Cuando la Biblia afirma que el hombre fue creado «a imagen de Dios,» debemos entender no solamente que era en forma semejante a los ángeles, sino también que recibió una naturaleza moral capaz de reflejar la imagen divina. Es, en verdad, esta característica moral la que más distingue al hombre de los otros seres creados por Dios, y que le hace superior a los animales. Los hombres que carecen de este sentido moral se vuelven «como animales irracionales, nacidos para presa y destrucción» (2 Pedro 2:12). La tragedia de la historia humana relatada en los primeros capítulos de Génesis es que la imagen divina en el hombre fue envilecida por el pecado, conduciendo inevitablemente a la introducción del sufrimiento y la muerte; de manera que con respecto a la muerte, y considerado en su estado no redimido, no «tiene más el hombre que la bestia . . . todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo» (Eclesiastés 3:19-20). Esta fue la condenación divina del pecado: que la naturaleza humana envilecida encontrara su fin en la muerte. El hombre sigue siendo un ser moral, capaz de apreciar las cosas divinas y responder hasta cierto punto a la voluntad de Dios, pero está separado de la naturaleza divina y ajeno de la vida de Dios por la ignorancia que en él hay (Efesios 4:18).

Por lo tanto, si Dios no hubiera intervenido, no habría esperanza para ninguno de nosotros. La inmortalidad sería una vana fantasía, y nosotros, hallando obstruido e intransitable el camino que conduce al árbol de la vida, estaríamos condenados a pasar la vida contemplando melancólicamente nuestra extinción por la muerte. Es muy necesario reconocer que éste es nuestro estado natural. Sólo entonces podremos entender verdaderamente el significado maravilloso del evangelio.

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16).

La vida eterna no es la herencia natural del hombre, pues su fin natural es la muerte. Los hijos del hombre no tienen la inmortalidad por derecho, sino que la obtienen solamente por la gracia de Dios. Es, en verdad, una dádiva de Dios hecha posible por la vida y la muerte expiatoria de su Hijo Jesucristo. Esta dádiva se promete únicamente a quienes aceptan el camino hacia Dios que fue revelado por el Cristo. El apóstol Pablo, al escribir a tales creyentes bajo la inspiración divina, les recuerda que fueron liberados del pecado como de la esclavitud:

«¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 6:21-23).

LA RESURRECCIÓN: LO QUE SIGNIFICA; CUANDO SE LLEVARÁ A CABO, QUIÉNES RESUCITARÁN

Para entender este tema, es indispensable comprender y aceptar las verdades arriba mencionadas, con todo lo que implican. La muerte se revela en la Biblia como el fin de la vida humana, tanto para buenos como para malos. Sin embargo, la esperanza de la vida eterna se ofrece a todos, a condición de que crean y obedezcan al Señor Jesucristo, «el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio.» ¿Pero cuándo y cómo se conferirá la dádiva?

El Señor mismo nos indica la respuesta en Juan 6:40:

«Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.»

Esto equivale a decir que aquellos que verdaderamente se hacen discípulos de Jesús entran a una nueva clase de vida. Han «pasado de muerte a vida» (Juan 5:24), habiendo sido potencialmente libertados de la condenación de Adán y hechos herederos de la justicia de la fe que está en Cristo. Esta nueva vida en el espíritu comienza con el bautismo, cuando, según Pablo, «somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva» (Romanos 6:4). La vida que se vive desde entonces en Cristo es una nueva experiencia, y el objetivo de todo discípulo verdadero es andar en el espíritu de Jesucristo, entendiendo que la vida antigua fundada sobre principios carnales conduce sólo a la muerte, mientras que la vida nueva, basada en los principios espirituales de Jesucristo, conduce finalmente a heredar la naturaleza de Dios mismo. Porque «si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (Romanos 8:11). Esta dádiva prometida de la vida se realizará por medio de «la resurrección, en el día postrero» (Juan 11.24); es decir, cuando vuelva Cristo, el cual juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino (2 Timoteo 4:1).

El vocablo «resurrección» es una palabra clave del mensaje cristiano. Literalmente significa «el acto de ponerse de pie,» y está claro que no puede referirse a la supuesta migración del alma humana. «Resurrección» significa que la persona que ha muerto vuelve a vivir en una existencia corporal. En su significado fundamental, este término no implica ni más ni menos que esto.

