La Práctica de la Oración

El espíritu de oración no es aprendido, sino absorbido. Es absorbido de las oraciones de los santos de la Biblia y del ejemplo de Jesús.

Pueden existir dificultades. Algunos que han envejecido en la fe han confesado que no habían encontrado fácil orar; quizás debido a la timidez en hablar con el Padre, o porque suponían equivocadamente que debían usar cierta clase especial de palabras. Algunos han encontrado que no sabían por qué o sobre qué orar. Aun así el Padre es el Amigo más fiel de todos y podemos revelarle cosas que nunca diríamos a nadie más.

La oración es la oportunidad para adorar, alabar y dar gracias, suplicar y gozar platicando con el Padre. Puede ser silenciosa o en voz alta, y puede usarse en cualquier lugar y en cualquier tiempo: en tranvía o autobús, manejando un automóvil o caminando al trabajo; en casa, en la oficina o fábrica; o aun mientras se está muy angustiado delante de un rey (Nehemías 2:4). El salmista escribió de un momento similar:

«Jehová, escucha mi oración, y llegue a ti mi clamor. No escondas de mí tu rostro en el día de mi angustia; inclina a mí tu oído; apresúrate a responderme el día que te invocare.» (Salmos 102:1,2)

El espíritu de humildad

Mientras tenemos «libertad para entrar en el lugar santísimo por la sangre de Jesucristo» (Hebreos 10:19), como hijos de Dios debemos no sólo mostrar el respeto que debemos a nuestro Padre (quien es el Altísimo en majestad), sino también manifestar la clase de carácter espiritual que él busca:

«Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados» (Isaías 57:15).

Delante de nuestro Padre estamos destituidos de todo nuestro orgullo e insensatez humanos, y es apropiado que cuando oramos a El recordemos cuánto dependemos de Su amor y gracia. La oración en sí, cuando y dondequiera sea realizada, debe ser un acto de profunda humildad. De sus propias y angustiosas experiencias aprendió el apóstol Pedro esta gran lección:

«Sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 Pedro 5:5-7).

La oración es un modo espiritual de vida, y su característica es la humildad. Todo lo que decimos y hacemos debe ser controlado por una humilde confianza en Dios, y si alguno encuentra dificultad en expresar esta humildad al Padre, obtendrá ayuda en ilustraciones de las Escrituras sobre las vidas de aquellos que enfrentaron cambios de sus circunstancias y responsabilidades con esta humilde confianza en él. Cuando Salomón fue hecho rey de Israel sabía que posiblemente no podría cumplir su oficio con su propio esfuerzo:

«Ahora pues, Jehová Dios mío, tú me has puesto a mí tu siervo por rey en lugar de David mi padre; y yo soy joven… Da, pues, a tu siervo corazón entendido para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo…» (1 Reyes 3:7-9).

¡Qué tragedia que Salomón fallara en preservar esta humildad hasta el final de su vida!

La belleza de la santidad

Deshacernos de todo el orgullo de nuestros logros y humillarnos delante del Padre es indispensable para adorarlo, pues ésta debe ser nuestra razón primordial para orar a El:

«Dad a Jehová la honra debida a su nombre; traed ofrenda, y venid delante de él; postraos delante de Jehová en la hermosura de la santidad» (1 Crónicas 16:29).

Los científicos que descubren algunos de los secretos de las moléculas y genes; el astrónomo que observa el escalofriante e inmenso espacio; y los astronautas que fotografían la belleza de los colores de la naturaleza en la tierra; todos proclaman las maravillosas y poderosas obras de Dios. Ellos ponen ante nosotros una multitud de razones para nuestra humilde adoración al Padre. Los salmos a menudo expresan en palabras lo que sentimos acerca de Su majestad:

«Jehová reina; se vistió de magnificencia; Jehová se vistió, se ciñó de poder. Afirmó también el mundo, y no se moverá. Firme es tu trono desde entonces; tú eres eternamente.» (Salmos 93:1,2)

Expresiones como ésta enfatizan que en la oración nuestros principales pensamientos deben ser la aceptación y el reconocimiento de la dignidad y santidad de Dios, nuestro Padre. Pensando de este modo le manifestamos nuestra reverencia y respeto por Su nombre y majestad. Nadie ha expresado esto con la perfección de Jesús:

«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.» «Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre» (Mateo 6:9; Juan 17:11).

