Hablamos a menudo de la esperanza en nuestras conversaciones cotidianas. Decimos, «Espero que pronto se sienta mejor,» o «Esperamos visitar a la familia este año,» o «Espero que la huelga termine la próxima semana.» Queremos decir que hay algo en el futuro que nos agradaría mucho que ocurriera, y nos sentimos cautelosamente optimistas de que así sucederá. La vida sin esperanza sería muy desagradable. Incluso en lo peor de las circunstancias a la gente le agrada ver el lado bueno. Un poeta escribió, «La esperanza brota eterna en el pecho humano.» La esperanza puede dar a los hombres una extraordinaria tenacidad de espíritu. Mineros atrapados por un derrumbe o marineros a la deriva en una balsa, a menudo lucharán contra la muerte durante días, convencidos de que sus amigos vendrán a rescatarlos antes de que sea demasiado tarde. Lamentablemente, por supuesto, algunas veces quedan desilusionados. Puede que la roca que cayó sea demasiado profunda para horadarla, o que nadie sepa que el barco ha zozobrado. En este caso la probabilidad a la que se aferran no existe, y su esperanza es una ilusión.
Una Esperanza con Fundamento
La esperanza es un tópico que aparece frecuentemente en la Biblia. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, los escritores están llenos de optimismo. Ellos se desenvuelven en un mundo a menudo triste e injusto donde con mucha frecuencia el inocente sufre mientras que los malvados triunfan. No obstante ellos tienen una tremenda confianza en que un día el Creador va a enderezar esa situación. No sólo eso, sino que parecen estar convencidos de que ellos mismos participarán en las mejoras que vendrán. Escuchemos, por ejemplo, al salmista: «Tú has hecho grandes cosas; oh Dios, ¿quién como tú? Tú, que me has hecho ver muchas angustias y males, volverás a darme vida, y de nuevo me levantarás de los abismos de la tierra […]. Asimismo yo te alabaré con instrumento de salterio, oh Dios mío; tu verdad cantaré a ti en el arpa, oh Santo de Israel. Mis labios se alegrarán cuando cante a ti» (Salmos 71:19-23). No hay duda en cuanto a la confianza de este hombre en el futuro.
De manera más resignada, el apóstol Pablo le escribe a Timoteo diciendo, «Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe.» Veamos lo confiado que él está, mientras continúa: «Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Timoteo 4:6-8).
Este último pasaje es especialmente interesante porque fue escrito desde una celda de muerte. El emperador romano se había vuelto contra los cristianos, y el viejo apóstol luchaba por su vida. Había habido una primera audiencia ante la corte, y él estaba esperando la segunda. Él ya sabía cuál sería el resultado cuando escribió la carta al joven Timoteo desde su helada prisión. Iba a morir. A pesar de esta sombría perspectiva, Pablo estaba lleno de esperanza. A diferencia del minero atrapado o del marino náufrago, él no se aferraba a la débil probabilidad de que algo ocurriría—algún documento vital, o quizás un testigo amigable que lo salvara de la acusación. Su esperanza trasciende la certeza de su muerte. Él estaba absolutamente seguro de que incluso después de que haya muerto, el Dios del cielo lo levantaría a una vida nueva y renovada, en el último día.
Convicción Total
La esperanza de los escritores de la Biblia es mucho más fuerte que un cauteloso optimismo. Ellos tienen ideas precisas acerca de lo que ocurrirá en el futuro, y están seguros de que su esperanza se realizará. Posiblemente Ud. le envidia al apóstol Pablo su convicción, especialmente si Ud. está pasando por dolor o sufrimiento en su vida. Tal vez Ud. haya dudado en el pasado de que siquiera hubiese algo que esperar más allá del sepulcro. Posiblemente Ud. se pregunta adónde va el mundo, y qué heredarán sus hijos y nietos cuando Ud. haya fallecido. Bueno, anímese. La Biblia tiene la llave del futuro, tanto del mundo como de Ud. personalmente. Presenta un plan que Dios ha venido cumpliendo fielmente desde el principio, y que está basado en ciertas promesas que él hizo. El bosquejo general, empezando con Abraham, el patriarca de Israel, y extendiéndose por medio de los profetas hasta los escritos del Nuevo Testamento, es tan claro y lógico que hasta un niño puede entenderlo. Puede darle a Ud. una seguridad que lo acompañará por el valle más oscuro de sufrimiento. Dios ha proporcionado evidencia tan fuerte para apoyar su fe que sólo la insensatez del orgullo podría cegar sus ojos. Siga leyendo Ud. para ver cómo todo concuerda.