En el capítulo 11 del evangelio de Juan, encontramos el relato sencillo pero memorable de la resurrección de un amigo de Jesús. Lázaro había muerto, y «Jesús lloró.» Se dolían Marta y María, amigas de Jesús y hermanas del muerto, pero Jesús las consoló, diciendo: «Tu hermano resucitará.» Y entonces se nos revela la firme fe de Marta: «Yo sé,» dice ella, «que resucitará en la resurrección, en el día postrero.» ¡No hay duda de que aquí está el verdadero reflejo de la enseñanza del Maestro sobre este gran tema! Pero Jesús quería demostrar que él realmente era «la resurrección y la vida,» al resucitar de los muertos a su amigo Lázaro. Vendría el día cuando Jesús manifestaría más ampliamente su poder en la resurrección del día postrero, así como lo creía Marta. Su Padre lo había nombrado Dador de Vida. Aquellos que creían en él, aunque estuvieran muertos, volverían a vivir. Y aquellos que estuviesen aún vivos en el momento de su venida con poder, no morirían jamás (vv. 25 y 26). La gran señal que iba a realizar sería una anticipación de aquel día y una demostración de su autoridad divina para levantar a los muertos.

Viniendo, pues, al sepulcro e invocando a su Padre en oración, «clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas» (vv. 43 y 44).

Esta señal extraordinaria nos da una clara idea de lo que implica la resurrección, «el acto de ponerse de pie o levantarse» del estado inconsciente de la muerte. Y sin duda el propósito de este milagro era proclamar la promesa de una resurrección similar para los que estén «dormidos» en él cuando venga a la tierra con «poder y gran gloria.» Aun en tiempos del Antiguo Testamento, ésta era la esperanza que se ofrecía a los siervos de Dios, según lo que predijo Daniel en su profecía de los últimos días: «Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua. Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad» (Daniel 12:2-3).

En el Nuevo Testamento, se usa la figura de «dormir» para describir la muerte de aquellos que pertenecen a Dios. Los muertos en el Señor están dormidos. Esta es la metáfora sencilla de la Escritura que quita a la muerte su aguijón. Aunque lleven mucho tiempo de estar muertos y sepultados, sin embargo «para él todos viven»; no han perecido con los que no tienen ninguna esperanza en Cristo, sino que esperan la venida del Dador de Vida, quien los llamará a una vida más gloriosa y duradera que la del presente. La salida del «Sol de justicia» introducirá un nuevo día, y los levantará de sus lechos de muerte para que resplandezcan «como el sol en el reino de su Padre.» Este es el consuelo que Pablo ofrece a los creyentes

«acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras» (1 Tesalonicenses 4:13-18).

En estos versículos el apóstol Pablo contempla únicamente el destino de aquellos que serán aprobados en el día de Cristo. Está claro que su consuelo se dirige solamente a ellos. Y el llamamiento de vivos y muertos se efectuará simultáneamente, de manera que todos recibirán al Maestro al mismo tiempo, y siendo juntamente glorificados, estarán con él para siempre. Vale la pena notar que en este pasaje se habla de las dos partes de la iglesia que menciona Jesús en Juan capítulo 11: aquellos que estarán muertos cuando él venga, y los que aún estarán vivos. Cuando el Señor venga, los muertos resucitarán y los vivos serán arrebatados

«juntamente con ellos» en las nubes, para recibir al Señor y estar con él para siempre, administrando los «cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:13).

La doctrina de la inmortalidad del alma ha anulado la gloriosa esperanza de participar en la resurrección cuando venga Cristo. Ha desviado la mente de los hombres de la ansiosa expectativa de su regreso, como enfoque de la esperanza de inmortalidad, hacia una vaga esperanza de algo que la Biblia nunca promete. No obstante, aquellos que entienden la verdad acerca de la naturaleza mortal del hombre, y comprenden el significado de la prometida resurrección de los muertos, pueden decir con el apóstol Pablo que su vida

«está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Colosenses 3:3-4).

Nuestra única esperanza de vida está en Cristo. La vida actual del hombre es pasajera y fugaz. Realmente es una muerte viviente, porque necesariamente termina en la muerte. Y puesto que la esperanza cristiana se centra en Cristo, los cristianos esperan que él se manifieste del cielo para darles verdadera vida.

Referente a su manifestación, el Señor Jesús afirma claramente que la obra de reunir a su pueblo será realizada por los ángeles. En una maravillosa profecía de los acontecimientos relacionados con su segundo advenimiento, Jesús describe al

«Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» (Mateo 24:30).

