El motivo del llamado

Usted tiene ricas tradiciones, lector católico. Su iglesia tiene una larga historia y se jacta de que el apóstol Pedro fue su primer papa. Sólo una o dos de las iglesias muy antiguas pueden rivalizar con ella en lo que a prioridad histórica se refiere. Y su iglesia es muy grande: en toda la cristiandad no hay otra que se le pueda comparar.

Mi comunidad y yo no tenemos tales pretensiones. Hemos existido bajo el nombre que ahora tenemos durante sólo ciento cincuenta años. No tenemos papa ni obispos (en el sentido en que Ud. entiende la palabra) y no pretendemos tener ningún vínculo histórico directo con Pedro. Y somos muy pocos. Ud. podría viajar por el mundo sin siquiera darse cuenta de que existimos, a menos que tropezara por casualidad con este folleto, o que uno de nosotros se lo regalara.

Ud. ama a su iglesia. Entre las grandes iglesias de la cristiandad es la suya la que se puede jactar de tener el mejor promedio de asistencia a los cultos; en algunos de los templos se tienen que decir las misas por turnos para acomodar a todos los que vienen a adorar el día domingo. Es posible que mi comunidad también tenga buenos antecedentes en lo que a la lealtad de los miembros se refiere, pero eso no nos confiere legitimidad delante de Ud. Entonces, ¿cómo justificamos el preferir nuestras pretensiones a las suyas?

En realidad, no es eso lo que estamos haciendo, sino que decimos: «Venimos a Ud. con la Biblia en las manos, su propia Biblia, si Ud. prefiere, y le pedimos que la lea con nosotros. Quisiéramos que nos mostrara si su sistema de fe se encuentra en ella; y a nosotros, por nuestra parte, nos gustaría mostrarle lo que creemos que la Biblia realmente enseña sobre estos asuntos. No le ofrecemos nada más que la Biblia, y le pedimos a Ud. que no presente ninguna evidencia que no se encuentre en este libro. Si Ud. encuentra que la Biblia apoya las enseñanzas de su iglesia, decidirá que nosotros estamos equivocados; pero si encuentra otra cosa, puede que se alegre de haber aceptado la invitación a investigar estos asuntos.»

Porque es posible que Ud. no conozca la Biblia muy bien, ¿no es así? Por supuesto, se alude a ella en sus cultos religiosos, y es evidente que su misal también depende de la Biblia en gran parte de lo que contiene. Por ejemplo, cuando el cura dice: «Este es mi cuerpo,» está repitiendo las palabras del Señor Jesucristo que son citadas en Mateo 26:26; pero la Biblia en su totalidad, ¿podría decir que la conoce bien, habiéndola leído y entendido por su propia cuenta?

La Iglesia Católica y la Biblia

Si Ud. no conoce bien la Biblia, no le falta compañía respetable, ya que la mayoría de los miembros de las demás iglesias tampoco la leen con regularidad. Pero también sucede que en muchas de esas iglesias ya no tratan a la Biblia con el respeto con que se solía tratar en el pasado. Hasta entre los obispos de tales iglesias, algunos no admiten que Dios haya hablado a los hombres por medio de señales milagrosas, e incluso niegan que Dios jamás haya obrado cualquier clase de milagro. Se puede ser miembro de una de esas iglesias y seguir opinando que una gran parte de lo que está escrito en la Biblia no procede de Dios.

Afortunadamente, éste no es el caso de su iglesia. La Biblia de Ud. difiere levemente de la usada en las iglesias no católicas, pero para nuestro propósito inmediato, esta diferencia no tiene importancia. El primer concilio del Vaticano proclamó en 1896 que «la Biblia se considera sagrada y canónica, no porque haya sido aprobada por la autoridad de la iglesia, sino porque fue escrita por la inspiración del Espíritu Santo, teniendo a Dios por autor, y siendo entregada como tal a la iglesia misma.»

Esta es una afirmación espléndida, ya que no solamente reconoce la autoridad de las Escrituras, sino que nos dice que ellas tienen esta autoridad porque Dios se la dio, y no porque la iglesia así lo diga. La Biblia es de por sí la Palabra de Dios, y como tal es digna de toda la atención que nosotros podamos darle. Así como Pedro lo expresa,

«Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:20,21);

o en las palabras de Pablo,

«Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia…» (2 Timoteo 3:16).

Toda la Biblia es divinamente inspirada, para instruirnos y exponer nuestros errores. Esta es una excelente razón por la que la Biblia debe ser nuestra guía, y por la que no debemos dejar que otros la lean por nosotros. Tenemos que recurrir a este libro para poder obedecer a Pedro cuando nos dice:

«Estad preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pedro 3:15-16).

