Un anciano se irguió en la ladera del monte. Frente a él, silenciosos y expectantes, los israelitas esperaban que continuara. Este era su pueblo, el rebaño que pastoreaba desde hacía 40 años. La voz de Moisés sonó clara a través del aire del desierto:
«Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra» (Deuteronomio 7:6).
«No por ser vosotros más que todos los pueblos,» les recuerda Moisés. Dios nunca ha dado importancia al número de personas que le sirven. Para él la calidad es más importante que la cantidad. «Sino por cuanto Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado Jehová con mano poderosa,» continuó diciendo Moisés (versículos 7-8). Cuánto los había amado a pesar de su espíritu rebelde y su nostalgia por Egipto, de donde los había llamado. Cuatro décadas comiendo maná, soportando disciplina y errando por el desierto, habían convertido a los hijos de Israel en una nación única, un pueblo con una historia y un destino.
La nación elegida
¿Era Moisés demasiado soñador o estaba demasiado cercano a los israelitas como para ver las cosas con realismo, cuando habló de ellos como «pueblo escogido»? La respuesta es un rotundo «no.» Casi 1000 años más tarde, aun después que aquel espíritu rebelde los había llevado a la cautividad en Babilonia, el profeta Zacarías pudo todavía escribir al pueblo de Judá:
«Así ha dicho Jehová de los ejércitos . . . el que os toca, toca a la niña de su ojo» (Zacarías 2:8).
No hay nada que consideremos más valioso que nuestros ojos. Tocar el globo ocular ocasiona dolor instantáneo y una reacción violenta. Así es como se sintió Dios cuando las naciones oprimieron al pueblo que amaba. Quinientos años más tarde, después que los judíos habían matado al hijo de Dios y rechazado el evangelio, el apóstol Pablo pregunta: ¿Ha desechado Dios a su pueblo? Luego replica enfáticamente: «En ninguna manera.» También declara:
«En cuanto a la elección, son amados por causa de los padres. Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Romanos 11:1, 28,29).
Como el padre del hijo pródigo en la parábola de Jesús, el amor de Dios por Su pueblo nunca ha cambiado, aunque ellos con frecuencia lo han decepcionado.
La idea de que Dios tiene una relación especial con la nación de Israel no es aceptada en la actualidad. Nuestra sociedad está preocupada por la igualdad personal y de oportunidades. ¿Por qué Dios habría de escoger una nación entre tantas que llenan el globo? ¿Qué hay de especial en esa pequeña franja de tierra entre los continentes, el país que ahora llamamos Israel, por el cual El parece tener tan profundo interés?
Una respuesta breve a esta pregunta sería que siendo Dios el Creador, no tiene por qué responder ante nosotros por las cosas que hace. Nosotros vemos Su obra durante un brevísimo período de tiempo comparado con la eternidad en la cual Él opera. Debemos estar preparados para esperar un largo tiempo si queremos saber por qué Él hace las cosas de cierta manera.
El plan de Dios
Es como pasar por un sitio en construcción cuando un nuevo edificio comercial está siendo construido. Observamos por una rendija de la cerca y todo lo que vemos es lodo y agujeros, grúas y andamiaje, actividad ruidosa sin ningún producto final obvio. Pero nosotros sabemos, por supuesto, que la actividad en realidad no carece de propósito. En la oficina del ingeniero hay gavetas con planos, diagramas de desarrollo y listas de datos por medio de los cuales los fundamentos, paredes, techos y servicios serán construidos. Si entendiéramos el dibujo técnico, podríamos hojear los planos y visualizar la apariencia final del edificio, admirando la gracia y solidez del diseño. Pero a primera vista, al sólo pasar por allí podríamos irnos a casa quejándonos de que se estaba desperdiciando mucho dinero.
A veces pensamos de la misma manera cuando observamos la obra de Dios. Nunca veremos las cosas en perspectiva, a menos que entremos en la oficina del ingeniero para ver los planos. Aquí es donde esperamos ayudar con este folleto: abrir el gran plan de Dios revelado en la Biblia. Dios tiene un conjunto de planos y un itinerario con el orden de las operaciones cuidadosamente establecido. El edificio que Él está construyendo es llamado el reino de Dios, y un día cuando todas las etapas de preparación estén completas, Él revelará una tierra llena de gracia y belleza, habitada por personas de todos los siglos pasados quienes lo han amado y han esperado en Él. Con Jesús como su Rey, gobernarán los pueblos de la tierra en una era de paz donde al fin se hará la voluntad de Dios. La nación de Israel será vista en aquel día como el marco de la estructura, las columnas y vigas que sostienen las habitaciones y pasillos.
Veamos entonces a través de la Biblia, desde el punto de vista de Dios, lo que ha estado sucediendo durante estos últimos 4,000 años.
En el pasaje de Romanos, capítulo 11, que citamos anteriormente, Pablo dice que los judíos son amados «por causa de los padres.» El hombre que todos los judíos consideran como el padre de su raza es Abraham, el hijo de Taré. Abraham nació en una ciudad llamada Ur de los caldeos, cerca del río Éufrates, donde ahora es Iraq. A una edad en la que la mayoría de la gente está pensando en jubilarse, Abraham tuvo una visita de Dios diciéndole que abandonara la ciudad de Ur:
«Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré» (Génesis 12:1).