Observamos que no dice que toda la raza humana será juntada, sino «sus escogidos,» es decir, los llamados por Dios. Algunas personas están fuera del alcance de la ley de Dios; no duermen en Jesús, sino que perecen en la muerte, y «su memoria es puesta en olvido» (Eclesiastés 9:5). Tales personas no resucitan, conforme al principio expuesto en Romanos 2:12:

«Todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados.»

Todos aquellos, de todas las generaciones, que han conocido la voluntad de Dios y han llegado a ser responsables ante él como Juez, resucitarán en el Día de Cristo. Los hombres santos del Antiguo Testamento, muertos desde hace mucho tiempo, se pondrán de pie una vez más en la tierra. Abraham, Isaac y Jacob estarán allí, según afirma el Señor mismo, junto con «todos los profetas.» Todos los héroes de la fe que están enumerados en Hebreos 11, desde Abel hijo de Adán, duermen en el polvo de la tierra, esperando la llamada que los despertará a resurrección. Ninguno ha recibido todavía las bendiciones prometidas, porque Dios en su misericordia ha estimado conveniente llamar a las generaciones posteriores a heredar las mismas promesas, para que todos sean glorificados al mismo tiempo:

«Y todos estos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros» (Hebreos 11:39-40).

Desde el ministerio de Cristo en la tierra y su ascensión al cielo, el evangelio llama a hombres y mujeres de todas las naciones al servicio de Dios, y ha llegado a ser la base de la responsabilidad del hombre hacia su Creador. No hay ninguna sugerencia en la Biblia de que las naciones paganas van a resucitar, ya que la ignorancia del camino de Dios excluye a los hombres de la vida que él ofrece. Pero el conocimiento de la «Verdad» (que es el nombre que se da al evangelio en el Nuevo Testamento), mientras ofrece la posibilidad de la vida eterna, lleva también responsabilidades y exige nuestra fidelidad:

«Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháramos al que amonesta desde los cielos . . . porque nuestro Dios es fuego consumidor» (Hebreos 12:25, 29).

La negativa deliberada de obedecer el evangelio no evitará las responsabilidades resultantes. La resurrección del día postrero levantará de sus sepulcros a todas las personas de cualquier generación que son responsables ante Dios por haber oído su palabra y conocido su voluntad. «Ha de haber resurrección de los muertos,» dice Pablo ante el gobernador romano, «así de justos como de injustos» (Hechos 24:15).

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO GARANTIZA LA DE SUS SEGUIDORES

No es extraño que la doctrina de la resurrección esté tan integrada en la substancia de la fe cristiana, porque el cristianismo está fundado sobre una tumba vacía. La resurrección de Cristo al tercer día después de su crucifixión es, en verdad, la principal piedra del ángulo de nuestra propia esperanza de vida eterna. Los apóstoles no hablaban tan tímidamente acerca de la resurrección de Cristo como lo hacen algunos eruditos modernos. Proclamaron vigorosamente que la tumba de José en la que se había puesto el cuerpo crucificado del Señor, quedó vacía al tercer día, y nadie se atrevió a contradecirlo. Relatan cómo ellos mismos se asombraron de lo que había sucedido, y cómo su incredulidad se convirtió en comprensión gloriosa cuando tuvieron que reconocer que el cadáver de Jesús no estaba allí porque había resucitado.

«Luego llegó Simón Pedro tras él, y entró en el sepulcro, y vio los lienzos puestos allí, y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero al sepulcro: y vio, y creyó» (Juan 20:6-8).

La certeza de los discípulos de que el Señor había resucitado, no se basaba en lo que ellos esperaban, sino que se produjo a pesar de su incredulidad inicial. No se trataba de la realización de la expectación de ellos, porque se nos dice claramente que «no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos.» Cuando más tarde sus ojos fueron abiertos al enorme significado de lo que había sucedido, llegaron a entender que la resurrección del Mesías había sido prefigurada y profetizada en el Antiguo Testamento.

Un maravilloso ejemplo de esto se halla en Génesis 22, donde leemos el relato de Abraham ofreciendo a su hijo Isaac en sacrificio. Sin duda, aquí hay un modelo de la cruz de Cristo. He aquí el padre se prepara para inmolar a su amado hijo, expresando la extraordinaria predicción de que «Dios se proveerá de cordero para el holocausto.» Tan grande fue la fe de Abraham, que estaba a punto de inmolar a su hijo sobre el altar, «pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir» (Hebreos 11:19). O como lo expresa el Dr. Moffat en su traducción moderna:

«El consideraba que Dios es poderoso para levantar a los hombres de entre los muertos. De ahí que lo recuperó, por medio de lo que fue una parábola de la resurrección.»