Parece que la iglesia católica ya no se opone a que Ud. lea la Biblia por sí mismo. Anteriormente había restricciones que prácticamente impedían que la Biblia circulara entre los católicos en su idioma común, y con razón o no, muchos laicos católicos estaban bajo la impresión de que era prohibido leerla. Pero los prefacios de algunas de las actuales traducciones de la Biblia aprobadas por la iglesia católica indican que se obtienen «indulgencias» como recompensa por la lectura bíblica. Así que podemos sentirnos libres de examinar este libro conjuntamente para ver lo que enseña. (Es una práctica antigua de los miembros de mi comunidad leer la Biblia diariamente, de tal manera que el Antiguo Testamento es leído una vez al año, y el Nuevo Testamento dos veces en el mismo período. Tenemos un librito de tablas de lecturas bíblicas llamado El Compañero de la Biblia que nos ayuda a leer en forma sistemática. Se puede conseguir un ejemplar de este librito en cualquier iglesia cristadelfiana.)

Ahora, sucede que Ud. tiene una dificultad que no tenemos nosotros. Porque además de creer en una Biblia inspirada, Ud. también cree en una iglesia inspirada. Si su iglesia se pronuncia de manera autoritaria en asuntos de fe o moralidad, Ud. está bajo la obligación de aceptar su voz; y el primer concilio del Vaticano afirmó que cuando el papa habla ex cáthedra sobre los mismos temas, sus pronunciamientos son infalibles. En tales circunstancias, le es difícil examinar la Biblia sin preguntarse cómo la iglesia interpreta el mensaje de ella, y esto podría tener por resultado el no darle la debida importancia a la investigación de la Biblia. Sería imposible que Ud. y yo conversáramos en forma razonable si Ud. dijera: «Yo sé que la Biblia es la Palabra de Dios, pero sólo sabré su significado cuando la iglesia me la haya interpretado.» En realidad, esto no sería aceptar la autoridad de la Biblia, ¿no es verdad? Y puesto que estamos a punto de dialogar sobre si la Biblia apoya o no las enseñanzas de la iglesia católica, el preguntar a la iglesia católica cómo entender la Biblia sería dejar que la iglesia se juzgara a sí misma.

Esta no es la manera en la que la Biblia nos pide que la usemos. Es «inspirada por Dios, y útil para instruir,» como ya hemos leído. Cuando Pablo comenzó a predicar, los más nobles de sus oyentes

«recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así» (Hechos 17:11-12).

Esta actitud no podría mejorarse hoy día. Sea que hayamos sido instruidos bien o mal, el «escudriñar cada día las Escrituras» es la manera más segura de descubrir la fe verdadera y hacerla nuestra.

Entonces, con este pensamiento, consultemos la Biblia sobre algunas de las enseñanzas verdaderamente importantes de la iglesia católica para ver si las dos concuerdan.

1. El Estado de los muertos

La iglesia católica enseña que cada ser humano, desde el momento en que es concebido en adelante, tiene un alma inmortal, la cual sale del cuerpo al morir la persona. Las almas de los malos, quienes mueren en estado de pecado mortal, van al infierno para ser atormentadas perpetuamente hasta que, reunidas con el cuerpo en el último día, son consignadas a reanudar sus tormentos, los cuales no tendrán fin. Las almas de aquellos que mueren con pecados veniales sin perdonar, o con pecados perdonados por los cuales no han cumplido su pena, van a un doloroso purgatorio antes de ser admitidas en el cielo. Estas también serán unidas con sus cuerpos para bendición eterna en el último día.

Algunas de estas cosas son enseñadas también por otras iglesias, pero no es nuestro propósito comparar las iglesias sino descubrir lo que la Biblia enseña, esté de acuerdo o no con lo que otros enseñan.

La realidad es que la Biblia enseña que no tenemos un alma inmortal; que el «infierno» bíblico es generalmente el sepulcro donde los muertos duermen en el silencio; que el fuego que no se apaga es una descripción del castigo de los pecadores empedernidos en el día del juicio; y que ningún hombre va al cielo sino solamente Jesucristo. Y la Biblia no dice nada en absoluto del purgatorio.

En lo que al alma se refiere,

«Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Génesis 2:7).

El hombre entero era el «ser» o «alma» viviente, como dicen correctamente algunas de las versiones antiguas. Lo que pasará con esta alma viviente cuando muera está escrito en el mismo libro:

«Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás» (Génesis 3:19).

