Nadie, por poco religioso que sea, puede negar que la oración forma parte de la vida espiritual. Hasta las personas que han tenido muy poco que ver con una iglesia, que en escasas ocasiones han tenido una Biblia en sus manos y que han puesto muy poca atención a Dios, recurren a la oración cuando se enfrentan a una crisis. Muchos individuos, desesperados ante la espantosa realidad de la muerte, se han puesto de rodillas a orar. Algunas veces nos hemos sorprendido al enterarnos de que unos de los personajes más sobresalientes de la historia han sido hombres y mujeres de oración.

¿Qué es la oración?

¿En que consiste la oración? ¿Será sólo un ejercicio para traer a la mente pensamientos placenteros? ¿Es una forma de resolver milagrosamente problemas imposibles? ¿Es un rito religioso realizado por hombres santos en beneficio de la humanidad? ¿Es la recitación pública de pensamientos e ideales nobles o la repetición de ciertas frases especiales?

Este folleto tiene como propósito examinar la enseñanza bíblica sobre el tema. Aquellos que quieren ser verdaderos seguidores del Señor Jesucristo deben, así como él lo hizo, guiarse en cuestiones de fe y práctica religiosa por lo que la Biblia enseña. La Biblia consiste en «las Sagrada Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús» (2 Timoteo 3:15).

La Biblia no deja la menor duda de que los creyentes deben orar:

«También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desmayar» (Lucas 18:1).

«Orad sin cesar» (1 Tesalonicenses 5:17).

«Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias» (Filipenses 4:6).

El dejar de orar puede ser pecado; el profeta Samuel declaró:

«Así que, lejos sea de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros» (1 Samuel 12:23).

El punto de partida

¿Cómo se comienza a orar? El punto de partida es la necesidad. Podemos estar experimentando mucha dificultad en hacerle frente a la vida; puede que tengamos problemas aparentemente insolubles; posiblemente reconocemos nuestras flaquezas y buscamos una especie de recuperación espiritual; quizás tratamos de encontrar el sentido de la vida. En realidad todos los problemas que nos acosan nos hacen comprender que a pesar de los grandes logros de la humanidad, muchas veces nos hallamos impotentes ante los fracasos humanos. Muchas veces es el fracaso y no el éxito el comienzo del camino que conduce a Dios.

En los evangelios leemos de comandantes militares, de gente que ostentaba altos cargos en el gobierno, de madres y padres que deseaban lo mejor para sus hijos, de labradores y pescadores, de comerciantes y artesanos—personas de todas las clases sociales y con antecedentes muy variados, que buscaban a Jesús debido a una u otra necesidad que no podía ser satisfecha de otra manera. Y cuando vemos que Jesús siempre hallaba el tiempo para escuchar, aconsejar y ayudar, vemos también cómo él nos revela el carácter de su Padre.

«Porque para acercarse a Dios, uno tiene que creer que existe y que recompensa a los que le buscan» (Hebreos 11:6 DHH).

La Biblia muestra claramente que Dios desea ayudarnos. No debemos suponer que él sólo escucha a la gente buena. De hecho, cuando creemos que somos lo suficientemente buenos y nos las arreglamos bien nosotros solos, es cuando posiblemente estamos menos inclinados a confiar en Dios.

Dos hombres…

Jesús contó la historia de dos hombres que fueron al templo en Jerusalén a orar. Uno de ellos era fariseo (miembro de una importante secta judía de la época). El otro era pubicano (recaudador de impuestos). Puesto que la nación de Israel estaba bajo el dominio de los romanos, podemos imaginarnos el desprecio con que era tratado un judío que recaudara impuestos a nombre de los odiados romanos. La parábola, entonces, muestra a un miembro del establecimiento religioso por un lado y a una persona marginada por el otro. Pero Jesús dice que el fariseo

«oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos (el 10% que se daba a las autoridades religiosas para el templo) de todo lo que gano.»

Sin duda alguna, este hombre pensaba que estaba haciendo una gran obra para Dios y esperaba recibir la correspondiente recompensa.

«Más el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lucas 18:9-14).

Las circunstancias de este hombre lo habían hecho extremadamente consciente de un sentido de fracaso personal. En ese estado de ánimo le rogaba a Dios que le ayudara. Jesús nos dice que esta oración fue mucho mejor recibida que la jactancia del fariseo.

