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Tuyo es el Reino

Capítulo 6 - El Gobernador del Reino

Los siguientes siglos fueron muy memorables para los descendientes de Abraham. En los días de Jacob, nieto de Abraham, hubo una severa hambre sobre toda la región oriental del Mediterráneo, y Jacob (Israel), con once de sus hijos y sus esposas e hijos, unas 70 personas en total, emigraron de Canaán a la tierra de Egipto. Uno de los hijos, José, había llegado antes a Egipto y había ascendido hasta el cargo de primer ministro del rey. Debido al don divino de profecía de José, se había almacenado suficiente grano para preservar el pueblo de los efectos del hambre.

Después que la escasez llegó a los hijos de Israel, como ahora se llamaban, éstos permanecieron en Egipto y bajo el cuidado de José llegaron a ser tan numerosos que los egipcios comenzaron a verlos como una amenaza para la seguridad del país. Después de la muerte de José la política hacia los israelitas cambió y fueron hechos esclavos de los faraones, soportando servidumbre y dureza extremas mientras construían ciudades para el engrandecimiento de sus amos.

El segundo libro de la Biblia describe su liberación de esta servidumbre. Dios hizo que una serie de desastrosas plagas cayera sobre los egipcios con el efecto de que los esclavos fueron liberados y abandonaron el país bajo el liderazgo de Moisés.

Con la dirección de Dios, Moisés condujo esta multitud de esclavos liberados dentro del desierto, donde acamparon al pie del monte Sinaí. En una dramática y aterradora manifestación, Dios les mostró su presencia y los invitó a convertirse en su propio y especial pueblo:

«Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos de la tierra; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa.» (Exodo 19:4-6)

Así que en Sinaí los hijos de Israel se convirtieron en el pueblo propio de Dios, y en cierto sentido, el reino de Dios.

Después de viajar por algún tiempo a través del desierto entre Egipto y Canaán, la nueva nación de Israel conquistó la tierra en la que sus antepasados Abraham, Isaac y Jacob habían sido meramente nómadas. Durante los primeros cinco siglos después de su conquista de la tierra prometida fueron dirigidos por gobernantes no hereditarios conocidos como jueces, pero finalmente a pedido de ellos, Dios les permitió ser gobernados por un rey a la manera de las naciones circundantes. En este momento de su historia estamos a unos 900 años del tiempo de Abraham, y en los registros de estos primeros reyes vemos de nuevo el hilo de oro del reino de Dios.

El primer rey, Saúl, no resultó muy apropiado, pero David, su sucesor divinamente escogido, llevó al reino a una situación militar, económica y religiosa saludable. Fue a David a quien Dios reveló aun más acerca de su plan para la tierra y la humanidad, centrado en el establecimiento del reino de Dios.

El hombre según el propio corazón de Dios

El carácter excelente de David fue descrito por el mismo Dios:

«He hallado a David, hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón.» (Hechos 13:22)

Tal como su antepasado Abraham, David poseía la sobresaliente cualidad de confiar en Dios. Esto fue demostrado por su notable victoria sobre el gigante Goliat. Este mismo valor y confianza hicieron que el pueblo lo estimara, y cuando Saúl murió en batalla, David fue elegido popularmente para sucederlo en el trono de Israel. Uno de sus primeros actos fue hacer de Jerusalén su ciudad capital, donde él mismo construyó un palacio desde donde dirigió una serie de campañas que pusieron bajo su dominación a todas las naciones circundantes.

Durante toda su vida, David se había preocupado por el objeto más sagrado que Israel poseía: el arca del pacto. Esta caja de madera cubierta de oro con figuras querúbicas sobrepuestas, era el símbolo de la presencia de Dios en medio de su nación. David había traído el arca a su nueva ciudad capital, alojándola temporalmente en una tienda especial. El rey deseaba construir un apropiado y glorioso edificio para su más santa pieza de mobiliario. No le parecía correcto que él viviera en un palacio mientras el emblema de Dios permanecía en una tienda.

El rey expresó su preocupación al profeta Natán:

«Mira ahora, yo habito en casa de cedro, y el arca de Dios está entre cortinas.» (2 Samuel 7:2)

En la misma noche Dios le dio a Natán un mensaje para el rey. David no construiría una casa para Dios: más bien, ¡Dios iba a construir una casa para David!

La promesa de Dios a David
A la mañana siguiente Natán se acercó al rey con los detalles de la promesa divina:

«Así mismo Jehová te hace saber que él te hará casa. Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y el me será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres; pero mi misericordia no se apartará de él como la aparté de Saúl, al cual quité de delante de ti. Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente.» (2 Samuel 7:11-16)

David se dio cuenta inmediatamente de que ésta era una promesa grande y de largo alcance. Su primera reacción fue buscar a Dios para agradecerle por su bondad hacia él:

«Señor Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí? Y aun te ha parecido poco esto, Señor Jehová, pues también has hablado de la casa de tu siervo en lo por venir.» (2 Samuel 7:18-19)

La promesa a David resumida
Cuando examinamos la promesa en detalle, podemos ver por qué David se sintió tan honrado. Dios había prometido que:

  1. David sería el fundador de una casa real, o dinastía, que permanecería por siempre.
  2. El trono y reino de David permanecerían por siempre.
  3. Su hijo construiría la casa de Dios.
  4. Este sería también hijo de Dios.