En cuanto al infierno, sus características se describen en las palabras de Ezequías:

«Porque el Seol no te exaltará, ni te alabará la muerte; ni los que descienden al sepulcro esperarán tu verdad. El que vive, el que vive, éste te dará alabanza, como yo hoy» (Isaías 38:18-19). Los muertos no están conscientes ni para bendición ni para maldición: «Porque en la muerte no hay memoria de ti; en el Seol ¿quién te alabará?» (Salmos 6:6).

El fuego del infierno es un concepto peculiar del Nuevo Testamento, pero está claramente asociado con el sufrimiento que experimentarán los que serán rechazados en el día del juicio, y no tiene nada que ver con un supuesto destino inmediatamente después de morir (Marcos 9:46; compare Mateo 25:31-46). Son

«muchos de los que duermen en el polvo de la tierra» los que resucitarán, «unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua» (Daniel 12:2).

El cielo es el domicilio de Dios y sus ángeles y la morada actual de nuestro Señor Jesucristo, pero en lo que concierne a los demás, se nos informa que «nadie subió al cielo,» ni aun el justo David (Juan 3:13, Hechos 2:34).

La Biblia no sabe nada en absoluto sobre el purgatorio. Es verdad que aquellas personas cuyas vidas contienen cosas desagradables a Dios serán purificadas por el fuego en el día del juicio antes de que puedan ser aceptadas, pero la doctrina del purgatorio no tiene ninguna base en las Escrituras.

Toda la estructura de la doctrina de la vida después de la muerte está basada en la idea bíblicamente insostenible de que el alma es inmortal. La verdadera enseñanza de la Biblia es sencillamente que cuando un hombre muere, duerme; y que aquellos a los cuales le plazca a Dios resucitar a juicio tendrán que despertar de su sueño antes de que se permita a los benditos entre ellos morar y reinar en la tierra con el Señor Jesús cuando venga (Apocalipsis 5:10; Mateo 5:4; 2 Tesalonicenses 1:9,10).

La doctrina católica romana acerca de la vida después de la muerte es mucho más elaborada y completa que la de la mayoría de las demás iglesias, pero lo importante es que esta doctrina no es enseñada en las Escrituras. El origen de la doctrina realmente no es relevante para la presente discusión, pero lo que hemos descubierto establece un principio importante: la gran antigüedad de su iglesia no es suficiente para justificar que haya cambiado las enseñanzas de la Biblia. Porque la Biblia es aun más antigua que la iglesia, y las enseñanzas de la Biblia, que provienen del Señor y sus apóstoles mismos, son las más antiguas de todas las enseñanzas cristianas. Este es el criterio según el cual se debe estimar la antigüedad de una iglesia.

2. El sufrimiento por los pecados y su alivio

La iglesia católica enseña que los sufrimientos del purgatorio pueden ser aliviados o acortados por medio de las indulgencias. Estas pueden ser obtenidas por las buenas obras hechas durante la vida de la persona, o por medio de intercesiones y misas por los difuntos.

Así, se puede ver en la introducción de una Biblia católica que ciertas lecturas de la misma confieren una indulgencia por un determinado número de días, o aun una «indulgencia plenaria»; y uno puede ver en algunos países efigies en las carreteras, el rezar ante las cuales tiene el mismo resultado. No es necesario hablar sobre las escandalosas «ventas de indulgencias» que tuvieron lugar en la época de la Reforma, ya que ningún miembro de su iglesia desearía defender esa práctica. Es más, hay evidencia de que la mera existencia de las indulgencias es una vergüenza para los hombres sensitivos de su iglesia, pero es difícil que una iglesia que pretende enseñar bajo la dirección divina se deshaga de la práctica sin reconocer que ha tolerado serios errores de doctrina en el pasado.

Sin embargo, no hay absolutamente nada en las Escrituras que justifique en lo más mínimo la práctica de las indulgencias. Cada uno tiene que dar cuenta de su propia vida ante Dios (Romanos 2:4-16), y aunque las oraciones de nuestros amigos creyentes bien pueden ayudarnos mientras vivimos (1 Juan 5:14-16), «está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio» (Hebreos 9:27). Se pueden citar pasajes bíblicos en los que a los apóstoles les es dada autoridad para perdonar los pecados y para establecer reglas para la dirección de la iglesia, pero estos no tienen relación alguna con la práctica de las indulgencias (Mateo 18:15-20; Juan 20:21-23).

No obstante, aparte de la falta de una base bíblica para tal práctica, el mismo hecho de presuponer, en contra de la Biblia, que el hombre está consciente en la muerte, es una razón fundamental por la que la doctrina de las indulgencias debe ser descartada.

3. La virgen María y los santos

La iglesia católica enseña que María fue concebida inmaculada y admitida corporalmente en el cielo. Enseña a los feligreses a que recen a ella y que le reconozcan extrema reverencia [huperdouleia]. Los feligreses también pueden rezar provechosamente a los santos.

