Una Biblia
Cuando los reformadores protestantes se opusieron a la iglesia romana y posteriormente se separaron de ella, el grito de combate de la nueva religión fue «la Biblia, toda la Biblia, y nada más que la Biblia.» La razón fundamental de ese grito fue la teoría de que si la gente pudiera leer la Biblia por sí misma en su propia lengua, descubriría la verdad acerca de Dios y Su propósito, abandonaría sus errores antiguos y consecuentemente estaría unida por una fe común.
Desgraciadamente para el protestantismo, la teoría no surtió efecto. En vez de producir la unidad que esperaban sus fundadores, produjo en el transcurso del tiempo una diversidad de opiniones y un número creciente de comunidades religiosas compitiendo entre sí. Todas éstas afirmaban que de una u otra manera se basaban en la Biblia, creándose así el caos religioso que existe en la cristiandad actual. Una de las razones del moderno movimiento ecuménico es el reconocimiento de que la existencia de tantas iglesias es un reproche al mismo cristianismo. Esa misma libertad que fue un rasgo vital del protestantismo ha sido la causa de su fragmentación. Las iglesias protestantes supuestamente centradas alrededor de una misma Biblia han multiplicado sus diferencias en el transcurso del tiempo. Entonces, ¿estaba equivocada la teoría de que las enseñanzas de la Biblia son suficientes en sí y comprensibles a los hombres de juicio y buena voluntad? El hecho de que los resultados no alcanzaron la meta deseada no quiere decir que la teoría es falsa. Como se mostrará más adelante, hubo otros factores que limitaron y echaron a perder el efecto unificador de la verdad religiosa. Las afirmaciones de la Biblia acerca de sí misma aseguran que sus enseñanzas son completas y suficientes. Proclama que Dios habló a los hombres durante mucho tiempo por sus santos profetas y que ahora en nuestro tiempo les ha hablado por su propio Hijo Jesucristo. Lo que hablaron los profetas y el Hijo lo encontramos impreso en las páginas de la Biblia. Si hacemos a un lado la Biblia, dejamos de oír la voz de Dios. Algunas personas sostienen haber recibido visiones y revelaciones especiales aparte de la Biblia, pero para la gran mayoría no hay señales del cielo. La voz del cielo se oye únicamente en la Palabra de Dios impresa en las páginas de la Biblia.
Consideremos el testimonio de la Biblia acerca de su total suficiencia. Nuestro Señor con frecuencia reprochó a la gente de su tiempo, pero nunca por leer las Escrituras. Más bien les reprochó por no vivir de acuerdo a ellas. El dijo:
«Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida.» (Juan 5:39, 40)
A los saduceos dijo referente a la actitud de ellos con respecto a la resurrección: «Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios» (Mateo 22:29), y agregó:
«Pero respecto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.» (Mateo 22: 31, 32; Exodo 3:6)
Jesús dijo que las palabras escritas en Exodo capítulo 3 eran un mensaje de Dios para su misma generación, y advirtió a los saduceos que por hacer a un lado las Escrituras, se estaban extraviando.
El apóstol Pablo tenía un compañero llamado Timoteo, hijo de una judía de Listra. Escribió dos de sus cartas a ese joven, y en una de ellas empleó las siguientes palabras:
«…desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús.» (2 Timoteo 3:15)
En esta carta leemos también cómo Timoteo recibió de su madre Eunice y de su abuela Loida su precoz conocimiento de las Escrituras. En Hechos 17 se relata cómo Pablo y Silas predicaron el evangelio a los judíos de Berea, quienes recibieron la palabra con buena voluntad, pero comprobando la verdad de lo que Pablo y Silas decían:
«…pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así.» (Hechos 17:11)
Ellos tenían las Escrituras y las usaban para poner a prueba la verdad de todo lo que oían. Pablo no los reprendió por hacer esto, sino que los alabó por su celo por la palabra de Dios. A los creyentes en Tesalónica les escribió:
«Examinadlo todo; retened lo bueno.» (1 Tesalonicenses 5:21)
Las anteriores citas confirman que las Escrituras enseñan la verdad acerca de Dios, la cual es necesaria para la salvación, y sostienen que cualquier persona tiene el derecho y el deber de leer la Biblia por sí misma.
