“Vendrán días sobre ti cuando tus enemigos te rodearán con cerca, te sitiarán y por todas partes te estrecharán; te derribarán a tierra y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. (Lucas 19:43-44.)

Desde lo alto del monte de los Olivos, mira Jesús sobre Jerusalén, que ofrece a sus ojos un cuadro de hermosura y de paz. Desde las vinas y jardines las laderas verdes donde se espacian las tiendas de los peregrinos, se elevan las colinas con sus terrazas, los airosos palacios y los soberbios baluartes de la capital Israelita. A plena vista están los magníficos edificios del templo. Pero otros pensamientos lejanos ocupaban la mente de Jesús. “Cuando llegó cerca, viendo la ciudad, lloró sobre ella.” (Lucas 19:41.)

No llora por sí mismo, por más que supiera adónde iba. Frente a Él estaba el Getsemaní. Poco más allá se destacaba el lugar de la crucifixión. Sobre la senda que pronto le tocaría recorrer, iban a caer densas y horrorosas tinieblas mientras Él entregaba su vida en expiación por el pecado. Él llora por el fatal destino de los millares de Jerusalén, por la ceguedad y por la dureza de corazón de aquellos a quienes él viniera a bendecir y salvar.

Desde la cumbre del monte, de los Olivos, en el lugar mismo que más tarde iba a ser ocupado por Tito y sus soldados, Jesús mira a través del valle los atrios y pórticos sagrados, y con los ojos nublados por las lágrimas, mira en horroroso anticipo los muros de la ciudad circundados por ejércitos extranjeros. Vio el templo santo y hermoso, los palacios y las torres devorados por las llamas. Jesús vio en la retribución temporal que estaba por caer sobre sus hijos. La compasión divina y el sublime amor de Cristo halla su expresión en estas sombrías palabras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37.)

La profecía del Salvador referente al juicio que iba a caer sobre Jerusalén va a tener otro cumplimiento, y la terrible desolación del primero no fue más que un pálido reflejo de lo que será el segundo. El segundo advenimiento del Hijo de Dios es predicho por los labios que no se equivocan: “Entonces aparecerá la señal del hijo del Hombre en el ciclo; y entonces harán duelo todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Voz de trompeta, y reunirán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del ciclo hasta el otro.” (Mateo 24:30,31.) Entonces los que no obedezcan al Evangelio serán muertos con el aliento de su boca y destruidos con el resplandor de su venida. (2 Tesalonicenses 2:8.)

Deben guardarse los hombres de no menospreciar el aviso de Cristo respecto a su segunda venida; Él ha declarado que Él vendrá la segunda vez, a reunir para sí mismo a sus fieles, y a tomar venganza sobre aquellos que rechazaron su misericordia. Cómo el advirtió a sus discípulos de la destrucción de Jerusalén, dándoles señales de la proximidad de su ruina, para que así ellos pudieran escapar, así también Él advirtió a su gente acerca del día de la destrucción final, y les ha dado señales de su proximidad, para que todos aquellos que puedan escapar de su ira venidera. Aquellos que han contemplado las señales prometidas han de saber “que Él está cerca, a las puertas.” “Velad, pues” son sus palabras de amonestación. “Pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón.”

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