Cuando vino la verdadera «simiente,» fue crucificada como una ofrenda por el pecado de una vez por todas. El Padre dio a su Hijo Unigénito para que muriera por nosotros en la cruz. Y la mano del que le quitaba la vida no fue detenida. No se proveyó ningún cordero como sustituto; porque el Señor se había provisto de un cordero para el holocausto, el mismo Hijo de su amor. Así, la parábola de la crucifixión se desarrolló en forma detallada en la dura realidad del Calvario. Y se completó con la gloriosa resurrección del Hijo de Dios en la mañana del tercer día.

Pero la resurrección de Cristo no sólo fue prefigurada de esta manera en las Escrituras, sino que también fue directamente profetizada. En Salmos 16:8-11, tenemos una profecía directa acerca del Mesías:

«A Jehová he puesto siempre delante de mí;
Porque está a mi diestra, no seré conmovido.
Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma;
Mi carne también reposará confiadamente;
Porque no dejarás mi alma en el Seol,
Ni permitirás que tu santo vea corrupción.
Me mostrarás la senda de la vida;
En tu presencia hay plenitud de gozo;
Delicias a tu diestra para siempre.»

Podríamos preguntar: «¿De quién dice el profeta esto; de sí mismo, o de algún otro?» Y no quedamos en duda en cuanto a la respuesta, porque se da claramente en el discurso de Pedro en el día de Pentecostés (Hechos 2:30-32). El apóstol dice que David, el autor del salmo, «murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy.» Pero siendo David un profeta inspirado por Dios, predijo la resurrección de Cristo. Fue éste quien no sería dejado en el sepulcro. Fue la carne de él la que no vería corrupción. Fue al Cristo al que Dios resucitaría para que se sentara en el trono de David. Y esto ya se había cumplido:

«A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos somos testigos» (Hechos 2:32).

Los apóstoles gozaron del privilegio de tener la compañía de Jesús durante cuarenta días después de su resurrección, y podían citar esta experiencia personal como evidencia de la verdad de su mensaje. Jesús se había presentado «vivo con muchas pruebas indubitables» (Hechos 1:3). Algunas de estas pruebas fueron descritas en los evangelios para generaciones posteriores. Parece claro que el Señor estaba deseoso de demostrarles que su resurrección fue una experiencia corporal.

«Mirad mis manos y mis pies,» dijo al confundido grupo reunido en el aposento alto, «que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos» (Lucas 24:39-43).

La naturaleza física de Jesús había sido transformada. Era el mismo Jesús, pero su cuerpo resucitado había sido glorificado. Comió y bebió delante de ellos, quienes pudieron ver sus manos y sus pies, y palpar las señales de la crucifixión; sin embargo, apareció «estando las puertas cerradas» y «se desapareció de su vista.» Aquí no se trataba de un «fantasma,» sino de un cuerpo glorificado que no podía más morir, siendo igual a los ángeles (Lucas 20:36). Y fue en Jesucristo que se cumplió por primera vez la Escritura que dice:

«Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria» (1 Corintios 15:54).

El propósito declarado de Dios es que la tierra sea «llena del conocimiento de la gloria de Jehová» (Habacuc 2:14), cuando el pecado y la muerte sean finalmente erradicados para siempre. «Destruirá a la muerte para siempre,» declara el profeta de aquella época (Isaías 25:8). Y cuando Jesucristo se levantó de la tumba al tercer día para heredar la vida eterna, él fue la garantía para los hombres de que Dios cumpliría su promesa. De manera que la promesa se cumplió en Jesucristo como señal de que en el futuro se cumplirá en todos los que verdaderamente le siguen.

La totalidad de 1 Corintios 15 merece ser estudiada atentamente en relación con la importancia fundamental de la resurrección de Cristo, pero aquí sólo podemos considerarlo brevemente.

Los versículos 1 al 11 exponen la evidencia de la resurrección del Señor y de sus apariciones ante diversos discípulos, incluyendo a «más de quinientos hermanos a la vez.» Pablo demuestra que la creencia en el Señor resucitado, es el centro del evangelio «que os he predicado, el cual también recibisteis.»

Versículos 12 al 19: A menos que Cristo haya resucitado, no puede haber resurrección de los creyentes, y, por consiguiente, no puede haber esperanza para ninguno de nosotros. Es importante que entendamos esta verdad. ¡Es la resurrección o nada! «Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron» (vv. 17-18).

