Volver a la lista de publicaciones

La Cristiandad Extraviada

Capítulo 17 - Los Caminos de la Cristiandad son Contrarios a Los Mandamientos de Cristo

Introducción

En el estudio anterior se hizo mención de la necesidad, revelada en las Escrituras, de que los creyentes continúen en la práctica diaria de todas las cosas mandadas por Cristo. Habiéndose extraviado de las doctrinas, la cristiandad también ha abandonado los mandamientos de Cristo, si es que alguna vez los tuvo como regla de vida. Probablemente dejó los mandamientos como resultado del descuido de las doctrinas; porque la fuerza de los mandamientos sólo puede ser sentida por aquellos que reconocen que la salvación depende de su obediencia. La teología popular los ha reducido a una práctica inútil. Con su doctrina de la «justificación por la sola fe,» ha oscurecido totalmente el principio de obediencia como la base de nuestra aceptación en Dios y en Cristo.

Es parte de la restitución moderna de los caminos apostólicos primitivos, reconocer con claridad que mientras la fe convierte a un pecador en santo, solamente la obediencia asegurará la aceptación de un santo ante el trono de juicio de Cristo; y que un santo desobediente será rechazado más decisivamente que un pecador injustificado.

La regla o norma de obediencia se encuentra en los mandamientos de Cristo. El mismo habla muy claramente sobre este tema:

«Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos.» (Juan 15:14,15)

«Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado.» (Mateo 28:20)

«Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis.» (Juan 13:17)

«No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre.» (Mateo 7:21)

«Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos.» (Santiago 1:22)

«El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso.» (1 Juan 2:4)

Estas declaraciones son resumidas en las palabras de Cristo: «Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Juan 15:10).

Se observará que estos mandamientos han sido neutralizados por las tradiciones y prácticas de los llamados cristianos de la era moderna. Pero primero tenemos que darnos cuenta de que los mandamientos de los apóstoles están incluidos en los mandamientos de Cristo. Es práctica común diferenciarlos. Se dice algunas veces que mientras los mandamientos de Cristo son valiosos y obligatorios, los mandamientos de los apóstoles están marcados por la debilidad de los hombres que los comunicaron, y de ningún modo están colocados en el mismo nivel que los preceptos de su Maestro, quien carecía de defecto. Esta distinción no está fundada en la verdad. Los mandamientos entregados por los apóstoles no provenían de sí mismos. Eran tan divinos como aquellos que vinieron de la boca del Señor. Pablo afirma esto con claridad:

«Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor.» (1 Corintios 14:37)

Esta proclama no hace más que repetir lo que el mismo Señor Jesús dijo al respecto. Enviando a sus apóstoles a enseñar su doctrina después que se hubiera ido de la tierra, no los abandonó a sus propios recursos como hombres naturales para la ejecución de la labor. Les hizo una promesa específica de sabiduría y guía sobrenatural. Esta promesa fue hecha en varias formas:

«Yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan.» (Lucas 21:15)

«Si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré…el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho.» (Juan 16:7; 14:26)

«Mas cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.» (Mateo 10:19-20)

La promesa de Cristo de que enviaría el Espíritu a los apóstoles se cumplió en el día de Pentecostés. Jesús les dijo que no comenzaran su labor apostólica hasta que el Espíritu viniera (Lucas 24:49; Hechos 1:4). Ellos debían esperar en Jerusalén hasta que llegara el prometido «poder de lo alto,» por medio del cual podrían dar un testimonio efectivo de la palabra. No tuvieron que esperar mucho tiempo. Diez días más tarde, mientras ellos estaban reunidos (los apóstoles y discípulos en número de 120), el Espíritu vino con el sonido de un repentino y poderoso viento, el cual llenó el lugar donde ellos estaban, coronando a cada uno de los apóstoles con una visible diadema de fuego, y manifestando su poder inteligente al dar a los apóstoles el poder de interpretar la palabra en todos los idiomas entonces conocidos (Hechos 2:1-13).

Cuando la conmoción causada por este maravilloso suceso llegó a su cúspide, Pedro explicó la naturaleza del fenómeno a los perplejos espectadores. Recordó a la multitud reunida la reciente crucifixión de Jesús, de la que ellos estaban enterados. Luego declaró su resurrección como un hecho confirmado por el testimonio visual de los apóstoles, y agregó: «Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís» (Hechos 2:33).

El espíritu que de esta manera les fue concedido permaneció con ellos como una presencia instructora hasta el final. Era esto lo que justificaba la pretensión de Pablo de tener autoridad divina para las cosas que escribió; porque, si bien Pablo no estaba entre los apóstoles en aquel tiempo, fue añadido a su número un poco más tarde, y dotado de capacidades sobrenaturales como los demás apóstoles. Esto es lo que hizo posible que el apóstol Juan tomara la misma posición fuerte en su primera epístola: «Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios nos oye; el que no es de Dios no nos oye. En esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu de error» (1 Juan 4:6). Cuando Juan dijo esto no estaba agregando más a lo que Jesús mismo dijo referente a Juan y a sus compañeros apóstoles: «Como me envió el Padre, así también yo os envío» (Juan 20:21). «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha» (Lucas 10:16).

Esta es la autoridad de Cristo para situar la palabra de sus apóstoles al mismo nivel que el suyo. El dijo respecto de su enseñanza: «La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió» (Juan 14:24). Bajo el mismo principio podían decir los apóstoles con Pablo: «Las cosas que escribimos (y hablamos) son (no de nosotros, sino) de Cristo, quien nos envió.» El principio es éste: el Espíritu Santo del Padre estaba sin medida en el Señor, haciéndolo uno con el Padre, quien es el Espíritu eterno que llena todo el universo; por medio del cual dio los diez mandamientos que eran una verdad divina como si hubiese sido proclamada desde el cielo a oídos de todo el mundo (Lucas 3:22; Juan 3:35; Hechos 1:2). Así que el Espíritu Santo estaba en los apóstoles, procedente de Cristo, quien estaba en unidad con el Padre concediendo a las palabras de ellos la autoridad divina, idéntica a la que fue atribuida a sus propias palabras. Por consiguiente, esta es una relación de cosas perfectamente natural, que Cristo manifiesta cuando dice: «El que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió.»

A la luz de estas consideraciones resulta evidente cuán gravemente equivocado está el punto de vista que menosprecia los preceptos apostólicos, mientras respeta a aquellos que vienen directamente de la boca de Cristo. Los mandamientos de los apóstoles son mandamientos de Cristo; y los mandamientos de Cristo son mandamientos de Dios. La obediencia a los mandamientos de Dios es de una importancia que no puede ser exagerada, en vista de lo que está escrito en Apocalipsis: «Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad» (Apocalipsis 22:14).

Cuando Jesús envió a sus apóstoles, no sólo les mandó predicar el evangelio, pues les dijo: «…haced discípulos a todas las naciones…enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28:20). Es obvio que esto extiende la obligatoriedad de los mandamientos entregados a los apóstoles también a todos los creyentes, y esto no en el sentido de parecer o conveniencia, sino en el sentido de obligatoriedad imperativa. En otras palabras, la obediencia de estos mandamientos es esencial para todos los creyentes. Cristo dijo esto con claridad al concluir lo que es conocido como el «Sermón del Monte,» que no es más que una larga serie de estos mismos mandamientos; en realidad, la más metódica y extensa colección de ellos, extraída del total de sus enseñanzas registradas. El dijo: «Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina» (Mateo 7:24-27).