Misericordia divina—necesidad humana

Las seis palabras de la oración del publicano resumen la forma correcta de acercarnos a Dios. Comienzan con «Dios» y terminan con «mí, pecador.» Dios y el pecador se unen por medio de la misericordia divina. Acerca de la palabra misericordia se ha dicho que «asume necesidad de parte del que la recibe, y recursos suficientes para suplir esa necesidad por parte del que extiende la misericordia» (Diccionario Expositor de Palabras del Nuevo Testamento).

Oramos, entonces, porque estamos conscientes de una necesidad y reconocemos que solamente Dios puede suplir esa necesidad. El aceptar que Dios es capaz de hacer lo que nosotros no podemos es inclinarnos ante su grandeza, es reconocer su infinita sabiduría. Esto es alabanza. La alabanza expresada en palabras es un intento de describir la forma en que Dios es superior al hombre; es dar gloria a Dios. Por medio de la alabanza meditamos en la grandeza de Dios y los recursos con que cuenta para suplir nuestra necesidad.

Escuchando a Dios

Puesto que Dios es más sabio que nosotros, debemos escuchar lo que él nos dice. Dios nos habla por medio de la Biblia. «Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino,» dice el salmista (Salmos 119:105). El Señor Jesús declaró: «Y la Escritura no puede ser quebrantada» (Juan 10:35). El apóstol Pablo escribió: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto» (2 Timoteo 3:16, 17).

Es de vital importancia que comprendamos que la oración no puede separarse del conocimiento y entendimiento de la Palabra de Dios. La oración es comunicación con Dios. Pero esta comunicación ha de ser de doble sentido. No basta con que nosotros hablemos a Dios; él espera que también le escuchemos. De hecho, muy frecuentemente es mejor ocuparnos en meditar sobre su palabra que tratar de hablarle largamente. La Biblia misma nos advierte:

«No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras» (Eclesiastés 5:2).

El Señor Jesucristo mismo también enfatizó este punto:

«Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos» (Mateo 6:7).

No debemos acercarnos a Dios completamente engreídos de nosotros mismos, prontos para decirle lo que nosotros pensamos. Eso es como la persona que hace una pregunta, no porque quiere recibir la respuesta, sino porque quiere la oportunidad de exhibir su propio conocimiento. Si nos acercamos a Dios como personas que desconocen la respuesta y creen que Dios sí la sabe, entonces, ¡qué locura cometemos si ignoramos lo que El nos dice por medio de las Escrituras! Más bien debemos leer las Escrituras con regularidad de manera que podamos sintonizar nuestra mente con la de Dios.

Los muchos ejemplos de oración que encontramos en la Biblia muestran claramente que Dios responde únicamente cuando oramos de acuerdo a su voluntad. Después de todo, Dios sabe qué es lo mejor para los intereses del hombre y así puede controlar las circunstancias con ese fin.

Ejemplos del Antiguo Testamento

Elías, por ejemplo, era un «hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró fervientemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses» (Santiago 5:17). ¿Por qué respondió Dios esa oración? Cuando leemos el relato completo a partir de 1 Reyes 16:29, descubrimos que el pueblo de Israel, el testigo de Dios, tenía una inmensa necesidad de reforma. La intención de la oración de Elías y la respuesta de Dios eran que el rey y el pueblo se dieran cuenta que únicamente sometiéndose a Dios podrían sobrevivir. La oración de fe estaba diseñada para curar la enfermedad del pecado y convertir a los pecadores, apartándoles del error de sus caminos.

Así como hubo una gran manifestación del poder de Dios cuando la nación de Israel fue sacada de Egipto bajo el liderazgo de Moisés, también en el tiempo de Elías y Eliseo hubo gran cantidad de actividad milagrosa acompañando la obra de los profetas. La preocupación más importante de Elías era que se hiciera la voluntad de Dios y su oración fue contestada porque estaba de acuerdo con la voluntad de Dios. (También hubo otra época de actividad milagrosa asociada con el ministerio de Cristo y los apóstoles.)

La oración de Daniel que encontramos en el capítulo 9 de su libro es otro ejemplo de una oración que estaba perfectamente entonada con la voluntad de Dios. Desde el comienzo de la oración se nota cuán correcta era la actitud de Daniel. En esa época Daniel vivía en Babilonia, en exilio con los judíos. El pueblo israelita estaba sufriendo las consecuencias de no haber puesto atención a la necesidad de servir a Dios fielmente. Daniel, orando en nombre de su pueblo, acepta que Dios es justo y que su pueblo necesita el perdón de sus pecados. Esto conduce a su petición en los versículos 16 y 17 para que Dios restaurara la fortuna de Jerusalén, lo que significaría el fin del exilio forzado.

