Introducción
Siguiendo el orden natural, este tema es la continuación de los otros anteriores. Sobrepasa y sigue los tópicos que han sido discutidos. Se refiere al interrogante que surge en toda mente sana después de un análisis de estos temas y la gran ansiedad creada por la contemplación de la verdad de Dios tal como ha sido revelada. Si se ha demostrado que somos mortales por naturaleza, y que la inmortalidad y la herencia incorruptible de las épocas futuras solamente pueden alcanzarse bajo ciertas condiciones, entonces la mente concibe una fuerte ansiedad por aprender la naturaleza de tales condiciones de las cuales tanto depende, con el sincero deseo de cumplirlas.
«¿Qué debemos hacer para ser salvos?» ¿Cuáles son las condiciones que se nos pide cumplir, para participar en la gran salvación que será revelada en la venida del Señor? Debemos dar por sentado que tal interrogante supone la disposición de parte del interesado, de recibir con entusiasmo cualquier condición que el gran Dador de la Ley haya considerado necesario imponer. Indica la convicción de que el beneficio que será concedido depende de la absoluta voluntad del Dador.
Implica el reconocimiento del suplicante de que no tiene ningún derecho propio al beneficio, y que el Dador tiene el derecho de indicar bajo qué condiciones será garantizado. En realidad, cuando el interrogante se hace con sinceridad, demuestra que el suplicante tiene una actitud infantil como la que Jesús requiere cuando dice: «De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en el» (Lucas 18:17). Esta no es la actitud de los moralistas, que piensan que la bondad de carácter le da al hombre el derecho a un futuro galardón. Tampoco es la actitud de quienes menosprecian la fe en el evangelio, lo cual ha señalado Dios como el «poder para salvación a todo aquel que cree» (Romanos 1:16).
Ambas formas de oposición tienen su origen en la doctrina de la inmortalidad del alma. A primera vista, éste no parece ser el caso; pero un análisis completo lo demostrará. La doctrina de la inmortalidad del alma tiene este efecto: hace que el que la cree vea en cada ser humano un recipiente inevitable de vida eterna. Como su teología reconoce solamente dos lugares y dos clases de personas relacionadas con ese destino eterno, el cielo y el infierno, con sus respectivos habitantes, asigna a toda la humanidad, en toda época y país de cualquier clase, estatura o condición—a uno u otro de los dos lugares.
Ahora bien, para el creyente tradicionalista no es concebible que Dios ofreciera la entrada al cielo bajo condiciones que tendrían el efecto de excluir a la gran mayoría de la humanidad, o que consignara en todo caso al infierno a esas miríadas de gente «buena,» quienes aunque no conocen el evangelio, no son solamente inofensivas, sino que en algunos casos desarrollan admirables características positivas. De aquí que el creyente se ve forzado a considerar que la bondad general y la dignidad moral seguramente serán aceptados por Dios independientemente del entendimiento y la fe en el evangelio. Algunos llegan al extremo de creer que en última instancia, toda la humanidad será salva. Esto surge como consecuencia lógica de la creencia en una doctrina que, imputando al hombre una naturaleza inmortal, hace inevitable que cada ser humano llegue a un estado de felicidad o miseria eterna. Pero si hacemos a un lado la creencia en el alma inmortal, ¿qué encontramos? Vemos a toda la humanidad pereciendo bajo un proceso de disolución, del cual nadie puede librarse por sí mismo.
«La muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Romanos 5:12). Se han constituido en una raza de mortales, incapaces, en ausencia de una divina provisión, de elevarse (por sus propios esfuerzos) por arriba de la condición en que están envueltos. Por consiguiente, la moralidad no los puede salvar. Para saber qué puede salvarnos, debemos escuchar a los apóstoles. Jesucristo fue enviado con el propósito de abrir el camino de salvación. Habiéndolo abierto, envió a sus apóstoles a decir a la humanidad cómo podía entrar en él.
El objeto de enviar este mensaje a las naciones no fue el de convertirlas en masa, para traer el milenio, como erróneamente suponen muchos. Jehová nunca propuso tal resultado de la predicación del evangelio. Si hubiera hecho así, habríamos encontrado un diferente estado de cosas en este último período de la historia del mundo. Ahora están a punto de transcurrir diecinueve siglos desde que el evangelio fue introducido en el mundo, y en vez de haberse convertido el mundo por medio de su influencia, «el mundo entero está bajo el maligno» tanto ahora como antes, aunque el maligno haya cambiado de forma o color en cierto modo. Los hombres corren vorazmente tras cualquier clase de tontería que estimula la fantasía y conduce a la mente carnal. Pero cuando el evangelio les es demostrado a partir de la Escrituras, para que su juicio lo apruebe y su conciencia iluminada lo obedezca, entonces consideran el asunto como «estéril,» e indiferentemente se vuelven atrás como de algo sin importancia.