No pudo Jesús habernos dicho de modo más claro que nuestra aceptación final por él dependerá de que hagamos las cosas que él ha mandado. Si lo dijo en forma más clara, fue cuando pronunció las palabras: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 7:21).

La idea así explícitamente enunciada, ocurre frecuentemente en las enseñanzas del Señor. Aparece en varios contextos y formas, pero siempre con la misma franqueza y vigor. No hay lugar para falsas interpretaciones. Cierta vez, estando Jesús en medio de una multitud que lo escuchaba, alguien dijo: «He aquí tu madre y tus hermanos están afuera, y te quieren hablar.» Su respuesta inmediata fue: «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?… Todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre» (Mateo 12:47-50). En otra ocasión, una mujer de la multitud exclamó: «Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste.» Su respuesta fue: «Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan» (Lucas 11:27,28). En otra ocasión dijo: «¿Por que me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lucas 6:46). Otra vez dijo: «Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo 5:20). También: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15:14).

Ahora bien, en cuanto se refiere a la relación de la cristiandad con estos mandamientos, tenemos una buena descripción en las palabras que Jesús aplicó a los líderes religiosos de la nación judía: «Habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición» (Mateo 15:6). Escasamente habrá un mandamiento de Cristo que no sea sistemáticamente despreciado en la práctica del mundo llamado cristiano. No es solamente la desobediencia de los mandamientos, sino que tampoco son reconocidos. Han sido minimizados y anulados por la influencia de la opinión humana y los preceptos recibidos por tradición. Hemos visto cómo el completo mandamiento de creer al evangelio ha sido dejado a un lado; el mandamiento del bautismo ha sido reducido a nada, y el del partimiento semanal del pan, en recuerdo de Jesús, ha caído en el descuido. No es de estos mandamientos de los que hablaremos ahora.

Me refiero a una clase de mandamientos que tienen una acción más directa contra la tendencia e inclinación humana. Debido a su propósito de probar, purificar, castigar y disciplinar la mente, sujetándola a la divina voluntad, hay una predilección universal por interpretar estos mandamientos de tal manera que elimine sus inconveniencias para los hombres llamados al servicio de Cristo en el mundo actual e inclinados a obedecerle, aunque no con una cantidad muy grande de fe, ni el entusiasmo resultante. A causa de este consenso que se ha puesto de moda, la mayoría de los hombres tienen miedo de pensar de la manera que los mandamientos, francamente entendidos, los conducirían a pensar. Pero los mandamientos no son alterados por el «consenso.» Permanecen como la expresión de la voluntad de Cristo, aunque la tradición tenga éxito en anularlos. Será una pobre defensa de la desobediencia, en el día del juicio, decir que no nos atrevimos a cumplirlos porque no entendimos que tuvieran algún valor práctico en los tiempos modernos. Las inclinaciones y tradiciones de la multitud han sido siempre contrarias a la voluntad de Dios. El divino registro histórico del mundo es prueba de esto. Por consiguiente, es necesario que los hombres que creen en Dios, oigan la voz de su palabra, y no las opiniones de la gente y de sus líderes.

De los mandamientos reconocidos pero no obedecidos, no es aquí el lugar apropiado para hablar. Que Dios debe ser amado y servido; que los hombres deben ser fieles, justos y bondadosos; que los intereses de nuestro prójimo deben tener tan alta consideración como los propios: ningún hombre que se considere miembro de la cristiandad los negará, aunque haga poco para ponerlos en práctica en su vida. Estos mandamientos son tales que poseen belleza en sí mismos y se recomiendan solos ante los instintos morales de todos los hombres (que no se han degradado al más bajo nivel) como dictados de la más alta sabiduría.

Es de los mandamientos cuya excelencia no es tan fácil de comprender, de los que realmente es necesario hablar; mandamientos cuyo propósito no es hacer la vida agradable, sino sujetar la obediencia de los creyentes a una disciplina que los someterá y moldeará de acuerdo al divino modelo, en preparación para el perfecto y agradable estado de existencia que será establecido por Cristo sobre la tierra en el día de su venida.

1.

No os conforméis a este siglo [mundo] (Romanos 12:2). No hay mucho peligro de perder el significado de esto. El siglo es la gente, como distinta de la tierra en que habitan. Pedro expresó esto más allá de cualquier duda al llamarlo «el mundo de los impíos» (2 Pedro 2:5). Jesús también lo pone en claro cuando habla del mundo que ama y odia: «Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo» (Juan 15:18-19). Esto sólo puede aplicarse a la gente. El mandato pide no conformarse al mundo de seres humanos sobre la tierra tal como actualmente es. Jesús claramente manifestó que él no pertenecía a tal mundo, y mandó a sus discípulos aceptar una posición similar. «El siglo venidero» es el mundo del cual son ciudadanos. De su posición en el mundo presente, Jesús dijo en oración: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Juan 17:16). Por medio de Juan les ordenó: «No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo» (1 Juan 2:15-16). Por medio de Pedro indica que su posición en el mundo es la de «extranjeros y peregrinos» (1 Pedro 2:11), y su vida es «tiempo de peregrinación» (1:17), que debe pasarse en santidad y en temor (1:14-17).

El mundo que odió a Jesús fue el mundo judío. Por consiguiente, estamos libres del error de suponer que por el mundo se entiende lo extremadamente vil e inmoral de la humanidad. Los judíos estaban lejos de ser tal cosa. Eran un pueblo muy religioso devoto que profesaba su fe con ostentación y observaba meticulosamente las ceremonias. Entre ellos la norma de respetabilidad era alta en sentido religioso. Todas sus conversaciones con Cristo demostraron esto. Lo que los llevó a la completa separación señalada en las palabras y preceptos de Cristo, es indicado por el mismo Jesús en su oración al Padre, tan maravillosamente registrada en Juan 17: «Padre justo, el mundo no te ha conocido» (versículo 25). Es la relación del mundo con Dios la que separa del mundo a los amigos de Dios (si éstos son fieles). El mundo no ama a Dios, ni lo conoce, ni lo toma en cuenta. El mundo no se preocupa por Dios en ningún sentido. La expresa voluntad de El, Su declarado propósito, Sus proclamas intrínsecamente soberanas, son expresamente rechazadas o tratadas con total indiferencia. Su eterna realidad, grande y temible, es ignorada. La acusación de Daniel contra Belsasar es aplicable al mundo en general: «Al Dios en cuya mano está tu vida, y cuyos son todos tus caminos, nunca honraste» (Daniel 5:23).

Esta es una explicación completamente suficiente del tema que estamos considerando. Si el mundo es enemigo de Dios, ¿cómo pueden ser amigos de él los amigos de Dios? Basándose en lo más profundo de la naturaleza de las cosas, Santiago escribe: «¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Santiago 4:4). «Ninguno puede servir a dos señores…. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6:24).

La fuerza de este argumento se multiplica diez veces cuando contemplamos la situación presente a la luz de su explicación divina y del propósito divino concerniente. Debemos buscar esta explicación en el comienzo de las cosas: el comienzo que Moisés mostró (y fue aceptado por Cristo, siendo por consiguiente confiable frente a todas las teorías y especulaciones modernas). Este comienzo muestra al hombre en armonía con Dios, y a las cosas como «muy buenas.» Después nos muestra la desobediencia (rechazo de la voluntad de Dios como reguladora de la acción humana, es decir, el pecado), y como resultado de esto, el retiro del compañerismo divino, llevando a los hombres al exilio y a la muerte, permitiendo de allí en adelante solamente el acercamiento por medio de sacrificios en señal del camino final de retorno. El mundo actual es la continuación y ampliación del estado maligno del hombre, resultante de la separación del hombre de su Creador desde el principio. Es un mundo ampliado y agravado. «El mundo entero está bajo el maligno» (1 Juan 5:19). «Muertos en vuestro delitos y pecados…por naturaleza hijos de ira» (Efesios 2:1-3), sin Cristo…sin esperanza, y sin Dios» (Efesios 2:12).