Abraham, padre de la nación israelita
Fue mucho pedir a alguien, pero con lo que se volvió una singular fe en Dios, Abraham se deshizo de todo y emprendió el viaje sin saber exactamente a dónde iba. Después de un largo viaje por las riberas del Eúfrates, fue guiado hacia el suroeste hasta llegar a una faja de tierra de unos 300 Kms. de largo entre el Mediterráneo y el Mar Muerto, montañosa en el centro, con planicies costeras al oeste y el desierto de Sinaí al sur. Nadie hasta entonces había reconocido la posición estratégica de la tierra de Israel, situada en la unión de tres grandes continentes. Tampoco pudieron prever la belleza que tendría algún día, cuando el desierto florecería como la rosa. Todo eso estaba guardado en la gaveta de los planos de Dios. Este simplemente prometió a Abraham:
«A tu descendencia daré esta tierra» (Génesis 12:7).
Había mucha ironía en esta declaración. Aunque Abraham y su esposa habían estado felizmente casados por muchos años, para su inmenso pesar, ellos no habían tenido hijos. ¡Aun así Dios estaba prometiendo la tierra a sus descendientes! La promesa fue repetida y expandida con el correr de los años, pero Abraham y su esposa anduvieron por la tierra en sus tiendas, aún sin hijos y cada vez menos cerca de poseer la tierra que cuando arribaron por primera vez.
Cierta noche Abraham tuvo la oportunidad de preguntar más de cerca al mensajero de Dios. Solamente le había sido dicho: Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos, para darte a heredar esta tierra.» Instantáneamente Abraham descargó su ansiedad preguntando: «Señor Jehová, ¿en qué conoceré que la he de heredar?» (Génesis 15:7,8). Para confirmar y garantizar Su promesa, Dios procedió a realizar un pacto solemne con Abraham de acuerdo a la costumbre de aquella época, sellándolo con la sangre de un sacrificio. Al mismo tiempo, Él resumió sus planes:
«Tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Más también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza. . . Y en la cuarta generación volverán acá; porque aún no ha llegado a su colmo la maldad del amorreo hasta aquí» (versículos 13, 16).
Isaac, Jacob y las doce tribus
Esta extraordinaria profecía ilustra cuán detallados son los planes de Dios, y cuán precisa es su anticipado conocimiento. Véase ahora con cuanta precisión fue cumplida. Abraham llegó a ser padre de un hijo llamado Isaac. Su nieto Jacob tuvo 12 hijos, cuyos descendientes formarían las 12 tribus de Israel. Tal como fue predicho, los israelitas emigraron al sur, hacia Egipto, una tierra extranjera, en una época de hambre. Se multiplicaron grandemente y fueron esclavizados por los faraones. Moisés, quien se mencionó al inicio de este folleto, recibió la tarea de sacarlos de Egipto. Después de 10 dramáticas plagas o desastres que pusieron a los egipcios de rodillas, finalmente llegó la noche cuando los israelitas habían de partir. Tan temerosos estaban los egipcios del Dios de Israel, que ellos mismos entregaron sus objetos de valor a sus anteriores esclavos. «Alhajas de plata, y de oro, y vestidos. . . les dieron cuanto pedían; así despojaron a los egipcios» (Éxodo 12:35,36). La Biblia hace notar casi de manera casual: «El tiempo que los hijos de Israel habitaron en Egipto fue 430 años» (versículo 40). Solamente una nota ocasional. Pero cada detalle de la profecía había llegado a realizarse. La peregrinación en tierra extraña, la esclavitud, el despojo de los egipcios y los 400 años. Todo sucedió precisamente como se había profetizado.
Pero también había implicaciones morales en la profecía. Dios había juzgado a los egipcios por medio de plagas catastróficas, por su maltrato al pueblo de Abraham. Además, los israelitas estaban ahora en camino a la misma tierra donde Abraham había colocado sus tiendas. Cuatro generaciones habían pasado y los habitantes la habían llenado de violencia y abierta inmoralidad. A los ojos de Dios, la iniquidad de los amorreos (habitantes de la tierra de Canaán) había llegado a su colmo. Así Moisés les explicó a los ansiosos israelitas:
«No por tu justicia. . . entras a poseer la tierra de ellos, sino por la impiedad de estas naciones Jehová tu Dios las arroja de delante de ti» (Deuteronomio 9:5).
Esta breve introducción nos muestra el inmensamente complejo control de Dios sobre los asuntos humanos. Como Creador y sustentador de la tierra, Él supervisa el levantamiento y la caída de las naciones, de acuerdo a sus normas morales. Él retuvo a los israelitas en Egipto para que, habiendo experimentado la esclavitud y el sufrimiento, aprendieran a valorar la libertad. Al mismo tiempo Dios permitió a cuatro generaciones de amorreos la oportunidad de arrepentirse de los malos caminos de sus antepasados, y luego dio su tierra a los israelitas. Así el apóstol Pablo escribió una vez refiriéndose a Dios:
«¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!» (Romanos 11:33).
