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La Cristiandad Extraviada

Capítulo 6 - Dios, Angeles, Jesucristo y la Crucifixión

Introducción

Con reverencia abordamos los temas propuestos para consideración en este capítulo.

Que la cristiandad está extraviada en sus conceptos sobre Dios, quedará desafortunadamente en plena evidencia. También quedará de manifiesto que debemos poseer un conocimiento bíblico del tema. El conocimiento de Dios es un elemento esencial de la formación cristiana, según la norma apostólica. Los que «no conocen a Dios» se hallan entre aquellos a los cuales alcanzará la venganza (2 Tesalonicenses 1:8). El conocimiento de Dios es la base de la relación filial con El. Sin ello no podemos entrar a la familia divina. ¿Cómo podemos amar y servir a un ser al cual no conocemos? El conocimiento es el fundamento de todo. Es la roca sobre la cual está edificada la vida eterna misma:

«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.» (Juan 17:3)

¿Dónde hallaremos este conocimiento? No podemos hallarlo donde a nosotros nos agrade. Se ha de hallar sólo donde Dios lo ha colocado. Se ha de hallar en las Escrituras. No podemos obtenerlo en ninguna otra parte. Es verdad que la naturaleza nos dice algo acerca de Dios. La sabiduría perfecta de todo su ordenamiento, la inefable habilidad demostrada en la estructura de incluso el más pequeño animálculo, nos muestra la presencia en el universo de una suprema inteligencia diseñadora y perfecta; pero la naturaleza no puede hacer más. Puede decirnos que Dios existe, porque tiene que existir, pero nada puede decirnos de su esencia, de su carácter, de su propósito, de su voluntad para con el hombre o su objetivo al formar el universo. La especulación sobre estas cuestiones sólo conduce a las monstruosidades del paganismo antiguo y moderno.

Que una revelación de sí mismo ha provenido del Creador de todas las cosas, suscitará la más alta admiración y gratitud en toda mente que pueda comprender lo que significa este estupendo privilegio. Es fácil hablar de paz ahora y vida eterna por los siglos venideros; pero ¿quién puede medir la abundancia de bienestar que estas palabras implican? Esta riqueza viene con el conocimiento que Dios nos ha dado; y el conocimiento que nos ha dado viene a nosotros por intermedio de la Biblia, y no por ningún otro medio en nuestro tiempo.

Pero nosotros estamos en una situación peculiar con respecto a este conocimiento. Ya no brilla más ante nuestros ojos en su antigua sencillez y gloria. Junto con casi todas las demás porciones de la verdad divina, ha sido encubierto de la manera más peligrosa por la apostasía organizada que se apartó de la verdad original y alcanzó el predominio en la cristiandad desde los mismos inicios de la era cristiana. La apostasía no niega abiertamente al Dios revelado en la Biblia. Al contrario, se jacta de creer en él. Levanta la Biblia en sus manos y declara que es la fuente de su fe, que el Dios de Israel es su Dios.

De esta manera se crea la impresión general de que el Dios de la religión popular es el Dios de la Biblia, de manera que al leerla la gente no lee críticamente sobre el tema sino que, necesariamente y como algo natural, reconoce al Dios popular en las frases que la Biblia emplea para referirse al Dios de Israel. Si el caso fuera diferente, si la teología popular negara en palabras al Dios de los judíos, y adelantara sus propios conceptos en oposición a la revelación hebrea, habría una mayor probabilidad de que la gente llegara a un conocimiento de lo que Dios realmente ha revelado acerca de sí mismo, porque ellos estarían preparados para dedicarse inteligente, discriminada e independientemente a descubrir lo que es ese Dios de la revelación hebrea. Pero en la situación actual, la gente es engañada y encuentra una enorme dificultad en darse cuenta de la diferencia entre su propia definición de Dios y el Dios de la Biblia, y la importancia de discernir esta diferencia.

La teología popular dice que Dios se compone de tres elementos eternos, todos igualmente increados e independientes, y todos igualmente poderosos, cada uno igualmente personal y distinto del otro, formando, sin embargo, una completa unidad personal. Dice que hay «Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo,» cada uno «verdadero Dios,» cada uno sin principio, cada uno omnipotente y separado del otro, y sin embargo, todos uno.

Si preguntamos por qué a uno de estos elementos debemos llamar Padre, no habiendo antecedido ni dado existencia a los otros; y por qué a otro debemos llamarle Hijo, sin haber sido procreado por el Padre, ya que sería coeterno con él; y por qué al tercero debemos llamar Espíritu Santo, en vista de que tanto «Dios el Padre» y «Dios el Hijo» son santos y espirituales, no se nos da ninguna explicación. La teología popular se contenta con decir que la verdad es así, que hay tres en uno y uno en tres; en cuanto a cómo es posible algo así, no lo pueden decir ya que es un gran misterio.

¡Vaya misterio! Hay bastante misterio en la creación, es decir, cosas que son inescrutables al intelecto humano, tales como la naturaleza de la luz y la vida; pero la doctrina de la Trinidad propone, no un misterio, sino una contradicción, un absurdo, una imposibilidad. Profesa expresar una idea, pero apenas la expresa cuando la retira y la contradice. Dice que hay un sólo Dios, pero no uno sino tres, y los tres no son tres sino uno. No es más que un juego de palabras, un aturdimiento y confusión para la mente, lo que es sumamente peligroso porque la teoría de la Trinidad emplea en cierta medida el lenguaje de la Biblia, que nos habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Examinaremos el concepto bíblico del «Padre, Hijo y Espíritu Santo.» Descubriremos que este concepto es racional, iluminando el entendimiento y satisfaciendo el corazón, armonizando con la experiencia al mismo tiempo que revela algo que sobrepasa la observación humana. Hallaremos que suministra una consistente e inteligible información sobre la Causa Primera de todas las cosas, información que anhela la mente de la más noble de las criaturas que él ha formado en esta creación terrenal, e información tal como se esperaría de semejante fuente.

El Padre

Para empezar, la primera cosa que se revela acerca de «el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Efesios 3:14), tal como Dios es descrito por el apóstol y quien fue revelado a Israel por medio de los ángeles y los profetas, y manifestado en Jesús; la primera cosa, digo, que se revela acerca de él es su unidad absoluta. De él se declara que es UNO. Esta es una de las características más sobresalientes de lo que se ha revelado sobre el tema. A continuación se presentan algunos ejemplos del testimonio bíblico:

Moisés a Israel (Deuteronomio 6:4):

«Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es.»

Jesús a uno de los escribas (Marcos 12:29):

«El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es.»

Pablo a los creyentes corintios (1 Corintios 8:6):

«Para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él.»

Pablo a los efesios (Efesios 4:6):

«Un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.»

Pablo a Timoteo (1 Timoteo 2:5):

«Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre.»

Estas afirmaciones concuerdan con las declaraciones que el Omnipotente hace de sí mismo, como por ejemplo:

«Yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho.» (Isaías 46:9, 10)
«Yo soy Jehová, y ninguno más hay; no hay Dios fuera de mí.» (Isaías 45:5)

«Así dice Jehová Rey de Israel, y su Redentor, Jehová de los ejércitos: Yo soy el primero, y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios….No hay Dios sino yo. No hay Fuerte; no conozco ninguno.» (Isaías 44:6, 8)

La única declaración en el Nuevo Testamento que equivale a una clara expresión del concepto trinitario, es rechazada en forma unánime por los eruditos de la Biblia por ser una añadidura falsa colocada en el texto original. Por esta causa se ha omitido totalmente del texto de la Versión Revisada de la Biblia inglesa. [Nota del traductor: El fragmento aludido también se ha omitido del texto de casi todas las demás traducciones modernas de la Biblia, tales como The New English Bible, la Revised Standard Version, la New International Version y la traducción de James Moffat, todas en inglés, y la versión Dios Habla Hoy en español.] Este pasaje se encuentra en 1 Juan 5, versículos 7 y 8:

«Porque tres son los que dan testimonio [en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra]: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan.»

La añadidura está encerrada entre corchetes. El pasaje se lee bien sin la interpolación, y afirma un hecho patente para los primeros creyentes. La añadidura lleva en sí misma su propia condenación, porque restringiría al cielo la presencia del «Padre, Hijo y Espíritu Santo,» es decir, de Dios en toda forma según la doctrina de la Trinidad, contradiciendo de este modo las Escrituras y el hecho obvio de que el Espíritu está en todas partes, y que la presencia de Dios llena todo el universo por medio de él.