Es cierto que el apóstol Pedro advierte a los creyentes contra los que tuercen las Escrituras y les dan un significado particular (2 Pedro 3:16), pero él nunca se opone a la lectura de las mismas. En 1 Pedro 2:2, los exhorta, diciendo:
«…desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación.»
El conocimiento de Dios y el crecimiento espiritual de los creyentes depende de una cuidadosa lectura de la palabra divina, y no hay ninguna sugerencia de que haciendo esto, ellos están expuestos al peligro o alejados de la fe. Al contrario, la idea esencial de estos pasajes es que las Escrituras pueden enseñar a los hombres la verdad acerca de la salvación, y que esa verdad es comprensible para cualquier persona. Así que según la Biblia, la teoría de los reformadores era correcta; pero algo falló.
Muchas iglesias
La intención de la Biblia no es ocultar ni causar confusión, sino revelar la verdad y establecer la unidad. Siendo esto así, ¿cómo se ha producido el caos religioso actual? Este triste resultado se debe principalmente a dos factores. Primero, para entender la Biblia es necesario acercarse a ella con una mente abierta, dispuesta a ser instruida y a someterse a sus enseñanzas. El problema ha sido que muchas personas han llegado a la Biblia con ideas preconcebidas, buscando en sus páginas apoyo para doctrinas ya formuladas en otras fuentes. La gente ha tenido la tendencia de concebir a Dios de acuerdo a su propio criterio, creando así un Dios según lo que ellos desearían que fuera, en lugar del Dios que la Biblia revela. Llegan a la Biblia buscando al Dios de su propio invento y una manera de vivir que les convenga, y con frecuencia suponen que la Biblia les respalda. Llegan a esta conclusión por medio de una lectura superficial, una selección caprichosa de las partes de la Biblia que apoyan sus ideas, y el rechazo de aquellas partes que no las apoyan. Además, basan sus doctrinas en textos aislados sin tomar en cuenta la enseñanza total de las Escrituras. A menudo las doctrinas son aisladas las unas de las otras de manera que nunca se examina a fondo el resultado lógico de sus enseñanzas. Por ello las discrepancias y contradicciones no se echan de ver. En segundo lugar, algunas iglesias han dado un énfasis especial a ciertas doctrinas particulares, descuidando otras enseñanzas importantes. El resultado ha sido una perspectiva desequilibrada y confusa de la verdad de la Biblia, que a su vez conduce a conclusiones falsas y a un concepto equivocado de la salvación.
Esto es lo que sucedió en las iglesias reformadas. Aunque estuvieron unidas por ciertas doctrinas fundamentales, al cabo de poco tiempo fuertes desacuerdos sobre otras doctrinas las dividieron. Algunos reformadores rechazaron libros enteros de la Biblia porque no favorecían sus doctrinas predilectas, o trataron de disminuir la autoridad de los libros que no concordaban con sus artículos de fe. Cuando la Biblia no les respaldó, se apoyaron de nuevo en la tradición católica romana. Así, aun en presencia de la palabra de Dios, se abrió la puerta al razonamiento independiente, alejado de las Escrituras. Plummer en su libro Reforma Continental, página 189, describe la situación así: «A grandes rasgos la verdad no es que las enseñanzas de los reformadores hayan hecho a los hombres peores, sino que no han podido hacerlos mejores, y es aquí donde desaparece la semejanza entre el evangelio original y la Reforma.»
El resultado es que en el mundo religioso de hoy es imposible conseguir una explicación clara y unánime sobre temas como el reino de Dios, la autoridad e inspiración de las Escrituras, la segunda venida de Jesucristo, la importancia del bautismo, la naturaleza de la iglesia, el significado de la Cena del Señor, la naturaleza del hombre, la resurrección de Jesucristo y la vida después de la muerte. Las iglesias que durante muchos años han enseñado la doctrina de la inmortalidad del alma, ahora encuentran que algunos de sus teólogos principales están diciendo que esta doctrina no es bíblica sino pagana, que no viene de Dios sino de Platón, y que la vida eterna no se conseguirá con la partida del alma al cielo después de la muerte sino por la resurrección del cuerpo en la segunda venida de Jesucristo. Esto es lo que dice la Biblia sobre la naturaleza del hombre, pero sólo unas pocas personas lo creen. La Biblia dice categórica y enfáticamente que el hombre es mortal. Sin embargo, en el mundo religioso hay incertidumbre y duda con respecto a esta doctrina fundamental, de la cual depende la interpretación correcta de muchas otras enseñanzas. Con sólo este ejemplo, se demuestra la confusión y diversidad de ideas que enfrenta la persona que busca la verdad religiosa, lo que con frecuencia la lleva al desaliento y a la desesperación, o a una indiferencia que termina en apatía o incredulidad. A veces esa diferencia se expresa en la creencia de que no importa a qué iglesia se asiste o qué se cree, porque con tantas iglesias, una es tan buena como la otra.