Aceptando a Pedro como autoridad competente en el caso, encontramos que Santiago lo reporta haber dicho que el objeto que Jehová tenía en mente al visitar a los gentiles era «tomar de ellos pueblo para su nombre» (Hechos 15:14). Entonces, esto es todo lo que se propone la predicación del evangelio: la reunión de entre «toda tribu, lengua o nación,» de toda generación, un pueblo que constituirá ese gran nombre manifestado en la tierra, cuando «Jehová será uno, y uno su nombre (en que estará incluido todo el que lo lleve).» El evangelio es de hecho una invitación a todos los que lo aceptan, a formar parte de ese nombre, vistiéndose de él del modo señalado. Pero las personas que obedecen al llamado son muy pocas. «Muchos son llamados, mas pocos escogidos.» «Muchos procurarán entrar y no podrán.» Jesús dio su comisión a sus discípulos en las siguientes palabras:
«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» (Marcos 16:15,16)
Aquí hay una clara indicación del principio bajo el cual el «pueblo para su nombre» sería seleccionado. El evangelio sería proclamado, y aquellos a quienes fuera proclamado deberían creerlo. Sin obediencia no habría salvación; porque cualquiera que no recibe el reino de Dios como un niño no puede entrar en él. De esa forma, el evangelio quedó constituido en la agencia de salvación; esto es denominado por Pablo «el evangelio de vuestra salvación» (Efesios 1:13). También dice: «No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Romanos 1:16). Y otra vez: «Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Corintios 1:21). Por consiguiente, si algún hombre desea ser salvo, la primera cosa que tiene que hacer es creer el evangelio.
Cornelio fue instruido por un ángel, quien le dijo: «Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa» (Hechos 11:13-14). En respuesta a la pregunta, «¿qué debo hacer para ser salvo,» Pablo le dijo al carcelero de Filipos: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa» (Hechos 16:30-31). Creer en el Señor Jesús, y creer en el evangelio, es exactamente lo mismo; porque el evangelio está formado de las buenas nuevas que se refieren al Señor Jesucristo. Si un hombre cree en el evangelio, cree de hecho en el Señor Jesucristo, pues «el Señor Jesucristo» no es tan sólo el nombre del Salvador como personaje, sino un gran símbolo doctrinal que sólo puede ser entendido por aquellos que conocen el evangelio en toda su extensión.
La primera cosa que un hombre debe hacer para alcanzar la salvación es creer el evangelio. Para hacer esto debe conocer el evangelio, pues Pablo dice: «¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído?» (Romanos 10:14). El conocimiento debe preceder siempre al creer. Un hombre no puede creer aquello de lo cual no ha sido informado previamente. Por consiguiente, el primer interrogante de un hombre o mujer ansioso por ser salvo será, ¿qué es el evangelio? Mientras no conozca esto no podrá pasar a la segunda etapa de creer para salvación. El evangelio es llamado «una fe,» porque está hecho de cosas que requieren fe para ser recibidas. El acto de la mente por medio de la cual estas cosas son asimiladas es tomado figuradamente por las cosas mismas. Está establecido como principio que «sin fe es imposible agradar a Dios» (Hebreos 11:6), y se afirma de los creyentes: «Sois salvos por medio de la fe» (Efesios 2:8); como también, que «el justo vivirá por la fe» (Hebreos 10:38). Esta fe, según el sentido bíblico de la palabra, no es una simple y abstracta confianza en la omnipotencia de Jehová, sino la creencia en una promesa específica. Se dice que «a Abraham le fue contada la fe por justicia» (Romanos 4:9). Observemos ahora el carácter de esta fe que proporciona justicia:
«Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido.» (Romanos 4:20,21)
Por esto se dice que el creyente Abraham fue constituido padre de todos los que creen, por lo que es evidente que la fe bíblica es la fe en las promesas de Dios. Así, por medio de un análisis más general, llegamos a la conclusión a la que fuimos guiados en un estudio anterior por la consideración de pasajes bíblicos específicos: que el evangelio que debemos creer para salvación consiste de promesas no cumplidas como su principal elemento.
¿Cuál es el evangelio así compuesto? Resumido por Lucas en Hechos 8:12, donde describe la predicación de Felipe a los samaritanos, es «el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo.» Está compuesto de dos elementos: uno relacionado con el reino de Dios, y el otro relacionado con el significado doctrinal del «nombre» de Jesús, lo cual afecta nuestra salvación individual. Ambas partes deben ser conocidas, y cada una debe ser entendida antes de que sea posible tener una fe salvadora. En lo que se refiere a la primera, ya la hemos tratado en los capítulos VIII y X, e indirectamente en IX, XI, XII, XIII y XIV. A todos ellos deberá recurrir el lector para obtener una exposición del «evangelio del reino de Dios.»
En lo que se refiere al nombre, somos introducidos al tema en Hechos 4:12: «No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos»; lo que equivale a decir que sólo hay un nombre así otorgado, y éste es el nombre de Jesús el Cristo. Cómo ha sido dado este nombre, se ilustra en los eventos narrados en Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Engendrado por el Espíritu Santo, Jesús fue «hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención» (1 Corintios 1:30). Manifestó en su naturaleza humana un carácter que agradó al Padre. En su crucifixión, carne y sangre fueron muertas en sacrificio, y la justicia de Dios, en lo que se refiere a la naturaleza adámica, fue proclamada. En su resurrección, el sacrificio de muerte fue aceptado, y Jesús vive para no morir más: un nombre que los hombres pueden tomar sobre sí mismos para permanecer delante de Dios, aceptados en él.
La forma como los creyentes pueden tomar este nombre sobre sí mismos se encuentra en la ordenanza del bautismo, el cual, de acuerdo a la fórmula divinamente proporcionada, introduce a la persona «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.» Dice el apóstol: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos» (Gálatas 3:27). Habiéndose revestido de Cristo, se han revestido del nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, puesto que Jesús es una manifestación del Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Los que así están revestidos no permanecen más en la desnudez del hombre natural, pues son «hallados en él, no teniendo su propia justicia…sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe.»
