecados podrían ser perdonados. En otras palabras, vino a ser «Dios justo y Salvador» (Isaías 45:21).
La Biblia establece un contraste entre lo que hizo Adán y lo que logró Jesús. En Edén, Adán desobedeció a Dios cuando comió el fruto prohibido. Así desafió la supremacía de Dios poniendo su propia voluntad en oposición a la voluntad de Dios. Se nos habla de un incentivo para su desafío. «Serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal.» Esta fue la tentación de la serpiente. Esta posibilidad de conseguir igualdad con Dios fue una de las inducciones a desobediencia que recibió la infeliz pareja. Tal desobediencia, conteniendo un desafío a la soberanía de Dios no podía quedar impune. Sentencia de muerte fue pronunciada como castigo por el pecado de Adán, y todos sus descendientes han muerto igualmente por cuanto todos pecaron.
Contrastemos esta situación con la situación en la cruz. Jesús se ofreció a sí mismo como un hombre que verdaderamente representaba a toda la raza caída de Adán, con idéntica tendencia al pecado, aunque nunca cedió a tal impulso. Así de manera distinta a Adán, quien hizo su propia voluntad, Jesús subordinó su voluntad a Dios completamente. De él fue profetizado en el Antiguo Testamento: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Salmos 40:6; Hebreos 10:7). Y él recapitula este aspecto de su misión cuando dice que vino «no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Juan 6:38). Así que Jesús, a diferencia del desobediente Adán, fue completamente obediente a Dios: «Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia» (Hebreos 5:8).
Existe otro contraste entre Adán y Cristo. Adán trató de igualarse a Dios comiendo del fruto del árbol prohibido. Jesús, aunque verdadero Hijo de Dios no trató de hacerlo. Pablo nos dice que él «No estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse… haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:6-8).
Además, en Edén Dios castigó a Adán justamente con la muerte. En contraste, Jesús voluntariamente sacrificó su vida, y por este acto deliberado reconoció que Dios tiene el derecho de mantener la pena de muerte por el pecado.
Así que en lo que Adán falló, Jesús tuvo éxito.
¿Qué logró esto? La vindicación de la posición de Dios. Lo declaró justo. Esta es la explicación que dio Pablo y que ahora debemos examinar.
La justicia de Dios
Comentando sobre el esquema de redención de Dios, Pablo dice en uno de los más definidos pasajes sobre la muerte de Cristo:
«Pero ahora… se ha manifestado la justicia de Dios… por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él… por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús a quien Dios puso como propiciación [cubierta sobre el pecado] por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia a causa de haber pasado por alto… los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.» (Romanos 3:21-26)
Varios puntos se extraen de un cuidadoso examen de estas palabras. Primero notamos que cuatro veces en este pasaje el sacrificio de Jesús es considerado como una declaración de la justicia de Dios. Luego leemos que el resultado de esta declaración es el perdón de los pecados. Se nos dice también que este perdón y justificación está disponible para los que creen en Jesús y tienen fe en lo que su sangre derramada ha logrado.
Aquí tenemos las pistas para el entendimiento de lo que logró el sacrificio de Cristo. En cuanto la justicia de Dios ha sido demostrada, entonces el perdón puede ser accesible para los que creen en Jesús.
¿Por qué fue la crucifixión una declaración de la justicia de Dios? Veámoslo de este modo. Jesús fue un descendiente mortal de Adán, y en todo sentido un verdadero representante de la raza, aunque sin pecado. ¿Fue correcto que alguien como él muriera? ¿Estaba siendo justo Dios en requerir su muerte? Por medio de su ofrenda voluntaria Jesús declaró que así era. El diría en efecto, «Dios actuó correctamente al castigar a Adán. Esta es la forma como la naturaleza humana condenada debe ser tratada.»
Con la supremacía y la justicia de Dios ahora reconocidas la situación del Edén ahora ha sido revertida. Sobre esta nueva base Dios ofrece perdón, no a todos, sino a quienes se identifican con ese sacrificio. Esto requerirá mayor elaboración posterior, pero baste decir hasta aquí que todos aquellos que creen en Jesús serán convertidos en justos tal como Dios es justo:
«Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.» (2 Corintios 5:20-21)
Así que el humano injusto y pecador será considerado justo por Dios si cree en Jesús, con todo lo que el creer envuelve. Así el castigo en el Edén fue revertido.
Levantado de nuevo para nuestra justificación
Debemos considerar otro aspecto que resulta del Cristo sin pecado. Puesto que la muerte es el castigo por el pecado, y Jesús jamás pecó, leemos que «Dios [lo] levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella» (Hechos 2:24). En la sentencia a la serpiente se predijo que la simiente de la mujer, en el proceso de aniquilar el pecado, sufriría una herida temporal. Así la muerte de Cristo resultó ser sólo temporal. Dios lo levantó de entre los muertos.