Se pueden notar dos puntos: primero, cualquiera que tenga una familiaridad con los libros del Antiguo Testamento, y en particular con los cinco libros de Moisés, se puede dar cuenta que frase tras frase de la oración de Daniel lleva un eco de acontecimientos anteriores. Daniel ora como una persona que ha llenado su mente con los pensamientos de Dios, y lo había hecho leyendo con regularidad los libros de la Biblia que existían hasta ese entonces.

En segundo lugar, su petición más importante—que su pueblo fuera perdonado y se le permitiera establecerse de nuevo en Jerusalén y pudiera adorar a Dios otra vez allí—era algo que Daniel sabía que Dios había prometido llevar a cabo. Jeremías, por ejemplo, profetizó:

«Porque, he aquí que vienen días, dice Jehová, en que haré volver a los cautivos de mi pueblo Israel y Judá, ha dicho Jehová, y los traeré a la tierra que dí a sus padres, y la disfrutarán» (Jeremías 30:3).

Además, Daniel sabía que de acuerdo a Jeremías 25:11, la cautividad duraría 70 años. Puesto que todo el pueblo no fue llevado cautivo al mismo tiempo, él no sabía exactamente cuándo terminarían los 70 años; pero tenía una idea aproximada y por lo tanto podía orar fervientemente que se hiciera la voluntad de Dios.

Daniel, entonces, oró como un hombre que se humillaba ante Dios, que escuchaba lo que Dios decía y se había familiarizado íntimamente con lo que Dios había revelado en su palabra y por lo tanto oraba en armonía con lo que él sabía que era la voluntad de Dios. Daniel era la clase de persona a la cual Dios se refería cuando declaró:

«Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra» (Isaías 66:2).

Una relación correcta con Dios

La oración efectiva supone una relación con Dios y depende de ella. «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Juan 17:3). Tal conocimiento se puede encontrar, única y exclusivamente, en los escritos inspirados de la Biblia—y en ningún otro lugar. Pero conocer a Dios no es simplemente saber acerca de él. Cuando un hombre y su esposa se conocen, no tienen solamente un dibujo mental de su respectivo cónyuge. Su conocimiento es íntimo y profundo, debido a la naturaleza de su relación. Depende de continuo y regular contacto, la aceptación de responsabilidades y el deseo de crecer en conocimiento y entendimiento el uno del otro.

Reconocer uno su necesidad propia como pecador, cuya imperfección se muestra en marcado contraste con la gloriosa perfección del carácter de Dios; desarrollar ese espíritu «pobre y humilde» que desea que el poder de Dios lo mueva por medio de su palabra, así como las hojas de un árbol tiemblan al paso del viento; darse cuenta por las relaciones maravillosas de Dios con hombres y mujeres de épocas pasadas que la misma gracia puede extenderse a uno hoy en día: todo esto es el comienzo del proceso de alabanza y acción de gracias que caracteriza la oración expresada.

No hay lugar aquí para el indiferente o el descuidado. Dios está en el cielo y nosotros en la tierra. No podemos asumir familiaridad o presumir de su misericordia. Es el privilegio de Dios mandar y nuestro deber es obedecer. No podemos llamar a Dios «Padre nuestro» sin santificar su nombre al mismo tiempo. Y no podemos hacer eso a menos que tratemos de hacer su voluntad en la tierra así como se hace ya en el cielo. Si vamos a beneficiarnos del privilegio de ser llamados hijos e hijas de Dios, debemos, después de seria consideración, entrar en la familia de la fe. «Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos» (1 Juan 2:3).

Respuesta y responsabilidad

A medida que crece nuestro conocimiento de los mandamientos de Dios, aprendemos acerca de la necesidad del arrepentimiento—pesar por nuestras propias transgresiones y flaquezas, y el sincero deseo de alejarnos del pecado. Aprendemos del amor de Dios al proveer un Hijo perfecto quien es «el camino, la verdad y la vida,» y por cuyo único y exclusivo medio el ser humano puede acercarse a Dios. Aprendemos que para asociarnos con esa obra salvadora debemos nacer de nuevo, es decir, expresar nuestra fe y obediencia por el bautismo, la inmersión completa en agua como símbolo de nuestra asociación con la muerte de Jesús; y también con su resurrección, cuando salimos del agua para una «nueva vida.»

«Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos» (Gálatas 3:27).

Como hijos e hijas de Dios recién nacidos debemos tratar de comportarnos de acuerdo a sus altos ideales. Así se nos ofrece la esperanza de participar en la gloria de Cristo cuando venga a reinar sobre la tierra en paz y justicia:

«Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios… cuando él (Jesucristo) se manifieste, seremos semejantes a él» (1 Juan 3:1,2).

Creencia, arrepentimiento, bautismo, una vida de fe, la esperanza de la vida eterna después del juicio cuando Cristo venga y resucite a los muertos, cuando él establezca el reino de Dios y cumpla la esperanza de Israel: todo esto es sólo un pequeño resumen de lo que necesitamos entender si nuestro compromiso como discípulos de Jesús va a tener un significado real.

El Padrenuestro

Es necesario establecer claramente que la oración que Jesús enseñó a sus discípulos no es algo que se debe repetir en vano, como una fórmula mágica. Su verdadero significado puede ser apreciado únicamente por aquellos que conocen la enseñanza de Cristo, se han comprometido a su discipulado y se han convertido en hijos e hijas de Dios, santificando así su nombre y esforzándose en vivir esperando su reino venidero, cuando todo el mundo será gobernado de acuerdo a su voluntad.

Es de gran beneficio meditar sobre el significado de estas palabras solemnes:

«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.

Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.» (Mateo 6:9,10)

¿Acerca de qué debemos orar?

Para mucha gente la oración consiste en pedir favores a Dios. Para algunos, la prueba de la existencia de Dios depende de la respuesta a una petición particular. ¿Acaso no dijo Jesús:

«Pedid, y se os dará; buscad y hallaréis»? (Mateo 7:7).

Leemos cómo Jesús recibía a niños pequeños y los tomaba en sus brazos. En esto él reflejaba el carácter de su Padre, que recibe a todos los que le buscan con sinceridad y simplicidad. Pero mientras que el propósito particular de Dios durante la época de Jesús y durante el establecimiento posterior de las primeras iglesias cristianas involucró frecuentes señales milagrosas que demostraban que en realidad Dios estaba obrando, nosotros estamos en un error gravísimo si esperamos que Dios haga un milagro en respuesta a cada petición que le hagamos.

Esto no quiere decir que el poder de Dios no se manifiesta hoy en día, o que Dios no se interesa por nosotros.

«Hágase tu voluntad»

Ninguna oración es ignorada cuando procede de aquellos que buscan a Dios sinceramente. Pero la respuesta no es siempre «Si»; quizás sea «No» o «Espere.» Lo que es de vital importancia es que continuemos orando, meditando en los caminos de Dios y, con la ayuda que obtenemos de su palabra, aceptemos la situación. Cuando Ezequías recibió una carta llena de amenazas del comandante del ejército asirio, su reacción fue extenderla delante de Dios (2 Reyes 19:14). En igual forma debemos hablar de nuestros problemas ante Dios. Por lo menos, esto nos ayudará a ponerlos en perspectiva.

Pero la oración no produce respuestas instantáneas a toda petición. Imaginémonos el caos que resultaría si este fuera el caso, puesto que en más de una ocasión personas temerosas de Dios han orado por cosas completamente opuestas. Una persona puede orar para que el sol brille durante un evento importante; otra puede estar pidiendo que llueva para regar cultivos de vital importancia. Alguien puede estar enfermo de gravedad. Un pariente puede orar para su recuperación; mientras otro ora para que muera en paz y sin más sufrimiento.

Nosotros tendemos a ver las cosas desde un punto de vista humano, y se nos hace difícil salirnos del círculo inmediato de nuestras necesidades para ver la perspectiva total. Sin embargo, después de años de amarga desilusión porque alguna esperanza o ambición no se ha cumplido, podemos reflexionar y sentir que, después de todo, las cosas salieron de la mejor manera posible. Y aun cuando nosotros no logramos entender el significado de ciertas experiencias, tenemos la certeza de que

«Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes le aman» (Romanos 3:28 DHH).

Naturalmente, algunas de nuestras peticiones son triviales y hasta egoístas. No podemos esperar que el Todopoderoso haga actos de magia por nosotros. Santiago advierte a aquellos que tienen esa limitada visión:

«Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (Santiago 4:3).