«Este texto no se encuentra en ningún manuscrito griego que haya sido escrito antes del siglo V. No es citado por ninguno de los escritores eclesiásticos griegos, ni por ninguno de los primeros padres latinos, aun cuando los temas que trataban naturalmente los habrían conducido a recurrir a la autoridad de él. Por lo tanto, es evidentemente falso, y fue citado por primera vez, aunque no en la forma en que se lee hoy día, por Virgilio Tapensis, un escritor latino desconocido, en la parte final del siglo V; pero no es de mayor importancia saber quién lo fraguó, ya que su propósito debe ser obvio para todos.»

Tal es una declaración acerca del motivo por el cual el fragmento referido se omitió de la Versión Revisada en inglés. [Nota del traductor: En su Biblia anotada, Scofield comenta acerca de 1 Juan 5:7 que «casi todos concuerdan que v. 7 no es auténtico»; la Biblia de Estudio Mundo Hispana habla del «texto espúreo acerca de los «tres testigos celestiales» en 1 Juan 5:7″; y el Nuevo Comentario Bíblico dice: «Pero todo el v. 7 de RVR [la versión Reina-Valera] es en realidad una glosa (una añadidura no auténtica) y debe excluirse del texto.»]

La revelación de la unidad de Dios, presentada en los testimonios citados, está de acuerdo con la gran conclusión de la ciencia moderna. Se ve que la naturaleza se rige por una sola ley y un solo control en todos sus inmensos campos. No hay choques ni conflictos; el poder que constituye, sostiene y regula todo es UNO. El frío congela el agua y el calor derrite el hielo en todos los países. La luz que descubre la faz de la tierra también irradia la luna e ilumina los distantes planetas. El poder que mantiene la luna en su viaje alrededor de la tierra, impulsa a la tierra alrededor del sol, y lleva incluso a ese cuerpo estupendo y glorioso, con todos sus planetas, en un vasto círculo, con el resto de la creación estrellada, alrededor de un centro desconocido; es decir, un centro claramente indicado en el movimiento del universo estelar, pero cuya localización no se puede determinar ni siquiera aproximadamente a causa de la vastedad del movimiento y la imposibilidad de obtener en el espacio de una vida humana, suficientes datos para hacer el cálculo necesario. La sugerencia de que ese centro desconocido es la fuente de todo poder, está en significativa armonía con lo que las Escrituras revelan acerca de Dios. Hay una fuente-tiene que haber una fuente-y ésta debe ser un centro, porque todo poder se manifiesta en los centros. La tierra atrae todo objeto hacia su centro, y al mismo tiempo mantiene a la luna girando a su alrededor. A su vez, la tierra es atraída hacia el sol para girar a su alrededor; y el sol mismo, con toda la armazón de la creación, gira alrededor de un centro. Estos son hechos que existen en la organización de las cosas, y por tanto son hechos divinos, porque la organización de las cosas es obra de Dios.

Los testimonios citados dicen que todo procede del Padre. Pero, ¿dónde está el Padre? ¿No implica su nombre que él es la Fuente? Y siendo la Fuente, ¿no es él el Centro de la creación? A algunos les choca la sugerencia de que la Deidad tenga una existencia localizada en el espacio. ¿Por qué les choca? Las Escrituras enseñan expresamente la existencia localizada de la Deidad.

A continuación presentamos la evidencia. Pablo dice en 1 Timoteo 6:16 que Dios habita «en luz inaccesible.» Aquí vemos una localización de la persona del Creador. Si Dios estuviese sobre la tierra en el mismo sentido en que él mora en luz inaccesible, ¿qué habría querido decir Pablo al indicar que el hombre no tiene acceso al lugar donde está? Si Dios mora en luz inaccesible, él debe tener allí una existencia, que no está manifestada en esta esfera mundana. Esto está comprobado por las palabras de Salomón:

«Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras.» (Eclesiastés 5:2)

Jesús expresa la misma noción en la oración que enseñó a sus discípulos:

«Padre nuestro que estás en los cielos.» (Mateo 6:9)

Lo mismo enseña David, en Salmos 102:19, 20:

«Porque miró desde lo alto de su santuario; Jehová miró desde los cielos a la tierra, para oir el gemido de los presos.»

Y también en Salmos 115:16:

«Los cielos son los cielos de Jehová; y ha dado la tierra a los hijos de los hombres.»

En la oración con la cual dedicó el templo a Dios (registrado en 1 Reyes 8), Salomón hizo frecuente uso de la siguiente expresión:

«Tú oirás en los cielos, en el lugar de tu morada.»

Es imposible equivocar el tenor de estos testimonios: claramente significan que el Padre de todos es una persona que existe en el centro de los cielos, ya que no existe en ninguna otra parte. Mediante su Espíritu cuya difusión llena la inmensidad, él está presente en todas partes en el sentido de controlar, conocer y estar consciente de la creación hasta en sus más recónditos confines; pero en su propia persona, toda gloriosa, más allá de lo que el poder humano puede concebir, él mora en el cielo.

Considere la evidencia de la ascensión de nuestro Señor, después de su resurrección. Lucas 24:51 dice:

«Se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo.»

Y Marcos 16:19 reitera la declaración:

«Fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios.»

Estas declaraciones sólo se pueden entender de acuerdo al principio de que la Deidad tiene una existencia personal manifestada en «el cielo.» Qué parte de los amplios cielos puede ocupar este honroso lugar, no podemos ni necesitamos saber.

Hay grande e invencible repugnancia ante este evidentemente bíblico, razonable, y hermoso enfoque del asunto. Es una práctica frecuente, incluso donde se abrigan ideas serias acerca de Dios, concebirlo como un principio o energía en difusión universal, sin núcleo corpóreo, sin habitación local, «sin cuerpo ni partes.» No hay fundamento para esta tendencia popular, excepto el que supuestamente da la filosofía, pero la filosofía es una pobre guía en este asunto. Después de todo, la filosofía es sólo pensamiento humano. Poca importancia puede tener en un asunto manifiestamente fuera del alcance humano. La pregunta es, ¿qué se ha revelado? No necesitamos preocuparnos si lo que se ha revelado contradice los conceptos filosóficos del asunto. Los conceptos filosóficos tienen tanta probabilidad de ser erróneos como de estar en lo cierto.

Pablo advierte a los creyentes en contra del peligro de que sean engañados por la filosofía (Colosenses 2:8). Filosofía o no, las Escrituras citadas enseñan claramente que el Padre es una persona, en quien se unen todas las fuerzas del universo.

Hay otra evidencia en los sucesos del monte Sinaí. Allí Moisés tuvo comunicación con la Deidad. No diremos que el Ser con quien tuvo comunicación fue en realidad el Eterno, porque es evidente, de acuerdo con las enseñanzas de Pablo y Esteban, que fue una manifestación angélica (Hechos 7:38, 53; Hebreos 2:2); y porque Juan declara que a Dios nadie le vio jamás (Juan 1:18).

Sin embargo, se afirma que para Moisés era una apariencia de Jehová (Números 12:8). Por lo tanto, fue una manifestación de la Deidad; y siendo así, ilustró la realidad de la Deidad, porque la Deidad debe ser más alta, más grande, y más real que sus manifestaciones subordinadas. El testimonio es el siguiente:

«Entonces Jehová dijo a Moisés: He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre…. Y estén preparados para el día tercero, porque al tercer día Jehová descenderá a ojos de todo el pueblo sobre el monte de Sinaí…. Aconteció que al tercer día, cuando vino la mañana, vinieron truenos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y sonido de bocina muy fuerte; y se estremeció todo el pueblo que estaba en el campamento. Y Moisés sacó del campamento al pueblo para recibir a Dios; y se detuvieron al pie del monte. Todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en el fuego; y el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía en gran manera…. Y habló Dios todas estas palabras [los diez mandamientos]…. Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron y se pusieron lejos. Y dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos…. Entonces el pueblo estuvo a lo lejos, y Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios. Y Jehová dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto que he hablado desde el cielo con vosotros.» (Exodo 19:9, 11, 16-18; 20:1, 18-22)

Además sobre este tema tenemos lo siguiente en Exodo 24:1, 2, 9-12, 15-18:

«Dijo Jehová a Moisés: Sube ante Jehová, tú, y Aarón, Nadab, y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y os inclinaréis desde lejos. Pero Moisés solo se acercará a Jehová; y ellos no se acerquen, ni suba el pueblo con él…. Y subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno. Mas no extendió su mano sobre los príncipes de los hijos de Israel; y vieron a Dios, y comieron y bebieron. Entonces Jehová dijo a Moisés: Sube a mí al monte, y espera allá, y te daré tablas de piedra, y la ley, y mandamientos que he escrito para enseñarles…. Entonces Moisés subió al monte…y la nube lo cubrió por seis días; y al séptimo día llamó a Moisés de en medio de la nube. Y la apariencia de la gloria de Jehová era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos de Israel. Y entró Moisés en medio de la nube, y subió al monte; y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches.»