¿Cuál es el propósito divino referente a este estado de cosas? Lo hemos visto en estudios anteriores. Está brevemente resumido en 2 Tesalonicenses 1:7-8 y Apocalipsis 19:11-16: «Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo.» «Con justicia juzga y pelea…y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso.» Cuando este trabajo de juicio y destrucción ha sido hecho, el reino de Dios prevalece en la tierra por un millar de años, conduciendo a las naciones por sendas de justicia y paz. Después de una breve renovación del conflicto con el diabolismo de la naturaleza humana, viene al fin el día de la completa restauración, siendo eliminados los impíos de la tierra y salvados los siervos de Dios. «No habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes» (Apocalipsis 22:3-4).

Aquí tenemos armonía con Dios al principio de las cosas, y armonía con él al final de las cosas, y el intervalo intermedio de oscuridad y temor del «presente siglo malo,» durante el cual Dios no es obedecido ni reconocido, pues los fines buscados universalmente son los placeres, gratificaciones e intereses exclusivos de la existencia natural. Sin embargo, en este oscuro intervalo, la divina labor sigue adelante separando del mal a una familia, en preparación para el día de la regeneración y bendición. En vista de estas cosas, no es fácil darse cuenta de lo razonable del divino mandamiento de que Sus siervos no deben conformarse a un mundo malo, en el que Dios no es tomado en cuenta, y al cual ellos no pertenecen.

¿Cómo se comporta la cristiandad a la luz de esto? ¿No es evidente a primera vista que este principio elemental de la ley de Cristo es totalmente hecho a un lado? La idea de un cristiano típico «que no sea del mundo» es una anomalía solamente calculada para excitar la sonrisa irónica del cínico. Si el cristiano ordinario no es «del mundo» ¿dónde encontraremos gente que lo sea? Llamar a alguien «hombre de mundo» se ha vuelto uno de los más altos cumplidos que se puede dar a la cultura y juicio de un hombre que dondequiera está en casa, que ve el bien en todo, y jamás encuentra algo muy malo. A oídos de tal hombre, las distinciones y escrupulosidades impuestas por Jesucristo y sus apóstoles tienen un sonido anticuado. Peor, un sonido egoísta, irritante, de mente estrecha y sectarismo fanático. El serio reconocimiento y observancia de lo correcto y equivocado, como resultante de la ley de Cristo es, a sus ojos, el síntoma de odioso fanatismo, descalificándolos por la sociedad o el más común y buen compañerismo.

«El hombre de mundo,» con su abandonada bondad para todas las cosas, es un buen cristiano según las normas populares. El es esencialmente «del mundo»; y aunque Cristo proclamó que él «no era del mundo,» y mandó a sus discípulos aceptar una posición similar, este ser mundano es considerado como cristiano a los ojos de la cristiandad. ¡No en balde! La iglesia es el mundo. ¿Qué hay en el mundo con lo que la iglesia no esté mezclada? (por iglesia debemos entender tanto la religión oficial como los grupos reformados).

Consideremos la esfera política. Si hay algo particularmente característico «del mundo» es la política, ya sea en el ejercicio o discusión del poder temporal y sus formas. Está escrito: «Los reinos del mundo han venido a ser [al regreso de Cristo] de nuestro Señor y de su Cristo.» Consecuentemente, por ahora los reinos son «del mundo.» En lenguaje moderno, el «reino» se ha convertido en «estado,» a causa de que la forma política del estado varía. ¿Dónde está la iglesia en relación con el estado? La alianza de la iglesia y el estado es por sí misma suficiente ilustración de la separación de la cristiandad de los mandamientos de Cristo. Es una prueba de que la iglesia moderna es «de este mundo» aunque la práctica privada de sus miembros esté en armonía con la mente de Cristo.

La práctica privada común de aquellos que se consideran «cristianos» elimina cualquier duda de que la forma pública de las cosas debe ser abandonada. Esa práctica privada común puede resumirse como un intento de descargo de todas las partes y funciones que pertenecen, o posiblemente pudieran pertenecer, a los ciudadanos del mundo presente. No hay lugar, parte o característica del presente mundo malo en el cual no se encuentran incorporados. Los obispos son parte del sistema mundano de Inglaterra, puesto que se sientan con sus vestiduras en la Cámara de los Lores, a supervisar las leyes hechas para este mundo en la Cámara de los Comunes. Los clérigos son «caballeros» elegibles para la sociedad del mundo, y bienvenidos en las recepciones de la aristocracia y en los campos de caza con los asistentes. Sus asistentes laicos y oficiales menores tienen la administración del mundo en manos de sus varios departamentos, ya sea cobrando los diezmos con la espada de la ley en la mano o negando un lugar de descanso en el patio de la parroquia a los herejes muertos. Sus laicos buscan riquezas, posición y poder, como legítimos objetos, siendo los más honorables los más exitosos en alcanzarlos. En detalles más pequeños, ellos son votantes (vasos sanguíneos secretores del sistema político); son patriotas y oradores políticos públicos (tendones y músculos del sistema); ellos queman la pólvora en el campo de batalla o compiten por el honor cívico o parlamentario del estado en los condados (volviéndose órganos del sistema). Corren en multitudes a las diversiones públicas, o en privado satisfacen sus gustos sin el menor freno o referencia a las amonestaciones de sobriedad, abstinencia y negación de sí mismo que exige el Nuevo Testamento.

¿Qué ha de hacer en tal estado de cosas el hombre que ansiosamente busca ser siervo de Cristo, y desea ser encontrado con él en su venida, en la actitud de una novia casta y leal, preparada para el matrimonio. El sentido común supliría la respuesta si no nos hubiera sido dada con claridad por el mismo Dios: «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Corintios 6:17-18). Las preguntas con las cuales Pablo introduce esta cita señalan de una sola vez la razonabilidad de este mandamiento: «¿Qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y que comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?

El creyente del evangelio no tiene otra alternativa más que abandonar el mundo. De otra manera no puede realizar la voluntad de Cristo para aquellos a quienes reclama para sí. El hombre sincero determinará sin ninguna dificultad lo que significa este apartarse del mundo. Cristo y los apóstoles proporcionan en sí mismos un ejemplo que somos invitados a imitar (1 Pedro 2:21; Juan 13:15; 15:18-20; 1 Corintios 11:1; 4:17).

No significa reclusión: ellos viven una vida diaria abierta y pública. No significa aislamiento: siempre son vistos entre los hombres. Significa abstinencia de los propósitos y principios del mundo, y de los movimientos y empresas en los cuales estos son expresados. Las actividades de Cristo y de los apóstoles fueron todas realizadas en relación con el trabajo de Dios entre los hombres. Ellos nunca participan en las empresas del mundo. Sus profesiones temporales son todas privadas; Cristo fue un carpintero; Pablo un fabricante de tiendas; pero en estas, ambos trabajaron como hijos de Dios. Los discípulos de Cristo pueden seguir alguna ocupación de buena reputación; (expresamente se les prohíbe involucrarse con algo de apariencia maligna o que dé al adversario ocasión de reproche: Romanos 12:9; 1 Tesalonicenses 5:22). Pero en todo lo que hacen deben recordar que son siervos del Señor, y actuar como si el asunto que tienen entre manos fuera directamente realizado para él (Colosenses 3:23-24). Aun los sirvientes deben hacer fielmente su parte para un mal patrón, como si lo hicieran para el Señor (1 Pedro 2:18-20).