Orando por otros

Lo que es un poco más difícil de apreciar es que nuestra petición puede ser de una naturaleza completamente desinteresada, en nombre de una causa digna de ayuda. Muchas veces esas oraciones se deben a un deseo de aliviar sufrimiento, pensando que es lo que un Dios de amor querría hacer. No es fácil entender por qué tan ansiosas peticiones son algunas veces pasadas por alto.

Pero el hecho es que como resultado de la imperfección del hombre, o sea el pecado, toda la creación se ha sometido a su «esclavitud» según lo expresa la Biblia. En otras palabras, estamos esclavizados en un sistema que no funciona perfectamente como resultado del distanciamiento con Dios causado por el pecado. Los espinos y los cardos crecen al igual que bellas flores y buenos vegetales. El cuerpo humano es capaz de la belleza y gracia de una bailarina y la fuerza y capacidad de un corredor olímpica. Pero también puede sufrir impedimentos desde el nacimiento, y estar propenso a infecciones y enfermedades terribles.

El apóstol lo expresó con las palabras: «Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora» (Romanos 8:22). A nuestro alrededor hay muchas advertencias que nos muestran que vivimos en un mundo imperfecto: sin esas advertencias nos olvidaríamos de nuestras flaquezas morales y espirituales. Lo mismo que ciertos tipos de peces pueden adaptarse a vivir en aguas contaminadas, el hombre podría adaptarse a vivir en un mundo de valores pervertidos y principios turbios, si no fuera por la frecuente experiencia de situaciones que le proclaman la necesidad de salvación. Cara a cara con tales situaciones, la gente tiende a ponerse de rodillas.

Naturalmente muchos de los problemas tienen su origen directamente en el pecado y la insensatez humana. La mujer encinta que fuma debe llevar la responsabilidad de cualquier daño que cause a su bebé. Pero muchos de los males que nos afligen no son nuestra propia obra ni tampoco son el resultado de políticas colectivas insensatas o sistemas malignos. En un mundo que se ha apartado de Dios, tanto la ley natural como la social están afectadas por la maldición del pecado. Aún el hombre que pone toda su confianza en Dios sufre las consecuencias de este hecho. El libro de Job es una vívida dramatización de esta verdad. Las catástrofes no se distribuyen equitativamente en este mundo; ni tampoco las bondades de la vida:

«Ni es de los ligeros la carrera; ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas, ni de los elocuentes el favor… como los peces que son presos en la mala red, y como las aves que se enredan en lazo, así son enlazados los hijos de los hombres en el tiempo malo, cuando cae de repente sobre ellos» (Eclesiastés 9:11,12).

Dios se interesa por nosotros

Lo que tenemos que reconocer es que Dios no nos ha abandonado en esta situación. Nos pide que confiemos en él, que creamos en su palabra, que obedezcamos sus mandamientos y esperemos con ansiedad el momento cuando él intervendrá en los asuntos humanos para establecer una sociedad que será gobernada por medio de leyes justas e imparciales, y en la cual la naturaleza misma estará en armonía con su perfecto Creador.

Debemos entender por lo tanto que el interés de Dios por nosotros es por nuestro bienestar eterno, y posiblemente no sea lo mejor para nosotros que cada problema que tengamos, grande o pequeño, sea resuelto instantáneamente. Los tropiezos mismos de la vida pueden contribuir al desarrollo de nuestro carácter:

«y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza» (Romanos 5:2-4).

Las experiencias de nuestra vida presente pueden tener sentido en el contexto del plan eterno de Dios. En el reino de Dios podremos reflexionar sobre el pasado, por la gracia de Dios, y ver el valor aun de las crisis más agudas de nuestra vida. Por eso el apóstol Pablo podía escribir:

«Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» (2 Corintios 4:16,17).

Pablo podía escribir en base a su experiencia personal. El sufrió muchas pruebas en el transcurso de su obra de predicación (ver 2 Corintios 11:23-29) y, para hacer las cosas aún más difíciles, sufría de un impedimento físico que le causaba más sufrimiento. El declara que en tres ocasiones oró a Dios para que le quitara este «aguijón en mi carne.» Pero pudo aceptar que, después de todo, la misma debilidad que lo afligía le hacía más consciente de que su propia fuerza era insuficiente: tenía que depender del poder de Dios:

«Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 12:9,10).