Sigamos adelante para examinar la siguiente etapa del gran plan de Dios para Israel y su tierra.
Bendiciones y maldiciones
Al comienzo de su viaje por el desierto, Moisés entregó a los israelitas la ley de Dios. Este gran pacto nacional no sólo reprimía la delincuencia sino que también estimulaba al pueblo para que mostrara amor y respeto por el pobre, por el extranjero y hasta por sus enemigos. En las faldas del monte Sinaí Moisés unió el pueblo a Dios en un gran pacto, sellado como el de Abraham con la sangre de sacrificios bajo el cual acordaban obedecer esos mandamientos. De hacer esto ellos, Dios les prometía una vida larga y próspera en la tierra que les estaba dando. Sin embargo había ciertas condiciones. Su posesión permanente de la tierra dependería de su obediencia. Si manchaban la tierra con sangre e idolatría como los amorreos lo habían hecho, entonces su posesión de ella llegaría a su término.
Esto nos conduce a la siguiente extraordinaria profecía acerca de Israel, en la que Moisés predijo la historia del pueblo durante varios siglos y aun milenios. Para conmemorar el pacto del pueblo con Dios, pronunció una serie de bendiciones y maldiciones que ellos habrían de recitar en voz alta, escribiéndolas para testimonio al entrar en la tierra. Estas se encuentra en el capítulo 28 de Deuteronomio. Los primeros 14 versículos se refieren a las bendiciones que gozarían si fuesen obedientes. El resto del largo capítulo enumera los problemas que Dios traería sobre el pueblo con creciente intensidad si fallaran en honrar su promesa. Para comenzar, su economía iría mal. Las lluvias serían escasas y las cosechas se secarían. Sus enemigos los vencerían y reyes extranjeros los gobernarían. A medida que aumentaran las maldiciones los israelitas serían invadidos, sitiados y llevados al cautiverio. Finalmente Moisés los previene:
«Jehová te esparcirá por todos los pueblos, desde un extremo de la tierra hasta el otro extremo. . . ni aun entre estas naciones descansarás, ni la planta de tu pie tendrá reposo. . . estarás temeroso de noche y de día, y no tendrás seguridad de tu vida» (versículos 64-66).
Versículo a versículo fue un aterrorizante catálogo de creciente calamidad.
Lo más maravilloso es que todo esto se cumplió. Después de 40 años de errar por el desierto, los israelitas quitaron la tierra a los amorreos. Después de ser gobernados durante 500 años por líderes llamados jueces, alcanzaron la cumbre de su poder y prosperidad en el tiempo de dos de sus primeros reyes, David y Salomón. Su devoción a Dios y obediencia a Su ley les produjo las bendiciones prometidas por Moisés. Pero luego, poco a poco, se apartaron de Dios. Introdujeron la adoración de los dioses falsos de las naciones extranjeras que rodeaban a Israel. Preservaron una forma externa de piedad observando las fiestas y sacrificios de la ley, pero olvidando el cuidado de los pobres y los oprimidos. Inevitablemente, las maldiciones comenzaron a realizarse. Naciones vecinas como los sirios y los edomitas invadieron su territorio. Los poderosos asirios cruzaron el Éufrates, los sometieron a tributo y luego se llevaron a 10 de las 12 tribus al cautiverio.
Dios fue extremadamente paciente con su pueblo. Por medio de los profetas, grandes hombres como Isaías, Jeremías y Ezequiel, les envió constantes recordatorios de que ellos estaban rompiendo su promesa de guardar Sus leyes. Isaías les rogó: «Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos» (Isaías 1:16). Pero los israelitas no hicieron caso al llamado de Dios..
Finalmente, alrededor de 586 años antes de Jesucristo, los babilonios capturaron Jerusalén y llevaron las tribus de Judá y Benjamín al exilio. Durante 70 años la tierra estuvo vacía, excepto por los más pobres de los judíos. Después de ese tiempo se le permitió retornar de Babilonia a una cierta cantidad de personas. Ellos reanudaron el hilo de la vida nacional, pero sin rey, y quedaron sometidos por turnos a los persas, griegos y romanos. Fue en este mundo oprimido donde nació Jesús de Nazaret.
El Hijo de David
El envío de Jesús constituyó el más impresionante llamado de Dios a su pueblo. En la parábola de los viñadores Jesús compara al pueblo de Israel con los arrendatarios de una viña. Cuando Dios, el dueño, envió a Sus siervos los profetas a recoger la renta, ellos los maltrataron y los enviaron vacíos.
«Entonces el señor de la viña dijo: ¿Que haré? Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto. . . Y le echaron fuera de la viña, y le mataron» (Lucas 20:13-15).
Jesús sabía muy bien lo que le esperaba. También sabía que la ira de Dios pronto estallaría sobre sus oyentes. Por eso dijo:
«¡Vosotros también llenad la medida de vuestros padres!» (Mateo 23:32).
Así como los amorreos, anteriores a ellos, Israel estaba llenando la medida del vaso de su iniquidad. La viña sería entregada a otros.