Versículos 20 al 23: «Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho.» Puesto que Cristo venció la muerte, él es el segundo Adán, la cabeza y el primogénito de una nueva creación. «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados.» En este respecto, Cristo es semejante a la primera gavilla de la siega que era presentada ante el Señor como una anticipación de la siega futura. Esta siega es «el fin del siglo (la era actual); y los segadores son los ángeles» (Mateo 13:39). Pablo dice que hay un debido orden, como en el modelo de la ley de Moisés: «Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida.»

Fortalecidos en su fe de este modo por su propia experiencia del Señor resucitado, los apóstoles salieron al mundo y anunciaron en Jesús la resurrección de entre los muertos (Hechos 4:2). Como él había resucitado, había esperanza para quienes creyesen en él. Su resurrección es el modelo y la promesa de la naturaleza gloriosa que recibirán sus seguidores en su venida. La inmortalidad no es una existencia sin cuerpo. La promesa es que «seremos semejantes a él» (1 Juan 3:2). Pablo dice que ser bautizados «en la semejanza de su muerte» significa que «también lo seremos en la de su resurrección» (Romanos 6:5). Ahora, Jesús fue muerto por los sufrimientos de la cruz y fue enterrado en un sepulcro muy sólido. Pero al tercer día resucitó a una vida nueva en un cuerpo espiritual glorificado. Su naturaleza mortal fue transformada en inmortalidad; su vida corruptible fue envuelta en una naturaleza incorruptible de espíritu, la naturaleza misma del Padre. Y así será con los creyentes. Volvamos a 1 Corintios 15:

Versículos 35 al 49: La vida actual es terrenal, corruptible, mortal. La nueva vida será precisamente el contrario de todo esto: espiritual, incorruptible, inmortal. A menos que los hombres se sometan a semejante cambio, no podrán heredar el eterno reino de Dios.

Versículos 50-53: «Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción» (v. 50). Por lo tanto, dice Pablo, todos aquellos que han de heredar el reino deben ser «transformados»; ya sea que estén vivos y permanezcan así hasta la venida del Señor, o que estén dormidos en la muerte y tengan que ser despertados otra vez a la vida. «He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta» (v. 51).

Este cambio de naturaleza será la victoria final sobre el pecado y la muerte para todos los que tienen por la gracia de Dios el privilegio de participar de él.

Versículos 54 al 57: «Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.»

EL TRIBUNAL DE CRISTO: LA SEPARACIÓN DE JUSTOS E INJUSTOS

No todos los que resuciten en la venida del Señor serán transformados de la manera ya descrita, porque el Nuevo Testamento dice claramente que en la resurrección se levantarán dos clases de personas: los aprobados y los rechazados; y el tribunal de Cristo mismo determinará a cuál clase pertenece cada uno de nosotros.

Pablo se basa sobre este hecho para suplicar a los romanos que no se entreguen a la práctica de menospreciar y juzgar a otros:

«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo. Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios. De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí» (Romanos 14:10-12).

Una vez más, Pablo se refiere al tribunal de Cristo al explicar el objetivo de su vida y sus labores en Cristo. «Procuramos también,» dice, «o ausentes o presentes, serle agradables.» Y continúa diciendo:

«Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada una reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Corintios 5:9-10).

Hay quienes se oponen a esta idea de un tribunal, basándose en ideas humanas de lo que es adecuado o no. Insisten en que Dios conoce el veredicto de nuestra vida antes que vivamos, y que por lo tanto un día de juicio es innecesario. Mantienen también que aquellos que son «salvos» por la obra redentora de Jesucristo nunca pueden perder su derecho a la salvación, porque la salvación es al fin y al cabo totalmente independiente de lo que hagan los hombres. Sin embargo, a pesar de las objeciones humanas, no cabe ninguna duda de que en la Biblia se enseña que habrá un día de juicio en el cual

«Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres» (Romanos 2:16).

Desde luego, él podría juzgar a todos nosotros en el momento de nuestra muerte. Podría recompensarnos o castigarnos, de acuerdo con su eterna sabiduría, sin que nos diéramos cuenta del proceso. Pero no es así como Dios obra, según él se ha revelado en la Biblia. Y el juicio encomendado al Señor Jesús no solamente será justo, sino que también se verá que es justo. Será una

«revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia» (Romanos 2:5-8).

