Predicando el Evangelio

Siempre que Dios escoge un pueblo, no solamente lo satisface con la esperanza de gloria, sino que le otorga la gracia de un ministerio, un servicio, un trabajo en Su nombre. Dos meses después de salir de Egipto, Dios dijo a Israel por medio de Moisés:

«Vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa» (Exodo 19:6). Ellos debían manifestar a las naciones la santidad de Dios, a fin de que Su nombre fuese honrado.

La historia de la nación de Israel en el Antiguo Testamento muestra cómo falló en honrar a su Dios, como El mismo declara:

«Han contaminado mi santo nombre con sus abominaciones que hicieron; por tanto, los consumí en mi furor» (Ezequiel 43:8).

Una raza elegida

A pesar del derrocamiento de Israel y Judá y de sus sufrimientos, los israelitas no aprendieron ninguna lección de sus experiencias. Cuando vino Jesús trayéndoles regeneración y salvación lo rechazaron, haciéndose dignos de su juicio en las palabras:

«Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él» (Mateo 21:43).

De esta manera los hijos adoptivos de Dios llegaron a recibir los títulos que Israel había llevado anteriormente. En este sentido escribió Pedro:

«Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pedro 2:9).

Ahora los santos tienen la esperanza de gloria; pero también tienen la tarea que Israel no pudo cumplir, es decir, dar a conocer el nombre, la gloria y los propósitos de Dios. Tienen que gritar, proclamar, anunciar y predicar las buenas nuevas de Cristo y del reino de Dios, así como la bondad del Padre amoroso.

«El mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan» (Romanos 10:12).

¿Cómo oirá la gente?

El apóstol Pablo presenta un problema que siempre es de actualidad, con respecto a la riqueza de la misericordia de Dios para con la gente que está dispuesta a volverse a El: «¿Cómo oirán sin haber quien les predique?» (Romanos 10:14). ¿Quién proclamará a la gente las maravillas y las obras del amor de Dios? El mismo Pablo cita las palabras de Isaías: «¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!» (Romanos 10:15; Isaías 52:7). Pablo hace esto no sólo para mostrar lo maravillosa que es la tarea, sino también para señalar que es un deber de los hijos de Dios proclamar estas buenas nuevas. La misma necesidad lo presionaba, pues escribió: «¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!» (1 Corintios 9:16).

Es tan maravilloso nuestro llamado que deshonraríamos el amor de Dios si no lo compartiéramos con los demás. Si, como Pablo escribió, Dios levantó a Faraón «para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra» (Romanos 9:17), ¿qué espera El de nosotros, sus santos, a quienes «hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Efesios 2:6)?

El Padre espera que sus hijos preserven la majestad y el honor de su nombre en todo lo que dicen y hacen. Pablo dio ejemplos de esto cuando exhortaba que los siervos consideraran dignos de honor a sus amos «para que no sea blasfemado el nombre de Dios y la doctrina» (1 Timoteo 6:1), y que las mujeres jóvenes no sólo debían amar a sus esposos y a sus hijos, sino que también debían ser «prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada» (Tito 2:4,5).

En humildad, modestia y amor la bondad de Dios es retratada en la vida de Sus hijos, a fin de que su honor sea sostenido y su misericordia sea hecha manifiesta. Esta es la imitación de Dios acerca de la cual el apóstol exhorta en su epístola a los efesios (Efesios 5:1).

Sabiduría y conocimiento de Dios

Por medio de nuestra forma de vivir predicamos la sabiduría y entendimiento de Dios, acerca de lo cual Pablo escribe poéticamente en su epístola a los romanos: «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!» (Romanos 11:33). Esta sabiduría y conocimiento no sólo deben ser escuchados por los oyentes, sino que deben ser vistos en la vida de los que predican, porque dice Santiago:

«La sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía» (Santiago 3:17).

Un portavoz, un predicador, una vida de bondad, sabiduría y conocimiento de Dios: esta es la tarea y la vida de cada santo. Somos portavoces de Jesús, nuestra cabeza, quien vendrá de nuevo. El fue la palabra perfecta, la sabiduría de Dios hecha carne. El es la salvación de Dios, el Rey de gloria, el pacificador. El es nuestra justicia. Cualquiera de nosotros deshonraría a Dios si se abstuviera de revelar a otros el brazo divino de la salvación.

Ahora más que nunca, el mundo ansía estabilidad, paz, solución a sus problemas económicos y un futuro brillante; pero sólo encuentra desesperación, tinieblas y autodestrucción. A su predicación de la bondad, sabiduría y conocimiento de Dios, todos perfeccionados en Su unigénito Hijo, los santos agregan la esperanza del reino que proveerá todos los ansiados atributos de un gobierno ordenado en todo el globo terrestre, de modo que todos puedan conocer a Dios y sus dádivas.

Un gran programa de predicación

Este es un gran programa de predicación en el cual cada creyente e iglesia debe estar completamente involucrado. La venida del Señor está mucho más cerca que cuando creímos, y los sucesos del mundo, tanto como las profecías, señalan una cercana crisis y consumación de la historia del mundo. Esta es una tarea de suma importancia, y si nos entregáramos más de lleno a este trabajo del Señor, tendríamos menos tiempo para cuestiones necias sin provecho.