Las Promesas Hechas a Abraham
El principio de nuestra historia está en el Antiguo Testamento, el libro del pueblo de Israel. No deje que esto lo desanime. El Antiguo Testamento no es ni redundante ni anticuado. Puede que el material le sea poco familiar, pero en estos primeros libros de la Biblia se puede encontrar un verdadero tesoro. Por ejemplo, pocas personas han oído hablar de las promesas a Abraham, no obstante forman el fundamento mismo del plan maestro de Dios. Repasémoslas brevemente.
Abraham fue un personaje notable, que vivió cerca de 2,000 años ante de a.C. Residía en una ciudad llamada Ur, en la tierra que ahora se conoce como Iraq. Un día lo visitó un mensajero del Señor, quien le dijo que dejara su ciudad natal. «Vete,» le dijo el Señor, «a la tierra que te mostraré» (Génesis 12:1). Debido a que confiaba en Dios, Abraham vendió todas sus posesiones y emprendió el viaje por el desierto con su esposa, Sara, su padre y un sobrino. Llegaron a la tierra que actualmente conocemos como Israel, donde el Señor se le apareció de nuevo y le dijo: «A tu descendencia daré esta tierra» (Génesis 12:7).
Este generoso ofrecimiento fue especialmente grato para Abraham y su esposa Sara porque a pesar de haber disfrutado de un matrimonio largo y feliz, no tenían hijos, pues Sara era estéril. Pero ahora parecía que el Señor les estaba prometiendo tanto una familia como también un lugar donde vivir. Pasaron algunos años. Abraham y Sara continuaron viviendo en su tienda, esperando pacientemente que algo ocurriera, pero no había señal de que hubiese un niño en camino, y los habitantes nativos de la región continuaron ocupando el territorio que Dios le había prometido a Abraham.
Una noche volvió a aparecer el mensajero del Señor. Abraham aprovechó la oportunidad para hacerle dos observaciones importantes. «Mira,» se quejó respetuosamente, «que no me has dado prole.» En respuesta, fue llevado afuera de su tienda para mirar el cielo, donde brillaba una multitud de estrellas. «Cuenta las estrellas, si las puedes contar», se le dijo. «Así será tu descendencia». El otro punto que inquietaba a Abraham era el asunto de la tierra. «Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos, para darte a heredar esta tierra,» le recordó el ángel. «Señor Jehová,» replicó Abraham, «¿en qué conoceré que la he de heredar?» (Génesis 15:3-8).
Un Pacto Solemne
En respuesta, el Señor procedió a celebrar con Abraham un solemne acuerdo, según la costumbre de la época, denominado «pacto.» Se le instruyó que juntara unos animales y aves cuidadosamente especificados, los cuales fueron sacrificados. Los cuerpos de los animales se partieron en dos pedazos, los cuales fueron colocados en el suelo uno en frente del otro, de manera que quedó una especie de pasillo entre ellos. Normalmente, en el caso de un pacto celebrado entre dos hombres, los dos contrayentes caminaban por entre los pedazos, sellando de este modo un acuerdo legalmente obligatorio para los dos. En este caso, como Dios solo estaba prometiendo algo a Abraham, sólo él caminó por entre los pedazos. Lo que Abraham vio en la oscuridad fue un horno humeante y una antorcha de fuego, en cuya forma Dios a menudo se revelaría a su pueblo. Abraham quedó satisfecho. Un pacto confirmado por Dios de esta manera no podía romperse.
Ahora los años continuaron pasando rápidamente. Con el tiempo, a medida que Abraham crecía en el conocimiento de Dios, las promesas se repitieron y ampliaron. Pero dos componentes de ellas no sufrieron cambio—la posesión de la tierra y el futuro de los descendientes de Abraham. Vale la pena examinar el desarrollo de las promesas según se registra en Génesis 13, 15, 17 y 22. La promesa más impresionante de toda la serie era la última. Ésta empezó con un juramento: «Por mí mismo he jurado,» dijo el Señor. Y prosiguió con algo ya conocido: «Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar.» Finalizó en términos misteriosos: «Tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra» (Génesis 22:17, 18).
Nótese el cambio de una descendencia o «simiente» numerosa a un descendiente singular (véase Gálatas 3:16). Fijémonos también en la importancia de éste. «Poseer la puerta» de alguno es un modismo hebreo. En tiempos antiguos, la puerta era la única entrada a una ciudad fortificada. También era el lugar donde los gobernantes de ella se reunían formalmente. Poseer la puerta de su enemigo significaba dominarlo completamente. El descendiente de Abraham habría de ser vencedor, y traer felicidad universal. ¿A quién tenía Dios en mente? Abraham sólo podía conjeturar, y creer.