«Por lo que padeció aprendió la obediencia»

Dios nunca permite que nuestras pruebas y tentaciones sean mayores de lo que podemos soportar (1 Corintios 10:13) y la Biblia muestra cómo Dios mismo sufre cuando comparte los sentimientos de la experiencia humana (ver, por ejemplo, Isaías 63:9). No hay mayor evidencia de esto que en el sacrificio voluntario del amado Hijo unigénito de Dios, quien «cuando padecía no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga con justicia.» El Señor Jesús recibió mucho fortalecimiento durante su vida a través de la oración; sin duda alguna esto fue lo que ocurrió en el momento de mayor tribulación:

«Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Hebreos 5:7-9).

Así nuestro tema es ejemplificado vivamente. Se pudiera decir que la oración del Señor no fue oída, puesto que no fue librado del sufrimiento. Sin embargo las escrituras declaran plenamente que Jesús fue oído; pero no era la voluntad de Dios que la experiencia le fuera quitada. Entonces, ¿vale la pena orar? Los evangelios muestran que en el proceso de exponer su situación ante el Padre celestial, aun en medio de agonía mental, Jesús estaba en realidad aceptando la necesidad de la cruz que debía llevar:

«Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42).

Una fuente de fortalecimiento

Pero eso no era todo. La oración no es únicamente una forma de solucionar nuestros problemas en presencia de Dios. También puede proveer un poder fortificante muy real:

«Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle» (Lucas 22:43).

Entonces, nuestras oraciones no deben ser egoístas, aunque podemos exponer nuestros problemas personales ante Dios. Aun en nuestras mejores y aparentemente más desinteresadas peticiones debemos aceptar que Dios es mucho más sabio que nosotros:

«¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?» (Job 2:10).

Sea la que sea, nuestra petición debe estar condicionada por la frase del Señor: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» Esto no se aplica lógicamente cuando pedimos lo que Dios ha declarado claramente que es su voluntad. Es innecesario, por ejemplo, cuando oramos por el regreso de Jesús añadir: «si es tu voluntad,» puesto que sabemos que esa es la voluntad de Dios.

Aunque Dios decida no hacer un milagro en favor nuestro no es porque no le interese. Es porque El está operando en nosotros el milagro de transformar nuestro carácter para que sea igual al de su Hijo. Para el verdadero creyente no hay nada que pueda separarlo del amor de Dios en Cristo Jesús:

«Aunque ande en valle de sombra de muerte, No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo» (Salmo 23:4)

La petición del Padrenuestro, «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy,» nos recuerda cuán simples y sencillas son nuestras necesidades básicas y también nos recuerda de nuestra necesidad primordial de ese pan vivo del cielo que comemos cuando compartimos la vida de sacrificio personal de nuestro Señor: «y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo» (Juan 6:51).

Consecuencias prácticas

Ya hemos visto que para que nuestras oraciones sean efectivas necesitamos pensar en armonía con la mente de Dios. Una forma correcta de pensar tendrá consecuencias prácticas. El primer mandamiento es que amemos a Dios; el segundo es que amemos a nuestro prójimo. El segundo es una consecuencia del primero y debe reflejarse en nuestra preocupación práctica por el bienestar de otros.

«Perdónanos nuestras deudas (pecados)»: así enseñó el Señor a sus discípulos a orar. Sin ese perdón de nuestros pecados no hay forma de poder gozar una relación con Dios que nos permita dirigirnos a El como «Padre nuestro.» Tenemos que aceptar la consecuencia práctica de pedir perdón de nuestros pecados a Dios. Primero, Jesús declaró:

«El que creyere y fuere bautizado, será salvo» (Marcos 16:16).

Después de realizar este acto de fe, ya no somos «extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Efesios 2:19). Esa relación con aquellos que ahora son hermanos y hermanas en el Señor, nos impone ciertas exigencias y requiere que cumplamos nuestras responsabilidades como miembros de la familia de Dios. Y esto a su vez requiere que nosotros mostremos amor y compasión a todos los hombres, predicando el evangelio del perdón de Cristo en nuestras palabras y acciones.

El Señor enfatizó estas consecuencias prácticas cuando a las palabras «perdónanos nuestras deudas» añadió la confesión que llega hasta lo más recóndito del corazón: «como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mateo 6:12). La Biblia condena rotundamente a aquellos que honran a Dios con sus labios mientras sus corazones están lejos de él.

«No amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Juan 3:18).