¿Cómo predicaremos? Si bien es cierto que debemos amar con hechos como en verdad (1 Juan 3:18), también es cierto que debemos predicar tanto por medio del ejemplo como de la palabra. La integridad con que hacemos nuestro trabajo diario, la ayuda que estamos preparados a dar a quien la necesita, son testimonios silenciosos de la compasión de un Dios amoroso para con todos los hombres.

Testigos personales

Nuestra fidelidad a la iglesia a veces predica con más fuerza que nuestras palabras. La constancia de una hermana entrada en edad, quien caminaba por una larga calle domingos y noches de la semana para asistir a las reuniones en cualquier clase de tiempo, después de varios años, atrajo la curiosidad de una pareja de mediana edad que la detuvo para preguntarle a dónde iba; así, dos personas más fueron agregados a la casa de Dios. Un joven hermano que estaba muriendo de una enfermedad de los riñones dejó una impresión duradera de su entusiasmo por la venida del reino, guiando a sus padres y otra persona más al camino de la vida. En salud o enfermedad, viviendo o muriendo, predicamos a Jesucristo crucificado, y nuestra esperanza de gloria en el reino que ha de venir.

Testificación personal del amor de Dios y de sus propósitos en la conferencia pública de la iglesia es la forma de predicación más conocida entre nosotros, y puede ser un testimonio muy valioso si la iglesia logra persuadir a la gente de asistir a estas reuniones. Lástima que parece difícil lograr que la gente deje la pantalla de su televisor para escuchar la palabra de vida.

El testimonio individual y personal es más poderoso que todas las demás formas de predicación, y el acoger a los amigos en nuestro hogar para platicar sobre la esperanza que hay en nosotros, o el organizar una clase bíblica en casa, a la que invitamos amigos, ha resultado una forma fructífera de predicar la palabra. Una invitación solamente para hacer unas lecturas bíblicas ha llevado a las personas a solicitar información e instrucción, produciendo fruto para la gloria de Dios. Hay algunos que tienen una gran capacidad para esta forma de predicar, y han logrado mayores resultados que muchos que han impartido conferencias públicas por años.

Aún es verdad que Dios trabaja en formas misteriosas. Existe en alguna parte una hermana quien quizá no se da cuenta de que hace muchos años, en unos pocos minutos de conversación con un soldado que gozaba de licencia, logró dejar en su mente una sola palabra: «cristadelfiano.» Meses después él vio el mismo nombre en el rótulo de una iglesia cristadelfiana. Ahora es un cristadelfiano vigoroso y entusiasta.

El valor de las hojas sueltas

Hojas sueltas distribuidas en autobuses o por las calles y casas han sembrado semilla y producido fruto. Unos panfletos dejados sobre la mesa en la casa de un amigo no causaron ninguna impresión, excepto el que fue recogido por otro amigo que llegó a la casa un momento después de que hubiera sido dejado. Este lo condujo a las aguas del bautismo.

Algunas veces el fruto se logra solamente por medio de la persistencia. Cuán agradecidos deben estar cierto hermano y hermana de que alguien haya continuado dejando hojas sueltas en la casa de ellos. Los padres de ellos, quienes vivían en la planta baja de la casa, cuidadosamente mantenían a la pareja de jóvenes casados en el piso superior, alejados de cualquier asalto a sus convicciones religiosas, destruyendo todo panfleto que fuera dejado en el buzón. Al fin, cierto día en que los padres salieron, otra hoja suelta fue dejada, y muy pronto dos almas entusiastas más fueron añadidas al Señor.

Nunca se sabe la forma en que la verdad puede llegar a las mentes investigadoras. ¿Quién habría pensado que una hoja suelta estrujada y tirada por alguien sería recogida para iluminar a otro? ¿O que un panfleto dejado en una gaveta del dormitorio de un hotel, meses después iluminaría a alguien que se tomó el trabajo de leerlo?

Todos pueden ayudar

Situaciones como éstas dan testimonio del hecho de que todos pueden ayudar en la comunicación del evangelio. Hay una multitud de formas en que se puede predicar y no podemos decir con exactitud cómo logrará su propósito lo que hagamos. Lo importante es que cada uno de nosotros participe en la forma más adecuada en testificar de la verdad y el amor de Dios.

Hay gozo en la posesión de estas dádivas divinas, y satisfacción en esta vida para el que está dispuesto a sacrificarse por ellas, porque el tal recibirá «cien veces más ahora en este tiempo… y en el siglo venidero la vida eterna» (Marcos 10:30).

Somos portadores del nombre de Dios, nuestro Padre; hemos recibido su sabiduría; hemos sido redimidos por el Señor Jesús, y nos preparamos para su reino venidero. Seamos sabios en nuestra forma de vivir y generosos en anunciar el evangelio de vida a todos los que oigan.

El profeta Daniel, refiriéndose al tiempo del fin, dijo:

«Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua. Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad» (Daniel 12:2,3).

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