El sentido en el cual ellos están separados del mundo se encuentra en el propósito para el cual trabajan, y el uso al cual dedican el tiempo y los medios de los que ellos creen ser dueños. Buscan «la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor» (2 Timoteo 2:22). Renuncian «a la impiedad y a los deseos mundanos» y viven «sobria, justa y piadosamente» (Tito 2:12). No viven en placeres (Tito 3:3; 1 Timoteo 5:6). Viven para agradar a Dios, en el cual, a medida que crecen, encuentran su más alto placer. Han de ser santos en toda conversación, limpiándose de toda impureza de la carne y del espíritu, y caminando como los que son el templo de Dios entre los hombres (1 Pedro 1:15; 2 Corintios 13:7; 6:16).

Guiados por estos principios apostólicos, los siervos de Dios se abstienen de los malos hábitos que son tan comunes para la impía cristiandad, entre los cuales el tabaco y el alcohol ocupan un lugar prominente. Como hombres que esperan y se preparan para el reino de Dios (y cuya ciudadanía está en los cielos y no sobre la tierra), aceptan la posición de extranjeros y peregrinos entre los hombres. No se sienten en casa; están de paso. No toman partido con César. Pagan sus impuestos y obedecen sus leyes cuando no están en conflicto con las leyes de Cristo; pero no toman parte en tales asuntos.

No votan, ni piden que otros voten por ellos; no aspiran a los honores o salarios de César; tampoco portan armas. Ellos están de paso en los dominios de César durante el corto tiempo que Dios pueda señalar como prueba. Como tales sostienen una actitud pasiva y de no resistencia, sujetos únicamente a la ansiedad de ser aprobados por Cristo en su venida, obedeciendo a sus mandamientos durante su ausencia. No son del mundo y, por consiguiente, rehúsan conformarse al mundo. El camino es estrecho y lleno de abnegación, muchísimo más para aquellos a quienes les gustaría realizar la imposible tarea de obtener lo mejor de ambos mundos. Pero el final es tan atractivo, y el resultado de llevar la c
ruz tan glorioso, que los iluminados peregrinos escogen el viaje deliberadamente, y resueltamente soportan su dureza.

2.

«Los que son grandes [entre las naciones] ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo» (Mateo 20:25-27). «Vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos» (Mateo 23:8). Nada es más natural para los hombres que buscar honor y reconocimiento entre sus conciudadanos. Es hábito universal de la sociedad «recibir honores, unos de otros, y no buscar la gloria que viene del Dios único» (Juan 5:44). Las personas de todas partes «aman más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Juan 13:43). Es considerado correcto fomentar la ambición o consentir el deseo de fama, lo cual es la misma cosa en los tiempos modernos. Jesús condenó esto sin excepciones. El prohíbe a los hombres buscar la aprobación humana. Es su expreso mandamiento en asuntos de caridad, por ejemplo, «que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha» (Mateo 6:3); en la oración, «ora a tu Padre que está en secreto» (versículo 6) y al practicar el ayuno, «no mostrar a los hombres que ayunas» (versículo 18). El objetivo es para que «tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.» Por la misma razón nos prohíbe aceptar títulos y lugares de honor, y nos pide que tomemos el lugar bajo y de servicio. Ilustrando este significado, Jesús mismo lavó los pies de sus discípulos, enfatizando: «Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13:15). También manifestó expresamente: «Cualquiera que se enaltece, será humillado» (Lucas 14:11). Su mandamiento por medio de los apóstoles es «revestíos de humildad»; hacer a un lado el orgullo, siendo «no altivos, sino asociándoos con los humildes» (1 Pedro 5:5-6; Filipenses 2:3; Romanos 13:3,16).

El objetivo de estos mandamientos debe ser claro para toda mente reflexiva que se da cuenta del objetivo de Cristo en la predicación del evangelio: «purificar para sí un pueblo propio» (Tito 2:14), anunciar «las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pedro 2:9). La celebración de tales alabanzas no es realizada sino hasta que finalmente es requerida desde el trono a la inmortal multitud de santos en el día de su aparecimiento: «Alabad a nuestro Dios todos sus siervos» (Apocalipsis 19:5). Ellos responden al terrible mandato con una tempestad de ferviente aclamación, «como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos» (versículo 6). ¿Cómo podría un pueblo estar preparado para tal alabanza excepto por el mandato de crucificar la tendencia a buscar la honra de los hombres en esta malvada época?

La aceptación de ese honor necesariamente produce autoconcentración, e indispone al corazón para la autohumillación que es el primer ingrediente de la verdadera gloria de Dios. Podemos ver lo que el cultivo de la ambición hace por sus pobres adoradores. Consideremos la elegante multitud en una recepción de la corte, los hijos e hijas de la moda, orgullosos, susceptibles y de rápida mirada: ¿cómo podrían estar calificados para alabar a Dios con la sinceridad requerida? Es el orgullo de hombres el que los llena y controla, visible en su arrogancia, impaciencia y orgullo. Son consumidos por el orgullo como por una fiebre. Los mandamientos de Cristo no son aceptables para ellos. Su principio es «¿Quién es Señor sobre nosotros?» Cuando los mandamientos de Cristo logran entrar, ellos aminoran esta fiebre, y ponen su mente en armonía con verdadera razón en el ennoblecedor reconocimiento de que todas las cosas son derivadas, y que la gloria y crédito de todo se debe definitivamente solamente a Dios, no siendo seguro, ni en la menor cantidad, recibirla de los hombres en la presente edad de impiedad.

¿Qué ocurre con la cristiandad? ¿Se repudian las menciones honoríficas? ¿Son hechas en privado las buenas obras? ¿Se desprecian las alabanzas de los hombres? ¿No es todo notoriamente contrario en todos los casos? ¿No tenemos «reverendos,» «reverendísimos,» «muy reverendos,» «padres,» y una legión de títulos más, estupendos títulos de mentira en su forma mas simple?» ¿No tenemos «maestros» y «doctores» de todas clases impresionando a la multitud a lo sumo como una abstracción reducida a lo que para ellos son misteriosos monogramas? Y de manera más privada, ¿no vemos la misma imitación tras la grandeza, el mismo afecto por la grandeza en toda clase de títulos honorarios demandados y acordados por los millones que se autodenominan «cristianos»?

¿Son los líderes mejores que los seguidores? ¿No son ellos los primeros en la ofensa? ¿Quiénes como ellos resienten rápidamente la omisión de honores convencionales, que ellos llaman «cortesías,» y no responden a los reclamos de benevolencia y justicia cuando no están a la vista de los demás? Deben haber, e indudablemente hay, excepciones; pero por regla general ocurre ahora como cuando Jesús dijo de los escribas y fariseos de su día: «Hacen todas sus obras para ser vistos de los hombres. Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí» (Mateo 23:5-7).

Obsérvense las listas de contribuciones. ¿Dónde estarían las contribuciones si no fueran publicados los nombres y cantidades? ¿No es un hecho que los contribuyentes de la cristiandad desean que sus contribuciones sean publicadas, y que aquellos que las piden se apoyan en la debilidad popular, con el conocimiento seguro de que si no calman su impías ambiciones con el público reconocimiento, las donaciones estarían aún en los bolsillos de los donantes?