¿Tiene importancia?
Como primer paso, apliquemos la prueba del sentido común. Imaginemos un paciente en un hospital esperando la cirugía cuando se le dice que el cirujano que está a punto de operarlo opina que los principios de la cirugía no tienen importancia, que lo importante para él es conseguir los instrumentos y proceder con el trabajo. Está claro que el paciente habrá desaparecido antes que el cirujano se ponga su bata. También imaginemos a alguien preparándose para viajar por avión a otro país. Mientras está esperando en el aeropuerto, se entera de que el piloto opina que los principios de la navegación aérea no tienen importancia; que lo único que tiene importancia es mantener el avión en el aire y confiar en su sentido de la dirección. Es casi seguro que el pasajero viajará en autobús.
Estos ejemplos son, por supuesto, hipotéticos y exagerados. Ningún cirujano operaría sin tener un conocimiento preciso de la cirugía, y ningún piloto volaría sin saber muy bien los principios de la navegación. Hacer lo contrario sería absurdo y muy peligroso porque se pondría en peligro la vida de alguien. Sin embargo, cuando se trata de la religión, es decir, de nuestra relación con Dios, lo que está claramente peligroso y equivocado en el caso de la cirugía o de la navegación, se acepta muchas veces como normal y razonable. Muchas personas opinan que no importa lo que se cree acerca de Dios si se lleva una vida respetable. ¿Es esto razonable? ¿Es probable que el Dios que hizo el mundo y que lo sostiene día tras día por leyes que son invariables y absolutas, sea indiferente a la manera en que los hombres se relacionan con El, con Su palabra y con Su mundo? ¿No sería más razonable suponer que el Dios que hizo el mundo con tanta atención y precisión estuviera interesado en lo que piensan los hombres acerca de El y cómo consideran Su palabra? En esto, Dios no ha dejado a los hombres escoger. El les ha hablado a través de la Biblia, la cual es Su palabra, y les ha revelado lo que tienen que hacer para acercarse a El, ser aceptos, y recibir la salvación.
Así que al reflexionar sobre el asunto, encontramos que es tan peligroso e insensato descuidar los principios de la verdadera religión como descuidar los principios de la cirugía o de la navegación. La única diferencia es que en el caso de la religión, las consecuencias del descuido no son tan obvias al principio, aunque al final son más permanentes e irrevocables. Tanto en el caso de la religión como en los demás casos, la vida de alguien está en juego.
La libertad de culto es una bendición cuando significa libertad para adorar a Dios sin interferencia, pero es algo menos que una bendición si contagia a los hombres con una especie de ceguera religiosa que les despoja de la capacidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso. En épocas anteriores, cuando los hombres tenían convicciones fuertes, estaban dispuestos a hablar con denuedo sobre lo que creían correcto o equivocado; pero hoy en día, en nuestra época de tolerancia y de concesión, la controversia religiosa es considerada anticuada, casi vergonzosa. Se encuentran cada vez menos personas con convicciones firmes; la palabra clave es la moderación, y cualquier posición que pueda avivar el fuego de la controversia es condenada. Algunos prefieren no llegar a conclusiones definitivas acerca de nada. Están dispuestos a discutir y considerar, pero no a decidir. Piensan que algunas religiones pueden ser mejores que otras, pero que todas las religiones son buenas. Recomiendan que uno escoja la que más le convenga y que saque a relucir sus mejores cualidades, sin perjudicar a otros.