Veinticinco años después de que se hicieron las promesas, Sara le dijo a Abraham con gran agitación que iba a tener un bebé. Dios estaba cumpliendo su palabra. Durante todo ese tiempo Abraham nunca dudó de que Dios le daría un hijo. El apóstol Pablo hace este comentario acerca de él en Romanos: «Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido» (Romanos 4:20, 21). La fe de Abraham era inquebrantable.
No Había Herencia…Todavía
El único punto perturbador en la biografía de este gran pionero es el hecho de que cuando murió, aún no había recibido la tierra en posesión. Dios se la había prometido varias veces, así como a sus descendientes. No obstante, como relata Esteban, Dios «no le dio herencia en ella, ni aun para asentar un pie» (Hechos 7:5). Ni siquiera murió en una casa propia, sino en una simple tienda de campaña. No obstante, la confianza de Abraham en Dios pudo superar incluso este obstáculo final. En las palabras de la carta a los Hebreos, tanto Abraham como su esposa e hijos «conforme a la fe murieron . . . sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos» (Hebreos 11:13).
Ahora usted puede darse cuenta por qué a Abraham se le llama «padre de los fieles.» Dios le había llevado a la tierra prometida y le había dado un hijo. Puesto que Dios también le había dicho que heredaría la tierra, él creía que así sería aun cuando tuviera que morir.
Cuatro siglos después de la muerte de Abraham, su familia había crecido hasta llegar a ser una nación. Dios había repetido la promesa de la tierra a su hijo Isaac y a su nieto Jacob, de manera que se transmitiera de generación en generación. Jacob recibió un segundo nombre, Israel. Él tuvo doce hijos, cada uno de los cuales llegó a ser la cabeza de una tribu o clan compuesto de miles de miembros. Durante un tiempo de hambre, la familia emigró a Egipto y se estableció allí. A medida que se multiplicaban, los egipcios sintieron temor del poder de ellos y los esclavizaron. Moisés, el gran legislador, fue enviado a liberarlos. Después de una serie de calamidades que arruinaron su país, el Faraón egipcio fue obligado a dejarlos ir, y los israelitas se pusieron en marcha por el desierto en dirección a su patria prometida. Notablemente, este acontecimiento mismo se había predicho en una de las promesas hechas a Abraham, lo que usted puede verificar por sí mismo en Génesis 15:13-16.
El Juramento de Dios a Israel
En el monte Sinaí, el ángel del Señor hizo otro pacto con todo el pueblo de Israel. Sellado con la sangre de los sacrificios, el Pacto Mosaico dio a los israelitas la llave para tomar y poseer la tierra de Israel, en tanto guardaran los sabios mandamientos de la Ley de Dios. Años después, mientras se hallaban en la frontera de la Tierra Prometida, Moisés les recordó que, después de cientos de años, Dios estaba a punto de cumplir su promesa de dar esa tierra a los descendientes de Abraham: «por cuanto Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado Jehová con mano poderosa . . . . Conoce, pues,» continuó él, «que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones» (Deuteronomio 7:8, 9).
Esta fue una declaración asombrosa. Una generación típica se extiende aproximadamente por un cuarto de siglo. Mil generaciones requerirían hasta veinticinco mil años de cumplimiento de la promesa. Tan absolutamente confiable es la palabra de Dios. Ciertamente, varias promesas de Dios tuvieron un incuestionable cumplimiento a medida que los israelitas cruzaban el Jordán rumbo a las colinas y pastizales de la tierra que se les daba.
Pasemos por alto varios cientos de años en que no hubo acontecimientos de magna importancia, hasta la época de la monarquía de Israel. El rey David, bien conocido por ser el autor de muchos de los Salmos, fue, al igual que Abraham, un gigante de la fe. Algo de su amor por Dios y su insistencia en la verdad y la justicia se desprende de sus escritos. En las Escrituras se habla de Abraham como amigo de Dios. El Señor llamó a David «un varón conforme a mi corazón.» Ambos epítetos identifican a estos hombres como personajes excepcionales.
Durante el viaje por el desierto y la subsiguiente ocupación de la tierra, los israelitas habían adorado a Dios en el tabernáculo, una construcción portátil con forma de tienda de campaña. Ahora la nación estaba establecida firmemente con un rey y una capital en Jerusalén. David estimaba que sería una linda idea edificar para el Señor un santuario más permanente hecho de piedra. Cuando le propuso esta idea al profeta Natán, quedó decepcionado de que se le dijera que el proyecto debía aplazarse hasta que su hijo llegara a trono. Sin embargo, dijo Natán, el Señor se había conmovido por la preocupación de David por su honra, y por lo tanto expuso una magnífica promesa para David y su familia, muy parecida a la que le había hecho a Abraham.