Toda alusión subsiguiente a estos acontecimientos está fundada en la idea de que están relacionados con una persona y una presencia reales. Así leemos en Números 12:8:

«Cara a cara hablaré con él [con Moisés], y claramente, y no por figuras; y verá la apariencia de Jehová.»

También Exodo 33:11:

«Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a su compañero.»

Y en Deuteronomio 34:10:

«Y nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara.»

Entonces, aunque la manifestación constatada en estos casos fue una manifestación a través de la mediación angélica, no obstante nos habla de un Ser más alto y más real que esa manifestación. Ella ayuda a la mente a formar algún concepto (aunque necesariamente superficial e inadecuado) de Aquel que «hace a los vientos sus mensajeros, y a las flamas de fuego sus ministros» (Salmo 104:4), que es «luz, y no hay ningunas tinieblas en él» (1 Juan 1:5); «El que habita la eternidad» (Isaías 57:15); el que es un «fuego consumidor» (Hebreos 12:29); al cual nadie ha visto ni puede ver (por causa de nuestra imperfección y debilidad naturales); «el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible» (1 Timoteo 6:16); el que es muy limpio de ojos para ver la iniquidad de los hijos de los hombres (Habacuc 1:13); el Dios eterno, el Señor Creador de los confines de la tierra, que no desfallece, ni se fatiga, y no hay quien alcance su entendimiento (Isaías 40:28).

«¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados? ¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?» (Isaías 40:12-14)
«He aquí, Dios es grande, y nosotros no le conocemos, ni se puede seguir la huella de sus años.» (Job 36:26)

«Porque sus ojos están sobre los caminos del hombre, y ve todos sus pasos.» (Job 34:21)

El testimonio que está delante de nosotros es que Dios es la única existencia inderivada y autosuficiente del universo. Todas las otras formas de vida no son más que incorporaciones de la vida que está en él, tantas subdivisiones de la corriente que fluye del gran nacimiento. Las siguientes declaraciones afirman este concepto:

«Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible.» (1 Timoteo 6:15, 16)

«En él vivimos, y nos movemos, y somos.» (Hechos 17:28)

«Para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas.» (1 Corintios 8:6)

La teología popular enseña que Dios hizo todas las cosas «de la nada.» Este es evidentemente uno de muchos errores, que durante mucho tiempo han pasado habitualmente por verdad. Ha resultado ser un lamentable error; porque ha colocado a la ciencia física en innecesario enfrentamiento con la Biblia. La ciencia física ha obligado a los hombres a aceptar como verdad axiomática que «nada sale de la nada,» y habiendo sido inducidos a creer que la Biblia enseña que todas las cosas fueron hechas de la nada, la han desechado como algo inútil en ese campo. Han preferido buscar refugio en diversas teorías que reconocen la eternidad de la fuerza material de una forma u otra.

La Biblia enseña que todas las cosas fueron hechas de Dios, no de la nada. Enseña, como lo muestran los pasajes citados, que Dios, como el poder antecedente y eterno del universo, ha elaborado todas las cosas de él mismo. El «Espíritu» que emana de él bajo el mandato de su voluntad ha sido incorporado en la vasta creación material que vemos. Ese Espíritu ahora constituye el substrato de toda existencia, la esencia misma y primera causa de todo. Todas las cosas están «en Dios,» porque están comprendidas en ese poderoso efluvio que emanando de él, llena todo el espacio y constituye la base de toda la existencia.

De esta forma, Dios es omnipresente; su conciencia está en armonía con toda la creación por razón del predominio universal de su Espíritu, el cual es uno con su substancia espiritual personal, de la misma manera que la luz es una con el cuerpo del sol. La idea de la omnisciencia de Dios es demasiado alta para que podamos captarla fácilmente, pero la vemos ilustrada en pequeña escala en el hecho de que el cerebro humano en ciertos estados sensibles está consciente de todo, dentro del radio de su propio efluvio nervioso. Aunque ubicado en los cielos, el Creador lo sabe todo mediante su Espíritu universal; y su infinita capacidad mental le permite tratar con todo, contemplativa o ejecutivamente, según el caso lo requiera.

El Espíritu

Eso basta en cuanto al Padre, la Raíz y Roca de la creación. Ahora presentamos para investigación el tema de «el Espíritu.»

Hemos tenido que decir mucho de este tema al hablar del Padre, pero es necesario considerarlo por separado. El Espíritu se menciona mucho en todas partes de la Escritura. Se nos presenta en el primer capítulo de Génesis, y sólo se despide de nosotros en el último capítulo de Apocalipsis. Obtenemos una clave del tema en el hecho testificado, de que el Padre es «espíritu» en substancia personal («Dios es espíritu» según Juan 4:24), y que el Espíritu en su difusión tiene que ver con el Padre, porque él lo nombra «mi espíritu» (Génesis 6:3). Nehemías dice: «Les testificaste [a los judíos] con tu Espíritu por medio de tus profetas» (Nehemías 9:30).

El Padre y el Espíritu son uno. Sin embargo, hay una distinción entre el Padre y el Espíritu en cuanto a la forma en que se presentan a nuestra comprensión. Del primero, como ya hemos visto, se testifica que habita en el cielo, en luz inaccesible, y por lo tanto tiene localización; mientras que del último se declara que está en todas partes igualmente:

«¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol [el sepulcro] hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba, y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra. Si dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán; aun la noche resplandecerá alrededor de mí. Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz.» (Salmos 139:7-12)

Pero, además de su difusión universal, el Espíritu también se presenta bajo el aspecto de una agencia usada por el Padre para llevar a cabo sus designios. De este modo, al hablar del origen de las diversas tribus de criaturas vivientes que habitan la tierra, David dice: «Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Salmos 104:30). Dice la Biblia también: «Su espíritu adornó los cielos» (Job 26:13); «El Espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida» (Job 33:4); y «El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» (Génesis 1:2).

Además, con cuánta frecuencia en toda la historia de Israel leemos que «el Espíritu de Dios vino sobre» tal o cual profeta, cuando se llevó a cabo algo maravilloso (por ejemplo, Jueces 15:14). Toda profecía y revelación fue comunicada del mismo modo: «Testificaste con tu Espíritu por medio de tus profetas» (Nehemías 9:30); «Estoy lleno de poder del Espíritu de Jehová» (Miqueas 3:8); «Santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:21).

El Espíritu actuando bajo la voluntad directa del Omnipotente se convierte en Espíritu Santo, a diferencia del espíritu en su forma libre y espontánea. En este caso estamos bajo el dominio de la ley fija; en el otro, Dios está en comunión con nosotros por palabras de sabiduría u obras de poder, independientemente de la ley fija.

Sólo a algunos se les concede experimentar esta forma de manifestación del Espíritu. No se da a nadie en la actualidad. Los apóstoles la recibieron en el día de Pentecostés. Su poder era real y palpable. Su influjo fue acompañado del sonido de un poderoso viento, que sacudió el edificio en el cual estaban reunidos. Sus resultados fueron manifiestos, la mano de Dios estaba sobre los apóstoles y fueron revestidos con poderes encima de la ley natural. Sus facultades fueron ejercitadas en forma extraordinaria. El Espíritu los capacitó para hablar fluidamente en idiomas que nunca habían aprendido; no en lenguas desconocidas, sino en palabras que eran reconocidas por los asistentes como lenguaje corriente de la época. Estos asistentes eran judíos y prosélitos de los diversos países del globo, reunidos para celebrar la fiesta de Pentecostés en Jerusalén. Cuando oyeron a los apóstoles, dijeron:

«¿No son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de Africa más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.» (Hechos 2:7-11)

Por el mismo poder, los apóstoles fueron instruidos en asuntos que por naturaleza no sabían, de acuerdo con la promesa de Cristo:

«Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.» (Juan 16:13)

También los invistió de poder milagroso, evidenciado en la cura inmediata de enfermedades, levantamientos de los muertos, y otras obras maravillosas. El Espíritu fue el medio, la agencia o poder por medio del cual se hicieron estas cosas. Fue una realidad, algo palpablemente presente que penetró en las personas de los apóstoles.