La verdad es que las Escrituras no dedican mucho espacio al tema de la Virgen María. La describen como «una virgen desposada con un varón…de la casa de David» (Lucas 1:27), y saludada como «muy favorecida…bendita…entre las mujeres» (Lucas 1:28). Al saber que será la madre del Hijo de Dios, dice de sí misma que «todas las naciones me dirán bienaventurada» (Lucas 1:48), pero de su nacimiento y muerte la Biblia no nos dice nada en absoluto.

Es asombroso que dos declaraciones supuestamente infalibles de la iglesia, hechas en los siglos 19 y 20, conciernan a asuntos acerca de los cuales las Escrituras mantienen el silencio más hermético. Los supuestos padres de María, Ana y Joaquín, no aparecen en la Biblia, y sólo son mencionados en un evangelio no auténtico (El Proto evangelio de Santiago) que aparentemente estuvo en el pasado en el Indice de los Libros Prohibidos.

En realidad, el problema es aún más serio. Porque a pesar de que las Escrituras no dicen nada acerca del nacimiento de María ni su salida de este mundo, todo lo que sí dicen acerca de ella sugiere que era una mujer parecida a las otras mujeres de la raza humana. Sin duda era particularmente virtuosa y fiel, muy adecuada para la tarea exaltada de dar a luz al Hijo de Dios y digna de la más alta estima; sin embargo, era una mujer sujeta a todas las flaquezas y disposiciones de nuestra raza. Crió bien a su Hijo, pero cuando vino el día de su llamamiento a servicio, ella aparentemente estuvo entre aquellos que por un tiempo dudaron de él y de su misión (Marcos 3:20-35). Cuando el Señor la menciona como ejemplo, es para la amonestación de otros, ya que cuando una mujer gritó, «Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste,» el Señor respondió: «Antes bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios, y la guardan» (Lucas 11:27-28). Cuando ella esperaba a Jesús en compañía de sus hermanos, éste una vez más compartió el privilegio de ser su pariente con los que creían en él, diciendo:

«¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?…Todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre» (Mateo 12:46-50).

La situación es peor todavía. Porque si las Escrituras revelan una cosa segura acerca de la humanidad del Señor Jesús, es el hecho de que no era diferente de sus hermanos. Las tentaciones de él eran iguales a las nuestras (Hebreos 4:15), y él «debía ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:17). Desde luego, es verdad que la iglesia, por medio de la doctrina de la Inmaculada Concepción, ha tratado de preservar al Señor de todo contacto con el «pecado original.» Pero manifestaremos un respeto más genuino por la naturaleza, obra y logros de Jesús si reconocemos libremente lo que las Escrituras claramente enseñan, esto es, que el Señor nació con nuestras flaquezas y debilidades carnales y las venció en lucha legítima por medio de su vida fiel y su muerte en la cruz. El Señor fue «perfeccionado por aflicciones» (Hebreos 2:10).

Lo que ya hemos descubierto acerca del estado de los muertos es una razón totalmente suficiente por la que tenemos que rechazar la idea de la ascensión de la Virgen al cielo, en el cuerpo o no, y no se puede adelantar la menor evidencia bíblica en favor de esta enseñanza. Lo mismo se puede decir de todos los hombres y mujeres fieles que mueren y duermen en Cristo, y esta observación es suficiente para descartar la práctica de rezar a la Virgen o a los santos.

Pero también hay otras razones. En las Escrituras, se nos presenta al Señor Jesucristo como el único y suficiente mediador de los fieles: «Porque hay un solo Dios, y un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2:5). El Señor mismo nos invita a acercarnos al Padre en su nombre (Juan 16:23), y no hay en todo el Nuevo Testamento un caso en que se ofrezca una oración a Dios en nombre de ningún otro intermediario. Se puede decir correctamente que el suponer que otras mediaciones fueran necesarias demostraría poco respeto por el poder y el amor del Señor Jesucristo, aun cuando estas mediaciones fueran posibles. Y cuando uno sugiere, así como lo han hecho algunos escritores de la iglesia católica, que se necesita la tierna mediación de la «Reina de los Cielos» para que el Hijo de Dios no descargue su ira sobre los pecadores como aquellos que los crucificaron, entonces podemos comprender cuán perjudicial es la idea de la mediación de María para el entendimiento del verdadero carácter de nuestro Salvador.

«Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15).

4. Los santos

La iglesia católica pretende tener el derecho de examinar la vida de los creyentes y declararlos santos por medio de un proceso de beatificación y canonización. Entonces se les puede asignar una fecha en el calendario de los santos y los feligreses pueden hacerles súplicas.