El Pacto con el Rey David
En realidad, fue una promesa tan solemne que se le llama el pacto con David, o pacto davídico.Y al igual que las promesas hechas a Abraham, combinaba sencillas y prácticas ideas con misteriosas declaraciones que deben haber confundido a David durante años. Aquí está un ejemplo, tomado de 2 Samuel 7: «Jehová te hace saber,» dijo Natán, «que él te hará casa» (v. 11). Parecía una extraña declaración, por cuanto era David quien quería edificar una casa a Dios. Pero a medida que continuaba hablando el profeta, quedó obvio que Jehová tenía en mente una diferente clase de casa: «Yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino» (vv. 12, 13).
Hasta ese momento, la promesa señalaba claramente a Salomón, hijo de David, quien le sucedería en el trono. Pero Dios continuó: «Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo» (v. 14). Aquí se presentaba un problema. ¿Cómo podría esa persona ser hijo de David y tener al mismo tiempo a Dios como Padre? Era muy misterioso. La culminación de la promesa llegó al final: «Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente» (v. 16). La casa de David era claramente su familia o dinastía.
Pero, qué promesa más grandiosa—que al linaje de la familia de uno se le garantizara una sucesión continua al trono, no sólo por cien años, ¡sino para siempre! Fue una promesa por la cual David se regocijó por el resto de su vida: «Las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente,» escribe él en el Salmo 89. «No olvidaré mi pacto,» Dios había insistido: «Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mí» (vv. 1, 34-36).
Una vez más Dios había hecho una promesa que, por amor a su nombre, no podía romper; y el rey David, como Abraham, murió creyendo que el Dios eterno cumpliría su palabra.
Ahora debemos avanzar rápidamente cinco siglos más, llegando al drama del cual el apóstol Pedro dice que «nos ha dado preciosas y grandísimas promesas» (2 Pedro 1:4). Es un trayecto con un final feliz.
Las Promesas de la Restauración
Salomón, el hijo de David, efectivamente edificó una casa a Dios, un magnífico y costoso templo en Jerusalén que permaneció por cientos de años. Cuando murió, una trágica guerra civil dividió al país, y la nación fue gobernada por dos reyes rivales. A medida que pasaba el tiempo, el vigor espiritual del pueblo declinaba y las leyes de Dios quedaron en desuso. De vez en cuando había avivamientos, principalmente entre las tribus de Judá y Benjamín quienes retenían el templo y la ciudad capital, Jerusalén. Pero lentamente las normas morales declinaron, y la paciencia de Dios se agotó. El derecho de Israel a la tierra dependía de su obediencia a él, y ellos flagrantemente habían roto las condiciones para tenerla. Esta fue la era de los profetas. Siendo fiel a su nombre, el Señor mostró infinita compasión, levantando mensajeros especiales, inspirados por el Espíritu Santo, para que advirtieran al pueblo que el camino que estaban siguiendo los llevaría al desastre.
Pero las advertencias no tuvieron efecto. Con el tiempo las diez tribus del reino norteño de Israel fueron invadidas por los asirios y deportados físicamente de la tierra, y lo mismo aconteció un siglo y medio después a las dos tribus restantes, Judá y Benjamín, las cuales fueron llevadas cautivas a Babilonia. Realmente parecía que era el fin. Mientras se quemaba el hermoso templo y se destruía el palacio, Sedequías, el decimonoveno rey en sentarse en el trono de David, era cegado y llevado cautivo, para nunca regresar. ¿Qué puede decirse de la promesa a Abraham, de que sus descendientes poseerían la tierra? ¿Y acerca del pacto con David, de que siempre habría alguien que ocuparía su trono? ¿Había olvidado Dios su promesa? O peor aún, ¿era Jehová menos poderoso que los dioses paganos de Babilonia? El pueblo tenía mucha necesidad de guía espiritual.
En ese mismo momento, cuando la luz de Israel parecía apagarse, asombrosamente se produjo la más formidable promulgación de promesas de parte de los profetas. Ellos insistían que las calamidades que les habían ocurrido no eran fortuitas sino que eran el juicio de Dios. No habría salida del castigo. Sin embargo, había esperanza para el futuro. La nación no se extinguiría. Aún habría un rey que reinaría en el trono de David. Y un día Dios les enviaría al Mesías, un poderoso libertador, quien les llevaría de vuelta a la tierra que habían dejado, y los gobernaría en paz para siempre.
La Profecía de Isaías Acerca del Mesías
Aquí mostramos tres extractos de las promesas que hizo Dios en este período. Se han tomado de tres profetas diferentes.