En cuanto a la forma precisa que tomará el juicio, sabemos muy poco. En el Nuevo Testamento se utiliza la misma palabra «tribunal» para describir el lugar de juicio en la administración romana, como por ejemplo cuando Pablo eligió ser juzgado por César, reclamando su derecho de ciudadano romano de comparecer «ante el tribunal de César» (Hechos 25:10). Recordamos también que nuestro Señor compareció ante el tribunal de Poncio Pilato (Juan 19:13). Y la Sagrada Escritura dice que «es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo.» La idea es la misma. No significa que el tribunal ante el cual comparecerán los santos se parezca en todos los detalles al tribunal romano, pero sin duda implica que el gran juez de los hombres pronunciará su veredicto. ¡Qué perspectiva más saludable y seria es esta! ¡Cómo debiera hacernos meditar y considerar nuestros caminos! «Cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí» (Romanos 14:12). Esta será la gran época de separación entre los justos y los impíos. Los que sean rechazados por Cristo serán destruidos para siempre en la «muerte segunda,» que según la vigorosa metáfora del Apocalipsis es semejante a un lago de fuego (Apocalipsis 20:14). Por otra parte, aquellos que sean «tenidos por dignos» de ello recibirán la transformación de su naturaleza a la inmortalidad, y serán benditos con una herencia eterna en el reino de Dios.

La idea del tribunal es tanto implícita como explícita en la narración de la enseñanza de Jesucristo en los evangelios. Por ejemplo, Jesús dice explícitamente en Mateo 12:36: «Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.» Por otra parte, está implícita en muchas de sus parábolas. Se debe permitir que la cizaña crezca junto con el trigo «hasta la siega.» Entonces «en el fin de este siglo» (es decir, en el día de su regreso para establecer su reino), se separarán a los buenos de los malos.

«Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino del Padre. El que tiene oídos para oír, oiga» (Mateo 13:41).

En forma similar, en otras muchas parábolas se insiste en la misma lección. A los siervos que laboran en la casa de su amo «hasta que él venga,» se les deja usar sus talentos o sus minas con la intención de satisfacer a su señor ausente. Pero el día de la venida del señor revela la crisis del juicio. Los siervos fieles que han conocido y seguido la voluntad del Señor reciben su recompensa, y entran en el gozo de su señor. Pero los desleales y perezosos son echados fuera y castigados; «allí será el lloro y el crujir de dientes.» La lección es clara. Habrá para los siervos de Dios un día de rendir cuentas. El Señor volverá «después de mucho tiempo» (Mateo 25:19), para pronunciar su juicio sobre el comportamiento de los de su casa durante su ausencia en el cielo. De este modo, el Señor nos da en Mateo 25, inmediatamente después de la parábola de los talentos, una ilustración muy descriptiva de su tribunal:

«Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos» (Mateo 25:31).

Esta es una clara alusión al juicio que se efectuará cuando vuelva el Señor, puesto que él lo describe expresamente como el momento de su glorificación y el establecimiento de su trono en la tierra. La parábola continúa describiendo otra vez la separación entre las dos clases, siendo las ovejas aquellos que han seguido con amor y fe al Cordero, y los cabritos aquellos que no lo han hecho. Ahora, el juez ya conoce en cada momento la vida de sus siervos. Conoce a aquellos que procuran imitar sus obras de amor y compasión hacia «uno de estos mis hermanos más pequeños»; y sabe cuando se descuidan estos actos de caridad y misericordia. El tribunal de Cristo no es un juzgado ante el cual se discutirá la sentencia, sino un tribunal que simplemente pronunciará el veredicto de esa infalible sabiduría que «discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.» Aquellos que sean tenidos por indignos de recibir la gracia de Dios serán expulsados de la presencia del Rey.

«Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mateo 25:41).

El fuego eterno es la destrucción total del pecado y de todos los «siervos del pecado.» Esto se llama «castigo eterno» (v. 46) porque no queda más esperanza de remisión, siendo la condena final e irrevocable. La extinción en el «fuego eterno» es una expresión figurada. Habiendo vivido en el mundo y muerto en el pecado, habiendo sido resucitados y juzgados indignos de recibir la inmortalidad, ahora son despedidos al olvido de la segunda muerte, con la angustia de saber que están excluidos para siempre de la «gloria, honra e inmortalidad» de los santos aceptados.

Pero la Biblia no está interesada principalmente en los fracasos. La resurrección de entre los muertos es la entrada a la vida eterna para todos aquellos que están verdaderamente «en Jesucristo.» Es por esta razón que los verdaderos creyentes de todas las generaciones han esperado ansiosamente el regreso de su Señor. «Ven, Señor Jesús» ha sido su petición universal. Y aunque en su debida oportunidad la muerte los ha reclamado, sin embargo han muerto en fe, sabiendo que su liberación personal de la muerte vendrá con la venida del Dador de Vida.