De este modo, «aun se llevaban a los enfermos los paños o delantales de su cuerpo [de Pablo], y las enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían» (Hechos 19:11, 12). El poder sanador del Espíritu que había en Pablo podía transferirse a medios conductores, y llevarse a sanar a los afligidos.

De este modo, también la sombra de Pedro, al pasar sobre los enfermos, era eficaz para sanar (Hechos 5:15). La misma peculiaridad queda de manifiesto en el caso de Jesús, a quien se le dio el Espíritu sin medida (Juan 3:34). Cuando cierta mujer afligida se le acercó cautelosamente por atrás de entre la muchedumbre y tocó el borde de su túnica con el propósito de recibir beneficio, Jesús dijo: «He conocido que ha salido poder de mí» (Lucas 8:46; Mateo 14:35, 36).

Estos poderes milagrosos eran necesarios para capacitar a los apóstoles para la realización de la obra que tenían que hacer. Esa obra era dar testimonio de la resurrección de Cristo (Hechos 1:22), como la base de la verdad edificada sobre ese hecho.

Ahora, ¿cómo podrían haber hecho esto con algún efecto positivo si su testimonio no hubiese sido confirmado con milagros? ¿Cómo podrían haber convencido a la gente acerca de su anuncio, naturalmente increíble, de que cierto hombre, que había sido ejecutado públicamente por los romanos, había resucitado secretamente de entre los muertos, si sus palabras no hubiesen sido confirmadas por el poder que ellos afirmaban tener?

Es cierto que los apóstoles eran testigos, en un sentido natural, de que Cristo estaba vivo, y habrían mantenido resueltamente su testimonio del hecho, incluso si Dios no hubiera obrado en ellos, pero ¿cómo podría haberse llevado a cabo la obra de conseguir que muchos creyeran en su testimonio? La más enérgica afirmación de creencia por parte de los apóstoles, aunque podría haber influenciado en algunos, no habría producido esa bien difundida convicción que era necesaria para la creación del Cuerpo de Cristo.

El derramamiento del Espíritu Santo hizo esto. Por la manifestación de poderes sobrenaturales dio testimonio de la verdad de lo que los apóstoles declaraban:

«Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían.» (Marcos 16:20)

Pablo describe el caso en términos similares:

«Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? La cual, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo.» (Hebreos 2:3, 4)

En este sentido, el Espíritu Santo es nombrado testigo de la resurrección de Cristo:

«El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero….Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen.» (Hechos 5: 30, 32)

Esto está en conformidad con lo que Cristo había dicho:

«Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio.» (Juan 15:26, 27)

El poder concedido a los apóstoles para la confirmación de su testimonio fue depositado en ellos como tesoro celestial en un vaso terrenal, y ellos tenían el poder de impartirlo a otros. Esto es evidente por un incidente registrado en Hechos 8. Felipe el evangelista fue a Samaria y de tal manera proclamó la verdad (de la cual presentó milagroso testimonio), que muchos creyeron y fueron bautizados; pero éstos no recibieron en esa ocasión el don del Espíritu Santo:

«Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron allá a Pedro y a Juan; los cuales habiendo venido, oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu Santo; porque aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús. Entonces les imponían las manos, y recibían el Espíritu Santo. Cuando vio Simón que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, diciendo: Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el Espíritu Santo.» (Hechos 8:14-19)

Este poder de conferir el Espíritu era ejercido donde se recibía la verdad. En casi todos los casos registrados, la recepción del Espíritu seguía a la recepción de la verdad. Realmente era una cuestión de promesa que esto debía ser así. El día de Pentecostés, Pedro dijo:

«Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.» (Hechos 2:38, 39)

Esta promesa fue cumplida en la experiencia de las iglesias fundadas en los días de los apóstoles. El Espíritu distribuyó a los creyentes sus poderes sobrenaturales en diferentes formas y grados. Pablo dice:

«Hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho. Porque a éste es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu. A otro, el hacer milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversos géneros de lenguas; y a otro, interpretación de lenguas. Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.» (1 Corintios 12:6-11)

El objeto de esta difusión general de poder espiritual en los tiempos apostólicos lo declara Pablo de la siguiente forma:

«El mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error.» (Efesios 4:11-14)

Esto es perfectamente comprensible. Si las primeras iglesias, compuestas de hombres y mujeres recién salidos de las abominaciones e inmoralidades del paganismo, y sin la norma autorizada de las Escrituras completas que ahora existen, hubiesen sido dejadas al simple poder de la tradición apostólica intelectualmente recibida, no se podrían haber mantenido unidas. Los vientos de doctrina que soplaban a través de las actividades de «hombres corruptos de entendimiento» (2 Timoteo 3:8), habrían roto sus amarras; habrían sido sacudidas por las oleadas de inciertos y conflictivos informes y opiniones, y finalmente encalladas en un naufragio sin remedio.

Esta catástrofe se evitó gracias a los dones del Espíritu. Hombres adecuadamente capacitados en la parte moral e intelectual, fueron designados como depositarios de estos dones, y autorizados para hablar, exhortar y reprender con toda autoridad (ver Tito 2:15). Ellos gobernaban las comunidades sobre las cuales eran colocados, apacentando la grey de Dios sobre la cual el Espíritu Santo los había hecho superintendentes, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre la heredad de Dios, sino siendo ejemplos de la grey (Hechos 20:28; 1 Pedro 5:2, 3).

De esta manera las primeras iglesias eran edificadas y fortalecidas. La obra de los apóstoles era conservada, mejorada, y llevada a su consumación. La fe era completada y consolidada por la voz de la inspiración, hablando a través de los líderes de las iglesias, elegidos por inspiración. Por este medio, los resultados de la predicación del evangelio en el primer siglo, cuando no había aviones, teléfonos, u otros medios para la rápida circulación de las ideas, en vez de diluirse en la nada, como de otro modo habría ocurrido, quedaron afianzados y permanentes, tanto en lo que concierne a esa generación como a los siglos venideros.

Pero debe ser obvio que el caso es ahora muy diferente. No hay ninguna manifestación del Espíritu en estos días. El poder de continuar la manifestación indudablemente murió con los apóstoles; no que Dios no pudiera haberlo transferido a otros, sino que él los seleccionó como los canales de su otorgamiento en su época, y nunca, hasta donde tenemos evidencia, designó «sucesores.»

Hay muchos que afirman ser sus sucesores; pero no es la palabra sino el poder de un hombre lo que se debe tomar como prueba en esta materia. Que aquellos que creen tener el Espíritu, demuestren sus evidencias. Hay un gran clamor referente al Espíritu Santo en la prédica popular; pero nada más. Hay fenómenos que son considerados efusiones del Espíritu Santo; pero no tienen parecido con aquellos de la experiencia apostólica, y por lo tanto, se deben rechazar. Son explicables sobre principios naturales.

Cuando un emotivo y altamente carismático predicador obtiene un público muy numeroso, no hay que extrañarse por qué, si sus inflamatorios esfuerzos tienen éxito en estimular a los susceptibles que haya entre sus oyentes a un estado de ánimo semejante al suyo. El está usando simplemente un medio natural, lo que produce un resultado natural. Si falta cualquiera de las condiciones naturales, el resultado es imperfecto. Por ejemplo, el «espíritu» nunca desciende en el mismo grado en una reunión al aire libre como en una capilla atestada de gente, especialmente si ese día hay viento. No se reparte tan liberalmente a bancos de la iglesia medio llenos como en bancos totalmente ocupados. No viene tan rápidamente a la petición de un temperamento lerdo y de poca imaginación, especialmente si el hombre es de pequeña estatura, como ocurre en cambio si el es hombre robusto, excitable y bien constituido, o nervioso, vibrante y enfático. La razón es que todas estas condiciones son desfavorables para el juego del magnetismo latente del sistema humano.

Si hubiera sido el Espíritu Santo el que atendió estas operaciones, habría vencido todas las barreras, y no solamente eso, sino que su resultado sería de un carácter más digno y permanente que el de las impresiones hechas en «reuniones de renovación,» y mucho más en armonía con lo que Espíritu ha dicho a través de su antiguo medio que los sentimientos inducidos en estas reuniones. Pero el hecho es que no se trata del Espíritu Santo en absoluto. No es más que el espíritu de la carne llevado a una excitación religiosa por medio de la influencia del temor, una excitación que cesa tan rápidamente como se retira la causa de su comienzo.