Treinta años después de la crucifixión de Jesús los judíos se rebelaron contra el imperio romano. Un fuerte ejército sitió y capturó Jerusalén, llenando de cadáveres las calles y destruyendo el templo. Sesenta años más tarde, la revuelta de 132 d.C. selló su destino. Cientos de miles de judíos fueron vendidos como esclavos, incrementando la ya sustancial población judía de muchas provincias del Imperio Romano y más allá. Los israelitas, tal como Moisés había predicho, se convirtieron en judíos errantes, siendo encontrados prácticamente en todos los países del mundo, despreciados, insultados y perseguidos de ciudad en ciudad. Durante largos siglos, exactamente como las maldiciones habían prevenido, no tendrían descanso para la planta de sus pies.
El propósito de Dios manifestado en Su Hijo
La muerte del Hijo de Dios fue el más definitivo acto de rebeldía del pueblo elegido. Sin embargo, hasta ese malvado hecho había sido anticipado en el plan de Dios. El apóstol Pedro, hablando a los judíos en Jerusalén seis semanas después de la crucifixión, insistió en que Jesús había sido «entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios» (Hechos 2:23). De hecho, el profeta Isaías, en su conmovedor capítulo 53, había predicho mucho antes los sufrimientos de Jesús:
«Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto» (Isaías 53:3).
¿Por qué, se preguntará usted, permitió Dios que su único Hijo muriera en vergüenza y agonía? La respuesta es compleja; sin embargo, ocupa un lugar céntrico del plan de Dios para salvar a los hombres de sus pecados. En aquella colina en las afueras de Jerusalén, Dios demostró el sacrificio, la gracia y el amor de Jesús y los enfrentó con tres deseos que residen en el corazón humano y a los cuales la Biblia llama pecados: el orgullo, la envidia y la crueldad. Por tres días el pecado parecía haber triunfado; pero Jesús, el hombre sin pecado, se levantó de la tumba después de ese corto tiempo, quebrantando así el poder de la muerte para aquellos que creen en él. Isaías dice al respecto:
«Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. . . y por su llaga fuimos nosotros curados» (Isaías 53:5).
Así que cuando aquellos judíos arrepentidos se dieron cuenta de que habían matado al Hijo de Dios y preguntaron a Pedro en el día de Pentecostés qué debían hacer, él les explicó que el Cristo resucitado había llegado a ser el sacrificio que podía quitar su pecado:
«Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados» (Hechos 2:38).
La respuesta inmediata fue impresionante: 3,000 judíos fueron bautizados. Pero con el paso del tiempo fue evidente que la mayoría del pueblo escogido permanecía incrédula. El orgullo que sentían por ser descendientes de Abraham los cegó frente a la necesidad de tener fe, el atributo que a Abraham le había hecho merecer que se le llamara «amigo de Dios.»
«¿Ha desechado Dios a Su pueblo?»
El rechazo del evangelio por los judíos, seguido de su esparcimiento, podría llevarnos a concluir que Dios había desechado definitivamente a los judíos. Pablo mismo reflexiona sobre este tema en Romanos capítulo 11:
«No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció» (Romanos 11:2).
Aunque como nación, Israel había vuelto la espalda a Dios, había individuos dentro de la nación que respondieron, tales como aquellos que escucharon a Pedro en el día de Pentecostés. Eso era todo lo que importaba. Como Moisés lo había enseñado, los números no son importantes para Dios. Es más importante la calidad que la cantidad. Pablo continúa diciendo:
«Así también aun en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia» (Romanos 11:5).
El plan de Dios no se había descaminado. El esparcimiento de Israel simplemente significaba que había entrado a una nueva fase.
Mientras que la nación judía se tambaleaba hacia su destrucción, el llamado del evangelio fue dramáticamente extendido. Por primera vez fueron invitados los gentiles a compartir el privilegio del conocer al Dios eterno. Pablo fue el primero y el más enérgico líder de esta predicación a los gentiles. Declaró a los judíos de Antioquía, «A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios.» Al pueblo de Dios se le había dado la primera oportunidad de escuchar las buenas nuevas acerca de Jesús. «Mas puesto que la desecháis,» continuó diciendo Pablo, «y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles» (Hechos 13:46). Los gentiles son las naciones no judías. Por medio de la obra de los apóstoles y la difusión de las Escrituras en todo el mundo, se ha dado a personas como usted y yo la oportunidad para llegar al conocimiento de Dios.
Podemos convertirnos en pueblo escogido, con las mismas promesas y gozando del mismo cuidado paternal que Dios concedió a Abraham y a sus descendientes. Pablo escribió a los gálatas:
«Ya no hay judío ni griego. . . porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gálatas 3:28-29).
A esto agrega Pedro, citando la profecía de Oseas:
«Vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia» (1 Pedro 2:10).
En Romanos 11, Pablo compara a Israel a un excelente olivo, el cual, lamentablemente, no había producido fruto. Dios ha cortado las ramas estériles del olivo y las ha reemplazado con renuevos de olivo silvestre, injertándolos en el tronco original. Estos renuevos de olivo gentil ahora comparten la rica savia del árbol padre. La caída de Israel fue la oportunidad de los gentiles.