Isaías vivió antes del fin, y pudo ver la escritura en la pared: «Oh, gente pecadora,» exclama en su capítulo inicial, «pueblo cargado de maldad […], dejaron a Jehová, provocaron a ira al Santo de Israel, se volvieron atrás. Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana» (1:4-6). No obstante, capítulos enteros de su libro están llenos de alabanza y gratitud por la liberación venidera ofrecida por Dios. «Sacúdete del polvo; levántate y siéntate, Jerusalén […], cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalén; porque Jehová ha consolado a su pueblo, a Jerusalén ha redimido,» dice gozoso el profeta. Él ve al pueblo hollado por naciones vengativas, cuando Dios se presenta en fuego y terremoto para liberarlos: «Porque todo calzado que lleva el guerrero en el tumulto de la batalla, y todo manto revolcado en sangre, serán quemados, pasto del fuego.» Porque, continúa él, «un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre» (9:5-7).
Iasías visualiza al final a este rey davídico presidiendo sobre un imperio mundial en el que todas las naciones viven en paz y las leyes de Dios salen de Jerusalén: «Acontecerá en lo postrero de los tiempos que . . . de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová. Y juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos . . . no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra» (2:2-4). Estas profecías habrían parecido imposibles para un judío viviendo al tiempo de la caída de Jerusalén. No obstante, el Dios que cumple su palabra por mil generaciones, las estaba anunciando.
Jeremías y el Nuevo Pacto
Nuestro segundo profeta vivió durante el asedio a Jerusalén. Vio como la ciudad era saqueada y al pueblo llevado cautivo. No obstante, Dios hizo a Jeremías algunas de las más claras profecías del Antiguo Testamento acerca del futuro de su pueblo: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto.»
El antiguo pacto fue el que se había hecho con la nación en el Sinaí, por el cual se les daba la Tierra Prometida, con ciertas condiciones. Este nuevo pacto reemplazaría al antiguo: «Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo» (Jeremías 31:32-34). En vez de que sus mandamientos quedaran en tablas de piedra, serían impresos en el corazón de los hombres. Todo el pueblo conocería al Señor, continuó el profeta. Dios les perdonaría su iniquidad y no se acordaría más de sus pecados.
Si todo eso parecía muy poco probable para los contemporáneos de Jeremías, quienes marchaban al cautiverio en Babilonia, él pudo animarlos con las siguientes palabras: «He aquí que yo los reuniré de todas las tierras a las cuales los eché con mi furor . . . y los plantaré en esta tierra en verdad, de todo mi corazón y de toda mi alma» (32:37, 41). Una y otra vez Jeremías repitió esta promesa acerca de la restauración del pueblo a su tierra. Y si la fe de ellos se debilitaba al ver que su rey era llevado cautivo junto con ellos, el profeta incluso tenía una reconfirmación acerca del trono: «Haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará juicio y justicia en la tierra . . . . Porque así ha dicho Jehová: No faltará a David varón que se siente sobre el trono de la casa de Israel» (33:15, 17).
«Juicio y justicia»—esas palabras hacen eco de la declaración que encontramos en Isaías ciento cincuenta años antes. Ambos profetas visualizaron el linaje de David como un árbol genealógico del cual brotaría una ilustre rama, un ser excepcional que ocuparía el trono de Israel para siempre. Ambos profetas también reafirman con seguridad y firmeza la promesa abrahámica acerca de la tierra, a la cual el pueblo sería finalmente restaurada a pesar de su dispersión.
La Visión de Ezequiel Acerca del Reino
Finalmente llegamos al profeta Ezequiel, quien vivió más tarde aún. Ezequiel pasó la mayor parte de su vida como prisionero de guerra en Babilonia. Pero él también tuvo una maravillosa visión de paz y bendición para el pueblo de Abraham: «Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país,» profetiza él; «esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias» (Ezequiel 36:24, 25). Dios iba a perdonar y olvidar todas las fechorías de la nación. Como los profetas anteriores, Ezequiel se regocija acerca de la venida del rey y de las promesas hechas a los ancestros de Israel: «Habitarán en la tierra que di a mi siervo Jacob, en la cual habitaron vuestros padres; en ella habitarán ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos para siempre; y mi siervo David será príncipe de ellos para siempre» (37:25). No hay equivocación en la claridad y vigor de la garantía de Dios a su pueblo. Por oscuro que fuera el presente, ellos tenían algo muy positivo que esperar.
Los israelitas estuvieron cautivos en Babilonia por casi tres cuartos de siglo. Entonces hubo una revolución en la cual los persas se apoderaron del imperio babilonio. En el primer año de su reinado, el nuevo rey promulgó una amnistía, permitiendo que todo judío que así lo deseara regresara a su país. Muchos lo hicieron, y empezaron la penosa tarea de reconstruir sus arruinadas propiedades.
Quizás se preguntaban si acaso el Mesías aparecería para hacerles la vida más fácil. Si bien habían regresado del cautiverio, sin embargo la vida no era la misma. Gemían bajo los impuestos de sus amos imperiales, y según pasaban los años eran invadidos y aplastados por ejércitos que venían del norte y del sur. La gran mayoría de sus hermanos se hallaban dispersos, vagando entre lejanas naciones. Y ningún rey ocupaba el trono de David.