Por consiguiente, debemos entender «el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo,» antes de poder entender y creer el evangelio que es poder de Dios para salvación. Uno sin el otro carece de eficacia. Ignorar las cosas que se refieren al reino de Dios, es ignorar el evangelio. Un hombre puede estar bien familiarizado con los hechos históricos de la crucifixión, resurrección y ascensión de Cristo; pero a menos que los entienda en su verdadero significado doctrinal, y en su relación con «la gloria que ha de ser revelada,» su conocimiento de ellos no lo lleva a ningún entendimiento de los propósitos de Dios.
Este es particularmente el caso cuando el mencionado conocimiento está asociado con la doctrina de la inmortalidad del alma; porque entonces deja de tener significado bíblico o eficacia. Esto se verá si nos damos cuenta de que Cristo murió para obtener vida. «Sacó a luz la vida y la inmortalidad,» por medio del sacrificio a que se sometió. Por la gracia de Dios, gustó la muerte por todos los hombres (Hebreos 2:9). Pero si consideramos la inmortalidad como atributo esencial de la naturaleza humana, entonces desplazamos el sacrificio de Cristo de su posición bíblica. Destruimos su carácter como un medio de asegurar la vida, y somos obligados a transformarlo en esa extraña doctrina de los ministros religiosos, los cuales consideran que Jesús sufrió la ira divina en sustitución de la humanidad para salvar las almas de las eternas torturas del infierno. Un sufrimiento que, después de todo, según la enseñanza popular, es terriblemente inadecuado; porque miríadas incontables de almas inmortales, según ese sistema de enseñanza, aún continúan irreconciliadas, y están destinadas a pasar una eterna existencia gritando y blasfemando en la tortura.
La doctrina de la inmortalidad del alma debe ser removida de la mente para que el evangelio pueda obtener una entrada apropiada, pues tal doctrina nulifica todo el sistema, eliminando la doctrina fundamental de que «por un hombre entró la muerte,» y destruye su eficacia al apartar totalmente la atención de la salvación que ofrece, dirigiéndola hacia una recompensa que Dios nunca ha prometido. En realidad, su efecto es pervertir, viciar, envenenar, anular y destruir todo lo que pertenece a la verdad de Dios. Lanza sus discordantes vibraciones a través de todo el sistema de revelación, introduciendo confusión y absurdidad donde de otra manera reina paz, orden, armonía y belleza. Teológicamente, es un espíritu impuro del cual tiene que ser exorcizado el hombre, antes de que pueda hallarse vestido y en sus cabales en relación con la verdad divina. Previamente a esto, su mente está llena con la doctrina desorientadora, que efectivamente evita la entrada de un solo rayo de la verdad.
El punto al que hemos llegado es que una de las condiciones fundamentales de la salvación, es creer ciertos puntos específicos de enseñanza, llamados «el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo.» Ese evangelio envuelve todo el círculo de la verdad divina. Abarca el conocimiento del creador mismo; nuestra relación con El como pecadores, criaturas indignas; la enseñanza concerniente a Jesucristo; el trato de Jehová con nuestra raza, Sus promesas, los medios que ha provisto para salvación, nuestros deberes hacia él, etc. ¿Qué más apropiado que tal conocimiento y tal fe sean requeridos como condición necesaria para una existencia eterna de servicio basada en ellos? Es solamente la mera ignorancia que se opone al conocimiento y la fe como medios de superación presente y futura salvación. ¿Cómo puede la naturaleza moral desarrollarse sin el estímulo apropiado? Si el hombre no tiene ninguna esperanza definida, ¿cómo puede estar activa su esperanza? Si no tiene ante él un objeto particular de fe, ¿cómo puede ejercitar su fe? La verdadera belleza del cristianismo doctrinal es que proporciona a la mente exactamente lo que necesita para desarrollar y satisfacer sus más elevados instintos.
Supóngase una generación de hombres sin instrucción que nunca han oído hablar del evangelio, cuyas mentes nunca han sido ejercitadas en la esperanza de la prometida salvación, cuyos afectos hacia Dios, el Señor Jesucristo y los santos pasados y presentes nunca han sido desarrollados, cuyas naturalezas nunca han sido obligadas a someterse a la voluntad divina, pero que pudieran ser bastante bondadosos; supóngase que fueran admitidos en el reino de Dios, en la venida de Cristo, ¿qué felicidad podría resultar para ellos o para la gloria de Dios? No lo apreciarían en su totalidad. Dejarían de sentir la gratitud que años de definida expectación crearán en el seno de los santos, y serían incapaces de dar a Dios esa gloria que fluirá espontáneamente de las bocas y corazones de aquellos que han estado aguardando esa bendita esperanza.
Dios se propone una consumación más noble que ésta: El está preparando un «linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de la tinieblas a su luz admirable» (1 Pedro 2:9). Este pueblo está siendo preparado bajo el principio de haberse «despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno» (Colosenses 3:10), «llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Colosenses 1:9). El medio por el cual El está efectivamente cumpliendo esta labor es la predicación del evangelio, y aunque los «entendidos» de este mundo se burlen del credo y los puntos de doctrina, y los «liberales» amplíen su tolerancia, hasta eliminar cualquier característica distintiva del sistema al que profesan pertenecer, ninguna mente iluminada por la verdad será engañada por sus triviales objeciones. «La sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios.»
