Todo lo que hasta aquí se ha escrito acerca de la nueva vida se funda en la premisa de que habiendo sido adoptados como hijos e hijas de Dios, somos llamados a ser «imitadores de Dios como hijos amados» (Efesios 5:1). Por esta razón nuestro carácter, criterio, conducta, forma de vestir y acciones deben mantenerse dentro de esta divina relación, y la voluntad de nuestro Padre no debe ser nunca ignorada en nuestros pensamientos y decisiones sobre estos asuntos.
La palabra que describe este equilibrio de carácter y conducta es modestia, la cual significa tener una humilde estimación de nuestros propios méritos, preservar el buen gusto, tener dignidad y decencia en conducta y moral.
Aunque esta definición ha sido tomada de un diccionario moderno, es obvio que las características que describe fueron manifestadas por Jesús y tienen mucho que ver con los frutos del espíritu. Pero la palabra que Jesús y los escritores del Nuevo Testamento usaron para describirlas fue humildad, la cual tiene el mismo significado que modestia.
Es tremendamente importante que, con la ayuda del Padre, nos dediquemos a disciplinar nuestras inclinaciones naturales de tal manera que gradualmente nos volvamos modestos o humildes en carácter y conducta, pues nuestro bienestar espiritual depende de que este cambio se lleve a cabo. Jesús dijo «El que se humilla será enaltecido» (Mateo 23:12). En otro lugar definió tal exaltación como el hecho de ser «el mayor en el reino de los cielos» (Mateo 18:4).
Modestia de carácter
Todos diferimos en carácter y personalidad. Algunos son enérgicos, confiados y listos a sonar la trompeta para atraer la atención sobre sus méritos, mientras que otros son tímidos, reservados, y enfatizan lo que ellos consideran su falta de habilidad. Jesús dio un ejemplo muy bueno de estos extremos cuando relató la parábola del fariseo y el publicano, quienes fueron al templo a orar. La oración del fariseo fue: «Dios, te doy gracias porque yo… yo… yo…» El publicano oraba de esta manera: «Dios, sé propicio a mí, pecador.» Como esperaríamos, Jesús condenó la altanería del fariseo y dijo que el humilde pecador «descendió a su casa justificado antes que el otro» (Lucas 18:9-14). Lo más importante es lo que el Padre opine de nuestra condición.
Como fieles hijos de Dios, tenemos la tarea de quitar de nuestro carácter el insistente «yo» y persistentemente afirmar la obediencia al divino «Tú» que representa a nuestro Padre y a Jesús. Esto significa la negación del egoísta Adán y la afirmación de la mente de Cristo—lo cual no es una tarea fácil. Pero puede lograrse tal como lo hicieron los rudos y prestos galileos a quienes Jesús llamó.
Pedro, el discípulo enérgico, impulsivo y descuidado, quien no sólo negó con juramento que conociera a Jesús, sino que bajo presión maldijo y juró para salvar su propia vida (Mateo 26:69-75), aprendió tanto del resucitado y compasivo Jesús que pudo escribir: «Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 Pedro 5:6-7).
Juan, uno de los hijos del trueno, fue otro que tuvo que aprender que su agresiva arrogancia y ambición tendrían que transformarse en la divina modestia que era tan característica en Jesús. Junto con su hermano Santiago, Juan buscó los lugares más altos al lado de Jesús en su reino, sin cuidarse de los derechos de los otros servidores del Maestro (Marcos 10:35-45). Cuando los samaritanos no quisieron recibir a Jesús, Santiago y Juan dijeron: «Señor, ¿Quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?» (Lucas 9:54). Sin embargo fue Juan quien, habiendo absorbido el espíritu de Jesús escribió: «Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor» (1 Juan 4:7-8). Así que Juan aprendió a pensar más en Dios y en los demás que en sí mismo. Había descubierto que los hijos de Dios, al igual que su Padre, debían ser benignos «para los ingratos y malos» (Lucas 6:35).