En cuanto a la alabanza de los hombres, es la inspiración de toda vida pública, el incienso de la adoración pública, y la fragancia peculiar de todos los procedimientos públicos. ¿Quién puede leer el reporte de una reunión pública sin enfermar sus sentidos con los elogios faltos de sinceridad, tras las presentaciones y testimonios, y el barato pero indispensable voto de agradecimiento? Los motivos de los hombres están corrompidos por la respiración de tal atmósfera. No hay más remedio que la destrucción, y la reconstrucción que se espera será aplicada en la venida de Cristo. El remedio individual reside en «salir» y hacer la voluntad de Dios en privado y oscuridad, en paciente espera por el día glorioso de la rectificación y recompensa que Dios con seguridad traerá en el tiempo de Su propósito en cumplimiento de Su promesa.

3.

«No os hagáis tesoros en la tierra» (Mateo 6:19). Esto es mencionado claramente en otra parte de la sabiduría así: «No te afanes por hacerte rico» (Proverbios 23:4). No hay nada en todo nuestro lenguaje que pudiera ser más claro que esto. Cristo, quien seguramente conocía las cosas mejor que todos, establece un hecho que constituye una razón poderosa para el mandamiento de no preocuparse por las riquezas. «¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas» (Lucas 18:24). El califica las riquezas de «injustas» (Lucas 16:9). No dice que su posesión es absolutamente incompatible con la gracia divina y la herencia de vida eterna. Pero nos da a entender que el peligro de que ahoguen la palabra es extremo (Mateo 13:22), y que la única seguridad de los que tienen riquezas consiste en convertirlas por el uso en amigos y salvaguardias. Su consejo es: «Ganad amigos por medio de las riquezas injustas» (Lucas 16:9). También indica cómo deberá hacerse esto: «Dad limosna; haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote» (Lucas 12:33). Este consejo es repetido por los apóstoles: «A los ricos de este siglo manda…que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo porvenir» (1 Timoteo 6:17). «Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pedro 4:10).

Los ricos de la cristiandad no se adhieren a estas divinas prescripciones. Al contrario, gastan profusamente en sí mismos su superabundancia de mil maneras que ministran para «los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida.» Si obtienen más, su plan es aumentar la base de su propio engrandecimiento personal. Serían considerados insensatos si hicieran otra cosa. La manera como Cristo considera el asunto (en realidad él los considera insensatos por hacer las cosas por las cuales el mundo los considera sabios), pueden aprenderla de antemano en Lucas 12:16:

«La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo donde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.»

Aquí la ley de Cristo prohíbe a los pobres trabajar para ser ricos, y manda a los ricos usar su abundancia en ayuda de los necesitados que los rodean. ¿Cuál es la práctica de la cristiandad con relación a esto? ¿No es hacer tesoros en la tierra, la única meta, la única cosa recomendada, lo únicamente necesario y respetable para todos? ¿No resiente el rico la sugerencia de liberalidad con los pobres como una insolencia, deseando lanzar al sugerente a las alcantarías? Estas cosas son reales. Pero el mandamiento calmadamente permanece teniendo que enfrentarlo algún día, como Jesús dice: «La palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero.» Podemos prosperar en nuestra diligente espera, o placenteramente gozar personalmente dentro de los límites de nuestras riquezas injustas, justificando nuestra acción con las teorías económicas producidas por la experiencia de una generación pecadora. Pero ¿dónde estaremos cuando salgamos de la tumba con las manos vacías para comparecer delante del que «juzgará a los vivos y a los muertos,» quien abrirá nuestros ojos al hecho de que todo lo que teníamos en el día de nuestra prueba, era Suyo? El decidirá el asunto solamente bajo Sus principios, y no bajo el principio que los pecadores han considerado popular entre sí.

4.

«No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, vé con él dos» (Mateo 5:39-41; Lucas 6:30). De todos los mandamientos de Cristo, este de sumisión irrestricta a la injusticia personal y legal, es el que con mayor severidad pone a prueba la lealtad de sus discípulos, y el cual es más decisivamente descuidado por toda la cristiandad. No sería exagerado decir que es deliberadamente rechazado y formalmente pasado por alto por la gran masa de cristianos profesos, como una regla de vida impracticable. Que está establecido como el más claro de los mandamientos de Cristo, no puede ser negado. Que además, fue repetido por los apóstoles y llevado a la práctica por los primeros cristianos, es igualmente libre de contradicción. Aun así, es ignorado por todas las clases como si nunca hubiera sido escrito. ¿A qué se puede atribuir esta deliberada desobediencia de todos los rangos y clases de hombres, quienes profesan estar sujetos a Cristo?

Indudablemente se debe en parte a un concepto erróneo del propósito de los mandamientos. Se imagina comúnmente que los mandamientos de Cristo tienen el objetivo de proporcionar el mejor modo de vida entre los hombres, es decir, el modo que mejor ayude a asegurar una adaptación benéfica de hombre a hombre en el presente estado de cosas sobre la tierra. Sin duda, darían resultado si todos los hombres actuaran conforme a ellos. Pero en un mundo donde la mayoría los ignora y actúa según sus instintos egoístas sin escrúpulos, el resultado es otro. Exponen al obediente a desventajas personales. Nunca fueron programados para tener otro efecto. Tienen la intención de formar «un pueblo único,» cuya peculiaridad consiste en la restricción del impulso natural en sumisión a la voluntad de Dios. Los mandamientos fueron diseñados para castigar, disciplinar y purificar tal pueblo por medio del ejercicio de paciente sumisión a la injusticia, en preparación para otro tiempo cuando tales mandamientos ya no estarán en vigencia, pues se dará a los perfeccionados y obedientes santos autoridad para «dar retribución» a los impíos, quebrantando al opresor, como anticipo de la bendición a todo el pueblo (2 Tesalonicenses 1:8; Apocalipsis 2:26; Daniel 7:22; Salmos 149:9).

Los hombres sostienen que la sociedad no podría continuar si estos principios fueran acatados. Tal razonamiento no es el de un discípulo. Cristo no se propone mantener a la sociedad en su actual estado, sino «tomar de ellos pueblo para su nombre,» que forme una sociedad recta, es decir, sujeta a los principios divinos, en la era que ha de venir. Su propio caso ilustra esta posición. El pueblo quería llevarlo por la fuerza y hacerle rey; pero él se retiró (Juan 6:15). Un hombre quería que interviniera en una disputa de herencia. El declinó diciendo: «¿Quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?» (Lucas 12:14). A él le correspondía dar testimonio de la verdad, hacer la voluntad del Padre, hacer todo el bien que pudiera dentro de los principios divinos, y testificar ante el mundo «que sus obras son malas» (Juan 7:7). De esta manera creó odio para sí mismo, el cual finalmente tomó la forma de violencia personal. El no se resistió a esta violencia. Fue conducido como cordero al matadero; su vida fue quitada de la tierra. El dijo con respecto a toda esta experiencia: «El siervo no es mayor que su señor. Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros» (Juan 15:18,20).