Nada servirá al hombre al final, excepto un conocimiento exacto de la voluntad de Dios, tal como se encuentra en las Escrituras, y la práctica de la misma con fidelidad. El sabio de este mundo puede protestar contra el dogmatismo y la intolerancia que envuelve tal punto de vista; pero la conciencia iluminada lo aprobará. Nuestra fe no debe fundarse en la sabiduría humana, sino en la palabra de Dios. Jesús ha dicho (y todos los humanos debemos escuchar): «Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Juan 6:63). Dicho de otra manera, el evangelio que él aprobó, era «poder de Dios para salvación,» y por consiguiente, «palabras de vida eterna,» tal como son designadas por Pedro (Juan 6:68). Y dice el Señor Jesús:
«El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero.» (Juan 12:48)
Aquí está la norma por medio de la cual será medida nuestra posición cuando llegue el tiempo de la prueba. Aunque los hombres nos consideren intolerantes, es mejor caminar por el camino estrecho de las exactas enseñanzas de la verdad, con poca compañía, que ser encontrados en el camino espacioso de las vagas especulaciones o las herejías populares, en las cuales deambula la gran multitud. El camino estrecho conduce a la vida; el otro lleva a una destrucción segura:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvara. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo? Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria.» (Lucas 9:23-26)
«Si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios.» (1 Corintios 3:18,19)
«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» (Marcos 16:15,16)
La esencia de la religión, en estos días modernos, se está convirtiendo rápidamente en sinceridad abstracta, bondad de carácter, sentimientos piadosos, etc.; creer en determinado punto doctrinal no tiene importancia. Con tal que un hombre sea sincero en la bondad de su intención, y tenga una vida moral ejemplar, aunque sea ignorante o esté equivocado en cuanto a los puntos cardinales de la verdad religiosa, estará seguro de tener una buena parte en cualquier herencia que esté reservada para los que la merezcan: este es el sentimiento popular.
Esta esperanza puede ser verdadera o falsa, segura o ilusoria. Si es verdadera y segura, entonces las Escrituras carecen de autoridad. Realmente resulta en esto. Ningún hombre puede, consistentemente, profesar que cree en la divina autoridad de la Biblia, y mantener este punto de vista tolerante en un tema de tan trascendental importancia. La Biblia, uniforme y distintivamente confina la salvación a cierto arbitrario «camino estrecho» que la mayoría no encuentra, o no desea andar por él si lo encuentra. Condiciones definidas están establecidas, y sólo se requiere su aceptación. Esto envuelve algo más que una general bondad de naturaleza moral: todos los que intencional o circunstancialmente están en contra de su aceptación quedan excluidos de la bendición.
Por consiguiente, tenemos que elegir entre la Biblia y la incredulidad. Estamos de uno o de otro lado en referencia a esta cuestión. No hay terreno neutral. Si estamos a la expectativa de una futura perfección, es por las promesas contenidas en la Biblia, pues no podemos extraer ninguna esperanza de otra fuente. Entonces, si deseamos o meramente concebimos posible la realización de esta perfección, sólo puede ser por medio de una completa conformidad con las condiciones bajo las cuales es predicada. ¿Qué otra base de confianza tenemos?
Por otra parte, si descartamos totalmente la Biblia considerándola un libro de autoridad dudosa, entonces no tenemos ninguna clase de esperanza. No hay posición intermedia. Si un hombre espera alcanzar la salvación que ofrece la Biblia, debe aceptar los términos propios de la misma. No puede imponer los términos que guste. No se obtiene a cambio de la despreciable virtud del carácter humano. Es especial en relación a la vida humana y, por consiguiente, los medios para alcanzarla son especiales. Si a usted no le gustan estas condiciones, está en libertad de rechazarlas. No está obligado a tomar parte en algo que le es tan desagradable. Se le permitirá hacer lo más que pueda con su efímera mortalidad, y con sus pobres intereses que pudiera acariciar con tanto fervor. Solamente recuerde que no tendrá nada que esperar en el futuro, y que posiblemente tenga que responder por haber rechazado desdeñosamente la condicional bondad de Dios.
Usted puede argumentar que la justicia exige que su bondad sea reconocida y premiada en una vida futura. ¿Pero se da cuenta de lo que afirma? ¿Sobre qué principio basa su pretensión? Ud. dice que se ha apartado del crimen; siempre ha devuelto la propiedad perdida a su dueño; ha sido caritativo con los pobres y bondadoso con sus semejantes. Muy bien. ¿Ha establecido por medio de eso un derecho a otra vida? ¿Un derecho al premio? No, amigo mío. Tan filósofo como lo es, Ud. debería saber que tal clase de virtud está restringida a la vida que actualmente tiene. Por este medio Ud. manifiesta las nobles cualidades que lo distinguen de los animales, y se aproxima cada vez más a la felicidad que su naturaleza puede obtener; pero Ud. no asegura necesariamente un derecho a otra vida, lo cual es algo especial en relación a su pobre existencia mortal y se desarrolla no por su curso natural, pues es añadida a ella condicionalmente por el poder creativo de Dios. Es inútil que Ud. espere esta vida futura como un premio a su virtud. Está depositada en Cristo para el beneficio de Ud.; si Ud. conoce y obedece a Cristo, tendrá vida (1 Juan 5:10,12). De otra manera, su pobre virtud no lo beneficiará en nada, pues se desvanecerá con Ud. mismo de la creación de Dios.