Humildad de criterio
Este amor divino que constituye el centro de un conocimiento y de un propósito más grande que cualquier otro en el mundo, debe cambiar gradualmente nuestra actitud hacia la vida y nuestros semejantes. Si no tiene éxito en hacer esto, necesitamos hacer un serio autoexamen.
Las personas con criterio divino son compasivas: demuestran amor para el pecador mientras odian el pecado; son tolerantes con el esfuerzo de los demás mientras rechazan sus creencias; ayudan a confortar, y si es posible suplen las necesidades de otros aunque se depriman porque éstos no conocen a su Hacedor. Su criterio es así porque ellos también fueron una vez «ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Efesios 2:12).
Debido a que estamos agradecidos por la mano auxiliadora divina, debemos ser muy humildes pues se nos ha ofrecido la oportunidad de manifestar el compasivo amor de Dios, y ciertamente no deberíamos ser culpables de pretender ser superiores en nuestra propia justicia ante los demás.
Con los ejemplos de Jesús y de los apóstoles ayudándolo, Pablo se dio cuenta de que era necesario un cambio radical de criterio si los santos iban a ser fieles hijos de Dios, y lo que escribió a la iglesia de Roma es tan importante hoy como lo era entonces: «No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Romanos 12:2).
Esta es la única clase de criterio que nos ayudará a colocar en la apropiada perspectiva nuestro papel espiritual en el mundo y nos capacitará para ver con compasión la debilidad e insensatez de los hombres a fin de que podamos estar aptos para ayudarlos cuando lo necesiten.
Modestia en el vestir
Aquellos que tienen corazón compasivo no necesitan estar descuidadamente vestidos. El joven, y a veces los más viejos, tratan de estar «a la moda,» como ellos mismos dicen. Les gusta sentir que están en la corriente de la moda, ya sea en el vestido, cabello, o apariencia general. Esto es comprensible hasta cierto punto, aunque no siempre encomiable.
La moda indudablemente ejerce cierta influencia sobre los hábitos de las personas en cuanto a la forma de vestir y el estilo en general. Jesús y los doce usaban el estilo de vestido y cabello propio de su tiempo y situación, como también lo usaron María y Marta. En cada época hay un consenso general sobre lo que es decoroso y apropiado; pero es obvio que un pueblo que ha sido «comprado por precio» y que es «templo de Dios,» no es tan libre para desafiar las convenciones de su linaje espiritual como lo es el resto del mundo.
Estar a la moda en el tiempo de Jesús podría haber significado usar el estilo de cabello corto de los romanos, y así como hoy, siempre había algunos que desafiaban el criterio convencional; pero difícilmente nos imaginaríamos a Jesús, los apóstoles, o a María y Marta, imitando las modas más extremas. Para ellos estar a la moda era estar con Dios. Sin embargo no podríamos imaginarnos a Jesús descuidadamente vestido.
Vivimos en una época en la que, en la mayoría de cosas, la gente encuentra muy poca razón para refrenarse. ¿Por qué tendrían que hacerlo? Ellos no pertenecen al «linaje escogido»; no encuentran razón para pensar que Dios tiene alguna influencia en sus vidas; creen que una actitud más liberal en su conducta sexual es razonable, y existe el sentimiento general de que cada hombre (o mujer) debería ser libre para usar su propio cuerpo como desee.
En una época como esta se espera encontrar apropiado para la playa el bikini y no debería sorprendernos encontrar que la minifalda se vuelva una moda permanente entre las jóvenes, o el cabello largo entre los varones. Ellos son parte de la libertad en estilo y moralidad que caracteriza la época, y ellos son el distintivo de esta libertad. Cuanto más revelen la forma humana las blusas con escote pronunciado y las faldas muy cortas, tanto mejor. Actualmente los hombres desean ser estimulados y excitados. Desde el punto de vista moral ésta no es una época saludable ni placentera y los que vivimos la nueva vida no deberíamos hacer concesiones a los extremos de la moda.