De acuerdo a las Escrituras, el derecho de juzgar a los humanos está reservado para Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. La condición de los creyentes delante de Dios no puede ser afectada en lo más mínimo por lo que opinen los hombres de su carácter y vida. Al asumir las funciones mencionadas, la iglesia puede ser llevada en algunos casos a tomar decisiones extraordinarias, tales como la canonización de «Santa Ana» y «San Joaquín,» los supuestos padres de la Virgen, de quienes no sabemos con seguridad siquiera si existieron, y mucho menos qué clase de vida llevaron.

De todas formas, en el Nuevo Testamento la palabra «santo» no es reservada para una categoría especial de creyentes, sino que es el título normal de todos aquellos que han sido «santificados» por la fe y bautismo en Cristo. Las palabras «Todos vosotros sois hermanos» colocan a todos los discípulos en un plano común en lo que a esta vida se refiere, y la bendición final de todos los santos fieles, en el día de la resurrección y juicio, está en las manos de Dios solo, por medio del Señor Jesús (1 Corintios 1:2; 2 Corintios 1:1; Efesios 1:1; Filipenses 1:1; Colosenses 1:2).

5. Los sacerdotes

La iglesia católica distingue rigurosamente entre el sacerdocio y los laicos. Los sacerdotes normalmente no se casan, se les llama «Padre,» y sólo ellos pueden administrar los sacramentos, con la rara excepción del bautismo en caso de emergencia.

El pueblo judío tenía el sacerdocio de la tribu de Leví y la familia de Aarón. Estos sacerdotes se casaban y sus hijos heredaban el sacerdocio. Sin embargo, en cierto sentido todos los judíos eran sacerdotes con relación al mundo no judío: «Vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa» (Éxodo 19:5-6).

El Nuevo Testamento introduce una nueva situación, en la cual se enseña a la iglesia cristiana que el viejo sacerdocio de los hijos de Aarón ya cumplió su función y ha caducado. En lugar de los sumos sacerdotes que morían y eran sustituidos, nosotros tenemos a un sacerdote inmortal único, el Cristo resucitado, quien

«habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que lo obedecen; y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (Hebreos 5:9-10).

Pero no hay otros sacerdotes en particular. Cuando la palabra «sacerdote» es usada para referirse a cualquier otro aparte de Jesús, se aplica a todos los creyentes, y las mismas palabras del pacto de Sinaí se dicen del verdadero cristiano:

«Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1 Pedro 2:9).

Es verdad que la iglesia primitiva tenía obispos, pero estos se casaban y administraban su propia casa (1 Timoteo 3:1-7), y había varios en cada iglesia. Eran simplemente los ancianos de la comunidad y no tienen nada en común con los obispos que gobiernan las diócesis de la iglesia hoy en día. La función de tales dirigentes no era de ninguna manera el señorear sobre el rebaño de Cristo (1 Pedro 5:1-3), aunque los que eran guiados por ellos tenían el deber de tratarlos con gratitud y respeto.

El llamar «Padre» a estos hombres era una costumbre desconocida. Es difícil comprender cómo esta práctica podría haber sido aceptada por aquellos que deseaban vivir de acuerdo al espíritu de Cristo, en vista del claro consejo del Señor:

«No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos» (Mateo 23:9).

Nuestro padre natural lo es por derecho, pero si vamos a otorgar este título a otra persona, debemos otorgarlo a Dios solamente, quien se convierte en Padre de todos aquellos que se han hecho sus hijos por medio de la fe en Cristo Jesús.

Cada cristiano tiene el derecho de decidir para sí mismo si debe aceptar el matrimonio. Pablo nos aconseja sobre los beneficios del celibato, libremente escogido, pero no sólo no requiere que los oficiales de la iglesia se abstengan de casar, sino que establece reglas para el comportamiento de obispos casados, y condena a los que «prohibirán casarse» (1 Timoteo 4:3). En realidad, el sacerdocio católico no refleja en ninguna de sus características la práctica de la iglesia original. No importa cuán grande sea la antigüedad de la organización, todas estas cosas representan desviaciones serias de la práctica y enseñanza del Nuevo Testamento.

6. La Eucaristía

La iglesia católica enseña que en el momento en que se pronuncian las palabras de la consagración, los elementos de la Hostia y el Cáliz se convierten en la sustancia del cuerpo y la sangre del Señor, cuyo sacrificio se vuelve a repetir nuevamente cada vez que se celebra la Santa Misa.