Es sorprendente que haya tanta oposición filosófica a la importancia de la fe. El creer no es una invención de los fabricantes de credos; es el acto natural, constante y esencial de las mentes finitas. No podemos existir sin creer. Si no creemos en credos religiosos, creemos en otra cosa. No podemos evitar de creer. Es la causa principal de toda acción inteligente, la fuente de toda sensación de felicidad y desastre. ¿Qué hace que un hombre trabaje todo el día en una fábrica? Porque cree que obtendrá su salario; de otro modo no lo haría. ¿Por qué el criminal condenado está abrumado y desconsolado? Porque cree que su muerte tendrá lugar en un día próximo. Pero si se le dice que se ha suspendido la ejecución, saltará en éxtasis de gozo. ¿Por qué? Porque cree que escapará de la fatal suerte que pende sobre su cabeza. Todo nuestro sistema comercial está basado en creer, y cuando la sociedad comienza a desconfiar, es decir a no creer, entonces sobreviene el pánico, y todos los males que vienen con él. Así es en asuntos religiosos: creer es el principio esencial, el fundamento de la fe práctica, la fuente del éxtasis espiritual, la causa de la acción apropiada.
¿Qué significa creer? Es el asentimiento de la mente a determinadas afirmaciones. Antes de creer, la mente debe ser informada, es decir, primero debe conocer o estar al tanto del asunto que se ha de creer. El conocimiento (aunque sea en el limitado sentido de información) es el fundamento del creer. Este principio es francamente reconocido en asuntos seculares; ¡cuán contradictorio es, entonces, negar su importancia en asuntos religiosos! Cuán insensato menospreciar puntos doctrinales como de poca importancia. Esos puntos, tan menospreciados por los sabios de esta generación, son, en realidad, tantos temas de información en los cuales se basa nuestra fe en el futuro, y quitarles su valor considerándolos indignos de atención por parte de hombres inteligentes, es insultar su juicio y, en realidad, traicionar la incredulidad.
Si no son verdaderos, son algo más que triviales, y deben ser rechazados; pero si son verdaderos, es una insensatez que raya en locura, tratarlos con indiferencia. El problema, por consiguiente, estriba entre creer y no creer, no entre intolerancia y caridad. El liberalismo religioso parece razonable; pero, ¿qué es? Significa estar indiferentes a lo que Dios requiere de nosotros. El liberalismo es más agradable en esta vida que el «camino angosto.» En el camino ancho, en compañía respetable, con la delicia del intelecto y la dulzura del refinamiento, miríadas de almas son llevadas a la destrucción. Dios quiera que algunos de los lectores de estas páginas sean atraídos de entre las multitudes mundanas e inducidos a compartir la suerte con gente humilde, quienes en un espíritu de profunda consideración por la palabra del Dios viviente, están buscando hacer su voluntad según los requerimientos que ha revelado.
El Creer No es Todo
Creer en el evangelio es la primera condición para la salvación. Sin embargo, no es todo. Un hombre puede creer en todas las gloriosas promesas de Dios y sin embargo no participar de ellas. Tiene que bautizarse, como ya vimos: «El que creyere y fuere bautizado será salvo.»
Esta es una característica del sistema apostólico, la cual es generalmente desestimada por la gran mayoría de los que ostentan el nombre de cristianos. ¡Cuán extraordinario resulta que una fuerte profesión de lealtad cristiana sea asociada con una violación sistemática de uno de los más claros preceptos cristianos! No puede decirse que hay alguna ambigüedad en la forma en que esta obligación es presentada en el Nuevo Testamento; pues encontramos que la enseñanza general de Cristo sobre el tema está copiosamente ilustrada, tanto por el comentario exegético como por los ejemplos narrados.
En el día de Pentecostés, por ejemplo, cuando los de compungido corazón exclamaron: «Varones hermanos, ¿que haremos? la respuesta fue: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo,» y la narración nos dice que «los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas» (Hechos 2:37,38,41). Aquí tenemos tanto el precepto como el ejemplo. En Hechos 8:12 se nos dice que «cuando creyeron a Felipe, que anunciaba el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban hombres y mujeres.» También en el caso de Cornelio y sus compañeros, leemos en Hechos 10:47,48 que al final de su entrevista con Pedro, el apóstol dijo: «¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros? Y mandó bautizarles en el nombre del Señor Jesús.» En el caso del mismo Pablo, encontramos el mismo curso de acción después de su conversión. «Ahora, pues, ¿por qué te detienes?» le dice Ananías (Hechos 22:16); «levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre.» «Y levantándose, fue bautizado» (Hechos 9:18). Luego tenemos el caso del carcelero de Filipos, relatado en Hechos 16, en el cual el mismo precepto es reforzado por el poderoso argumento del ejemplo. En el versículo 33 se dice: «Se bautizó él con todos los suyos.» Tenemos que recordar también que aun el mismo Señor Jesús se sometió a este acto de obediencia. Así leemos:
«Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser bautizado por él. Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia. Entonces le dejó.» (Mateo 3:13-15)
Los numerosos y decisivos ejemplos del Nuevo Testamento muestran que el bautismo en agua era un rito acatado por todos los que creían en la verdad en los primeros tiempos. Está claro que lo que fue necesario o apropiado para los primeros cristianos, es también necesario y apropiado (y tanto más, si hay alguna diferencia) para los cristianos del siglo diecinueve. [Nota del traductor: Se recuerda al lector que estas palabras fueron escritas alrededor del año 1862] Sabemos que de ningún modo está de moda tomar este punto de vista. La mayoría de cristianos profesos niegan la necesidad del bautismo y prefieren arriesgarse a descuidarlo bajo su propia responsabilidad. Sin embargo, es evidente que los apóstoles veían este acto bajo un punto de vista más serio. Pablo, en las palabras anteriormente citadas, es muy expresivo en cuanto al tema:
«Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos.» (Gálatas 3:27)
«En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios.» (Colosenses 2:11,12)
«¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado.» (Romanos 6:3-6)
Finalmente, Pedro hace la siguiente alusión, la cual aunque incidental, es inconfundible:
«…cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua. El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo.» (1 Pedro 3:20,21)
Hay otras referencias similares al bautismo en las epístolas; pero éstas son suficientes para mostrar que cualquiera que sea la dificultad que los modernos cristianos profesos encuentren tratando de descubrir algún significado o eficacia en la ordenanza del bautismo, los apóstoles vieron mucho de ambas cosas. Ellos reconocieron en el bautismo una transición indispensable de una relación a otra (que equivalía a desvestirse del viejo hombre, o la naturaleza de Adán, y vestirse del nuevo hombre, el Cristo, el cual es el único nombre cobertor, con el cual el desnudo hijo de Adán es investido y se presenta vestido delante de Jehová para ser aprobado ante Sus ojos). Por supuesto que este efecto no surge del mero hecho de ser sumergido en agua, lo cual en sí mismo carece de virtud religiosa, sino que es el resultado reconocido por Dios cuando este acto se realiza en relación con un entendimiento inteligente y una fe afectuosa hacia la verdad.
