Al leer los evangelios es posible que no nos hayamos percatado del ambiente altamente politizado en el que a Jesús le tocó desempeñar su ministerio. Los judíos vivían bajo el yugo del imperio romano, una dictadura extranjera. Estaban sometidos a fuertes impuestos y gozaban de pocos derechos y libertades. La opresión estaba siempre presente y por consiguiente el pueblo se rebelaba constantemente.
Jesús durante su ministerio
En este medio apareció Jesús presentándose como el Cristo, el Ungido de Dios: en otras palabras, como el líder de un gobierno venidero. Esto causaba consternación entre las autoridades romanas y los judíos que colaboraban con ellas.
Por tanto, cuando en Lucas 13 (una de las lecturas bíblicas de esta semana), le comentan a Jesús acerca de los judíos que habían sido masacrados en Galilea por orden del gobernador Pilato, ésta no era una conversación casual. Más bien era algo como decirle en nuestros tiempos al líder de un presunto grupo rebelde: “¿Acaso no oíste hablar de los militares que ametrallaron a 20 personas en la protesta por el alza del precio del combustible?”
Y no creamos que se lo dijeran porque eran simpatizantes, sino que procuraban provocarle para que censurara al gobierno romano y lo pudieran acusar de rebeldía, con el fin de que los romanos lo ejecutaran.
Pero como en el caso de la pregunta que le harían posteriormente respecto del pago de los impuestos, Jesús les responde hábilmente, orientando el diálogo hacia el enemigo más pernicioso aún que los romanos y que él había venido a vencer: no a los agentes de la mortalidad, sino a la mortalidad misma.
De la misma manera nosotros no debemos perder de vista quién es el verdadero enemigo. Día tras día oiremos hablar de conflictos y tragedias. Posiblemente seamos víctimas de agresiones o presenciemos actos de injusticia. Al igual que Jesús durante su ministerio, en la medida de lo posible debemos auxiliar a los desamparados, defender a los perseguidos y proteger a aquellos que por cualquier razón nuestras sociedades desprecian y excluyen. Pero no olvidemos que la solución definitiva de esta situación no está en que nos alcemos en armas para combatir contra los malvados e injustos, sino en que con paciencia y mansedumbre seamos las manos, los pies y los labios de Jesucristo en un mundo que desesperadamente lo necesita.
Guardemos en nuestro corazón las palabras de Isaías 42.1-7:
He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones.
No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia. No se cansará ni desmayará, hasta que establezca en la tierra justicia; y las costas esperarán su ley.
Así dice Jehová Dios, Creador de los cielos, y el que los despliega; el que extiende la tierra y sus productos; el que da aliento al pueblo que mora sobre ella, y espíritu a los que por ella andan: Yo Jehová te he llamado en justicia, y te sostendré por la mano; te guardaré y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que moran en tinieblas.
Aguardemos con paciencia la llegada de ese día, que ya vendrá.