La cristiandad resiste al mal, apela a la ley, resiente la ofensa, empuña el bastón policial y pelea en el ejército aunque lo llamen a disparar sobre compañeros cristianos. Si se le señala la ley de Cristo, sacude su cabeza. Habla del deber con la sociedad, la protección de la vida y la propiedad, y el caos que seguramente se produciría si se pusiera en vigor la ley de Cristo. En esto, la cristiandad habla como el mundo y no como la iglesia; porque no es la iglesia sino el mundo. La verdadera iglesia se compone de los hermanos en Cristo, y él nos dice que sus hermanos son todos los que obedecen sus mandamientos y hacen la voluntad del Padre, como ha sido expresada por su boca (Mateo 12:50; Juan 12:49-50). La pregunta consecuente carece de dificultades. La pregunta es: ¿les permite la ley de Cristo emplear la violencia bajo cualquier circunstancia? Si no, la pérdida de la vida misma no sería una consecuencia que los haría desobedecer. Ideas de conveniencia o filantropía están fuera de lugar cuando se trata de defender los hechos que la ley de Cristo prohíbe. Si ha de surgir un tumulto a menos que desobedezcamos a Cristo, dejemos que surja el tumulto. Si la vida y la propiedad se expondrán al pillaje de los hombres malos a menos que hagamos lo que Cristo nos dice que no debemos hacer, dejemos que todas las casas y vidas queden sin protección. Si vamos a incurrir en serios castigos a menos que escojamos romper la ley de Dios, entonces paguemos el castigo. Si vamos a ser muertos con toda nuestra familia a menos que abandonemos la aprobación del Señor y Maestro, con la consiguiente pérdida de la vida eterna a su venida, muramos entonces inmediatamente.

Es un error condicionar el asunto del deber por cualquier otra consideración secundaria. Aún no ha llegado el tiempo en que los santos mantendrán justo al mundo. La sociedad tiene que volverse justa antes que se pueda tratar de mantenerla justa. La posición de los santos es la de peregrinos en período de prueba para vida eterna. Dios se asegurará de que la prueba de ellos no sea interferida por asesinato o violencia antes del tiempo. El problema es Suyo. Estamos en Sus manos, lo mismo que todo el mundo. Por consiguiente, no necesitamos estar presionados por pensamientos sobre cuál será el efecto de cualquier actividad requerida por Cristo. El tendrá cuidado de que su obra llegue correctamente hasta el fin. La sencilla y única pregunta para nosotros es la que Pablo hace cerca de Damasco: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?» No podemos hacer cuanto envuelva desobediencia.

A un policía, por ejemplo, se le pide que de ser necesario golpee a un hombre con su bastón. En tal caso, el asunto es mejor considerado de este modo: ¿Permite Cristo que sus siervos maltraten a la gente con bastones? No es una respuesta apropiada para esta pregunta decir que puesto que se ha mandado obedecer a los magistrados (Tito 3:1), estamos obligados a actuar como policías si las autoridades nos lo ordenan. Nadie negará que esta exhortación está sujeta a un precepto más grande como es el de obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 4:19). A ninguna persona ingenua se le ocurrirá que lo que Pablo daba a entender era que debemos obedecer a los magistrados cuando su orden implique desobedecer a Dios. Si se afirma tal cosa, es suficiente respuesta citar la práctica de los apóstoles, quienes son los más confiables intérpretes de sus propias exhortaciones.

Ellos desobedecían constantemente a los magistrados en el asunto particular de la predicación del evangelio, lo cual los llevó a prisiones y a muerte. No hubo contradicción entre sus acciones y su exhortación de obedecer a los magistrados, puesto que en los asuntos a que se referían en su exhortación ellos fueron obedientes a los magistrados. Pagaron tributos, honraron los poderes gobernantes, y reconocieron la autoridad de la ley en todos los asuntos que no afectaban su lealtad a la ley de Dios. Este es un deber requerido de todos los santos, y gustosamente realizado por ellos, a pesar de que esperan que tales órdenes e instituciones sean abolidas en el debido tiempo. Ese tiempo es el tiempo del Señor, y por esto ellos esperan pacientemente. La obra es del Señor, y ellos esperan por él.

Pero ¿deben dejar que la ley humana los induzca o presione a hacer lo que Cristo ha prohibido expresamente? La única pregunta es, ¿ha prohibido él lo que está en discusión en este caso? ¿Ha prohibido el uso de la violencia? Respecto a esto nada está más claro, «dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 Pedro 2:21). Esto es lo que Cristo mismo dijo a sus discípulos: «Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13:15). Ahora bien, ¿cuál es el ejemplo de Cristo referente a este asunto? El testimonio es que él no hizo violencia, ni en su boca fue hallado engaño (Isaías 53:9). Como también Pedro nos dice: «cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 Pedro 2:23).

Algunos sostienen que esto se refiere solamente a circunstancias de persecución; así, «no resistáis al que es malo» significa que sus amigos no deben pelear contra aquellos que los persiguen, sino pacientemente y sin resistencia dejarlos hacer su voluntad. Se encontrará, tras apropiada investigación, que esto es un error. Cristo no hablaba de persecución. Hablaba de las sentencias y prácticas jurídicas de la nación judía. El dice: «Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente.» ¿Por quién, a quién, y con qué propósito fue dicho esto? Fue dicho por Moisés a Israel como el principio que regularía los procedimientos de la ley. Esto se aclarará refiriéndose a Exodo 21:22-24: «Serán penados [los ofensores] conforme a lo que les impusiere el marido de la mujer y juzgaren los jueces. Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente.» Por consiguiente, cuando Jesús ordena no resistir al malo, no se refiere a los perseguidores, sino a los procedimientos legales y las relaciones ordinarias de hombre a hombre.

Esto es quizá más evidente en el versículo siguiente (Mateo 5:40): «Y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa.» Aquí no se trata de ningún perseguidor sino de un hombre que simplemente quiere la propiedad del otro y trata de desposeerlo legalmente. «A cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, vé con él dos.» Un perseguidor probablemente no querría la compañía de usted en el camino. Es el caso de un viajero que necesita consuelo y protección en un camino solitario y se le manda a usted que sea generoso aun más allá de los deseos del viajero. «Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.» Este no es un perseguidor, quien tomaría lo que quisiera sin pedirlo.

La sugerencia de que este precepto se aplica únicamente en circunstancias de persecución es el pensamiento de una naturaleza combativa que se rebela contra los preceptos crucificadores de la carne dados por el mismo Cristo, aunque no está preparada para llegar a negar abiertamente a Cristo. Es una sugerencia absurda en sí misma. ¿Por qué se nos permitiría pelear por nosotros mismos, prohibiéndonos al mismo tiempo pelear por el Señor? Podríamos imaginar que la distinción, si existiera, se inclinaría en la otra dirección, es decir, que se nos permitiría repeler y responder cuando fuera la autoridad del Señor la que estuviera en duda, pero que deberíamos ser sumisos cuando se tratara solamente de quitarnos la bolsa. Pero la realidad es que no se hizo tal distinción. La sugerencia de que existe no tiene fundamento. Es una distinción que simplemente no puede hacerse, pues, ¿cómo va a saber usted cuándo un hombre lo hiere por su fe, y cuándo lo hace por su propia avaricia?

El mandamiento del Señor es absoluto: tenemos que actuar como ovejas en medio de lobos, ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Los fieles del primer siglo reconocieron que esto involucraba evitar la resistencia. Esto es evidente en la referencia incidental de Santiago a los ricos injustos de las doce tribus: «Habéis condenado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia» (Santiago 5:6). También es claramente evidente en el reclamo de Pablo en 2 Corintios 11:20: «Pues toleráis si alguno os esclaviza, si alguno os devora, si alguno toma lo vuestro, si alguno se enaltece, si alguno os da de bofetadas.»