¿Fue Salomón ese hijo?
David fue sucedido por su hijo Salomón quien reinó sobre el trono de David. El también construyó un templo o casa de Dios (2 Reyes 2:12; 6:1). ¿Podrá decirse entonces que la promesa se cumplió durante el reino de Salomón?

La respuesta debe ser «No.» Salomón constituye un anticipo del cumplimiento de la promesa, así como la nación de Israel ha sido un cumplimiento parcial de la promesa a Abraham; pero de ninguna manera podría decirse que Salomón reinó por siempre sobre el trono de David. Esto se confirma cuando encontramos que mucho tiempo después de la muerte de Salomón, la realización de la promesa a David aún se esperaba.

La esperanza de los profetas

Un vistazo a los subsecuentes libros del Antiguo Testamento muestra que la venida de un hijo de David a reinar para siempre en el trono de su padre, era la esperanza predominante de los judíos. Estas palabras de Isaías que datan de unos trescientos años después de David son un ejemplo:

«Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro… Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto.» (Isaías 9:6-7)

Si usted retrocede para revisar la declaración de Dios de su promesa a David verá que la profecía está aquí repitiendo los mismos términos de la promesa. «Un hijo,» «el trono de David,» «su reino,» y «para siempre,» todos fueron parte del mensaje divino que Natán retransmitió al rey.

Un poco más tarde en su profecía, Isaías alude a este gobernante futuro usando la metáfora de una rama de árbol:

«Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces.» (Isaías 11:1)

Isaí fue el padre de David, así que la rama que brota de él es una clara alusión al futuro hijo de David quien, tal como el pasaje continúa describiéndolo, será un gobernante justo que traerá bendiciones para todo el mundo.

El siguiente profeta, Jeremías, vivió en un tiempo triste para la nación judía. Cuatrocientos años después del fiel David, los sucesores al trono habían abandonado la adoración del verdadero Dios en favor de los ídolos de las naciones circundantes. Uno tras otro, Dios les había enviado sus mensajeros inspirados, pero ellos no respondieron. Por consiguiente, Dios estaba a punto de castigarlos llevando a una suspensión temporal del reino de David. Todo el poder del ejército babilónico bajo su rey Nabucodonosor fue dirigido contra Jerusalén, y Jeremías describe algunos de los horrores de los tres años de sitio. Torres de madera fueron construidas alrededor de la ciudad para dominar las murallas, y grandes arietes de madera sacudían las puertas. Dentro de la ciudad el rey Sedequías, el último de los descendientes de David que se sentó en su trono, gobernaba la ciudad debilitada por el hambre y las enfermedades, y era obvio que el fin del reino estaba cerca.

En este tiempo de desesperación Dios dio a Jeremías un mensaje de esperanza. El no había olvidado su compromiso con David, y a pesar de las presentes apariencias un día haría realidad su palabra. Usando la misma figura que Isaías, la de una rama, Dios le asegura que su promesa será finalmente cumplida:

«He aquí vienen días, dice Jehová, en que yo confirmaré la buena palabra que he hablado a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquel tiempo haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará juicio y justicia en la tierra. En aquellos días Judá será salvo, y Jerusalén habitará segura.» (Jeremías 33:14-16)

Para enfatizar la certeza de la promesa a David, Dios procedió a dar una garantía que no podía fallar:

«Así ha dicho Jehová: Si pudiereis invalidar mi pacto con el día y mi pacto con la noche, de tal manera que no haya día ni noche a su tiempo, podrá también invalidarse mi pacto con mi siervo David, para que deje de tener hijo que reine sobre su trono.» (Jeremías 33:20-21)

Dos mil quinientos años más tarde, la salida del sol por la mañana es una seguridad de que Dios no olvidará su promesa a David.

«Hasta que venga aquel cuyo es el derecho»
En la lejana Babilonia, donde algunos judíos ya habían sido llevados cautivos, el profeta Ezequiel esperaba ansiosas semanas por noticias del sitio de Jerusalén. El también tenía un mensaje de Dios, esta vez para el malvado rey Sedequías. Predijo el derrocamiento del trono y reino de David, aunque como Jeremías, también veía hacia el tiempo cuando reinaría el prometido hijo de David:

«Y tú, profano e impío príncipe de Israel, cuyo día ha llegado ya, el tiempo de la consumación de la maldad, así ha dicho Jehová el Señor: Depón la tiara, quita la corona; esto no será más así… A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y yo se lo entregaré.» (Ezequiel 21:25-27)

Por consiguiente el borde plateado de aquella oscura nube que pendía sobre el reino de David consistía en que su suspensión habría de ser sólo temporal. Cuando venga «aquel cuyo es el derecho»—el hijo prometido a David—entonces Dios le dará el reino.