Puede parecer extraño e increíble que Dios relacionara un cambio tan decisivo con un rito ridículo y trivial (como algunos lo consideran). Sin embargo, una mente seria no se detendrá a razonar sobre el asunto cuando está segura de que es la voluntad de Dios, especialmente cuando recuerda que es una de las características del trato de Dios con los hombres, el hecho de que seleccione «lo vil del mundo y lo menospreciado, y lo que no es» (1 Corintios 1:27,28), por medio de lo cual logra resultados importantes para que pueda verse que el poder es de Dios, y no de los medios, y que la verdadera obediencia pueda ser asegurada en Sus siervos. No fue el consumo de la fruta en sí, fuera de la prohibición divina, lo que constituyó la ofensa de Adán. No era únicamente el mirar a la serpiente de bronce en el desierto lo que curaba a los israelitas cuando eran mordidos por las serpientes. No fue por la sola inmersión en el Jordán que Naamán fue curado de su lepra. Fue el principio envuelto en cada caso lo que produjo los resultados, es decir, el principio de obediencia a la ley divina, lo cual es una característica prominente en todos los tratos de Dios con el hombre. Obediencia es todo lo grandioso que se requiere de nosotros:
«¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros.» (1 Samuel 15:22)
No importa cuál sea el acto. Cuanto más extraordinaria sea la cosa requerida, más severa será la prueba y más sobresaliente la obediencia, aun cuando sea el ofrecimiento del único hijo, o la matanza de toda una nación. En cualquier caso, y frente a todos los riesgos, la obediencia debe ser rendida. Dios no es menos exigente en este sentido bajo la dispensación cristiana que bajo la ley de Moisés; sino, si es posible, una tanto más. Esto se deduce de las palabras de Pablo en Hebreos 2:1-3:
«Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos. Porque si la palabra dicha por medio de ángeles fue firme y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución, ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? La cual, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron.»
Así que, aunque se pueda decir que el cristianismo, en sus preceptos, es «un yugo fácil y una carga ligera,» aun así, con respecto a sus obligaciones, nos enseñan los apóstoles que sobrepasa a la ley en rigidez y responsabilidad. ¡Cuan peligroso, resulta entonces, subestimarlo siguiendo la moda de la moderna «caridad,» diciendo que carece de importancia si creemos sus doctrinas o no, y que carece de interés si atendemos sus ordenanzas!
Dios exige la única esperanza, la única fe y el único bautismo, como la única ofrenda aceptable que un pobre hijo de Adán puede presentar bajo la dispensación cristiana. Ofrecer a Dios un mero sentimiento de piedad de nuestra propia invención, es ofrecer «fuego extraño,» el cual traerá con seguridad la muerte sobre el oferente. Dios exige a todos los creyentes de Su verdad que sean sumergidos, como un medio para transferirlos de los dominios del viejo y mortal Adán a una relación dadora de vida con el segundo Adán, el Señor de los cielos, quien ha sido hecho espíritu vivificante. Aunque sea muy humillante someterse a un acto del cual el sentido común no percibe alguna razón, aun en esa misma sumisión la obediencia es más completamente comprobada y la honra de Dios mejor ejemplificada que en la realización de lo que la necesidad o el sentido común pudiera dictar.
El cambio efectuado en nuestra posición por el bautismo es «mediante la fe en el poder de Dios» (Colosenses 2:12). De no haber tal fe, no hay eficacia en el acto; así que nuestro punto de vista sobre el bautismo realmente depende de nuestra condición mental en relación con Dios. La fe como de un niño en Su palabra y la implícita obediencia a Su voluntad (sin la cual es imposible agradarlo) nos llevará instantáneamente a considerarlo como un acto esencial, bajo la dispensación cristiana, de parte de cada uno de los que desean alcanzar la gran salvación. Porque de no haber sido esencial, nunca habría sido agregada como una disposición cristiana y nunca habría sido atendida por el Señor Jesús, los apóstoles y los primeros cristianos.