Es verdad que Jesús dijo : «Esto es mi cuerpo» y «Esto es mi sangre» (Mateo 26:26-28) cuando dio gracias por el pan y el vino en la última cena. Pero las palabras fueron pronunciadas antes de que el cuerpo fuera ofrecido o la sangre derramada. Así que cuando estas palabras fueron pronunciadas no podían tener un significado literal, lo cual es una razón más que suficiente por la que no deben interpretarse literalmente más tarde. Es más, Pablo describe el pan que es partido como «una participación en el cuerpo de Cristo,» un símbolo de la unidad que el verdadero creyente debe sentir y entender cuando participa en un acto que lo une con la muerte de su Salvador. Tanto el Señor como Pablo describen la comunión como una «memoria» o conmemoración de lo que Cristo hizo (1 Corintios 10:16, 11:24-25; Lucas 22:19-20), y el sacrificio del Señor es un hecho único en la historia, algo que ocurrió «una sola vez» (Hebreos 9:28).

No hay nada en las Escrituras que nos presente a la Eucaristía como un milagro. Se ofrece al verdadero creyente bautizado como un gran privilegio de participar de la fiesta en memoria del Señor. Este privilegio conlleva grandes responsabilidades si el acto se efectúa de manera indigna, por lo que cualquiera que sea culpable de esto «será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Corintios 11:27). Esto significa que el tomar parte desdeñosamente de la conmemoración de la muerte propiciatoria del Señor es tan grave como si nosotros hubiéramos contribuido a esa muerte. Pero lo que se come es sólo «pan,» y lo que se bebe es solamente una «copa» (de vino); la Biblia parece ignorar por completo la idea de que en la Misa sólo hay la apariencia de pan y vino, siendo la sustancia muy diferente. De acuerdo a la enseñanza bíblica, el pan y el vino son los mismos antes y después de la consagración.

7. El Cáliz

En circunstancias normales, la iglesia católica prohíbe el cáliz a los laicos y sólo se lo permite a los sacerdotes.

No hay nada en la Biblia que justifique esta práctica. El mandamiento del Señor en la última cena comprendía a todos los que allí estaban, y los comentarios de Pablo sobre este rito abarcan a todos los creyentes que se bautizaron después:

«Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan… Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga» (1 Corintios 11:23-26).

¿No cree Ud. que es una cosa asombrosa que su iglesia haya aceptado la grave responsabilidad de modificar el mandamiento del Señor? Cualquiera que Ud. crea ser el privilegio de la iglesia, ¿no le parece que debiera haberse abstenido de cambiar un mandato que el Señor mismo estableció?

8. Los Papas y Pedro

La iglesia católica enseña que Pedro fue el primer obispo de Roma y el primer vicario de Cristo en la tierra. Enseña que los papas descienden de él en una sucesión ininterrumpida y que ellos, los obispos subsiguientes de Roma, son los vicarios de Cristo y cabeza de la iglesia a la vez.

No es necesario discutir si Pedro fue alguna vez un anciano de la iglesia de Roma, ya que en la Biblia la palabra «obispo» no significa un dirigente autocrático. El único pasaje de la Biblia que posiblemente indica que lo era, «La iglesia que está en Babilonia, elegida juntamente con vosotros, y Marcos mi hijo os saludan» (1 Pedro 5:13), usa un nombre muy despectivo para la ciudad de Roma, si así lo entendemos. Las descripciones de esta «Babilonia» que se dan en la Biblia no favorecen la idea de que la verdadera iglesia quisiera pretender ostentar este título.

Lo que debemos hacer es averiguar si Pedro es representado alguna vez en las Escrituras como papa. Es verdad que el Señor dijo a Pedro las palabras:

«Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mateo 16:13-19).

Pero debemos de tomar en cuenta los siguientes hechos acerca de esta afirmación:

(1) Pedro acaba de confesar que Jesús es «el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mateo 16:16). Este reconocimiento de Cristo es el verdadero fundamento de la Iglesia de Dios, como Pablo lo enfatiza en dos ocasiones: «Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (1 Corintios 3:11), y «Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor» (Efesios 2:20-21).

(2) Pedro mismo nunca reconoce otra cabeza de la iglesia sino a Cristo, al cual llama «piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa.» Respalda su afirmación citando una profecía antigua que describe a Jesús como «una piedra, piedra probada, angular, preciosa» (1 Pedro 2:4-8; Isaías 28:16).

(3) Aunque es verdad que el Señor le da a Pedro el poder de «atar y desatar,» esta misma autoridad para establecer leyes para la iglesia se da también a los otros discípulos (Mateo 16:19, 18:18). Y aunque es cierto que el Señor le da a Pedro «las llaves del reino de los cielos,» Pedro las usa personalmente cuando abre el camino de la salvación en Cristo a los judíos (Hechos capítulo 2) y a los gentiles (Hechos capítulo 10). Estas llaves no se volverán a necesitar, salvo en el juicio del Señor mismo, quien cierra y nadie abre, y abre y nadie cierra (Apocalipsis 1:18, 3:7).