El Mesías

Hasta aquí hemos visto las dos grandes promesas a los padres judíos, Abraham y David, así como también el hecho de que ambos profetizaron la venida de un hombre sobresaliente que traería un tiempo de bendiciones para Israel y el mundo. Esta persona poseería la tierra y gobernaría a la humanidad al mismo tiempo que se sentaría en el restaurado trono de David en Jerusalén. Era la costumbre en aquellos días, tal como ahora, iniciar a los gobernantes por medio de una ceremonia de unción. Por consiguiente este futuro gobernante fue llamado por ellos «el Ungido,» o en hebreo «el Mesías». La creencia en la venida del Mesías era el verdadero fundamento de la esperanza judía. El Nuevo Testamento también se refiere al Mesías, pero como esta sección de la Biblia fue escrita originalmente en griego, el término equivalente aquí es el «Cristo.»

Largas y oscuras épocas de cautividad siguieron al fin del reino judío, y aunque después de 70 años algunos judíos regresaron a su tierra, fue sólo para ser gobernados por extranjeros. Durante todo este tiempo ellos aún esperaban la venida del prometido Mesías a restablecer el trono de David en Jerusalén, a librarlos de sus enemigos y a bendecirlos en las formas variadas que todos los profetas habían predicho.

Por consiguiente llegamos al advenimiento del tiempo del Nuevo Testamento.

Jesús es el Mesías

En vista de este gran tema del Antiguo Testamento sobre la venida del Mesías o Cristo, son significativas las palabras de apertura del Nuevo Testamento:

«Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham.» (Mateo 1:1)

¿Podría esto ser más claro? Mateo estaba en efecto diciendo a los judíos de su tiempo: «¿Ustedes están buscando al Mesías, el hijo prometido a Abraham y David? Entonces ¡aquí está él!»

El espléndido tema de la venida del Mesías a establecer el reino de Dios en la tierra continúa inalterado cuando pasamos del Antiguo al Nuevo Testamento. Habiendo trazado el hilo de oro a través de Génesis, Samuel y los libros de los profetas, ahora lo vemos de nuevo en los incidentes relacionados con el nacimiento de Jesús.

El mensaje del ángel Gabriel a María
Por el tiempo del nacimiento de Jesús había entre el pueblo judío un ambiente de expectación general. Muchos de ellos conocían tales predicciones bíblicas como la profecía de las setenta semanas que fue considerada en el capítulo 4 del presente estudio, y entendían que la venida del Mesías podría hacerse realidad en cualquier momento. Sin duda había muchas mujeres jóvenes que soñaban con que serían la madre del que devolvería el bienestar a Israel. Pero se daban cuenta que la elección para tal honor sólo podría recaer sobre una de un pequeño grupo de doncellas. Mientras todas las judías eran hijas de Abraham, no todas eran del linaje de David a través de quien el Mesías habría de venir.

No sabemos si María, quien era descendiente directa del rey David, alguna vez tuvo tales pensamientos; pero no dudamos de su inmensa sorpresa cuando el ángel Gabriel se le apareció repentinamente con las sorprendentes noticias:

«¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres… María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESUS.» (Lucas 1:28-31)

Gabriel continuó describiendo la misión que Dios había preparado para este niño, pero antes de citar sus palabras quisiera recordarle las principales provisiones de la promesa a David. Dios le dijo que tendría un descendiente que

  • Reinaría en el trono de David.
  • Gobernaría sobre el reino de Israel para siempre.
  • Sería hijo de Dios.

Manteniendo esto en mente, y recordando que el nombre original de Israel es Jacob, ahora leamos las palabras de Gabriel. ¿Puede haber alguna duda de que se refieren a la promesa a David?

«Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.» (Lucas 1:32-33)

Sería difícil expresar la promesa a David en una forma más concisa, y Gabriel le dijo a María que su hijo iba a ser en quien tal promesa se cumpliría.

Podemos imaginar la excitación entre los judíos temerosos de Dios con el nacimiento de Jesús. ¡Ahora al fin se cumplirían las promesas a Abraham y David! ¡Después de siglos de expectación y anhelo, la esperanza de todos los fieles israelitas iba a volverse realidad! Es así como Zacarías, el padre de Juan el Bautista, consideró la situación. Sus palabras abarcan todas las fuentes de información en el Antiguo Testamento que hemos examinado al aprender acerca de la venida del reino de Dios:

«Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio; salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abraham nuestro padre…» (Lucas 1:68-73)

Nuestros estudios en este capítulo nos conducen inevitablemente a la conclusión de que treinta años más tarde, cuando Jesús se dedicó a su misión de predicación, lo hizo como el tan largamente esperado Mesías judío que cumpliría las promesas a Abraham y David. El era quien convertiría en gloriosa realidad las predicciones del Antiguo Testamento concernientes al reino de Dios.

~ Peter J. Southgate

Lealo de nuevo:
Capítulo 7 – El Reino Predicado
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