Aun así el carácter del acto depende de la condición de la persona que lo realiza, pues como ya fue señalado, por sí mismo no es nada. Una persona sin entendimiento no es apta para bautizarse, sin importar cuán sincero pueda ser en su deseo de hacer la voluntad de Dios. El bautismo se prescribe únicamente para los que creen en el evangelio; y en los primeros tiempos nunca fue administrado a otros. Los hombres nunca fueron exhortados a ser bautizados sino hasta que habían llegado a un conocimiento de la palabra de salvación. Porque sin tal conocimiento, el acto habría sido un simple lavamiento corporal, sin beneficio en lo que a la vida eterna se refiere, como los que se realizaban bajo la ley. En cada caso del Nuevo Testamento, el evangelio fue entendido y creído antes que el bautismo fuera administrado. Se requiere la única fe para validar el único bautismo. Era un «lavamiento del agua por la palabra» (Efesios 5:26).
Pero cuando la palabra estaba ausente de la mente, el elemento limpiador faltaba, y el sujeto del rito aún no había sido lavado. Esta es la condición de vastas multitudes hoy en día, que han sido sumergidas como ordenanza religiosa, pero que están en total ignorancia del evangelio predicado por Jesús y sus apóstoles. Su inmersión en ignorancia es inválida, aunque se repita un millar de veces. Si estas personas posteriormente logran llegar a un conocimiento verdadero de la palabra, el bautismo será tan necesario como si nunca hubieran ido antes a las aguas. Para un caso bíblico de reinmersión, véase Hechos 19:1-5, donde doce discípulos que habían sido bautizados por Juan el Bautista, fueron rebautizados en cuanto Pablo hubo rectificado cierto punto de doctrina de ellos.
En cuanto a los que dan respaldo al rociado de niños como bautismo cristiano, la tendencia completa de los argumentos anteriores es la de mostrar que ellos son culpables de insensatez religiosa, de una clase tan palpable y evidente como para no necesitar refutación. Su argumento puede ser hecho a un lado subrayando que la doctrina de la regeneración baptismal de infantes, como todos los otros absurdos de la apostasía, debe su existencia y apoyo al gran engaño central que es la misma vida de la religión popular, la doctrina de la inmortalidad del alma.
Para resumir todo el asunto, una persona instruida en la palabra del reino y que desea saber qué hacer para ser salva, sólo puede recibir una respuesta bíblica: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados» (Hechos 2:38). Cuando ha rendido esta obediencia de fe, entonces nace del agua por medio de la influencia inicial de la verdad; habiendo entrado en el Nombre, sus pecados son cubiertos, sus transgresiones escondidas; toda su vida pasada es cancelada, dando comienzo a un período de prueba en el cual se convierte en un candidato lícito para aquel nacimiento del espíritu desde la tumba, lo que finalmente lo constituye en un «hijo de Dios, al ser hijo de la resurrección» (Lucas 20:36), «esperando la adopción, la redención del cuerpo» (Lucas 8:23).
Pero su aceptación final dependerá del carácter que desarrolle en su nueva relación con Dios. Si produce los frutos del Espíritu, es decir, los resultados morales procedentes de las palabras-espíritu (Juan 6:63), las cuales se han fijado en su mente como fuerza motriz, entonces será aprobado por el Señor cuando regrese a «pedir cuentas a sus siervos» como de aquellos que han dado fruto, «unos a treinta, otros a sesenta, y otros a ciento por uno.» Pero si continúa desarrollando las obras de la carne, es decir acciones, ya sean respetables o no, dictadas por sus propios instintos carnales, sin el entendimiento de la palabra, será calificado como aquellos que «oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto» (Lucas 8:14).
«El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna» (Gálatas 6:8). Las dos clases de personas son tratadas por el Padre de modo diferente. «Todo pámpano que en mí no lleva fruto,» dice Jesús, «lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.» Los nombres de los primeros serán «borrados del libro de la vida» (Apocalipsis 3:5) en el cual fueron inscritos en el momento de su bautismo; mientras que los otros llegan a ser los objetos especiales del divino entrenamiento, por medio de las circunstancias providencialmente arregladas en torno a ellos: «todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Romanos 8:28).
«…enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28:20). Estas fueron las instrucciones de Jesús a sus apóstoles antes de partir. En otra ocasión dijo: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15:14). Existe también cierta ordenanza de la cual el Señor dijo «haced esto en memoria de mí» (Lucas 22:19). Siendo ésta una de «las cosas que os he mandado,» su observancia es considerada como una señal de nuestro compañerismo. La referencia es al «partimiento del pan,» o la «cena del Señor» en la cual, según se nos informa, los primeros cristianos «perseveraban» (Hechos 2:42). Fue originalmente instituida cuando Cristo y sus discípulos se reunieron por última vez para celebrar la pascua judía. Leemos de aquella ocasión:
«Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama.» (Lucas 22:19,20)
Aquí hay un simbólico partimiento del pan instituido por Cristo para la observancia de sus discípulos durante su ausencia. Debía ser cumplida en su memoria hasta que retornara de nuevo, tal como se vuelve evidente en las palabras de Pablo en 1 Corintios 11:26: «Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga.» La forma de observarlo es muy apropiada. El pan, según la instrucción del Maestro, representa su cuerpo roto, y el vino, su sangre derramada; y así la escena que la naturaleza humana es susceptible de olvidar (la muestra del amor personal de Cristo y la condenación del pecado en la carne) se vuelve un memorial delante de sus discípulos al compartir estos símbolos. La observancia proporciona un centro común, alrededor del cual los hermanos de Cristo pueden reunirse en tal capacidad para ser refrescados espiritualmente por la contemplación del gran sacrificio al que amorosamente se sometió por causa de ellos, mientras proporciona una forma de expresión tangible del amor de quien, aunque ausente, ha prometido volver. Aunque simple en su naturaleza, está profundamente adaptado a las necesidades espirituales de los hermanos, obligándolos a reunirse, lo cual de otra manera quizá raras veces sucedería, y dando oportunidad para exhortación y consejo que de otra manera posiblemente no serían pronunciados. De esta manera se crean circunstancias que conducen de forma preeminente a su edificación en la gloriosa fe y esperanza que poseen, y contrarrestan el efecto secularizante y espiritualmente corrosivo de los quehaceres de su diario vivir.