(4) Pedro aparece en el pasaje que estamos tratando bajo dos aspectos muy distintos. Cuando se limita a hablar de las cosas que Dios le ha revelado, revela la roca en la cual la iglesia será construida (Mateo 16:18). Pero cuando se opone a la misma crucifixión que hará posible edificar la iglesia, el Señor le dice que es un «tropiezo,» una piedra en su camino (Mateo 16:23).

(5) No hay la menor evidencia de que Pedro haya intentado ejercer la autoridad propia de un papa, o que lo demás apóstoles estuvieran dispuestos a reconocérsela. Es verdad que el Señor le pidió que fortaleciera a sus hermanos (Lucas 22:32), pero esto no confiere autoridad. Es cierto que Jesús lo autorizó para que apacentara sus ovejas (Juan 21:15-17), pero esto fue una rehabilitación especial después de que Pedro hubiera negado a su Señor, y tampoco confiere autoridad. El concilio de ancianos en Jerusalén escucha pacientemente el testimonio de Pedro acerca de la predicación a los gentiles, pero son ellos, y no Pedro, quienes toman la decisión adecuada (Hechos 15:6-29). Pablo relata al concilio su comisión de predicar a los gentiles, y excluye totalmente la idea de que Pedro o alguno de los demás discípulos tuviera alguna participación en la autoridad que él poseía (Gálatas 2:6-10). En realidad, Pablo se permite reprender a Pedro por dar un mal ejemplo a los creyentes judíos y gentiles (Gálatas 2:11-17). Y en cuanto a Pedro, todo lo que tiene que decir acerca de su propio papel en la iglesia es que él es un «anciano también con ellos» cuando se dirige a los demás ancianos (1 Pedro 5:1).

De seguro que no podría existir un peor fundamento para una de las más importantes doctrinas de su iglesia. Pedro nunca fue papa, nunca fue considerado como tal por sus contemporáneos, y recibió comisiones que fueron personales y no contemplaban sucesores. ¿No cree Ud. que este es un asunto que necesita un estudio serio, ya que parece que su iglesia basa unas enormes pretensiones sobre unos cimientos muy frágiles? ¿Verdad que no es la Biblia la que justifica el lema Ubi Petrus, ibi Ecclesia [donde está Pedro, allí está la iglesia]?

9. Los sacramentos

La iglesia católica reconoce siete sacramentos: bautismo, confirmación, comunión, penitencia, extremaunción, órdenes y matrimonio.

La Biblia no habla de «sacramentos» en el sentido de acciones que confieren gracia divina cuando se llevan a cabo. Pero sí habla de muchas de las cosas aquí mencionadas. Sin embargo, las costumbres de su iglesia son tan diferentes del significado bíblico de estas cosas que a veces es difícil reconocer en los usos de la iglesia siquiera un vestigio de la práctica original.

Bautismo. La Biblia en verdad tiene bautismo, pero es el bautismo de creyentes adultos — «El que creyere y fuere bautizado, será salvo» (Marcos 16:16) — y no de infantes. Es un bautismo que requiere que el penitente sea sumergido en agua (y no sólo rociado de agua) para simbolizar su muerte y resurrección con Cristo. Por consiguiente la Biblia no habla en absoluto de «confirmación.» El creyente confirma su fe por medio de su propio bautismo voluntario. En el Nuevo Testamento, la imposición de manos se practica para bendecir, para enviar a un discípulo a cumplir una misión determinada, o para simbolizar la transmisión de los dones del Espíritu, pero no para «confirmar» a un creyente muchos años después de su bautismo. La práctica equivocada de la confirmación es una consecuencia de la costumbre no bíblica de bautizar a niños pequeños (Mateo 19:13; Hechos 6:6, 13:3, 19:6; Hebreos 6:2).

Penitencia. La Biblia también habla del arrepentimiento, tanto en el sentido de lamentar el hecho de haber cometido una acción indebida como en el sentido de empezar nueva vida, absteniéndose de lo malo que uno anteriormente hacía. El arrepentimiento es en verdad un requisito esencial para poderse bautizar (Marcos 1:4-14; Lucas 24:47). Pero «penitencia» en el sentido de confesarse con un sacerdote, o «hacer penitencia» como condición necesaria para recibir el perdón, no existe en la Biblia. Todos los que quieren agradar a Dios tienen el deber de arrepentirse de su forma de vida pasada, volverse a El por medio de Cristo y bautizarse, pero no tienen la obligación de confesarse ante un sacerdote humano y aceptar su absolución.