El resultado de una comprensión inteligente de lo que la palabra de Dios enseña y requiere es diferente de esto; tiene su asiento en el juicio, y se apodera del hombre mental entero, creando nuevas ideas y nuevas afecciones, y en general desarrollando un «hombre nuevo.» En esta obra, el Espíritu opera a través de la palabra escrita. Este es el producto del Espíritu-las ideas de Dios reducidas a escritura por los antiguos hombres que fueron inspirados por él. Por lo tanto es el instrumento del Espíritu, históricamente manejado; la espada del Espíritu mediante una metáfora que considera el Espíritu en los profetas y apóstoles en tiempos antiguos, como un guerrero. Por medio de esto, los hombres pueden ser subyugados a Dios, es decir, instruidos, purificados, y salvados, si reciben la palabra en corazones buenos y honestos, y «dan fruto a treinta, a sesenta, y a ciento por uno.» Por esto pueden llegar a ser de mente espiritual, que es «vida y paz» (Romanos 8:6). Los actuales días son días estériles, en lo que concierne a las operaciones directas del Espíritu. Tales días fueron predichos en el siguiente lenguaje:

«Enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oir la palabra de Jehová. E irán errantes de mar a mar; desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán.» (Amos 8:11, 12)

«Por tanto, de la profecía se os hará noche, y oscuridad del adivinar; y sobre los profetas se pondrá el sol, y el día se entenebrecerá sobre ellos. Y serán avergonzados los profetas, y se confundirán los adivinos; y ellos todos cerrarán sus labios, porque no hay respuesta de Dios.» (Miqueas 3:6, 7)

Los ángeles

Juan dice: «A Dios nadie le vio jamás»; sin embargo, en Génesis 32:30 Jacob dice: «Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma.» Hay otros pasajes bíblicos que dicen que Dios ha aparecido, que ha sido visto, y que se ha hablado con él, lo cual parece contradecir la declaración de Juan, y requiere explicación.

La explicación nos lleva al tema de los ángeles; porque sucede que la dificultad ha sido creada por la falta de precisión en los términos empleados para describir las manifestaciones angélicas de Dios. Las manifestaciones de Dios han sido principalmente por medio de ángeles. Esto será evidente para el lector del Nuevo Testamento, donde Pablo describe la ley dada a Moisés como «la palabra dicha por medio de los ángeles» (Hebreos 2:2), y Esteban observa que cuando Dios habló a Moisés en el Sinaí, fue «el ángel que le hablaba» (Hechos 7:38). Se hallará que esta característica se repite constantemente.

Ahora bien, los nombres por los cuales se designan estos seres angélicos son apropiados para ellos como representantes de la Deidad. Pero este hecho está oculto en muchas traducciones de las Escrituras. El Dr. Thomas dice:

«Los nombres de Dios que ocurren en la Biblia no son sonidos arbitrarios, y…las traducciones no representan el significado de El, Eloah, Elohim, Saddai y Yahvéh.»

Seguidamente, el Dr. Thomas da una definición de cada una de las palabras mencionadas. El significa fortaleza, fuerza o poder; Eloah tiene la misma significación, y Jehová, o más adecuadamente Yahvéh, literalmente significa «el que será»; todos estos son nombres apropiados para designar a la Deidad increada, pero Saddai y Elohim son nombres plurales que implican otra cosa. Saddai significa «poderosos,» y es derivada del verbo saddad que significa ser fuerte o poderoso. En cambio, elohim es el plural de eloah, y significa «dioses» o «poderosos.» Estos nombre plurales se emplean con mucha frecuencia en los relatos de los tratos de Dios con los hombres, y se hallará que describen a los ángeles. En Hebreos 1:6, Pablo cita un pasaje de Salmo 97:7, donde aparece la palabra elohim. El salmo la vierte como «dioses»: «Póstrense a él todos los dioses»; en Hebreos se vierte como sigue: «Adórenle todos los ángeles de Dios.» Aquí, para la mente de Pablo, elohim representa a los ángeles.

En Exodo capítulo 3, encontramos el relato de la zarza que ardía sin consumirse, la cual Dios seleccionó como medio de comunicación con Moisés. Se declara que Moisés ocultó su rostro y estaba temeroso de mirar a Dios, que se anunciaba desde la zarza como «el Dios de Abraham, Isaac y Jacob»; sin embargo, en el segundo versículo, leemos que «se le apareció el Angel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza»; de modo que el medio fue angélico, aunque el poder era de Dios.

De nuevo, en el caso ya citado, Jacob dice que vio a Dios «cara a cara»; mientras que en Oseas encontramos que no fue el Altísimo a quien vio Jacob, sino uno de los elohim o ángeles. El profeta, refiriéndose al incidente, dice: «Con su poder venció al ángel. Venció al ángel, y prevaleció» (Oseas 12:3, 4).

Estos ejemplos muestran que la palabra «Dios» no siempre significa el gran Creador, sino que algunas veces designa aquellos seres gloriosos que actúan y hablan en su nombre y con su autoridad. Teniendo presente esto, desaparecerán totalmente muchas aparentes dificultades a las que los incrédulos dan gran importancia.

David se refiere a los ángeles en estas palabras: «Bendecid a Jehová, vosotros sus ángeles, poderosos en fortaleza, que ejecutáis su palabra, obedeciendo a la voz de su precepto» (Salmos 103:20). ¿Quiénes son estos ángeles? La teología popular a menudo los representa en libros y lápidas como querubines con alas. Muchos creen que su número es incrementado en gran medida por espíritus de niños que de vez en cuando llegan de la tierra, los cuales, de allí en adelante, se convierten en los guardas de sus madres; lo cual es una hermosa fantasía poética, y muy agradable a los instintos maternales, pero como asunto de enseñanza seria, debe ser desechada del pensamiento racional. Sencillamente no es verdadera. La totalidad de la creencia popular referente a la naturaleza de los ángeles está caracterizada por el mismo misticismo y equivocación que hemos visto respecto a otras doctrinas.

Los ángeles de la Biblia son tan reales como nosotros, aunque de una clase de existencia mucho más exaltada; y en vez de la niñez, se distinguen por toda la madurez y dignidad que pertenece a la inteligencia perfecta. Tres de ellos aparecieron a Abraham:

«…estando él sentado a la puerta de su tienda en el calor del día. Y alzó sus ojos y miró, y he aquí tres varones que estaban junto a él; y cuando los vio, salió corriendo de la puerta de su tienda a recibirlos, y se postró en tierra, y dijo: Señor, si ahora he hallado gracia en tus ojos, te ruego que no pases de tu siervo. Que se traiga ahora un poco de agua, y lavad vuestros pies; y recostaos debajo de un árbol, y traeré un bocado de pan, y sustentad vuestro corazón, y después pasaréis.» (Génesis 18:1-5)

Abraham pensó que eran caminantes comunes, y deseaba ofrecerles su hospitalidad. Pablo, refiriéndose a estas circunstancias en Hebreos 13:2, dice: «No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.»

«Y ellos dijeron: Haz así como has dicho. Entonces Abraham…tomó también mantequilla y leche, y el becerro que había preparado, y lo puso delante de ellos; y él se estuvo con ellos debajo del árbol, y comieron.» (Génesis 18:5-8)

En el siguiente capítulo leemos:

«Llegaron, pues, los dos ángeles a Sodoma a la caída de la tarde; y Lot estaba sentado a la puerta de Sodoma. Y viéndolos Lot, se levantó a recibirlos, y se inclinó hacia el suelo, y dijo: Ahora, mis señores, os ruego que vengáis a casa de vuestro siervo y os hospedéis, y lavaréis vuestros pies; y por la mañana os levantaréis, y seguiréis vuestro camino. Y ellos respondieron: No, que en la calle nos quedaremos esta noche. Mas él porfió con ellos mucho, y fueron con él y entraron en su casa; y les hizo banquete, y coció panes sin levadura, y comieron.» (Génesis 19:1-3)

Lot también, como Abraham, supuso que sus angélicos visitantes eran hombres comunes, y está entre el número de aquellos que «sin saberlo, hospedaron ángeles.» El conoció la verdadera naturaleza de ellos sólo cuando dijeron:

«Todo lo que tienes en la ciudad, sácalo de este lugar; porque vamos a destruir este lugar, por cuanto el clamor contra ellos ha subido de punto delante de Jehová; por tanto, Jehová nos ha enviado para destruirlo.» (Génesis 19:12, 13)

Manoa, el padre de Sansón, cayó en un error similar (Jueces 13:15). Presionó al visitante angélico para que participara de su hospitalidad; y se añade (versículo 16):

«Y no sabía Manoa que aquél fuese ángel de Jehová.»