Este punto de vista tiene la apariencia de moderación y sensatez, pero contradice la enseñanza de la Biblia. La verdadera religión, la cual es revelada en la Biblia, es fundamentalmente intolerante; el mero hecho de que existe una religión verdadera significa que todo lo que se opone a ella y la contradice tiene que ser falso. Esta opinión desagrada a muchos, pero la persona sincera la encontrará lógica. Algunos pensarán que es un punto de vista dogmático y fanático, y que lo único que importa es la sinceridad. Empero, si bien es cierto que la sinceridad es muy importante, también es evidente que una persona puede estar sinceramente equivocada.
Con respecto a la manera de acercarse a Dios, la Biblia emplea palabras imperativas y categóricas. Se encuentra un ejemplo en Hebreos 11:6: «Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.» Observe las palabras «imposible» y «necesario.» El escritor no dice que es preferible acercarse a Dios con fe o que es difícil acercarse a El sin fe, sino que es imposible agradar a Dios sin fe y que es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay. Estas palabras no admiten un término medio. El que desea acercarse a Dios tiene que creer, y de nada le sirve acercarse sin fe. Esto puede provocar la pregunta: ¿Por qué no me acepta Dios como soy? La Biblia revela que Dios no está dispuesto a aceptar a nadie por su bondad natural. Esto es inaceptable y sería injusto. Algunos han nacido en circunstancias adversas y viven en condiciones degradantes, de modo que les es difícil mantener una buena conducta. Otros han nacido en circunstancias favorables y viven en un ambiente agradable, de modo que les es más fácil ser buenos. Dios no acepta a los hombres sobre esta base injusta.
Ante los ojos de Dios todos los hombres somos pecadores y nuestra propia bondad es insuficiente para justificarnos en Su presencia. Sólo hay una norma de rectitud, santidad y justicia, y esa norma es la que Dios ha establecido. El no comprometerá esa norma para acomodarla a la inconstancia de los hombres. El pecado no es menos pecaminoso hoy día que en los días de Noé o de Eva. Dios no ha cambiado de un Dios que odia el pecado a un Dios que meramente lo tolera. La bondad humana tiene poco valor comparada con la norma divina de justicia. De nada sirve acercarnos a Dios pretendiendo que somos mejores que la mayoría de las personas y mucho mejores que algunas. Podemos llegar a El con una lista de buenas obras que testifica que somos gente decente, que pagamos nuestras deudas y que no perjudicamos a nuestro prójimo. En lo que a buena reputación se refiere, estas cosas pueden ser importantes, pero en cuanto a la salvación son insignificantes. No es nuestra pobre rectitud personal la que nos dará acceso a la gracia de Dios. La Biblia nos enseña que tenemos que repudiar nuestra pobre moralidad, confesando que no podemos alcanzar la justicia de Dios. A esta actitud se le llama arrepentimiento.
Ya que los hombres no pueden ser aceptados sobre la base de su propia bondad, porque sería inadecuado e injusto, Dios los acepta por su fe. La fe que manifestamos hacia Su palabra, Dios la cuenta como rectitud. Esta es la gran doctrina de la justificación por la fe, la cual explica por qué es imposible acercarse a Dios sin fe y por qué los que pretenden acercarse a El tienen que creer. Para demostrar cómo opera este gran principio, el apóstol Pablo cita el caso del hombre Abraham y lo explica en su carta a los romanos, capítulo 4. Abraham recibió de Dios ciertas promesas, el cumplimiento de las cuales parecía humanamente imposible en el momento en que fueron dadas. Pero Abraham tuvo fe en las promesas de Dios a pesar de las apariencias adversas; su fe le fue contada por justicia y así llegó a ser amigo de Dios. Pablo explica en Romanos 4:20-25 que Abraham
«Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le fue contada por justicia. Y no solamente con respecto a él se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación.»
Pablo insiste en que los principios que operaron en el caso de Abraham se aplican a todos los hombres que llegan a Dios para salvación.