Es digno de notar que tanto para Israel como para los gentiles, la respuesta al llamado es aún limitada a individuos. El principio del «remanente» todavía se aplica. El apóstol Jacobo lo expone con vividez cuando describe el llamado a los primeros gentiles, Cornelio y su casa:
«Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre» (Hechos 15:14).
Siempre habrá solamente unos pocos escogidos, seleccionados por haber respondido al llamado de arrepentimiento. Y las condiciones de aceptación de parte de Dios siguen siendo la fe y obediencia, tal como lo fueron para Abraham.
Esta nueva fase del plan de Dios, el llamado de los gentiles, ha estado operando cerca de 2,000 años, un período tan largo como el llamado de Israel mismo. Ahora estamos listos para seguir adelante y preguntar si la Biblia revela todavía etapas futuras del plan de Dios aún pendientes de cumplirse.
El regreso de Israel
En el campus de la Universidad de Tel Aviv en Israel hay un impresionante museo llamado Beth Hatuphutsoth (Casa de la Dispersión). Es un elegante edificio nuevo equipado con lo mejor en ayudas audiovisuales. Pretende mostrar a los jóvenes judíos de hoy cómo sus antepasados preservaron sus creencias y cultura durante siglos de dispersión, cómo lograron evitar el matrimonio con no judíos y cómo retornaron a la tierra de sus sueños. En una sala oscurecida y en forma de tazón, brillantes rayos de luz proyectan en el cielo curvo encima de las cabezas del público un mapa del mundo donde pequeñas estrellas representan las comunidades de judíos que han existido desde los tiempos de Asiria, Babilonia y Roma en adelante. Prácticamente todos los países del mundo han recibido judíos alguna vez. Con el paso de los siglos las estrellas en el mapa se mueven misteriosamente en la medida en que la persecución lleva a los judíos de un país a otro. Francia, Alemania, España, Polonia, Inglaterra, cada acto de terror es catalogado con luces. Algunas veces las luces se apagan cuando todas las comunidades en determinada área del mundo pasan al olvido. Luego, sorprendentemente, los puntos de luz comienzan a moverse hacia la tierra de Israel, cuando el retorno se realiza en el siglo XX.
Todas las galerías del museo Beth Hatuphutsoth están dedicadas a la suerte de las comunidades judías en ciertos territorios–una sinagoga estilo pagoda similar a la de Beijing, la reconstrucción de una boda en Ucrania, un rabino judío suplicando por su vida ante un sacerdote jesuita durante la Inquisición. En la más conmovedora de todas las galerías del museo se despliegan en letras de fuego, las últimas palabras escritas por judíos que enfrentaban la muerte en el Holocausto alemán.
El paso y la emoción se avivan cuando la exhibición alcanza las últimas y más gozosas etapas del retorno. Toda la historia es relatada minuciosamente. Primero aparecen la idea de un hogar nacional, promovida por Weizman en Rusia bajo los zares y la publicación del libro El Estado Judío de Herzl en 1896 y el Congreso Sionista de 1897. Luego sigue la lenta y agobiadora labor de establecer los primeros asentamientos en Palestina cuando era gobernada por los turcos. El mandato británico después de la Primera Guerra Mundial permitió que retornaran más judíos todavía. Finalmente, la agonía de la represión de Hitler creó una presión irresistible en Europa y provocó una cadena de acontecimientos que finalmente condujeron a la formación del Estado de Israel en 1948.
Desde aquellos emocionantes días, tal como lo sabemos, difícilmente pasa un día sin que haya alguna mención del pequeño Estado de Israel en los periódicos del mundo. Aunque posee un territorio no más extenso que el de El Salvador y sólo los dos tercios de la población de la zona metropolitana de Los Angeles, California, Israel sobresale en los asuntos mundiales. La crisis de Suez de 1956, la Guerra de los Seis Días en 1967, la de Yom Kippur en octubre de 1973, la invasión del Líbano en 1984–ya sea que uno resienta o admire sus proezas, los israelitas tienen un nuevo y vital espíritu nacional que desafía todas las reglas de la historia. Nunca antes una nación fue expulsada sistemáticamente de su tierra, sobrevivió 25 siglos de desarraigo, y regresó a la vida en sus antiguas colinas con un vigor tan excepcional.
Debemos preguntarnos, ¿cuál es el significado de todo esto? ¿Es una coincidencia un tanto fantástica el que el pueblo de Dios sobreviva cuando otras muchas naciones han perecido? Hay una respuesta clara y sencilla. Al final de las bendiciones y maldiciones que vimos en el libro de Deuteronomio, Moisés pronunció estas significativas palabras:
«Cuando hubieren venido sobre ti todas estas cosas, la bendición y la maldición que he puesto delante de ti, y te arrepintieres en medio de todas las naciones adonde te hubiere arrojado Jehová tu Dios, y te convirtieres a Jehová tu Dios. . . entonces Jehová hará volver a tus cautivos, y tendrá misericordia de ti, y volverá a recogerte de entre todos los pueblos adonde te hubiere esparcido Jehová tu Dios. Aun cuando tus desterrados estuvieren en las partes más lejanas que hay debajo del cielo, de allí te recogerá Jehová tu Dios, . . . y te hará volver Jehová tu Dios a la tierra que heredaron tus padres, y será tuya» (Deuteronomio 30:1-5).