La oración no puede ser efectiva si actuamos en una forma que contradice completamente la relación que proclamamos tener con Dios en nuestras oraciones.

Preocupación por otros

«Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda,» aconsejó Pablo a Timoteo (1 Timoteo 2:8). El que tenga rencor contra su hermano, rehúse hablar con él o fomente problemas en su contra, no puede esperar el perdón de Dios.

«Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda» (Mateo 5:23-24).

Esta es la enseñanza de Jesús.

El apóstol Pedro expresa una idea similar, enfatizando en esta ocasión la importancia de las relaciones correctas en nuestros hogares y del cumplimiento de nuestras responsabilidades con nuestras familias:

«Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honra a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo» (1 Pedro 3:7).

Es bueno que en nuestras oraciones llevemos ante Dios las necesidades de otros. Esto a su vez no sólo nos ayuda a ver nuestros propios problemas en perspectiva, sino que nos recuerda nuestra responsabilidad de hacer algo por aquellos por quienes oramos. Cuando el apóstol Pablo escribió a los creyentes de Tesalónica él tenía en mente con qué regularidad oraba por ellos, pero también recordó las medidas prácticas que tomó para auxiliarlos en sus necesidades cuando les envió a Timoteo para confirmarlos y exhortarlos en la fe (1 Tesalonicenses 1:2; 3:1-3, 9-13).

Las personas reciben mucha fortaleza de espíritu al saber que se están ofreciendo oraciones por ellas, y muchos pueden testificar de la forma en que la oración les ha abierto las puertas de la oportunidad.

«No nos metas en tentación»

Esta petición concierne directamente a la necesidad del perdón de los pecados para que nuestra relación con Dios pueda mantenerse. Debemos revisar en oración nuestro progreso espiritual ante el Señor, confesándole nuestros fracasos, sabiendo que aquellos que han entrado en conversación con El por medio del Señor Jesús están seguros de recibir el perdón de los pecados:

«Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9).

Lógicamente, es de esperarse que no salgamos y volvamos a cometer el mismo pecado deliberadamente, aunque es muy probable que a pesar de nuestras mejores intenciones, frecuentemente fallemos y cometamos la misma falta. Hay una diferencia muy marcada entre el pecado calculado y deliberado y el pecado que se repite por debilidad. El velar frecuentemente se asocia con la oración. Implica el estar alerta, en guardia espiritual, con la determinación de no caer en los tentáculos del pecado. Jesús exhortó a sus discípulos:

«Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil’ (Mateo 26:41).

Si oramos pidiendo ayuda para evitar el pecado, sin duda recibiremos ayuda si permitimos que la palabra de Dios nos influya y guíe, si nos asociamos con nuestros hermanos y hermanas, si evitamos las situaciones que sabemos van a debilitar nuestra determinación.

¿Dónde, cómo y cuándo?

No hay ningún aspecto de la vida espiritual que no se relacione con la oración. Por lo tanto «orar sin cesar» no significa hablar con Dios sin parar. El punto principal es que cada momento de nuestra vida debe realizarse teniendo conciencia de la presencia de Dios.

Sin embargo, hacemos bien en apartar ciertos momentos para concentrar nuestros pensamientos en conversación con Dios. La ley de Moisés estableció que el sumo sacerdote debía quemar incienso (un símbolo de la oración) mañana y tarde. Es bueno que comencemos el día con Dios y que revisemos los acontecimientos del día con él antes de irnos a la cama. Las comidas nos dan otra oportunidad, en especial cuando estamos en familia, para algo más que una expresión de gratitud; una oportunidad de hablar con Dios y con nuestra familia acerca de las varias necesidades y preocupaciones. Otras oportunidades se presentarán de acuerdo a las circunstancias y obligaciones de cada persona.

No es necesario adoptar una determinada posición para orar. Podemos arrodillarnos junto a la cama por la noche; en otras circunstancias podemos estar parados, sentados o acostados. Cuando Nehemías compareció ante el rey de Persia y se le dio la oportunidad de hacer una petición en nombre de su pueblo, primero hizo una silenciosa petición de ayuda a Dios (Nehemías 2:4). Este incidente revela perfectamente la naturaleza práctica de la oración. No hay ninguna circunstancia en la que no sea de ayuda.