La Venida de Jesús
Una joven de la tribu de Judá, comprometida pero no casada, se hallaba en su casa de Nazaret. Sorprendida por una llamada a su puerta, se encontró frente a un visitante que afirmaba ser un ángel del Señor: «Concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo,» le dijo él, «y llamarás su nombre JESÚS». Hasta ahí, las palabras nos recuerdan alguna obra teatral navideña. Pero considere el resto del mensaje: «Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo,» dijo el ángel, «y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lucas 1:31-33). Realmente uno no puede dejar de percibir el vínculo con aquellas promesas del Antiguo Testamento. «El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra,» dijo el ángel finalmente a María, «por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (v. 35).
De una plumada, el misterio de siglos estaba aclarándose. Jesús, el hijo de María, sería un ser excepcional, el único capaz de cumplir el pacto con David. Descendía de David y al mismo tiempo era Hijo de Dios: «Yo le seré a él Padre,» había dicho Dios a David, y el poder del Espíritu Santo de Dios produjo el nacimiento de Jesús.
Además, Jeremías había prometido: «No faltará a David varón que se siente sobre el trono de la casa de Israel», y el ángel dijo que Jesús reinaría para siempre en ese mismo trono. Finalmente, debido a que David era descendiente de Abraham, Jesús también pertenecía al linaje de la promesa hecha a Abraham acerca de una bendición a todas las naciones: «Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:21), ¿y qué mayor bendición podría haber que la de quitar la terrible carga del pecado humano que produce tanto dolor, enfermedad y muerte a todos los hombres? Así que, calladamente y sin drama, aquel que salvaría a Israel y al mundo nació en un establo en la ciudad de su antepasado David.
La Misión de Cristo
Cuando Jesús empezó su predicación pública a la edad de treinta años, había en Judá una gran expectativa. Sus seguidores le llamaban Mesías, o Ungido—el Libertador que vendría. El título «Cristo,» en el idioma griego del Nuevo Testamento es el equivalente exacto del término «Mesías» del Antiguo Testamento. Todos los judíos esperaban ansiosamente que Jesús desafiara a Roma, liberara a Israel de sus enemigos, y asumiera el trono. Sus extraordinarios milagros de sanidad reforzaban la convicción de que él era enviado de Dios.
Pero el pueblo quedó desilusionado. Jesús anduvo como maestro itinerante, evitando la militancia política. Sus enemigos, los líderes de Israel, celosos de su popularidad, exitosamente urdieron su muerte. Después de tres años, en los cuales transformó la vida de miles por medio de su ejemplo y sus enseñanzas pacíficas, fue traicionado y ejecutado como criminal. Los judíos permanecieron dispersos y desunidos. El trono de David continuó vacío. Incluso el cuerpo de Jesús desapareció. Parecía como que una vez más, Dios había hecho una promesa que no se había cumplido. Por seis largas semanas Jerusalén quedó sumida en la desilusión…
El misterio revelado
De improviso, la capital fue agitada por sorprendentes noticias. Los discípulos de Jesús, llenos del mismo poder del Espíritu Santo que había inspirado a los antiguos profetas, estaban proclamando que Jesús estaba vivo de nuevo. Lo habían visto, habían comido con él, y presenciaron su ascensión al cielo. Y más asombroso aún, ellos podían mostrar en las escrituras del Antiguo Testamento, que todos creían conocer muy bien, el hecho de que el Mesías siempre tuvo la intención de morir en la cruz, y resucitar. Nada había salido mal. Todo estaba en el plan de Dios.
«Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer», declaró Pedro el pescador. «Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que venga de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado, a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas» (Hechos 3:18-21).
Todo estaba claro de nuevo. Jesús era el Salvador de Israel y de las naciones del mundo, tal como habían dicho los profetas. Pero él tenía que venir dos veces. Tenía que venir una vez a morir como portador de pecados y libertador del gran enemigo que son el pecado y la muerte eterna. Tenía que venir por segunda vez, para salvar a su pueblo de sus opresores y reinar sobre el mundo entero. Había ascendido a la diestra de Dios, pero no para siempre. Estaba allí solamente hasta el momento en que se establecería todo lo que Dios había hablado por medio de los profetas.
Con esta llave, las profecías acerca del Mesías se abren como un cofre de tesoros. Los pasajes en los que el reinado victorioso del Mesías parecían contradecir las descripciones de su muerte, ahora quedaban claros en forma instantánea. Vea, por ejemplo, Isaías capítulos 52 y 53. El capítulo 52 describe el gozo de Jerusalén cuando el Mesías la liberaba de sus captores.