Habiendo sido ordenado, la observancia del partimiento del pan es un deber obligatorio, que ningún cristiano verdaderamente iluminado puede menospreciar o evadir. Los cuáqueros van a un extremo del asunto, rechazando la práctica de todas las observancias cristianas, y los católicos romanos van al otro extremo, exaltándolas en agentes de virtud espiritual. Pero los que son inteligentes en la Palabra se preservarán de ambos extremos.
En cuanto al tiempo cuando la ordenanza debe ser observada, o la frecuencia con que debe ser realizada, no hay mandamiento. Pero la práctica de los primeros cristianos puede ser tomada como una guía segura, considerando que ellos estaban bajo la inmediata supervisión de los apóstoles. Leemos en Hechos 20:7, que «el primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan, Pablo les enseñaba»; y en 1 Corintios 16:2, «cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado.» El primer día de la semana es nuestro día domingo. Fue el día en el que Cristo se levantó de los muertos, y, por consiguiente, una ocasión apropiada para la celebración de un evento del cual su resurrección fue la gloriosa consumación.
Debe notarse que no hay ninguna justificación en los hechos y testimonios producidos sobre este tema, para la rigurosa doctrina sobre el sábado, tal como se aplica en la cristiandad de hoy. El sábado fue una institución judía. Era parte del yugo que según Pedro, «ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar.» No era parte del sistema cristiano. Fue abolido junto con «el acta de los decretos que había contra nosotros.» Su adopción por la cristiandad puede explicarse por el hecho de que en los días de los apóstoles, hubo algunos que se levantaron y dijeron: «Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos.» Pero esta doctrina no era verdadera entonces, como tampoco lo es ahora. En un concilio de los apóstoles, que fue convocado para considerar este asunto, se aprobó la siguiente carta:
«Los apóstoles y los ancianos y los hermanos, a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia, salud. Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley, nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, elegir varones y enviarlos a vosotros… los cuales también de palabra os harán saber lo mismo. Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardareis, bien haréis. Pasadlo bien.» (Hechos 15:23-29)
Así que los apóstoles claramente prohibieron que se impusiera a los cristianos originales cualquier mandato de la ley de Moisés, excepto aquellos que se mencionan específicamente; y por consiguiente, el sábado entre los demás. Porque si éste hubiera sido exceptuado, habría sido mencionado entre las excepciones. Pero esta prohibición categórica no extinguió el espíritu judaizante que se había infiltrado en la iglesia. De aquí que encontramos a Pablo escribiendo en el siguiente tenor a los gálatas:
«Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años. Me temo de vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros.» (Gálatas 4:10,11)
Y también
«Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo.» (Colosenses 2:16)
Su enseñanza sobre el tema del sábado es: «Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente» (Romanos 14:5). Prácticamente dice que es un asunto de tan poca importancia, que cada uno deberá seguir su propia convicción. El punto de vista popular sobre este asunto, tal como se ilustra desde los púlpitos, es obviamente equivocado. Es privilegio de los hermanos de Cristo descansar de su trabajo en el primer día de la semana envolviéndose con dedicación en la meditación espiritual más de lo que es posible en cualquier otro día de la semana, sin estar sujeto a ninguna esclavitud. Son libres de hacer todo lo que estimen conveniente, sin el riesgo de infringir alguna ley de Dios. Lo que sea correcto hacer en cualquier día de la semana, no es incorrecto hacerlo el domingo aunque posiblemente no sea apropiado. Los hermanos de Cristo no promueven la abolición del domingo como día de descanso de las labores seculares y atención de las actividades religiosas. Al contrario, están muy agradecidos por la oportunidad que les proporciona. Solamente protestan contra el error que pone una gravosa carga sobre los demás, recordando que su Maestro ha dicho: «Es lícito hacer bien en el día de reposo,» aunque esto signifique arrancar espigas en el campo para satisfacer el hambre, o rescatar una infortunada oveja que pueda haber caído en un foso.
En conclusión, la persona debe familiarizarse con la verdad expresada en la frase del Nuevo Testamento, «el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo»; bautizarse en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, el gran nombre cobertor provisto en el Señor Jesús; participar de allí en adelante con aquellos de «una fe igualmente preciosa» en la ceremonia semanal instituida por el ausente Señor; y continuar en la práctica diaria de todas las cosas ordenadas por Cristo, y en el cultivo diario de aquel exaltado carácter que fue ejemplificado por él, esperando y deseando ansiosamente el retorno del Señor de los cielos. Si la persona se coloca en esta posición, y con fidelidad la ocupa hasta el final, ciertamente será aprobada cuando el Señor venga, y será invitada como «buen siervo y fiel» a entrar en el refugio provisto para el pueblo del Señor en el día del turbión, y a heredar su glorioso reino.
~ Robert Roberts