El retorno no es un accidente de la historia. Es el acto deliberado de un Dios amoroso y misericordioso.
Jeremías lo expone claramente:
«Porque yo estoy contigo para salvarte, dice Jehová, y destruiré a todas las naciones entre las cuales te esparcí; pero a ti no te destruiré» (Jeremías 30:11).
¡Cuán ciertas son esas palabras! Los asirios, los babilonios y los romanos, quienes esparcieron a Israel, han desaparecido, pero los judíos sobreviven. Así lo señala el profeta:
«Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia» (Jeremías 31:3).
También Ezequiel dice:
«Yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país. Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias. . . Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros. . . Y la tierra asolada será labrada, en lugar de haber permanecido asolada a ojos de todos los que pasaron» (Ezequiel 36:24-26,34).
Podríamos continuar. Hay muchas profecías similares en el Antiguo Testamento que describen diferentes aspectos del retorno de los judíos que estamos viendo en nuestro propio tiempo. No cabe duda que esto es obra de Dios mismo.
Ahora pregúntese Ud.: ¿por qué será que Dios desea llevar a los judíos de regreso a su antigua tierra natal? ¿A qué conducirá esto? La respuesta a tal inquietud es la más dramática de todas: ¡el advenimiento del reino de Dios! Antes de descartar de esta idea, escuche las palabras del ángel Gabriel a María, la que posteriormente sería madre de Jesús:
«Este será grande. . . y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre» (Lucas 1:32,33).
¿Reinó Jesús sobre los judíos cuando estuvo en la tierra? La verdad es que no lo hizo. «No tenemos más rey que César», gritaron los judíos. Rechazaron a Jesús y lo crucificaron.
Pero Jesús se levantó de entre los muertos a una vida inmortal. Un rey que ha de reinar para siempre necesita ser inmortal. La profecía de Gabriel requiere que un Mesías inmortal regrese a Jerusalén, donde estuvo el trono de David, y gobierne sobre una nación poblada de judíos. Hace 100 años esto no hubiera sido posible. Los judíos aún permanecían dispersos y los turcos administraban la Ciudad Santa. En la actualidad encontramos la tierra habitada por cerca de 4 millones de judíos (además de otros grupos étnicos), y Jerusalén la capital de Israel una vez más. Considere de nuevo la promesa de Jesús a sus apóstoles:
«Yo, pues, os asigno un reino, como mi padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel» (Lucas 22:29-30).
De acuerdo a esta sencilla y directa bendición dada a Pedro, Santiago, Juan y sus compañeros, ellos deberán levantarse de entre los muertos, pues ninguno de ellos reinó sobre Israel durante su vida. También deberá existir un Israel sobre el cual podrá reinar con Jesús. Todo esto es ahora enteramente posible. Los judíos han sobrevivido e Israel ha renacido; Dios ha traído de nuevo a los judíos a su tierra en preparación para el reino de Dios.
No hay absolutamente ninguna duda de que Jesús va a regresar del cielo, y entonces llegará el tiempo de recompensar a quienes, como los apóstoles, le hayan seguido con fidelidad. Jesús nos dice esto claramente en la parábola del hombre noble que fue a un país lejano a recibir un reino y después volver (Lucas 19:11-27). Durante su ausencia dejó a sus siervos atendiendo sus intereses económicos. Significativamente, los ciudadanos del país enviaron tras él un mensaje diciendo: «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). Jesús dijo esta parábola, según Lucas, «por cuanto estaba cerca de Jerusalén, y ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente» (Lucas 19:11). Jerusalén era el sitio del trono de David. Jesús, según creían sus discípulos, era el legítimo rey de Israel y ellos pensaron que reinaría en ese mismo tiempo.
Pero en realidad el momento adecuado no había llegado. Jesús tendría que sufrir por los pecados de los hombres, levantarse de entre los muertos y trasladarse a la derecha de su Padre por 19 largos siglos. Jesús mismo es el hombre noble; y el cielo, el país lejano. Los judíos, que supuestamente eran su pueblo, lo rechazaron, tal como dice la parábola. Pero veamos cómo concluye. A su regreso, habiendo recibido el reino, el hombre noble inspecciona su casa y asciende a sus siervos leales e industriosos a puestos de honor, con autoridad sobre 5 o 10 ciudades de acuerdo a su habilidad. Al mismo tiempo sus enemigos son muertos. El momento del regreso del hombre noble está muy cerca. Debemos prepararnos para el día del juicio.
Examinando el futuro
Hasta este punto hemos estado siguiendo ininterrumpidamente el plan de Dios hasta el siglo XX. ¿Nos permitirá la Biblia subir el telón y ver de antemano la secuencia de sucesos que ocurrirán cuando el reino de Dios comience a reemplazar los gobiernos actuales? La respuesta es un «sí» calificado. El problema es que hay muchas profecías que deben asociarse. Es como ensamblar las piezas de un gran rompecabezas del cual los rasgos generales son claros, pero los detalles todavía no encajan en su lugar.