El elemento imprescindible en el proceso de la salvación es la fe en la palabra de Dios. Esta fe es la base de la religión verdadera, y con ella se comienza una vida nueva. El apóstol Pedro dice: «…siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (1 Pedro 1:23). Por eso tantos pasajes en el Nuevo Testamento recalcan la necesidad de tener fe, es decir, de creer:
«A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.» (Juan 1:11, 12)
«Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay….» (Hebreos 11:6)
«Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado será salvo….» (Marcos 16:15, 16)
Debe ser evidente que según la Biblia, los que dicen que no tiene importancia lo que una iglesia cree y enseña, son tan insensatos como el cirujano y el piloto que dicen que no importan los principios de la cirugía o de la navegación.
¿Fe o superstición?
Puesto que la fe es tan importante, está claro que la fe que Dios exige no puede significar creer en algo que es falso o inventado por el hombre mismo. La fe que Dios requiere es la fe en la verdad; porque creer en lo falso no es fe sino superstición. La Biblia dice acerca del hombre que «cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Proverbios 23:7). Es decir, el comportamiento de un hombre está condicionado y regulado por lo que él cree, de manera que una creencia falsa puede dar por resultado una vida falsa. Los escritores del Nuevo Testamento entendían esto y exhortaban constantemente a los creyentes que mantuvieran la fe. Consideremos las palabras fuertes que empleó el apóstol Pablo sobre este mismo tema en su carta a las iglesias en Galacia:
«Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema.» (Gálatas 1:8, 9)
Con estas frases tajantes, Pablo condena dos veces a los que predican falsas enseñanzas. Esto es un ejemplo de la intolerancia bíblica antes mencionada, la cual es muy diferente de la tolerancia moderna para con ideas religiosas que son a veces totalmente disímiles y hasta antagónicas. Pablo insistía que el evangelio que él predicaba era verdadero y que cualquier otra enseñanza que lo contradijera era falsa. Afirmó que existía una sola y bien definida verdad acerca de Dios y Su propósito y que los que se desviaban de ella estaban en peligro. Hoy en día se dice con frecuencia que la fe cristiana no se puede definir con proposiciones lógicas y términos claros. Se supone que es demasiado personal y mística para eso. Este punto de vista es el que anima a tantas personas a decir que no importa lo que se cree ni a qué iglesia se asiste. Sin embargo, examinada a la luz de las enseñanzas del Nuevo Testamento, la iglesia se llama «columna y baluarte de la verdad» (1 Timoteo 3:15), y es el sagrado deber de cada creyente asegurarse que su fe y su iglesia están edificadas sobre esa base verdadera que es revelada en la Biblia.
Cuando Jesús hablaba a la mujer junto al pozo de Sicar (Juan capítulo 4), la conversación giró en torno a la cuestión de la religión verdadera, acerca de la cual Jesús dijo unas palabras muy significativas en el versículo 23: «Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.» Según Jesús, la verdadera religión está basada en la verdad y debe ser una religión del espíritu. Ya se ha hablado de la necesidad obvia de la verdad. Cuando Jesús dijo que la verdadera religión era del espíritu, estaba enseñando que no consiste meramente en una ostentación superficial y una ceremonia externa, ni tampoco solamente en la ejecución de ciertos actos de alabanza y sumisión, sino que es una condición interior, una adoración en el espíritu. Esto recalca la importancia de vivir conforme al camino que Dios nos ha trazado. Es posible alabar a Dios con nuestros labios pero deshonrarlo con nuestra manera de vivir. Podemos cantar himnos de sumisión e inclinar nuestras cabezas con humildad, siendo internamente rebeldes y orgullosos. La religión de la iglesia, capilla o templo no tiene mérito si no está de acuerdo con la voluntad que Dios expresa en Su palabra y si no se manifiesta en una vida de obediencia y santidad. Manifestamos la verdad de nuestra religión por la obediencia que practicamos en nuestro diario vivir. Necesitamos buscar humildemente la verdad contenida en la palabra de Dios y reflejar esa verdad en nuestra manera de vivir. Esta es la adoración en espíritu y en verdad.
Abraham fue justificado por Dios porque a pesar de que era de edad avanzada y su esposa estéril, él creyó que Dios le daría un hijo conforme a las promesas (Génesis 15:1-6). El factor importante es que las promesas eran reales y que Dios las había hecho. Nosotros también debemos creer las promesas de Dios, pero es necesario asegurarnos que las promesas en que confiamos han sido hechas en realidad por Dios. Hay quienes confían en promesas que ellos mismos han inventado pero que nunca fueron dichas por Dios. Se han creado ideas que Dios nunca expresó, y se le han atribuido palabras que El nunca habló. Creer en promesas verdaderas es fe, pero confiar en promesas fabricadas es ingenuidad.