Extremaunción. La epístola de Santiago ciertamente recomienda la oración y unción administradas por los «ancianos de la iglesia» en el caso de los que están mortalmente enfermos (Santiago 5:13-15). Pero esto no es una base para crear el «sacramento» de la extremaunción para evitar que el enfermo muera en pecado mortal y vaya al infierno.

Las Ordenes se basan en un concepto del sacerdocio que ya se ha demostrado no ser cristiano. Y mientras las Escrituras afirman que el Matrimonio es honroso en todos (Hebreos 13:4), incluyendo a obispos y ancianos (1 Timoteo 3:2; Tito 1:5-6), no se le da significado sacramental.

En realidad, el sistema de sacramentos que la iglesia católica ha erigido acentúa la profunda diferencia entre la complicada estructura de la enseñanza y práctica católica, y la sencilla práctica y doctrina de la iglesia del Nuevo Testamento. Esto me da una oportunidad para enfatizar el fundamento y el propósito del llamado que le voy a hacer.

El Llamado

¿Está usted dispuesto ahora, lector católico, a considerar por un breve momento lo que nosotros creemos que la Escritura realmente enseña acerca de la iglesia, los creyentes y la vida futura?

Nos dice que Dios es uno (Efesios 4:6), y que Jesucristo es su Hijo, al cual engendró y trajo al mundo para ser nuestro Salvador (Lucas 1:30-35). Nos dice que Jesús fue en todo semejante a sus hermanos, y que venció el pecado en lucha legítima, resistiendo sus asaltos de dentro y de fuera (Hebreos 4:14-16). Nos dice que Jesús murió para destruir el poder del pecado y para perfeccionarse en todo sentido, aunque no había cometido pecado (Hebreos 5:9). Nos dice que ascendió a los cielos y que volverá a la tierra para reinar sobre ella (Hechos 1:11).

Nos dice que somos pecadores y moribundos por esa causa (Romanos 5:12). Nos pide que confesemos nuestra naturaleza pecaminosa y nuestras ofensas, que nos arrepintamos y nos bauticemos como creyentes adultos, sumergiéndonos en el agua que al cubrirnos sepulta nuestra vida antigua (Colosenses 2:12). Nos ofrece la esperanza de que si hacemos estas cosas, el Señor nos aceptará en el día del juicio cuando regrese, y nos permitirá regocijarnos en su reino en la tierra (Mateo 25:31-46).

Nos dice que la verdadera iglesia se compone de hombres y mujeres humildes que reconocen a un solo Sumo Sacerdote (Hebreos 3:1). Nos dice que esta iglesia tiene sólo una Cabeza, un Maestro, mientras que todos los demás miembros somos hermanos (Efesios 2:15). Nos dice que los miembros de esta iglesia se reúnen regularmente, alegres y obedientes, y que todos participan del pan y del vino en memoria del Señor que murió por ellos (1 Corintios 11:23-29). Y nos dice que aunque la Cabeza de la iglesia está por el momento a la diestra del Padre, él volverá y reunirá consigo a su iglesia como un hombre recibe a su desposada, bendiciendo a sus miembros con la vida eterna en la tierra (Apocalipsis 19:7-9).

La Biblia no nos ofrece pompa y magnificencia sino simplicidad y humildad. No da mucha autoridad a ningún jerarca de la iglesia, sino que nos dice que convivamos como extranjeros y peregrinos en un mundo pecaminoso, hasta que el Señor venga a reinar (1 Pedro 2:9-12). Nos enseña que ninguna autoridad religiosa triunfará en la tierra, sino que el Señor mismo triunfará por sus fieles. El posee las llaves del Hades, el cual es el sepulcro (Apocalipsis 1:18), y él soltará las ligaduras de la muerte para que cuando haya reunido a sus fieles, realmente suceda que «las puertas del Hades no prevalecerán» contra su verdadera iglesia ni contra ninguno de los fieles miembros de ella (Mateo 16:18).

Le ruego que examine cuidadosamente la evidencia que he presentado en este folleto. Pregúntese si después de todo, la voluntad de Dios ha de buscarse y hacerse en la magnificencia y poder de su iglesia imponente, o en la sencillez y humildad de la fe que aquí se ha resumido. Los hombres se apartan fácilmente de la sencillez que está en Cristo (2 Corintios 11:3). Hay temibles profecías de que el Señor rechazará las organizaciones religiosas que hayan corrompido su enseñanza, cualesquiera que sean (2 Tesalonicenses 2:1-4; Apocalipsis capítulo 17); pero existe también la gloriosa promesa de que cuando él venga para dar retribución a aquellos que se le oponen, también vendrá «para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron» (2 Tesalonicenses 1:7-10).

~ Alfred Norris

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