Por el otro lado, el capítulo 53 predice en penosos detalles su humillante crucifixión. Vistos como las dos venidas, ambos capítulos tienen perfecto sentido.
O considere el Salmo 2; enfocado desde cierta perspectiva, este pasaje habla de los enemigos del Mesías que se combinan para darle muerte. Pero si se cambia de perspectiva se verá al Mesías rodeado una vez más por enemigos, pero esta vez victorioso, como lo decreta su Padre: «Yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte» (v.6). Podríamos continuar analizando otros pasajes más, pero usted sentirá una gran complacencia al desentrañar por sí mismo el misterio. Es exactamente a eso lo que los apóstoles del Nuevo Testamento llamaron las buenas nuevas—un misterio revelado, un secreto, para el cual ahora ellos tenían la llave.
La Necesidad de la Segunda Venida
También había otro misterio que los apóstoles podían resolver. Tal vez usted ya se esté haciendo la pregunta obvia—¿Por qué Dios dispuso dos venidas? ¿Por qué no se levantó Jesús de entre los muertos con poder inmortal, para reinar de inmediato en el trono de David? ¿Por qué debió haber un largo intervalo de dos mil años? La respuesta a esa pregunta es especialmente importante para usted y para mí, y ocupa gran parte del Nuevo Testamento.
Leamos las palabras del apóstol Pablo en Efesios 3: «Por revelación me fue declarado el misterio,» dice él, el cual «en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (vv. 3, 5, 6).
Estas son palabras maravillosas. Un gentil es alguien que no es judío. Por siglos, la palabra de Dios y sus promesas pertenecieron casi exclusivamente al pueblo de Israel. Ahora, dice el apóstol Pablo, la red del evangelio ha sido lanzada en forma más amplia para incluir a gente de otras naciones. Esas grandes promesas acerca del reino que sera gobernado por el Mesías también pueden ser nuestras. «En otro tiempo,» escribe Pablo, «vosotros, los gentiles en cuanto a la carne… estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo» (Efesios 2:11-13).
¿Notó Ud. cómo este pasaje ilumina nuestro tema, la Esperanza de Israel? Los efesios por naturaleza estaban sin esperanza, como millones hoy día, y como usted tal vez esté en este momento. Pero ellos habían aprendido acerca de los «pactos de la promesa,» que hemos estado estudiando. Habían abrazado la esperanza atesorada en esas promesas. Por medio de la sangre de Cristo se habían acercado a Dios.
Un Pacto Sellado con Sangre
Lo mejor de los pactos de promesa que hizo Dios está aún en el futuro. No sabemos precisamente cuándo se van a cumplir. La mayoría de personas que han creído y esperado en las promesas de Dios ya están en el sepulcro, y es posible que también nosotros muramos antes de que venga Jesús de nuevo. No obstante, la gloriosa verdad es que incluso aunque muramos, aún podremos disfrutar del gozo del reino de Dios. Como el apóstol Pablo escribió en su celda de muerte, podemos ser traídos de vuelta a la vida para recibir «la corona de justicia, la cual me dará el Señor,» dijo él, «en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Timoteo 4:8).
Cuando venga el Mesías, él levantará de entre los muertos a aquellos que han muerto en fe, y les dará un cuerpo inmortal y fuerte como el suyo. Ciertamente Abraham estará allí; y también David, y Pablo. También nosotros podemos estar allí.
Todo esto es posible por medio de la sangre de Cristo, es decir, por su muerte, que nos ha acercado a Dios. Porque ya sea que seamos judíos o gentiles, somos pecadores. Quebrantamos las leyes de Dios, y no merecemos sino la muerte. La muerte de Jesús, el ofrecimiento de su vida sin pecado en sacrificio, rompió el poder del sepulcro para todos los que se le unen, crucificándose con él (ver Lucas 9:23, Romanos 6:3-8, Gálatas 2:20 y 5:24, Colosenses 2:12, 20). De modo que las dos venidas están inseparablemente ligadas. La cruz precede a la corona; el siervo sufriente llega a ser el rey de reyes. Y la misma tierra donde Abraham esperó en su tienda, y en la que Jesús caminó con las buenas nuevas del reino, se dará a ellos dos y a su familia para que la disfruten para siempre
Cuando Pedro se puso de pie en Jerusalén en el día de Pentecostés y empezó a explicar el misterio de las dos venidas, él tenía un mensaje urgente para el pueblo. Veamos sus palabras de nuevo: «Arrepentíos,» exclamó, «y convertíos» (Hechos 3:19). Él estaba exhortando a sus oyentes a que se prepararan para la venida de Jesús cambiando su vida, cambiando de rumbo y caminando por otro camino. Temprano ese día cuando la multitud le había preguntado qué deberían hacer, él les dijo: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados» (2:38).