Una cuestión de vida o muerte
Esta no es simplemente una cuestión académica que interesa solamente a los teólogos y a las personas que gustan de discutir acerca de la religión. Es más bien una cuestión de vida o muerte para todos aquellos que buscan la salvación. La importancia de descubrir la verdad se manifiesta en los principios eternos revelados en la Biblia, porque los principios que rigen nuestra manera de acercarnos a Dios son perpetuos y no cambian.
En Levítico capítulo 10 encontramos la historia de dos hombres que murieron trágicamente por haber pasado por alto estos principios. Nadab y Abiú eran sacerdotes del Señor en el tiempo de Moisés y sus funciones eran reguladas por los mandamientos de Dios en cuanto a Su culto. El relato dice:
«Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario, y pusieron en ellos fuego, sobre el cual pusieron incienso, y ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó. Y salió fuego de delante de Jehová, y los quemó, y murieron delante de Jehová. Entonces dijo Moisés a Aarón: Esto es lo que habló Jehová, diciendo: En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado.» (Levítico 10:1-3)
Era correcto que estos sacerdotes ofrecieran incienso delante del Señor, pero la manera de hacerlo había sido cuidadosamente prescrita por Dios. De acuerdo al relato, parece que estos dos hombres hicieron caso omiso de los mandatos de Dios, ofreciendo fuego no consagrado que habían obtenido de otra fuente distinta al altar del Señor. Su acción se debió tal vez al descuido, indiferencia o pura rebeldía, pero de todos modos Dios rechazó su adoración porque era falsa. La ofrenda de incienso en sí fue correcta, pero Dios no la aceptó porque la hicieron de una manera que El no había mandado. Algunas personas dirán que las acciones equivocadas deben ser perdonadas si el propósito es correcto, que los medios dudosos son ennoblecidos si el fin es bueno. Pero esta idea es obviamente errónea cuando de adorar a Dios se trata. La historia de Nadab y Abiú invalida y condena la teoría de que el fin justifica los medios, y demuestra que Dios no es indiferente a la forma que inventan los hombres para adorarlo.
Claro está, podemos reclamar el derecho de complacernos a nosotros mismos, pero puede ser que no complazcamos a Dios. La Biblia nos enseña repetidas veces que la verdad no se promueve por medios falsos y que tampoco se apoya sobre bases corruptas. No podemos adorar a Dios desobedeciendo sus mandamientos. Es muy cierto que estamos libres de los mandamientos que regulaban el sacerdocio judío, pero a nosotros se nos han dado otros mandamientos tan reales y obligatorios como aquellos, para podernos acercar a Dios y adorarlo de la manera debida. No podemos glorificar a Dios siendo indiferentes a Su voluntad, como tampoco lo pudieron Nadab y Abiú.
Tanto ahora como antes, es inútil acercarnos a Dios con fuego extraño. Dios no ha cambiado ni en naturaleza ni en propósito. Los que pretenden llegar a Su presencia para adorarlo, deben haberse preocupado por descubrir Su voluntad y necesitan tener el ferviente deseo de hacerla. El principio antiguo que Moisés repitió a Aarón todavía es verdad: «En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado.» No podemos glorificar a Dios sin obedecerlo. Si una iglesia conduce a los hombres a creer que la palabra de Dios no es digna de confianza, o que se puede hacer caso omiso de Sus mandamientos, o que es optativo creer ciertas doctrinas fundamentales, esta iglesia tiene que ser falsa porque en resumidas cuentas enseña a las personas a desobedecer la palabra de Dios. De nada nos servirá alegar que fuimos engañados por otras personas. Esta excusa no será válida ante el tribunal supremo de los cielos. Jesús dijo: «Si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mateo 15:14). De nada nos servirá insistir en que hombres inteligentes y estudiosos nos han enseñado lo que hemos de creer y hacer. Lo importante no es la erudición sino la verdad medida por la palabra de Dios. Por buena que parezca, la religión fabricada por el hombre no puede sustituir a la de Dios. Esto es lo que Jesús aclaró cuando citó las palabras de un profeta hebreo de antaño y recalcó su significado para prevenirnos contra la religión fabricada por el hombre: «Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres» (Mateo 15:9). Esta posición es muy distinta de la enseñanza religiosa popular de hoy. Hay profesores eminentes en la cristiandad actual que niegan la enseñanza de la Biblia acerca de Dios y Su propósito, que rechazan la realidad de la resurrección de Jesucristo, que infunden duda sobre la autoridad de la palabra de Dios y modifican Sus mandamientos. La moraleja de todo esto es que no debemos dejarnos impresionar por las credenciales de tales hombres. Cuando la erudición respeta la autoridad de la palabra de Dios y nos ayuda a entenderla mejor, debemos estar agradecidos por ella; pero la Biblia nunca sugiere que el conocimiento divino se alcanza por medio del ingenio humano. Nos dice al contrario que la verdad es descubierta por los que son humildes y contritos de espíritu.