En primer lugar es evidente que los judíos mismos deberán experimentar una renovación espiritual antes de que estén en condiciones de tener a Jesús como rey. Es una verdadera lástima que la devoción a Dios, que fue tan real durante la dispersión y persecución de los judíos, haya sido abandonada por muchos de ellos ahora que han retornado a su tierra. Tendrán que experimentar un cambio de corazón antes de que puedan verdaderamente volverse pueblo de Dios. Vemos esto en un bellísimo pasaje de Ezequiel que describe el retorno:
«Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias» (Ezequiel 36:25).
Malaquías afirma que el «profeta Elías» será enviado, como lo fue Juan el Bautista, «antes que venga el día de Jehová, grande y terrible» para preparar al pueblo de Dios para la venida de Jesús (Malaquías 4:5-6).
No es de dudar que sólo una minoría del pueblo responderá a este mensaje, como lo hicieron en el primer siglo. Para la mayoría, sin embargo
«viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará» (Malaquías 4:1).
La catástrofe que purgará a los judíos que viven en la tierra de Israel será una poderosa invasión por un ejército compuesto de muchas naciones, combinando fuerzas para atacar y finalmente capturar Jerusalén, la joya de la corona de Israel. El tema aparece en numerosos pasajes:
«Yo reuniré a todas las naciones para combatir contra Jerusalén; y la ciudad será tomada, y serán saqueadas las casas» (Zacarías 14:2).
«Reuniré a todas las naciones, y las haré descender al valle de Josafat (en las afueras de Jerusalén: Joel 3:2).
Ezequiel dice a Gog, príncipe de Mesec y Tubal:
Vendrás de tu lugar, de las regiones del norte, tú y muchos pueblos contigo . . . y subirás contra mi pueblo Israel como nublado para cubrir la tierra» (Ezequiel 38:15-16).
En cierta manera esta invasión no es solamente contra Israel, sino contra Dios mismo y su Hijo. David escribe en el salmo 2:
«Se levantarán los reyes de la tierra y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas» (Salmos 2:2-3).
Será un día negro para Israel cuando sus ciudades sean capturadas, sus ciudadanos hechos prisioneros y multitudes de ellos asesinadas. Pero el resultado es claro. Es en aquel día de tribulación en el que Jesús aparecerá a su pueblo como Salvador. No sólo le traerá alivio de sus enemigos, mas también perdón para sus pecados. Zacarías lo expresa de este modo:
«Mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito. . . En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (Zacarías 12:10; 13:1).
Pablo también cita a Isaías diciendo:
«Vendrá de Sión el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad» (Romanos 11:26).
El modo de destrucción para los enemigos que rodean a Israel es extraordinario, pero devastadoramente efectivo. Un poderoso terremoto sacudirá la tierra dividiendo el monte de los Olivos y un fuego extraterrestre consumirá los ejércitos en el campo abierto.
«Por Jehová del ejércitos serás visitada con truenos, con terremotos y con gran ruido, con torbellino y tempestad, y llama de fuego consumidor. Y será como sueño de visión nocturna la multitud de todas las naciones que pelearán contra Ariel (Jerusalén)» (Isaías 29:6-7).
Ezequiel asegura que se necesitarán siete meses para enterrar los muertos (Ezequiel 39:11-16).
El resultado es asombroso. Habiendo sido forzosamente conducidos a comprender cuánto se han alejado de Dios, los judíos retornarán a Él y encontrarán la paz de la reconciliación y el perdón. Comenzará un poderoso éxodo judío de todas las naciones de la tierra hacia Israel, empequeñeciendo el retorno actual, con dos grandes oleadas de judíos que retornarán del norte y del sur. Al respecto escribe Zacarías:
«Los esparciré entre los pueblos, aun en lejanos países se acordarán de mí; y vivirán con sus hijos, y volverán. Porque yo los traeré de la tierra de Egipto, y los recogeré de Asiria» (Zacarías 10:9,10).
Isaías agrega:
«Levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra» (Isaías 11:12).
Así como en el Éxodo original, los rebeldes serán eliminados y los que completen el viaje serán reunidos en la tierra de Israel con sus hermanos que han sobrevivido a la invasión del norte. Ahora el pueblo arrepentido se convertirá en el núcleo de un poderoso imperio gobernado por el rey Jesús, cuyo reino traerá paz y felicidad a todas las naciones de la tierra. Por esto se regocija Jeremías, diciendo:
«En aquel tiempo llamarán a Jerusalén: Trono de Jehová, y todas las naciones vendrán a ella en el nombre de Jehová en Jerusalén» (Jeremías 3:17).
También Miqueas dice:
«De Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová. Y él juzgará entre muchos pueblos» (Miqueas 4:2,3).
E Isaías escribe:
«Juzgará con justicia a los pobres . . . con el espíritu de sus labios matará al impío . . . no harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar» (Isaías 11: 4,9).