Alabanza y acción de gracias

Aunque nuestras oraciones deben comenzar con una expresión de reverencia y adoración al Padre, no debemos olvidar ni omitir las alabanzas y agradecimientos. Por medio de Su palabra y la vida y enseñanza de Su Hijo, el Padre ha entrado en nuestros pobres corazones y nos ha tocado con Su amor. ¿Quién puede decir que merecemos algo de esto?

Tendemos, y en realidad nos apresuramos, a llevar nuestros problemas al Padre; pero somos tardos en reconocer nuestras bendiciones y agradecerle por la brillante visión de eternidad que nos ha dado para sostenernos en los infortunios que moldean nuestro carácter. El espíritu de alabanza fluye a través de las vidas de los fieles de la antigüedad:

«Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca. En Jehová se gloriará mi alma; le oirán los mansos, y se alegrarán. Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre.» (Salmos 34:1-3)

Jes ús enfatiza que la oración es volverse a Dios para glorificarlo, y si esto viene a ser manifiestamente nuestro pensamiento habitual en las oraciones, nos sorprenderemos de la fortaleza que puede resultar cuando nos olvidamos de nosotros mismos y absorbemos al Padre. Pero el verdadero espíritu de este acercamiento surge del reconocimiento de nuestra propia indignidad frente a Su majestad. Isaías sintió esto muy fuertemente y sus palabras constituyen un saludable recuerdo de nuestra fragilidad (Isaías 6:1-7). ¡Cuán impuros apareceremos algunas veces delante del Padre! Otros han sentido esto también, especialmente después de una penosa falta:

«Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia… Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado… Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí… Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente.» (Salmos 51:1,2,10,12)

Estas, entonces, son la base de la verdadera oración: humildad, adoración, alabanza, acción de gracias, penitencia; y a través de las Escrituras encontramos palabras y frases nobles que nos ayudan en nuestra tímida búsqueda de pensamientos para expresar nuestras emociones.

Si nuestra mente es condicionada por el sentido de santidad que esta clase de oración produce, veremos nuestros problemas y ansiedades personales en una mejor perspectiva espiritual. No exageraremos ni desestimaremos nuestras dificultades, y oraremos por lo que necesitamos, no por lo que queremos. Sobre todo, oraremos teniendo en mente la voluntad del Padre (es decir, sus deseos), en vez de nuestros propios deseos egoístas. Este es el pensamiento tras las oraciones de Jesús, pensamiento reflejado en las palabras:

«Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis» (Mateo 21:22).

Santiago aclara que el privilegio de la oración no es ilimitado cuando reprende a aquellos que evidentemente fallaban en comprender el espíritu de oración:

«Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (Santiago 4:3).

Así que debemos pensar cuidadosamente sobre nuestros motivos antes de llevar nuestras peticiones al Padre.

Cuando con sobriedad reverente entramos al lugar santísimo por medio de la oración, lo hacemos sabiendo que tenemos libertad de expresión con El. Se nos permite hablar con El y comunicarle nuestras alegrías y ansiedades, nuestras penas y preocupaciones. Nadie debe preocuparse de las palabras a emplearse, porque El está acostumbrado a escuchar en una multitud de idiomas las oraciones de los hijos del Pacto que pueden ser analfabetos o altamente educados.

Motivos personales

El Padre se preocupa más por nuestros motivos que por nuestras palabras, y más por el estado de nuestro corazón que por nuestro lenguaje. El lo ha dicho así (1 Samuel 16:7). Así que podemos explicarle nuestros problemas con las palabras y frases que diariamente usamos.

Por naturaleza todos somos egoístas, y no entendemos con facilidad el hecho de que la ley y los profetas están fundados sobre un principio que no es egoísta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.» Este es un amor que rinde al Padre nuestra entera personalidad, nuestro ser completo. Es un amor purificador y preocupado por los demás; es un amor semejante al de Cristo. Es también un amor que necesita de un segundo mandamiento: «Amarás a tu prójimo [semejante] como a ti mismo» (Mateo 22:37-40). La oración no es solamente hacia Dios, pues debe volver nuestros pensamientos hacia nuestros semejantes. Debido a que seguimos siendo tan fuertemente egoístas, olvidamos con frecuencia orar por los demás: nuestras preocupaciones personales ocupan el primer lugar.

Los apóstoles Pablo y Santiago nos introducen a un sentido apropiado de equilibrio espiritual en este asunto. Sus epístolas ilustran el modo en que el segundo mandamiento debe ser aplicado en la oración. Es probable que raras veces pensemos en aquellos que nos gobiernan, orando porque puedan continuar una política que nos permita proclamar la Palabra de Vida a los demás. Pablo trae a nuestra memoria este deber:

«Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad» (1 Timoteo 2:1,2).