Estas narraciones demuestran que los ángeles de Dios son como nosotros, en lo que a aspecto físico se refiere; y que no son los seres etéreos de la teología popular. El comer y el lavarse los pies los saca de la categoría de los ángeles tradicionales. Son tan reales y tangibles como los hombres mortales, pero de una naturaleza más elevada. Como los justos glorificados de la era futura, ellos son incorruptibles en substancia, y por lo tanto inmortales y luminosos en apariencia cuando esa cualidad no es suprimida.

Leemos en el relato de la resurrección de Cristo (Mateo 28:2, 3) que «un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve.» Y Cornelio, al describir la visión del ángel que él había visto, dice (Hechos 10:30): «Se puso delante de mí un varón con vestido resplandeciente.»

Los ángeles, en forma y característica, se parecen a los seres humanos. Comen y beben, caminan y conversan, y se comportan en general como nosotros; pero a diferencia de nosotros, son incorruptibles, inmortales, perfectos, y fuertes en el poder con el cual Dios los ha investido para la ejecución de sus propósitos. Ellos tienen poder para atravesar el espacio; pero no necesitan alas para hacerlo, pues el Señor Jesucristo subió al cielo sin la ayuda de tales apéndices. Sólo es necesario poseer poder para contrarrestar la influencia de la gravitación física, y la capacidad para manejarlo a voluntad. Este poder mora en los ángeles y en el Señor Jesucristo, y parece ser generalmente la característica de los cuerpos espirituales. En los ángeles observamos un ejemplo de lo que los santos serán después de la resurrección, pues Jesús dijo:

«Los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.» (Lucas 20:35, 36)

En la actualidad, los justos son «un poco menor que los ángeles» (Hebreos 2:7); pero entonces serán iguales a ellos. Esto es una confirmación de todo lo que se adelantó en el anterior capítulo referente al estado de los justos después de que hayan obtenido la inmortalidad. Es un estado en el cual serán reales, tangibles, de forma humana, de carne y huesos, aunque incorruptibles, gloriosos, poderosos, inmortales, perfectos en felicidad, y serenos en el ejercicio de las funciones de su exaltada condición.

La Naturaleza de Jesucristo

Si la cristiandad está extraviada en cuanto al Padre y el Espíritu Santo, no es de extrañarse que la encontremos extraviada en su concepto del Señor Jesús, el cual es la manifestación del Padre por medio del Espíritu. La cristiandad cree que Cristo es la encarnación de una de las tres esencias o personalidades distintas que se supone constituyen la Trinidad; y que aunque revestido en forma humana, él es Dios en el sentido absoluto de ser el Creador. Esta es la doctrina de la sección trinitaria de la cristiandad, en oposición a la cual, otra sección cree que Cristo no fue más que un hombre, engendrado en el proceso ordinario de la generación, y distinguido de sus semejantes por el preeminente otorgamiento de las «virtudes» de la naturaleza humana, que lo adecuaban para ser un ejemplo al género humano. Este concepto (el de los unitarios) lo considera como un maestro enviado de Dios, y en algún sentido como el Hijo de Dios; pero niega la divinidad esencial de su naturaleza. Se verá que ambos conceptos están igualmente alejados de la verdad. La verdad yace en medio de los dos.

Los testimonios que enseñan la unidad indivisible de la Deidad, como el único Padre, del cual han procedido todas las cosas, y el cual es supremo sobre todos, incluso sobre Cristo (1 Corintios 11:3), no encajan con la representación trinitaria de Dios. No se podría afirmar la supremacía y unidad del Padre si hubiera tres personalidades en una; doctrina que se presenta a nosotros como una contradicción en términos así como también en sentido. Jesús enfatiza la distinción entre él y el Padre en las siguientes declaraciones:

«No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre.» (Juan 5:30)
«Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió.» (Juan 7:16)

«Y en vuestra ley está escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí.» (Juan 8:17-18)

«Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.» (Juan 17:3)

La marcada distinción reconocida y afirmada en estas declaraciones es incompatible con la doctrina que considera al Hijo como un constituyente esencial de un Dios trino. Existen «el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.» La pregunta es, ¿cuál es la relación entre los tres, según se enseña en las Escrituras? La objeción que ahora se presenta es contra la relación que supuestamente existe entre estos tres según enseña la doctrina de la Trinidad. Lo que se propone demostrar es que no son tres poderes coiguales en uno, sino poderes de los cuales uno es cabeza y fuente de los otros. El Padre es eterno e inderivado; el Hijo es la manifestación del Padre en un hombre engendrado por medio del Espíritu; el Espíritu Santo es la concentración del poder del Padre, por medio de su «libre espíritu» que llena el cielo y la tierra. Por lo tanto, hay tres existencias que considerar, y una cierta unidad que subsiste entre los tres, puesto que tanto el Hijo como el Espíritu son manifestaciones del Padre; pero el concepto trinitario del asunto está excluido.

Sin embargo, el punto de vista unitario queda descartado con mayor razón todavía. José no fue el padre de Jesús; él mismo repudió su paternidad, y estaba a punto de rechazar a María, su desposada, cuando un ángel vino a él con este mensaje:

«José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es.» (Mateo 1:20)

Esta maravilla había sido previamente comunicada a María por el ángel Gabriel, según se registra en Lucas 1:35:

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.»

El unitario evade estos testimonios negando la autenticidad de los dos primeros capítulos de Mateo y Lucas. Las razones para esta negativa son del todo superficiales e insuficientes; es más, son francamente deficientes. La evidencia que prueba la autenticidad de los capítulos rechazados es más que decisiva; es irresistible. No deja lugar a dudas o contradicciones. Existe la evidencia unida de todos los antiguos manuscritos y versiones disponibles, apoyada por el reconocimiento de los primeros escritores cristianos, confirmada por el carácter interno de los capítulos y la necesidad del acontecimiento que ellos narran para explicar el carácter y misión de Jesús de Nazaret. La divina paternidad de Jesús seguiría siendo una verdad inmutable, aunque no existieran los registros de Mateo y Lucas. Sin embargo, estos registros son de incalculable valor. Son las ilustraciones circunstanciales de una verdad, la cual, aunque la naturaleza del caso y el testimonio la necesitan, no podríamos haber comprendido tan clara y satisfactoriamente sin ellos. Nos explican el aparecimiento y el carácter de Cristo, y nos informan del método divino de procedimiento, desde su comienzo en adelante, en la más maravillosa obra de Dios entre los hombres.

No cabe duda de que Cristo fue un ejemplo en el sentido de ser «santo, inocente, sin mancha,» pero también es cierto que fue muchísimo más. El objetivo principal de su misión está tan claramente declarado que no deja lugar para la doctrina unitaria del ejemplo moral. «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo,» dijo Juan el Bautista al ver a Jesús (Juan 1:29). ¿Cómo lo quitó? La respuesta está en las palabras de Pablo: «Por el sacrificio de sí mismo» quitó el pecado (Hebreos 9:26). Jesús mismo había dicho: «Pongo mi vida por las ovejas.» Pablo también dice a Timoteo:

«Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio.» (2 Timoteo 1:10)

Cristo mismo declara el mismo hecho en esta forma:

«Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.» (Juan 3:17)

Además, Pedro dijo:

«Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.» (Hechos 4:12)

De esta forma, la salvación está directamente relacionada con la primera venida de Cristo y lo que él realizó entonces; no por el estímulo moral que proporcionó, sino en virtud del resultado esencial que logró por la misión que cumplió.

Dejando tanto a trinitarios como a unitarios, podemos descubrir la verdad de la Escrituras por nosotros mismos. El simple título de «Hijo» que se aplica a Cristo, es suficiente para demostrar que su existencia es derivada, no eterna. La frase «Hijo de Dios» implica que el único Dios, el Padre Eterno, fue anterior al Hijo, y que el Hijo tuvo su origen «en» o «de» el Padre, al cual debe estar, por lo tanto, subordinado en un sentido que no armoniza con el concepto trinitario.

«Yo te he engendrado hoy» es el lenguaje de la Escritura, indicando claramente un comienzo de días. Este concepto está confirmado por la declaración de Cristo:

«Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo tener vida en sí mismo.» (Juan 5:26)

Por lo tanto, aunque Cristo poseía vida inherente, esa vida le había sido conferida; en este caso no era inderivada. Sólo el Gran Increado, el Padre, puede decir:

«Yo soy Jehová, y no hay otro.» (Isaías 45:18)

Sin embargo, aunque la existencia de Cristo no es inderivada, es más directamente divina que la puramente humana. Un hombre es una incorporación de la energía mortal de vida de su padre. Jesús no nació de la voluntad de la carne, sino de Dios. Fue engendrado de María mediante el poder del Espíritu. Este fue el origen de su título «Hijo de Dios.» Notemos las palabras del ángel a María:

«Por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.» (Lucas 1:35)

Pero, aunque era Hijo de Dios, era carne y sangre:

«Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo….no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos.» (Hebreos 2:14, 16, 17)

«Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado.» (2 Corintios 5:21)

Como Jesús era de carácter impecable, esto sólo puede aplicarse a su constitución corporal, la que, por medio de María, era la naturaleza pecaminosa de Adán. Como Pablo dice en otra parte:

«Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado.» (Romanos 8:3)

El fue enviado «nacido de mujer» (Gálatas 4:4), «del linaje de David según la carne» (Romanos 1:3).