«El Señor resucitó, ¡Aleluya!
Muerte y tumba ya venció, ¡Aleluya!
Con su fuerza y su virtud, ¡Aleluya!
Cautivó la esclavitud. ¡Aleluya!

(Himno No. 109, himnario cristadelfiano)

El tribunal de Cristo es parte del proceso de transformación de la muerte a la vida. Así que las «ovejas» a la derecha del Rey, habiendo recibido su aprobación, son invitadas a tomar parte de la gloria de la edad venidera.

«Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mateo 25:34).

Y mientras los rechazados son exiliados a la vergüenza y remordimiento de la muerte final, «irán los justos a la vida eterna» (v. 46).

¡Qué perspectiva más bendita se abre, pues, ante aquellos que oyen y hacen la palabra de Dios! ¡Qué valor más trascendente habrá tenido la vida para ellos! Oirán la voz grata del Redentor mismo quien les pedirá entrar en el reino; serán librados para siempre de «este cuerpo de muerte»; sentirán que surge por su cuerpo el poder glorioso de la vida espiritual, de tal manera que «levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán.» En resumen, llegarán a ser «participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia» (2 Pedro 1:4). ¡He aquí verdadera salvación!

En cierta ocasión, Jesús fue interrogado por los saduceos acerca de su enseñanza sobre la resurrección, en la cual ellos no creían. Citaron el caso hipotético de una mujer que se casó sucesivamente con siete hermanos; y preguntaron en tono triunfante: «En la resurrección, pues, ¿de cuál de ellos será mujer?» (Lucas 20:33). Pero el Maestro echó a un lado su ridícula polémica, condenando duramente su ignorancia de las promesas de Dios. «¿No erráis por esto,» dijo, «porque ignoráis las Escrituras, y el poder de Dios?» Ellos deberían haber reconocido la verdad de la resurrección aun por el título de Dios, quien se llama «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.» Estos habían muerto conforme a la fe y todavía estaban muertos, pero «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.» Por lo tanto, Abraham, Isaac y Jacob han de resucitar; y desde el punto de vista de Dios, efectivamente ya viven, porque «todos viven en él.» Sin embargo, dice Jesús, en lo que se refiere a la pregunta sobre la viuda, el problema no existe porque «los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan, ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son Hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.»

Esta transformación de la naturaleza humana mortal a la igualdad con los ángeles es el cumplimiento de una obra de la cual la resurrección de entre los muertos es una parte esencial. Está escrito:

«Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual» (1 Corintios 15:42-44).

Estos sucesos maravillosos—la resurrección y la transformación a la inmortalidad—todavía no se han realizado, porque serán la obra del Señor Jesús en su venida. Pero se acerca el tiempo en que se tocará la gran trompeta que los inaugurará, como se describe en la visión simbólica del último libro de la Biblia. Se trata de un tiempo en que

«se airaron las naciones, y tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos, y de dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra» (Apocalipsis 11:18).

De esto aprendemos que la resurrección y el juicio de los siervos de Dios, ocurren al mismo tiempo que el establecimiento del reino de Dios y los otros acontecimientos relacionados con el día de la revelación de Cristo con poder. Y como la palabra de Dios se relaciona principalmente con la gloria que se promete a los creyentes fieles, toda la obra se resume en la descripción sencilla que hace Pablo:

«Porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados» (1 Corintios 15:52).

Cuando la muerte haya sido «sorbida en victoria,» y los siervos fieles y aprobados de todas las edades, «así pequeños como grandes,» hayan heredado la tierra con su Salvador y Rey, entonces los sufrimientos y los esfuerzos de la vida actual se verán en su perspectiva verdadera, como escalones que conducen a la gloria. Este es el estímulo para hacer buenas obras y seguir fielmente a Jesús; este es el consuelo del evangelio para todos los que sufren pacientemente las aflicciones y pruebas de la vida mortal. «Te será recompensado,» dice el Señor, «en la resurrección de los justos» (Lucas 14:14). Y su gran embajador a los gentiles, que sufrió en la causa de Cristo tantas penurias y persecución, nos exhorta con la visión del futuro día de recompensa, diciendo:

«Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios . . . Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Romanos 8:18-23).

Una vez más, en Filipenses 3:20-21, Pablo contempla el mismo momento de liberación:

«Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.»