Los hermanos y hermanas (jóvenes o viejos) deben siempre vestirse en forma decorosa y aseada; lucirán encantadores a pesar de no rendirse a los extremos de la moda prevaleciente; lucirán lo que son: «hijos amados» de Dios.
Hay un indicio de codicia al desear, por ejemplo, un vestido diseñado bajo normas de la última moda, y la codicia es uno de los pecados mortales. Deberíamos sentirnos libres de la urgencia de imitar lo que realmente es una moda indeseable. Al contrario, debemos ser como Pablo, quien dijo a los ancianos de la iglesia en Efeso: «Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado» (Hechos 20:33). Aun en aquella época hombres y mujeres se vestían muy a la moda.
La falta de modestia en la conducta y el vestir no es algo peculiar de nuestra época: el apóstol Pablo la encontró en las iglesias de su tiempo. Escribiendo sobre los accesos de ira de los hermanos y los extremos en el vestir de las hermanas, se dirigió al joven Timoteo: «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda. Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad» (1 Timoteo 2:8-10). Es obvio que Pablo pensaba que los vestidos costosos constituían una seria falta entre los santos de Dios. También Pedro exhortaba contra una indecorosa ostentación en el vestir, y a favor de un modesto atuendo. Así, pues, los santos siempre han necesitado de la palabra de prevención, y nunca más que ahora.
Humildad de conducta
La modestia en todas las cosas surge del amor divino, el amor manifestado por el Padre a través de todos los tiempos: es Su amor que creó belleza en el universo; Su amor que hizo a los ángeles y a la humanidad; Su amor que dio a Su Hijo para rescatar a los hombres del abismo de la muerte que habían cavado para sí mismos; y es Su amor el que deberá influenciar nuestra conducta hacia los demás. Como Pablo señala a los corintios, este amor es paciente y bondadoso; libre de celos, jactancia o vanidad; cortés y sin egoísmo; sin gozo por las faltas de otros, sino deleitándose siempre en la palabra de verdad (1 Corintios 13:1-6).
Mientras trabajamos y andamos en el mundo deberíamos recordar también que somos portadores del nombre y honor de uno que manifestó este amor, y si tenemos algún orgullo deberá ser por la forma de comportarnos hacia los demás: «Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros» (2 Corintios 1:12).
Es a través de este amor de Dios y del prójimo, llevando el nombre de Dios y de Jesús, como nosotros nos transformamos en lámparas brillantes y cálidas, atrayendo a los hombres para que glorifiquen a Dios. Esta es la transformación en nosotros que la nueva vida debe revelar; este es el nuevo hombre manifestado al mundo, para que los hombres puedan ver y conocer que somos de Dios.
Esta responsabilidad divina debe disciplinarnos en cada aspecto de la vida: en la iglesia, «para que…sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad» (1 Timoteo 3:15); y como un supervisor de la iglesia, quien no sólo debe ser manso, gobernando bien y con humildad su propia casa, sino que «también es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera» (1 Timoteo 3:7). Por consiguiente nunca debemos ser culpables de contiendas, enojos o faltas de habla, conducta o vestido en la iglesia; tal conducta tampoco debe ser desplegada ante la mirada del mundo, porque de esta manera el nombre de Dios puede ser blasfemado. La nueva vida con sus diversas formas de experiencia y sufrimiento es el entrenamiento y preparación para nuestras tareas en la vida venidera, y el hombre piadoso debe serlo en todas las circunstancias. Jesús crucificado es nuestro ejemplo de sufrimiento y preocupación por los demás aun en el momento de su muerte. Si verdaderamente podemos seguirlo y tomar con tal seguridad nuestra propia cruz, no necesitamos tener temor: siempre andaremos «sabiamente para con los de afuera, redimiendo el tiempo» (Colosenses 4:5); asimismo amaremos siempre a los hermanos y siempre viviremos con modestia en todas las cosas.
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Publicado por la Misión Bíblica Cristadelfiana
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