El desierto transformado
Al final, el plan de Dios llegará a su punto culminante. Después de miles de años de preparación, los ciudadanos del reino serán reunidos. Los príncipes y gobernantes serán los discípulos fieles de todas las épocas, resucitados de entre los muertos con los apóstoles para reinar con su rey. Los súbditos del reino serán el pueblo israelita restaurado y las naciones de la tierra que compartirán su felicidad. Ahora, finalmente se vuelve clara la razón por la que Dios escogió esa pequeña tierra en medio de tres continentes para constituir la sede de la administración del Cristo. Ahora las promesas hechas a Abraham acerca de sus descendientes serán cumplidas. Estas promesas fueron hechas hace mucho tiempo, pero nunca fueron olvidadas por el Dios de Abraham. A medida que Jesús traiga alivio a los oprimidos y enseñe a los hombres de todo el mundo a amarse unos a otros, las bendiciones de Dios que antes fueron prometidas comenzarán a llenar la tierra. El desierto se convertirá en jardines y huertos para dar alimento a los hambrientos. El salmista lo dice de este modo: «Será echado un puñado de grano en la tierra, en las cumbres de los montes; su fruto hará ruido como el Líbano» (Salmos 72:16). Aun en las colinas, que han quedado estériles por el descuido y la explotación de hombres avaros, abundantes cosechas serán provistas por un Dios generoso: «Según los días de los árboles serán los días de mi pueblo, y mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos» (Isaías 65:22).
¡Cuán gloriosa es esta esperanza, en la cual todos podrán tener parte! La tierra será librada de guerras y violencia, de enfermedades, lágrimas y sufrimiento. Isaías promete:
«Tus ojos verán al rey en su hermosura. . . Tus ojos verán a Jerusalén, morada de quietud» (Isaías 33:17,20).
El mismo profeta concluye diciendo:
«Los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sión con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas; y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido» (35:10).
Juan escribió en Apocalipsis:
«Serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con el mil años» (Apocalipsis 20:6).
Durante todo ese tiempo, Jesús y sus príncipes inmortales reinarán sobre la tierra. Así escribe el apóstol:
«Preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte» (1 Corintios 15:25,26).
Aunque durante el reino la enfermedad y el hambre habrán disminuido y la vida habrá sido alargada, la muerte no será eliminada sino hasta que todo pecado, la causa de la muerte desde el principio, haya sido desarraigado de los corazones de los hombres. Aquellos que vean ese glorioso fin y vivan eternamente en el tiempo posterior, serán unidos con Dios y su Hijo para siempre.
Este reino, del cual habla la Biblia, se encuentra justo a la vuelta de la esquina, pero las invitaciones para formar parte de él ya se han distribuido. Tal como hemos visto, en el transcurso de los últimos 2,000 años personas de todas las naciones han sido llamadas a prepararse para su establecimiento. Nuestra participación en sus beneficios es independiente de la raza. No tenemos que ser judíos para estar allí. Todo lo que necesitamos es la fe que tuvo Abraham, y la voluntad de obedecer.
En una de sus parábolas Jesús habló del reino de Dios como de una fiesta de bodas, para la cual se invitó a la gente de las calles de la ciudad a sentarse a la mesa. Qué honor sería recibir por medio del correo una invitación a cenar con nuestro soberano o presidente terrenal. La realidad es que hemos sido invitados a participar en un evento mucho más importante todavía. Por medio de la Biblia hemos sido invitados a sentarnos a la mesa con Jesús, el rey del reino de Dios. Usualmente, cuando somos invitados a una boda pensamos en salir a comprarnos un nuevo traje o vestido. Pero en este caso, la vestimenta para la boda es proporcionada por el anfitrión, sin costo alguno para nosotros. La misma sangre de Jesús cubre nuestros pecados y solamente tenemos que ponérnosla en la ceremonia del bautismo para volvernos limpios y aptos para estar en la presencia de Dios. Pablo escribió en un pasaje que ya hemos visto:
«Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos» (Gálatas 3:27).
El reino venidero
Pablo también dice:
«Si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gálatas 3:29).
Imagine eso: ¡poder gozar hoy de la misma misericordia y perdón que Dios mostrará a Israel en su reino! Cuando se establezca el reino seremos herederos de la tierra de Abraham, restaurada en toda su belleza, y coherederos del trono de David y de un mundo donde las naciones vivirán en paz.
Pero primero una advertencia. La venida de Jesús traerá un día de juicio, cuando los corazones de judíos y gentiles serán inspeccionados por el rey Jesús. Debemos estar preparados para ese día. Pablo nos previene, diciendo: «La revelación del justo juicio de Dios . . . vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia» (Romanos 2:5-8). Gloria, honor e inmortalidad, todas estas cosas pueden ser nuestras en el reino de Dios. En su última carta, Pablo describe esta gran recompensa como
«la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Timoteo 4:8).
El día de la venida de Jesús podría estar muy cerca. No hay nada en el mundo que nos impide aferrarnos a las maravillosas promesas que Dios hizo a Abraham. El camino ha sido preparado por medio de su gran plan. Él nos ha mostrado a través de la historia de su pueblo escogido, los judíos, que podemos confiar en su palabra, el mensaje del evangelio contenido en la Biblia. Pero tenemos que creer y bautizarnos; luego llevar la vida que Jesús requiere de sus discípulos.
«El que creyere y fuere bautizado será salvo» (Marcos 16:16 ).
~ David M. Pearce