Jesús fue «varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él» (Hechos 2:22). Esta es la descripción que Pedro hace de él. Pablo se refiere a él como «Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2:5). El fue probado y disciplinado como también lo fue Adán, pero tuvo éxito allí donde Adán fracasó.

«Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia.» (Hebreos 5:8)

Esto descarta la idea de que Jesús es «verdadero Dios.» El fue Hijo de Dios, la manifestación de Dios por el poder del Espíritu, pero no Dios mismo:

«Porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó.» (1 Juan 1:2)

Y de nuevo, en su narrativa del evangelio, Juan dice: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros…lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14), por lo cual queda de manifiesto que Cristo fue una manifestación divina, una incorporación de la Deidad en la carne, Emanuel, Dios con nosotros.

«Dios no da el Espíritu por medida» dice el mismo apóstol (Juan 3:34). El Espíritu descendió sobre Jesús en forma corporal en su bautismo en el Jordán, y tomó posesión de él. Este fue el ungimiento que lo constituyó Cristo (es decir, el ungido), y le dio los poderes sobrehumanos que él afirmaba tener. Esto queda en claro por la palabras de Pedro, en su discurso a los gentiles en la casa de Cornelio: «.

..cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos….» (Hechos 10:38)

Esta sola declaración es suficiente para refutar la creencia popular de la Deidad esencial de Cristo. Si él fuera «verdadero Dios» en su carácter como Hijo, ¿por qué fue necesario que fuera «ungido» con espíritu y con poder? No efectuó milagros antes de su ungimiento. No tenía poder en sí mismo. Esta es su propia declaración:

«No puedo yo hacer nada por mí mismo.» (Juan 5:30)

«El Padre que mora en mí, él hace las obras.» (Juan 14:10)

En el Calvario, dejado en la total debilidad de su propia humanidad, él sintió la angustia de la hora, y clamó:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46)

Antes de su unción, Jesús era simplemente el «cuerpo preparado» para la divina manifestación que se iba a realizar a través de él. La preparación de este cuerpo comenzó con la acción del Espíritu sobre María, y concluyó cuando Jesús, teniendo treinta años de edad, fue aprobado en la perfección de un carácter impecable y maduro. Después de que el Espíritu descendió sobre él, Jesús era la plena manifestación de Dios en la carne. El Padre, por medio del Espíritu, habitó en Cristo entre los hombres. «Dios estaba en Cristo,» dice Pablo, «reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados» (2 Corintios 5:19).

Cuando fue levantado de entre los muertos y glorificado, fue exaltado a recibir «toda potestad en el cielo y en la tierra»; su naturaleza humana fue transformada en divina; la carne se convirtió en espíritu. De ahí que tal como ahora existe, «en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Colosenses 2:9). El representa ahora la corporeidad del espíritu de vida tal como existe en la Deidad. Pero este cambio de lo que era «en los días de su carne» no ha borrado ni una sola línea de sus recuerdos humanos. Esto es evidente en las palabras de Pablo referentes a su función sacerdotal:

«No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades.» (Hebreos 4:15)

Esto sólo puede ser así porque Jesús conserva un recuerdo de la debilidad en que él mismo estuvo envuelto en los días de su carne sobre la tierra. Cuando Jesús dijo: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre,» no contradijo la declaración de que «a Dios nadie le vio jamás,» sino que simplemente expresó la verdad contenida en las siguientes palabras de Pablo:

«El [Cristo] es la imagen del Dios invisible» (Colosenses 1:15);

«…el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia.» (Hebreos 1:3)

Aquellos que miraron al Jesús ungido, vieron una representación de la Deidad accesible a la visión humana.

Jesús declaró acerca de sí mismo algunas cosas que se han usado para apoyar la idea de que él existió como persona antes de nacer de María; expresiones como:

«Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo» (Juan 6:33);

«Porque yo de Dios he salido, y he venido» (Juan 8:42);

«Salí del Padre, y he venido al mundo» (Juan 16:28);

«Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese» (Juan 17:5); y

«Porque me has amado desde antes de la fundación del mundo.» (Juan 17:24)

Si embargo, es evidente que debemos entender estas expresiones a la luz de los hechos indudables de la vida y misión de Cristo. Estos hechos literales son que él fue engendrado del Espíritu Santo y nació en Belén (Lucas 1:35; 2:4-7); creció hasta ser hombre, aumentando con los años en sabiduría, estatura y experiencia (Lucas 2:52); se mantuvo como el inadvertido hijo de José el carpintero hasta que el poder del Espíritu fue derramado sobre él en su bautismo (Lucas 3:22); después de lo cual efectuó las obras y habló las palabras registradas en la Biblia; fue puesto a muerte en debilidad (2 Corintios 13:4); fue privado del poder del Padre cuando colgaba en la cruz y luego fue levantado de entre los muertos por el Padre (Hechos 2:24, 32; 3:15; 4:10; 5:30; 10:40; 13:30, 37).

Teniendo presentes estos hechos, estamos en condiciones de dar el sentido adecuado a las declaraciones que en forma aislada y a simple vista, parecerían enseñar una preexistencia personal. Por ejemplo, cuando Jesús dijo a los fariseos que había descendido del cielo, él no quería decir que la persona que estaba delante de ellos había descendido corporalmente de las nubes, como sus palabras parecerían enseñar si se tomaran literalmente. Lo que quiso decir fue que su origen era del cielo.

El «Espíritu Santo» que vino sobre María, el «poder del Altísimo» que la cubrió con su sombra, descendió del cielo; en consecuencia, el hombre resultante podía decir, sin extravagancia, que él descendió del cielo. El sentido era literal al aplicarlo al Poder del Altísimo que produjo a «Jesucristo hombre»; tanto en la etapa de su engendramiento como en la etapa de su ungimiento en las riberas del Jordán, cuando el Espíritu Santo descendió en forma corporal y moró sobre él; pero no era literal al aplicarlo al varón Cristo Jesús.

Cuando dijo que procedía y venía de Dios, lo dijo en el sentido de estos hechos. El no quiso decir que como persona había emanado de la presencia misma del Todopoderoso, sino que el Padre lo había enviado en la forma revelada en el relato de su nacimiento y bautismo. A Juan se le describe como «un hombre enviado de Dios,» sin querer sugerir que Juan existía antes de que naciera y fuera enviado.

Cuando Jesús dijo que tenía poder para tomar su vida después de que fuera puesta, él expresaba la confianza de que Dios lo levantaría. No era poder en el sentido dinámico, sino en el sentido de autoridad, y él añade inmediatamente: «Este mandamiento recibí de mi Padre,» es decir, el tomar su vida resultaría del poder y la autoridad del Padre, ejercidos en conformidad con la promesa dada por el Padre. Literalmente, Jesús no tomó su vida; el Padre lo levantó (ver las referencias en Hechos, tres párrafos atrás); pero dado que era el propósito del Padre, y que el Padre hablaba por medio de Jesús (Juan 14:10), Jesús podía decir apropiadamente que él tenía poder para resucitar.

En Jeremías 1:10 hay un ejemplo de este estilo de lenguaje, según el cual se considera que las cosas con que una persona está relacionada en el propósito divino, están bajo su control y conectado a su poder:

«Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar.»

Literalmente, el profeta no hizo ninguna de estas cosas, sino que fue subyugado e inmolado, tal como ocurrió a casi todos los siervos de Dios; sin embargo, las cosas que él predijo acontecieron, y esto se toma como suficiente base para el lenguaje altamente elaborado citado más arriba, el cual considera el resultado de las predicciones de Jeremías como acciones personales de éste.

De la misma manera, la declaración de Cristo de que él tuvo gloria con el Padre antes de que el mundo fuese, debe entenderse en armonía con los hechos fundamentales del testimonio bíblico. La glorificación de Jesús fue un propósito del Padre desde el principio; y en este sentido, él tuvo gloria con el Padre antes de que el mundo fuese. Esta puede parecer una explicación forzada, pero una consideración del hábito bíblico de expresión la justificará, en vista de los hechos atestiguados del caso.