Herederos de la Promesa
Cuando usted empiece a apreciar la esperanza que Dios nos ofrece en su palabra, querrá saber cómo poseerla. Se da cuenta a medida que avanza en la lectura, que él establece unas normas de conducta que Ud. dista mucho de alcanzar. Si realmente quiere agradar a Dios, sentirá la necesidad, como aquellos hombres de Jerusalén, de tener una conciencia limpia. La manera que Dios ha prescrito para nosotros es bautizarse en el Señor Jesús, lavando simbólicamente en las aguas nuestra vida anterior, y empezando de nuevo como si fuéramos recién nacidos, miembros del pueblo santo de Dios. Entonces, según el Nuevo Testamento, seremos herederos de aquellas promesas del reino de Dios: «Pues todos sois hijos de Dios,» escribe Pablo, «por la fe en Cristo Jesús» (Gálatas 3:26).
¡Imagine eso! ¡Qué privilegio ser llamados hijos e hijas de Dios! «Porque todos los que habéis sido bautizado en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (vv. 27-29). Todo lo que Jesús ha de heredar—la tierra, el trono, la bendición—todo esto será nuestro. Qué emocionante y conmovedor es pensar en lo que Dios nos ofrece. Es como si ya estuviésemos siendo incorporados al nuevo pacto que Dios hará con su pueblo. Las leyes de Dios están escritas en nuestro corazón, nuestros pecados son lavados, y somos aceptables para vivir en esa era cuando la guerra y el hambre, el pecado y el dolor serán eliminados para siempre de la tierra.
Pablo usa otra figura de dicción en Romanos 11. Dice que nosotros los gentiles somos como vástagos de un olivo silvestre que ha sido injertado en el tronco del olivo de Israel. Compartimos la rica savia que mantiene la vida, y estaremos allí para el tiempo de la cosecha. «Quiero que entiendan este misterio, hermanos,» dice el apóstol, al explicar el largo intervalo que hay entre las dos venidas: «Ha acontecido a Israel endurecimiento en parte.» Él quiere decir que sólo una minoría del pueblo judío aceptó las buenas nuevas que trajeron Jesús y los apóstoles; el corazón del resto era demasiado duro para que en él creciera la buena semilla del reino.
Pero la dureza del corazón de Israel no es para siempre. «Hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles,» continua Pablo, «y luego todo Israel será salvo, como está escrito»—y luego él cita de uno de los pasajes de Isaías acerca del Mesías—»Vendrá de Sión el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos,» añade él, repitiendo el pasaje que leímos en Jeremías 33, «cuando yo quite sus pecados» (Romanos 11:24-27).
Las Señales que Indican que Dios No ha Olvidado su Promesa
¿Cómo sabemos que la venida de Jesús está muy cerca? Hay una sencilla respuesta. ¡Miremos a Israel! Esparcido entre las naciones durante siglos, los judíos nunca se han extinguido, ni pueden serlo, si Dios ha de cumplir su palabra. En nuestra propia generación, ellos han empezado a regresar a su tierra. En 1967 recuperaron Jerusalén, o Sión, su antigua capital. Y ahora sus enemigos se están congregando contra ellos. El escenario está preparado para que venga el Libertador a su trono, para que Dios establezca a su Rey sobre su santo monte de Sión. Todas las señales están ahí para fortalecer nuestra fe. El Dios que mantiene sus pactos por mil generaciones está extendiendo su brazo otra vez.
Terminemos con un hermoso pasaje, que resume la gran esperanza de Israel en la cual hemos estado pensando por tanto tiempo. Dijimos que nos puede dar consuelo, dirección, y valor para hacer frente a todas las tormentas de la vida. Así es precisamente como el apóstol lo expresa en la Epístola a los Hebreos: «Dios hizo la promesa a Abraham […], juró por sí mismo, diciendo: De cierto te bendeciré con abundancia y te multiplicaré grandemente.»
Segura Como un Ancla
«Por lo cual,» continúa él, «queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento: para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros» (Hebreos 6:13-18). Dos cosas inmutables: tenemos la palabra de Dios, que por sí sola debería ser suficiente. Para hacer doblemente segura la promesa, nos ha dado también un juramento. Significa que simplemente no podemos dudar de que la promesa se cumplirá. «La cual tenemos,» concluye él, «como segura y firme ancla del alma» (v. 19).
Los hombres y las mujeres que creen en las promesas de Dios están tan seguros como un barco, sacudido en una oscura noche en un mar tempestuoso, protegido contra todo peligro por la fuerte ancla que se adhiere profundamente a la roca del fondo. ¿No quiere usted hacer suya esta esperanza?
~ David Pearce