ESTAS DOCTRINAS SON LA BASE DE LA VIDA CRISTIANA

La enseñanza bíblica sobre la resurrección y juicio, expuesta en estas páginas, no es simplemente un frío estudio teológico. Estas ideas divinas tienen por objeto ser el fundamento sobre el cual se viva la vida cristiana y se edifique el carácter cristiano. Son, en verdad, los postulados de la filosofía cristiana de la vida. Según el mensaje de la Biblia, la vida es corta y la muerte es real. El Predicador describe la historia natural de la vida de cada hombre como «vanidad y aflicción de espíritu.» Toda ganancia del tiempo presente se transforma en pérdida cuando interviene la muerte. Aparte de la gracia divina, no hay para el hombre ninguna manera de escaparse de lo inevitable. No existen excepciones. «Como algunos de vuestros propios poetas también han dicho:»

«La jactancia de los nobles, la pompa del poder,
Todo lo que confieren la belleza y las riquezas,
Aguardan de la misma manera la hora inevitable:
Las sendas de la gloria llevan sólo al sepulcro.»
~ Thomas Gray, poeta inglés

O como el Nuevo Testamento lo expresa más sucintamente: «La muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Romanos 5:12). Nos hallamos, en verdad, en nuestra condición natural, es decir, muertos en delitos y pecados (Efesios 2:1), y sin la obra de Dios en Jesucristo no habría ningún porvenir para ninguno de los hijos de Adán.

No obstante, el glorioso mensaje del evangelio es que la vida eterna y la alegría del reino de Dios se ofrecen a los hombres por medio de su Hijo, a condición de que crean en su palabra y la obedezcan. Todos los que oyen la voz del Hijo de Dios y se bautizan en su nombre, experimentan un nuevo nacimiento y entran en una nueva vida. Se trata de un despertar espiritual que describe el Señor en Juan 5:25:

«De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán.»

Pero esto no es más que el comienzo de la obra que Dios realizará en ellos. Si permanecen en él y producen el fruto del espíritu, experimentarán cambios aún mayores:

«Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación» (Juan 5:26-29).

El camino de la sabiduría para cada uno de nosotros consiste en «oír su voz» ahora. Nos llama por medio de las páginas de las Sagradas Escrituras: «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón,» dice en los Salmos el Espíritu de Dios. «He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación,» dice el apóstol en el Nuevo Testamento. La voz del Señor Jesucristo nos llama a seguirle. Nos pide que recibamos sus enseñanzas con corazón fiel, que creamos sus promesas con completa confianza, y que imitemos el modelo de su propia vida de amor y sacrificio. El futuro pertenece a los que respondan a su llamado. Ni la muerte misma puede separarlos del amor de su Señor, porque el aguijón de ella ha sido quitado. Al relatar como el gran mártir Esteban murió al ser apedreado por sus agresores, la Escritura declara con un lenguaje majestuoso por su sencillez que «habiendo dicho esto, durmió.» Su cuerpo destrozado fue llevado y sepultado. Sus enemigos se regocijaron de su muerte, pero el Espíritu de Dios dijo: «no está muerto, sino que duerme.» Innumerables millares de creyentes han muerto desde entonces en la misma fe. Muchos han muerto por la fe, martirizados como Esteban. Pero no han perecido, sino que «duermen en el polvo de la tierra,» según profetizó Daniel. Porque en el tiempo determinado, vendrá el Señor para restituirles sus vidas y conferirles la naturaleza inmortal y gloriosa de Dios mismo. La vida nueva que empezó con el bautismo se consumará en la naturaleza nueva que se conferirá en el tribunal de Cristo.

«Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección . . . Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él» (Romanos 6:4-8).

Esta es la esperanza cristiana que da a la vida su verdadero significado y su única satisfacción duradera. Es responsabilidad de cada uno buscar a Dios y esforzarse por hacer su voluntad «porque esto es el todo del hombre» (Eclesiastés 12:13). El Señor ha prometido una recompensa céntupla a quienes hagan esto, tanto con la felicidad y paz que les da en el presente, como con la vida eterna de la edad venidera. La venida del Señor será para ellos el día de salvación; y con fe en la expiación efectuada por su Señor, podrán enfrentar la muerte sin temor, esperando una resurrección en la cual recibirán del Señor una vida de honor, de gloria y de inmortalidad, sabiendo que

«de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (Hebreos 9:27-28).

~ L. W. Richardson

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¿Por qué Juzgará Dios al Mundo?
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