Cuando leemos la vida del Señor Jesús, podemos ver cómo la oración era parte de su experiencia diaria, la fuente de renovación, de guía y de fortaleza que le permitía cumplir su exigente papel. Lo vemos en una montaña, solo, pasando la noche en oración antes de tomar decisiones trascendentales, o buscando ayuda antes de embarcarse en una fatigante gira de predicación. Si hubo alguien que con su vida ejemplificó el poder de la oración, esa persona es el Señor Jesús. Si, como debiera ser, sentimos que son insuficientes nuestros esfuerzos por tener comunión con Dios, y expresar los deseos más profundos de nuestro corazón, entonces tenemos el consuelo de saber que si le hemos dado a Jesús nuestra lealtad, él llevará nuestros débiles esfuerzos a la presencia de su Padre, perfeccionando lo que haga falta:

«por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebreos 7:25).

Oración y compañerismo

Tenemos la responsabilidad individual de cultivar el hábito de la oración y esta responsabilidad se extiende a nuestra familia. Ya hemos visito que la oración efectiva nos debe guiar a la aceptación del evangelio por medio de la creencia y el bautismo, con las responsabilidades que se derivan del hecho de habernos convertido en miembros de la familia de Dios. Jesús mismo rogaba por el testimonio eficaz de aquellos que habrían de unirse a esa familia por medio de la predicación de la palabra de verdad (Juan 17:17-23).

Orando juntos

Hombres y mujeres que están unidos por la enseñanza del Señor deben orar juntos. Leemos que aquellos que fueron bautizados en el día de Pentecostés como consecuencia de la predicación de Pedro

«perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hechos 2:42).

Cuando los creyentes se reunían en el primer día de la semana para recordar el sacrificio de Cristo por medio del partimiento del pan, y en otras ocasiones cuando se presentaba la oportunidad, la oración naturalmente formaba parte de su adoración y testimonio. En los Hechos de los Apóstoles encontramos situaciones conmovedoras cuando los discípulos se fortalecían mutuamente, muchas veces en circunstancias muy difíciles. Leemos que el apóstol Pablo habló con vehemencia a los ancianos de Efeso acerca de sus responsabilidades, y que después, «cuando hubo dicho estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos ellos» (Hechos 20:36). Más tarde, durante el mismo viaje, Pablo y sus compañeros se detuvieron brevemente en Tiro. No vacilaron en buscar a los discípulos en esa ciudad y cuando iban a partir encontramos la siguiente escena:

«Acompañándonos todos, con sus mujeres e hijos, hasta fuera de la ciudad; y puestos de rodillas en la playa, oramos» (Hechos 21:5).

Es posible, claro está, que una persona viva en completo aislamiento de sus hermanos y hermanas en el Señor. Visitas, cartas, y llamadas telefónicas ayudan a mantener esa comunión vital. Pero cuando podemos reunirnos regularmente para compartir el trabajo y el testimonio de «la familia de la fe» no tenemos excusa si eludimos esas responsabilidades. Además de incumplir nuestro deber de fortalecer a otros, nosotros mismos dejaremos de recibir el fortalecimiento que proviene de la oración y la adoración en unión con nuestros hermanos.

Las bendiciones de la oración

¡Cuántas bendiciones provienen del compañerismo que puede existir entre aquellos que buscan la voluntad de Dios por medio de su palabra y se unen a través de su asociación con la persona y la enseñanza del Señor Jesucristo! Un estudio de las vidas de los grandes hombres de fe de los tiempos bíblicos revela hasta qué punto la práctica de la oración era una parte fundamental de su estilo de vida. Por ejemplo, el rey David pudo triunfar sobre las tempestades de su vida y alcanzar un estado de calmada y gozosa seguridad en base a su fe en Dios. Los salmos de David suministran numerosos ejemplos del poder de la oración:

«Gustad, y ved que es bueno Jehová;
Dichoso el hombre que confía en él.» (Salmos 34:8)

Dios mismo nos reta a que probemos por nosotros mismos los beneficios de esa confianza y obediencia que es la base de la verdadera adoración:

«… y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde» (Malaquías 3:10).

A cada uno de nosotros se extiende una invitación para que a través de «oración y ruego, con acción de gracias» podamos llegar a compartir la esperanza del evangelio, como resultado de lo cual «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4:6,7).

«Venga a mí tu misericordia, oh Jehová;
Tu salvación, conforme a tu dicho» (Salmos 119:41).

~ Michael G. Owen

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Todas las citas bíblicas se han tomado de la versión Reina-Valera, revisión de 1960, con excepción de las marcadas DHH, que provienen de la versión Dios Habla Hoy.

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