Esto equivale a decir: «Es usual que ustedes se sometan sin resistencia al daño personal; cuánto más podrían ustedes soportar mis palabras.» Pablo manda expresamente: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Romanos 12:19-21). También dice: «Mirad que ninguno pague a otro mal por mal» (1 Tesalonicenses 5:15). En otra ocasión: «¿Por qué no sufrís más bien el ser defraudados?» (1 Corintios 6:7).

Estos principios excluyen cualquier recurso legal de parte de los que obedecen los mandamientos de Cristo. Recurrir a la ley es contradictorio a la sumisión a los preceptos que requieren que aceptemos el mal, evitando justificarnos personalmente. Pues, ¿qué significa recurrir a la ley, si no llegar al extremo de la violencia y la coacción? Quienes sólo ven las cosas en forma superficial no pueden darse cuenta de esto; pero prontamente lo sienten cuando se dirige contra ellos mismos. Pueden imaginar que se hace una buena obra visitando una tranquila oficina legal, pidiendo que se ponga en marcha una demanda de manera legítima, protestando que sólo quieren justicia, etc., etc.

Pero siga el asunto hasta el final; vea lo que significa, y entonces juzgue, como amigo de Cristo, si usted está en libertad de hacer una cosa sangrienta y prohibida. Usted logra el juicio de la ley en su favor; supongamos que el deudor no puede pagar. ¿Qué ocurre? Sus servidores (porque los agentes de la ley son sus servidores por ahora, y no actuarían un momento después que la autoridad de usted fuese retirada) entran a la casa del deudor y venden su cama, echándolo a la calle de su hogar. Pero supóngase que él puede pagar y no lo hace; en cambio decide resistir, y supóngase que contrata una banda de valientes que lo ayuden. Los agentes de la ley llegan a la casa; la puerta está asegurada; en vano se solicita entrada. Los agentes de usted derriban la puerta, pero encuentran una barricada. Demuelen la barricada, pero encuentran a los ocupantes de la casa en actitud desafiante. Los agentes de la ley los empujan; los amigos del deudor golpean a los agentes. Los agentes devuelven los golpes, pero viendo que son sobrepasados en número, se retiran.

El deudor se alegra, pero temiendo el regreso de los agentes de la ley envía y obtiene un refuerzo de los rudos. Los agentes de la ley regresan con ayuda. Resulta un tumulto: cabezas son rotas, la propiedad destruida y los agentes son repelidos. ¿Qué sigue? Una revuelta. Una parte del pueblo toma el bando del deudor y la otra, el de la ley. Los soldados son enviados. Ahora los soldados son sirvientes de usted. Si los hombres en la casa no se entregan, entonces volarán sus cabezas y habrá muertos. Todo esto se hará porque usted puso en movimiento la ley. Lo que comúnmente es llamado «la ley» no es sino el extremo suave del garrote. Es el temor al otro extremo lo que hace que la gente se acobarde al ver la empuñadura. El policía va y muestra la empuñadura, y esto es generalmente suficiente; pero el hecho sigue siendo que lo que es llamado «la ley» es un terrible instrumento de destrucción que romperá cráneos si hay alguna resistencia. Una casa destruida y los cuerpos cubiertos de sangre son elementos que deben ser considerados en el panorama. El hecho de que raramente sea necesario llevar los problemas hasta este extremo no altera la naturaleza de la actividad, como tampoco debilita la conclusión de que los santos no están en libertad de emplear tal maquinaria ofensiva.

El hecho de que un hombre no emplee personalmente la violencia sólo empeora la situación, en lo que se refiere a la naturaleza de su acción. ¿Qué es peor? ¿Hacer las cosas honesta y duramente en forma personal, o colocarse detrás de una cortina y susurrar las palabras para que un puñado de rufianes las hagan? Si usted fuera el actor personal, el deudor tendría alguna oportunidad de misericordia apelando personalmente; pero cuando usted pone en acción la ley, lo entrega a la tierna misericordia de hombres con corazón de piedra, y sin el poder de ser misericordiosos aun cuando quisieran.

Generalmente se admite que un hermano no tiene derecho a recurrir a la ley contra un hermano en la fe, a causa de las expresas palabras de 1 Corintios 6:1-4. Pero algunos piensan que pueden hacerlo contra un extraño. El primer pensamiento contra tal proposición es que contradice completamente el espíritu de las enseñanzas de Cristo suponer que estamos en libertad de aplicar un proceso dañino a extraños, aunque no lo apliquemos a nuestros hermanos. El mandamiento de Cristo de que seamos absolutamente inofensivos, se extiende aun a cualquier enemigo, tanto más a un deudor quien no necesariamente será un enemigo. La supuesta distinción en favor del hermano en esta cuestión sería un regreso al espíritu de las cosas cuando se dijo, «amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo,» lo cual expresamente fue reemplazado por Cristo.

¿Cómo es, entonces, que Pablo menciona a un «hermano» en relación con los tribunales públicos en 1 Corintios 6? ¿Es para advertir que un hermano puede demandar a un extraño, mientras que no está en libertad de hacerlo con un hermano? No hay tal sugerencia en el contexto. Es más bien para ilustrar hasta dónde habían llegado los corintios en su desobediencia. «Hermano con el hermano pleitea en juicio, y esto ante los incrédulos.» El apóstol manda a los hermanos juzgar si hay alguna injusticia entre hermano y hermano; pero ¿acaso recomienda recurrir aun a esta judicatura? Al contrario, pues dice: «¿Por qué no sufrís más bien el ser defraudados?»

El mandamiento de que seamos pasivos ante el mal es una ordenanza para el presente período de prueba solamente. En el debido tiempo, los santos hollarán a los malos como ceniza bajo la planta de sus pies, si han demostrado ser dignos de tal honor por medio de una fiel sumisión a lo que Dios requiere de ellos ahora. «Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones» (Apocalipsis 2:26). Desde este punto de vista, es de primordial importancia que los santos permanezcan fieles a los mandamientos de Cristo, evitando ser conducidos a caminos de desobediencia por modificaciones hechas a su palabra, las cuales mientras hacen más suave el camino de la carne, tendrán el efecto de privarnos de la corona en el día de gloria que será revelado.

5.

Hay otros mandamientos a los cuales la práctica diaria de la cristiandad se opone totalmente, pero a los cuales, después de la gran longitud de este estudio, no podemos más que referirnos. Cristo:

  • Prohíbe toda clase de juramentos (Mateo 5:34; Santiago 5:12).
  • Prohíbe tomar la espada (Mateo 26:52; Apocalipsis 13:10).
  • Condena la venganza y la respuesta dura; también toda palabra mala (Mateo 5:44; 1 Pedro 3:9; Romanos 12:14).
  • Insiste en que se haga la paz y se tenga comunicación personal privada con el ofendido (Mateo 5:24; 18:15; Colosenses 3:13).
  • Ordena ser bondadoso aun con los que no lo merecen y con los malos (Mateo 5:44; Lucas 6:35).
  • Solamente permite el matrimonio con creyentes (1 Corintios 7:39).
  • Exige modestia en el vestir y conducta hasta el pudor y la sobriedad (1 Timoteo 2:9); 1 Pedro 3:3-4).

Es notorio que la cristiandad viola habitualmente todos estos mandamientos, sin que la violación suponga la descristianización, en el menor grado, del violador, aunque Cristo claramente ha declarado que en vano lo llaman los hombres Señor si no obedecen sus mandamientos.

Los juramentos son regularmente administrados en los tribunales públicos (sin hablar de las profanaciones en las conversaciones personales).

