1 de Agosto de 2020

Cada vez que Jesús bajaba de Galilea a Judea era oportunidad para que las élites del momento – Fariseos, Saduceos, Herodianos, sacerdotes, doctores de la ley – lo atacaran con preguntas cuyo único objetivo eran hacerlo tropezar en público. Frecuentemente lo asediaban con situaciones socialmente complicadas, como por ejemplo si debían pagar impuestos a los romanos, si era lícito divorciarse, o qué hacer con una mujer sorprendida (a solas…?) en el mismo acto de cometer adulterio.

¿Dios ve igual a todas las razas?

Como en todos los lugares y todos lo tiempos, el tema de la raza siempre es delicado. Israel, situado en el nexo de tres continentes, no estaba exento y una pregunta al respecto era el pretexto ideal para intentar sembrar discordia entre los seguidores de Jesús.

Tras confirmar que una multitud de sus seguidores le rodeaban, se acercaron los fariseos a preguntar: “Maestro, ¿Será cierto que ante Dios todas las razas son iguales?”.

Su respuesta era lo que menos les importaba. Lo único que querían era sembrar conflicto entre la mezcla de razas y clases sociales que seguían a este profeta cuya forma de hablar le marcaba como originario de uno de los pueblos insignificantes de la región de Galilea de los gentiles.

Pero, como solía hacer, Cristo les responde con su propia pregunta: “¿Qué está escrito? ¿Ustedes cómo leen?”.

Pero ellos optaron por guardar silencio, sabiendo que habiendo sembrado la duda entre el populacho pendiente, Jesús se vería obligado a contestar.

Jesús los miró con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones. Respondiendo, les dijo: “¿No habéis leído que el que hizo al hombre al principio nos hizo de un sólo padre y una sola madre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué, pues, nos portamos deslealmente el uno contra el otro, profanando la palabra de Dios? ¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios. Mas vosotros os habéis apartado del camino; habéis corrompido el pacto y hacéis acepción de personas.”

Y nadie le podía responder palabra; ni osó alguno desde aquel día preguntarle más.

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Si has leído los evangelios sabrás que esta conversación exacta nunca ocurrió. Pero posiblemente escuchaste en ella ecos de Mateo 19, Marcos 3, Lucas 10, Malaquías 2 y Génesis 1…

Nuestro objetivo como estudiantes de la Biblia es procurar conocer la mente de Cristo con el fin de poder pensar, hablar y actuar como él en el transcurso de nuestra vida diaria.

La mente de Cristo la conocemos primeramente por medio del estudio constante de los evangelios. Luego, reconociendo que seguimos a aquel que es llamado “la palabra hecha carne”, y cuyo pensar fue formado por su inmersión total en las escrituras del Antiguo Testamento, estudiamos también todos aquellos libros que eran para él la Biblia. De esta forma, aunque es cierto que a Jesús nunca le preguntaron directamente si había diferencia entre las razas o los colores, podemos saber con bastante certeza cómo habría respondido si la pregunta se le hubiera presentado.

La respuesta es sencilla. Como dice el profeta Malaquías, aunque había en Dios abundancia de espíritu – o sea, que no le faltaba poder como para haber creado mil parejas al principio, y no sólo una – era esencial que toda la humanidad naciera de un sólo hombre. Era necesario por algunas razones, pero la más importante es para que todos fueramos redimidos por un sólo hombre. Que fueramos un solo pueblo, con un solo camino a la salvación. Y por esta razón en el principio Dios creó una sola pareja, padres de toda la humanidad, y todos sin excepción somos descendientes de ellos y hermanos entre nosotros.

  • La mente de Jesús la conocemos también por la comisión que nos dió a todos sus discípulos antes de ascender a su Padre: “Id y haced discípulos a todas las naciones”.
  • La mente de Jesús la conocemos por lo que dice Pedro cuando es enviado a bautizar al centurión romano llamado Cornelio: “comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia.”.
  • La mente de Jesús la conocemos cuando sus apóstoles predican a los samaritanos, un pueblo tradicionalmente despreciado por los judíos de aquel tiempo.
  • La mente de Jesús la conocemos cuando Felipe es enviado a anunciarle el evangelio al etíope, y cuando este pregunta si hay impedimento para que se bautice, Felipe responde que el único requisito es creer.
  • La mente de Jesús la conocemos por la mensaje a su siervo Juan acerca del reino venidero, en el que ve “una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero”.

Todos los hombres y mujeres de todas las naciones y razas estamos igualmente alejados de Dios por nuestros pecados. Todos somos redimidos solamente en Cristo, en quien no hay hombre ni mujer, esclavo ni libre, judío o griego. Y en quien tampoco hay pobre ni rico, blanco ni negro, urbanita o pueblerino, universitario u obrero. Nadie tiene ventaja o desventaja por razón de su nacionalidad, raza, género, educación, condición social o económica o ningún otro factor que marcamos en nuestras sociedades corrompidas por la terrible ceguera de la carne. ¿Acaso no nos es obvio cuales han sido las consecuencias de la discriminación y el racismo en nuestras comunidades? Si no extirpamos de nuestro medio el racismo como el veneno que es, ¿no seremos condenados por Cristo tan ferozmente como respondió a aquellos que no se compadecían de los pobres, las viudas, los enfermos y los discapacitados…?

Recordemos las palabras de Santiago, el hermano de nuestro Señor: «Si en verdad cumplís la ley real, conforme a la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, bien hacéis; pero si hacéis acepción de personas, cometéis pecado, y quedáis convictos por la ley como transgresores.» (Santiago 2)

-Kevin H.