La resurrección de Jesús es un aspecto esencial de la redención que él consiguió. Por su resurrección los beneficios de su sacrificio están disponibles para los creyentes. Hablando de la justicia disponible a través de Jesús, Pablo dice que será imputada a todos
«los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación.» (Romanos 4:24-25)
Por consiguiente la resurrección de Cristo es esencial para la salvación del creyente:
«Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados.» (1 Corintios 15:17)
Con el cuadro completo del propósito de Dios para la tierra en nuestras mentes podemos ver la verdad de estas palabras. El plan de Dios no podía completarse sin la resurrección de Jesús. El Jesús ahora levantado tiene el rol esencial de ser nuestro mediador en el cielo (Romanos 8:34; 1 Timoteo 2:5; Hebreos 4:14-15), y Dios por su causa perdona los pecados del creyente. También la vida eterna que se hizo posible por el sacrificio de Cristo será dada a su regreso a la tierra. Un Jesús que hubiera permanecido en la tumba no podría ser mediador y redentor.
El resultado de este sacrificio amoroso de Jesús será el establecimiento de un completo compañerismo entre el hombre y su Creador cuando el reino de Dios se establezca finalmente en la tierra. La muerte desaparecerá completamente al fin y será removida la barrera que separa a los hombres de Dios. ¡Cómo compartimos las acciones de gracia, alabanzas, y adoración que son debidas al único que por su muerte hizo todo posible y quien, excepto Dios mismo, ha venido a ser la más grande persona en todo el universo!:
«El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza… porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación.» (Apocalipsis 5:12,9)
La gracia de Dios
En estos días cuando los «derechos» del hombre son objeto de múltiples comentarios y argumentos, es valioso notar que en lo que se refiere a su salvación el hombre no tiene «derechos» de ninguna clase. Si Dios hubiera escogido no salvar al hombre nadie habría podido presentar una objeción válida. Pero incrustada en toda la enseñanza bíblica acerca de la salvación del hombre se encuentra el hecho de la gracia de Dios hacia el hombre caído. La gracia es favor inmerecido, y Dios ha demostrado esto en abundante medida «en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:8). Todo su plan es una evidencia de su amor hacia la raza caída que es completamente incapaz de ayudarse a sí misma. ¡Cuan agradecidamente los escritores del Nuevo Testamento reconocen esto! Hablando de Jesús dice Pablo:
«En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia.» (Efesios 1:7)
«Así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro.» (Romanos 5:21)
En realidad, ningún hombre o mujer ganará jamás el reino de Dios por sus propios esfuerzos. Pablo de nuevo nos recuerda de esto:
«Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús…» (1 Timoteo 1:9)
¿Perdón para todos?
Ahora preguntamos: Ya que Cristo murió y la justicia de Dios ha sido demostrada, ¿se diría que la total raza humana ha sido perdonada de sus pecados? No. Ya hemos visto que el perdón se extenderá únicamente a los que creen en Jesús y lo que su muerte conquistó. Muchos otros pasajes enseñan esto. Jesús dijo que su Padre
«…ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna.» (Juan 3:16)
O como el Salvador de nuevo dijo:
«El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.» (Juan 11:25)
Es necesario que el pecador reconozca su estado pecaminoso, vuelva sus ojos a Jesús muriendo en la cruz y en efecto diga: «Yo creo sinceramente que tú hiciste esto por mí, y que a través de tu sacrificio amoroso todos mis pecados pueden ser perdonados y yo puedo reconciliarme con Dios». Habiéndose convertido en un creyente, debe haber una pública confesión de esa fe en Jesús, tal como su declaración fue pública en la cruz. Pablo dice de nuevo:
«Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.» (Romanos 10:9)
Este tópico de la respuesta del creyente a la vida y obra de Jesús es tan vital que merece un capítulo por separado. Pero antes de abandonar el capítulo actual permítanme resumir la enseñanza de la Biblia sobre el pecado y su remoción.
Resumen
En este capítulo hemos visto que el pecado es primeramente una tendencia intrínseca del hombre que lo impide vivir de manera aceptable a Dios. En segundo lugar, describe el acto de aquellos que conocen la voluntad de Dios pero quebrantan sus mandamientos. El efecto del pecado es la separación de Dios, la experiencia del mal y el sufrimiento y finalmente la muerte.
Del Antiguo Testamento, el cual tiene el respaldo de los escritores del Nuevo Testamento, aprendimos que el pecado y la muerte entraron a causa de la desobediencia de nuestros primeros padres. Pero al mismo tiempo que sentenciaba a Adán y Eva, Dios prometía la venida de un descendiente de Eva quien destruiría el poder del pecado.
Jesús fue este prometido Salvador, y por su vida perfecta y sacrificio amoroso en la cruz hizo posible que Dios perdonara los pecados del hombre dándole así inmortalidad en el reino de Dios, cuando la brecha creada en el Edén será finalmente cerrada.
Este perdón es ofrecido a los que primero creen en la obra de Jesús y luego se asocian con él en el camino que Dios ha prescrito.
Más que todo, nuestro estudio en este capítulo tiene una aplicación personal. Cada uno de nosotros necesita el perdón de pecados y liberación de la muerte. También hemos visto cómo Jesucristo puede convertirse en Redentor suyo y mío.
¿Cómo responderemos?