La profesión militar es cultivada como una esfera conveniente para los cristianos hijos de cristianos. El rostro de la «iglesia» se extiende al ejército con el nombramiento de capellanes, comprendiendo esta temeraria anomalía que cuando dos naciones llamadas cristianas van a la guerra, los cristianos de un lado cortan las gargantas de los del otro lado, como un asunto perfectamente legítimo. Los capellanes cristianos de un lado oran al Dios de todos los llamados cristianos para que lleve al éxito las medidas mortales de un grupo de cristianos, contra las oraciones de los capellanes cristianos y los mortales esfuerzos del otro grupo de cristianos, a fin de que los últimos llenen el campo de batalla con sus cadáveres mientras los otros marchan victoriosamente sobre sus cuerpos muertos, cantando himnos de agradecimiento a Dios por haberles permitido masacrar a sus hermanos cristianos.

La venganza es practicada entre las masas de la cristiandad como algo correcto, noble y humano. La arrogancia y las expresiones de resentimiento son perdonadas como consecuencia de la necesidad, mientras hablar mal y regocijarse con las debilidades de sus vecinos, es el delicado lujo de la vida común.

Amar la paz y hacer la paz es visto como signo de afeminamiento, y el hombre que proclame y practique el deber de buscar un diálogo personal con el enemigo, con miras a la reconciliación, será considerado como un loco.

Casi no se oye la idea de bondad para los malos. La ingratitud y la indignidad son tomadas invariablemente como una razón para no ayudar a alguno en dificultades. Es la regla considerarse justificado evitando ayudar en tales casos. Solamente es excelencia (y eso también llevado hasta el heroísmo) la que propicia la gracia de la cristiandad en favor de la dificultad privada.

La idea de restringir el matrimonio al discipulado es rechazada como prejuicio del fanatismo.

En cuanto al vestido, tanto se ha extraviado la cristiandad de las normas apostólicas, que las multitudes de mujeres llamadas cristianas (especialmente en la alta sociedad), consideran como cosa honorable entrar en mutuas rivalidades en el estilo y magnificencia de sus atuendos. La moda es una diosa cuyas inclinaciones son indisputadas. Nadie reconoce adorarla, pero todos se comportan como si lo hicieran. La ambición, el amor a la ostentación, el deseo de los ojos y la arrogancia de la vida no son reconocidos como los motivos que los controlan, aunque difícilmente encuentren otros. Todo se justifica como el resultado del «gusto.»

Este estado de cosas es angustioso para toda mente que simpatiza con los propósitos divinos en la vida humana, tal como se revelan en las Escrituras. No hay otra alternativa más que luchar contra la prevaleciente corrupción. Corresponde a hombres celosos, en la práctica privada y en pública exhortación, siempre que haya oportunidad, sostener el ideal exhibido en los escritos apostólicos. De ninguna otra manera podemos salvarnos de una generación que es tan refractaria como la que escuchó una exhortación similar de Pedro. La lucha puede ser dura, pero los objetivos son supremos.

Podemos cerrar nuestros oídos a las objeciones del adversario. No es cierto que los mandamientos de Cristo debilitan y deterioran el carácter. Lo que es considerado debilidad y deterioro es solamente la disciplina y la restricción de las bajas propensiones, las cuales se oponen a la vigorización de todo lo noble y puro. Mientras excluye las energías animales y las actividades que llevan a hacer lo que popularmente se considera «virilidad,» los mandamientos de Cristo nos introducen al camino de las más altas y ennoblecedoras obligaciones en la dirección de la bondad y el deber, actividades desconocidas para el simple hombre de sentimientos naturales. Nos proponen el temor de Dios en vez de la deferencia a la opinión pública; el ejercicio de la benevolencia en lugar del dinamismo de la autoexpresión; el estímulo iluminador de una filosofía clara a cambio del confuso impulso de la gratificación personal; la guía de la rectitud en lugar de la esclavizante e incierta ley de la conveniencia; la virtud del dominio de sí mismo en vez de la acción del resentimiento; el poder del motivo a cambio del capricho del sentimiento; principios en lugar de impulsos; el conocimiento en lugar del sentimiento; la piedad en vez del humanismo; la vida en vez de la muerte.

La impopularidad de los mandamientos de Cristo se debe a su oposición al impulso natural; y su oposición al impulso natural constituye su verdadero poder para educar a los hombres en la obediencia a Dios, para que puedan ser disciplinados y preparados para la gran gloria que El tiene dispuesta para aquellos que tratan de agradarlo. No cometamos el gran error de seguir las doctrinas populares. Si hemos de continuar en la desobediencia que el mundo practica (aunque se llame cristiandad) tendremos que sostener sus supersticiones y monstruosidades teológicas; porque abandonar las últimas, mientras se sostienen las primeras, sólo nos expondrá a todas las inconveniencias de la fe de Cristo, sin asegurar para nosotros nada de sus gloriosos beneficios.

Conclusión Final

Estos estudios han llegado a su final. Constituyen un débil intento del autor de dar a otros el servicio que él mismo recibió. Si alguna mente es librada del error, alguno es atraído al estudio de la Palabra de Dios, algún juicio madura para la comprensión, creencia y obediencia de la verdad, el presente esfuerzo habrá recibido una perfecta recompensa en aquello que se habrá logrado para los siglos venideros.

Lo único que merece la atención esmerada de un hombre en este estado de existencia, es la verdad revelada en la Biblia. Lo hace libre en el presente y salvo en el futuro. El tiempo dedicado con preferencia a algo distinto, es malgastado. La verdad hace por un hombre lo que ningún otro estudio puede hacer: le concede alivio con referencia a los muchos interrogantes que mantienen en perplejidad a los que no han sido iluminados; da una clave para la solución de todos los problemas de la vida; le inspira confianza en medio de las incertidumbres que distraen a otros mortales; lo guía a una simple, única y pacífica dirección de sus asuntos; llena su mente con la confortante seguridad referente al futuro, iluminando su perspectiva con una bien fundada expectación de lograr la perfección que los ansiosos corazones no encuentran en el presente; subyuga sus propensiones, corrige su tendencia natural a las desviaciones morales, despierta su amor a la santidad, restaura intereses debilitados y mejora, eleva y santifica toda su naturaleza, mientras le da seguridad y lo hace apto para «la herencia de los santos en luz.»

Esta verdad «tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera» (1 Timoteo 4:8). Su búsqueda es más útil que la de cualquier asunto secular. La labor empleada en su obtención, o desarrollada en su diseminación, producirá resultados que florecerán gloriosamente, cuando los frutos del esfuerzo meramente mundano hayan perecido en olvido irrecuperable. «Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada» (1 Pedro 1:24-25).

~ Robert Roberts

Capítulo anterior: Capítulo 16 - Refugio Contra el Turbión: ¿Que Debo Hacer Para Ser Salvo?

Continúa leyendo: Capítulo 1 – La Biblia: Qué es y Como Interpretarla
Ir al capítulo....

Quedate un tiempo con nosotros y comenzarás a entender lo que Dios quiere comunicarnos en su palabra. Y si tienes preguntas o comentarios, escríbenos a preguntas@labiblia.com

Los Cristadelfianos somos una comunidad mundial de estudiantes de la Biblia. Si quieres saber más acerca de nosotros y nuestras enseñanzas, por favor toma unos momentos para conocer www.labiblia.com o si tienes preguntas mándanos un correo a preguntas@labiblia.com. Tenemos un muy amplio surtido de información acerca de las verdaderas enseñanzas de la Biblia.
©Labiblia.com 2024. Derechos Reservados.