Santiago enfatiza la necesidad de pensar en aquellos en el compañerismo del pacto, y sugiere un grado de confianza que es muy raro encontrar en la actualidad:

«Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados» (Santiago 5:16).

Pablo se preocupaba constantemente por el cuidado de los santos, como escribe:

«No cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad… » (Colosenses 1:9).

Pero él también sentía muy profundamente su necesidad de las oraciones de otros para que se le ayudara en su cuidado de las iglesias y su ministerio del evangelio. Cuando escribió a los tesalonicenses su ruego fue breve, pero conmovedor:

«Hermanos, orad por nosotros» (1 Tesalonicenses 5:25).

Compañerismo de oración

Esta forma de orar es una afirmación de nuestra unidad en la nueva vida con el Padre, con Jesús, y con nuestros hermanos. Es un compañerismo de oración, y cuando oramos fervientemente por las necesidades de los demás, olvidamos nuestros propios problemas y nuestros corazones son curados de su propia angustia.

Debido a la multitud de razones para orar no podemos incluirlas a todas en cada oración; pero si nuestros corazones están llenos de la compasión de Cristo, podemos asegurarnos de que todas ellas estén incluidas en una o en otra ocasión.

La oración es una comunión personal e íntima con el Padre, y debe usarse en cualquier oportunidad disponible. Cuán frecuentemente pudieron haber sido aliviadas las horas de insomnio por preocupaciones personales de haberse orado en vez de dar interminables vueltas en la cama.

Hay ocasiones cuando la oración entona y forma un ejemplo de vida espiritual. Una de tales ocasiones es la comida de la familia, cuando desde una temprana edad los niños se acostumbran a que se dé las gracias. Hay pocas experiencias tan encantadoras como la de ver a un niño de dos años inclinar su cabeza mientras su padre rinde las gracias por la provisión de alimentos. La comida puede también estar llena de espíritu de adoración y de esperanza si algunas veces se repite el padrenuestro, modificándolo solamente en un lugar: «El pan nuestro de cada día, bendícelo hoy…» Si se usara con más frecuencia, esta perla de oraciones, breve y al mismo tiempo extensa, simple en expresión pero de profundo significado, se mantendría en nuestro afecto y recuerdo, en vez de ser descuidada.

Otra ocasión en la que la oración piadosa puede ayudar a establecer el debido ambiente espiritual es en nuestra reunión pública para adorar y recordar a nuestro Señor, y cuando nos reunimos para proclamar el reino de Dios o estudiar las Escrituras. Oramos entonces en nombre de nuestros hermanos y hermanas, y debemos tomar en cuenta tanto a ellos como a nuestro Padre celestial. A causa del temor de una vana repetición en el uso del padrenuestro, por descuido utilizamos frases que no son bellas ni devotas, las cuales han llegado a ser tan familiares a través de los años, que los hermanos jóvenes las absorben y repiten en generaciones sucesivas. Sin embargo, cuando oramos nos presentamos delante del Dios Altísimo para hablar por todos.

Hombres de oración

Si en tales ocasiones observamos algunos de los elementos más importantes de la oración, anteriormente citados: humildad, adoración, alabanza, acción de gracias, penitencia y súplica; y también si dedicamos tiempo para absorber el espíritu de las oraciones de Abraham, Moisés, Samuel, David, Salomón, Elías, Ezequías, Jeremías, Daniel, Nehemías, y sobre todos, Jesús, imitaremos gradualmente la adoración y devoción que animaba a estos hombres de Dios, y encontraremos un espíritu noble y una expresión de oración que tomará posesión de nuestra mente.

«Señor, enséñanos a orar.» Jesús era el único que tenía el poder y la autoridad de enseñar a los hombres a orar, y es uno de los milagros del Evangelio de Juan que su más grande e íntima oración se encuentre solamente allí. Jesús oró por muchas cosas, incluyendo el cuidado de aquellos que estaba a punto de dejar atrás. ¿Quién sino Jesús pudo orar por aquellos que aún no habían nacido espiritualmente?

«Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17:20,21).

La nueva vida es tanto un camino de oración como un camino de fe. Mientras la doctrina puede informar nuestra mente, la oración, como comunión piadosa con el Padre, puede transformarla. Pero todos necesitamos la ayuda de los demás. Hermanos, oren por mí.

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