Conclusión
Algunas personas han respondido a la exhortación de examinar de manera penetrante su religión y medirla por la palabra de Dios, y han quedado sorprendidos al descubrir que lo que habían creído toda su vida era falso. El escritor de este folleto confiesa que ésta fue su experiencia. Tal procedimiento le reveló la falsedad de la doctrina de la inmortalidad del alma y su destino después de la muerte, y sacó a luz en su lugar el significado verdadero y vital de la resurrección como medio de alcanzar la vida eterna cuando Jesucristo regrese a la tierra para reinar sobre ella. Le liberó de doctrinas de demonios, diablos y espíritus incorpóreos. Le hizo comprender que el reino de Dios es un verdadero reino que se establecerá sobre la tierra en lugar de los gobiernos actuales, que están decayendo. Le descubrió la perspectiva de la vida eterna, una vida limpia de pecado y libre de incapacidad física, una vida inmortal y maravillosa que se vivirá con Cristo en el reino de Dios. Le reveló también que no había cumplido uno de los más solemnes mandatos del Señor: ser bautizado. Al entender la doctrina bíblica del bautismo, le quedó claro que el bautismo por aspersión de niños pequeños no concordaba con la enseñanza y práctica de la Escritura. La palabra de Dios le aclaró que el bautismo es un acto de obediencia que resulta de la creencia y la fe; que es una sepultura voluntaria en agua como señal de haber muerto a la vida antigua, seguida de una resurrección del agua a una nueva vida de fe y obediencia. De esta manera la palabra de Dios da iluminación a la mente, arrepentimiento al corazón, y por último, vigor a la voluntad.
En los primeros días de la iglesia, los apóstoles y discípulos soportaron grandes privaciones y mucho sufrimiento para predicar un sistema particular de verdad y una manera particular de vivir. Algunos de ellos fueron apedreados, azotados, expuestos al hambre y a toda clase de peligros; perseguidos, acosados y finalmente martirizados. Soportaron todo esto porque estaban convencidos de que lo que tenían que decir era vital. En las palabras de Pedro: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5:29). Si no importa qué creemos o con quiénes adoramos, entonces ellos se equivocaron cuando se empecinaron en predicar la verdad a toda costa. Si hubieran aceptado suavizar el desafío del evangelio, sin duda habrían evitado la enemistad de los gobernantes, quienes habrían recibido con beneplácito un evangelio cómodo que solamente pidiese respetabilidad. La posición intransigente de los apóstoles, fundada sobre la palabra no adulterada de Dios y la verdad pura, es un perpetuo desafío a esta generación y a cualquier otra que encuentre más atractiva la indiferencia que la convicción.
Una Biblia – muchas iglesias. ¿Tiene importancia cuál escogemos? A la larga, nuestra respuesta dependerá de lo que buscamos. Si solamente buscamos la amistad y la satisfacción de asistir a una iglesia, entonces la respuesta es No; probablemente no importa. Pero si buscamos la vida eterna y una forma de adoración aprobada por Dios, la respuesta es Sí. Correctamente entendida, esta pregunta es de vital importancia, porque de ella depende nuestra vida misma.
~ G. D. Gillet