El Señor dijo a Jeremías:

«Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te dí por profeta a las naciones.» (Jeremías 1:5)

Pero Jeremías no existió antes de su concepción. Sin embargo, estas palabras parecerían apoyar esta creencia, si se entendieran como aquellos que creen en la preexistencia de Cristo entienden las declaraciones acerca de él. Jeremías existió como propósito divino; su persona estaba tan claramente presente en la mente de Dios como si hubiese estado físicamente delante de él. Esta es la explicación de palabras que, al interpretarlas rígidamente, implicarían la preexistencia de Jeremías.

Consideremos también las palabras que se dijeron de Ciro, el gobernante persa, más de cien años antes que naciera:

«Por amor de mi siervo Jacob, y de Israel mi escogido, te llamé por tu nombre; te puse sobrenombre, aunque no me conociste.» (Isaías 45:4)

La misma observación se aplica aquí: Ciro estaba presente en el propósito divino, en forma tan real como si ya existiera. De ahí un estilo de lenguaje que parecería afirmar que existía antes que naciera.

De acuerdo al mismo principio, el propósito de resucitar a un muerto se expresa pasando por alto su muerte, y suponiendo su existencia ininterrumpida. De ese modo, Jesús deduce que habrá resurrección por el hecho de que Dios se llama a sí mismo Dios de Abraham, Isaac y Jacob, en un tiempo en que éstos estaban muertos. Los saduceos vieron la fuerza del argumento, y fueron silenciados (Mateo 22:31-34).

El principio del argumento se basa en las palabras de Pablo (Romanos 4:17):

«Dios…da vida a los muertos, y llama a las cosas que no son [pero que han de ser], como si fuesen.»

Las palabras dichas acerca de Jesús son de esta naturaleza. Cuando dijo en oración al Padre: «Me has amado desde antes de la fundación del mundo» (Juan 17:24), no estaba enseñando que existía desde «la fundación del mundo,» sino que el Padre lo consideró con amor desde el principio y que por lo tanto, en la mente del Padre, él estaba presente. En las palabras de Pedro:

«Ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos» (1 Pedro 1:20)

El mismo estilo de lenguaje se adopta con referencia al pueblo de Cristo: «Nos escogió en él antes de la fundación del mundo» (Efesios 1:4). Literalmente, esto demostraría la existencia de los creyentes antes de que el mundo empezara, pues, normalmente, una cosa debe existir para ser objeto de elección; pero en realidad sólo demuestra la provisión divina. La gloria que Jesús tuvo antes que el mundo fuese era la gloria que Dios tenía como propósito para él desde el principio. Literalmente, él no tuvo la gloria referida antes de que el mundo fuese.

¿Cuál fue la naturaleza de esa gloria-la gloria que Jesús recibió en respuesta a su oración? El, el Jesús corporal-el cuerpo preparado-aquel que se desarrolló de la sustancia de María, y fue recipiente de la unción, fue hecho incorruptible en sustancia, y el Espíritu se derramó sobre esa sustancia tan abundantemente que lo hizo más luminoso que el sol (Hechos 26:13), y le dio poder para conferir el Espíritu, y dirigir la providencia divina en el cielo y la tierra. ¿Acaso poseía Jesús esta gloria antes de que naciera? ¿Fue él un cuerpo ungido con el Espíritu antes de ser el cuerpo preparado? ¿Fue él realmente un Jesús resucitado antes de que Jesús de Nazaret naciera en Belén? La gloria que tuvo con el Padre antes de que el mundo fuese fue una gloria que tuvo en el propósito del Padre, pero en ningún otro sentido.

Del mismo modo debemos entender las palabras: «Antes que Abraham fuese, yo soy» (Juan 8:58). Esta fue la respuesta de Cristo a la incredulidad provocada por su declaración: «Abraham nuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó.» Los judíos creyeron que él quería insinuar que era contemporáneo con Abraham, en tanto que él sólo quiso expresar lo declarado por Pablo en las siguientes palabras: «Conforme a la fe murieron todos éstos [incluyendo a Abraham según versículo 8] sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos» (Hebreos 11:13). Fue este mirar a la promesa de Cristo «de lejos» lo que hizo alegrar a Abraham. Fue el día presentado en las promesas que él vio; pero como casi siempre ocurría, los judíos entendieron mal a Jesús, y como era su costumbre, él ahondó su aturdimiento usando otra forma de expresión, que oscureció aún más su significado, según el principio expresado en Mateo 13:11-15; una forma de expresión que en una frase expresó dos aspectos de la verdad con respecto a él mismo: que él fue propuesto antes de que Abraham existiera, y que el Padre, del cual era entonces la manifestación, existía antes de todo.

Jesús dijo: «Yo y el Padre uno somos» (Juan 10:30). El no estaba diciendo, en vista de todo el testimonio bíblico, lo que los trinitarios interpretan, que él y el Padre eran idénticamente la misma persona («de una misma sustancia, igual en poder y gloria»), sino que eran uno en su relación espiritual y en el propósito de sus obras. Esto se evidencia en su oración por sus discípulos: «Para que sean uno, así como nosotros somos uno.» La unidad no es en cuanto a persona, sino en lo que se refiere a naturaleza y actitud mental. Esta es la unidad que existe entre el Padre y el Hijo, y la unidad que finalmente se establecerá entre el Padre y toda su familia, de la cual Cristo es el hermano mayor. Cuando esta unidad se establezca, Cristo asumirá una posición más subordinada que la que ahora ocupa, en relación con la raza de Adán. Pablo dice:

«Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo.» (1 Corintios 15:28)

La Crucifixión

Este fue el gran acto de obediencia de Cristo; pero, ¿por qué fue necesario semejante acto? Nada ha preocupado tanto a las personas pensativas como esta pregunta; y sin embargo, nada es más simple cuando los elementos bíblicos del caso son reunidos. Es un hábito teológico representar la muerte de Cristo como un acto de su parte para apaciguar la ira del Padre hacia los pecadores. Las Escrituras, al contrario, siempre hablan de ello como una expresión del amor de Dios hacia la humanidad caída. Leemos:

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.» (Juan 3:16)

Además, Juan dice:

«En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él….Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del Mundo.» (1 Juan 4:9, 14)

Pablo expresa el mismo sentimiento en Romanos 5:8:

«Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.»

Y también en 2 Corintios 5:19:

«Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados.»

Pero persiste la pregunta: ¿Cómo se manifestó el amor de Dios en la muerte de Cristo? ¿No podía el amor divino haberse manifestado sin tan trágico acontecimiento? Evidentemente no; porque en la misma víspera de la crucifixión, Cristo oró al Padre en estos dolorosos términos:

«Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.» (Mateo 26:39)

La copa no pasó de él; por lo tanto, no fue posible. El la bebió completamente, derramando su alma hasta la muerte. ¿Por qué fue indispensable la muerte de Cristo? ¿Qué significa? Una consideración del testimonio bíblico nos guiará a una respuesta; y nuestra comprensión de ella será facilitada por el rechazo de la doctrina de la inmortalidad natural del hombre. En primer lugar, consideremos las siguientes alusiones bíblicas al tema de la crucifixión:

«Cristo murió por nuestos pecados, conforme a las Escrituras.» (1 Corintios 15:3)

«El herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados…y por su llaga fuimos nosotros sanados.» (Isaías 53:5)

«Se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.» (Hebreos 9:26)

«Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros.» (1 Corintios 5:7)

«[Dios] no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros.» (Romanos 8:32)

«Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.» (Romanos 5:8)

«…en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados.» (Colosense 1:14)

«…haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.» (Colosenses 1:20)

«…ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte.» (Colosenses 1:21, 22)

«…quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero.» (1 Pedro 2:24)

«El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.» (Marcos 10:45)

«…Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos.» (1 Timoteo 2:5, 6)

«…nuestro…Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad.» (Tito 2:13, 14)

«…nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo.» (Gálatas 1:3, 4)

«Porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados.» (Mateo 26:28)

«Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios.» (Apocalipsis 5:9)

Estas declaraciones afirman una relación entre la muerte de Cristo y la restauración del hombre pecaminoso al favor divino y a la vida. Puede que al principio no parezca haber una relación lógica entre las dos cosas; pero una consideración de todos los elementos del caso revelará la más profunda filosofía en todo el arreglo-usando el término filosofía en su verdadero sentido, en la convicción de que la sabiduría absoluta caracteriza todo aquello con lo cual se relaciona la mente de Dios, y que los principios involucrados en la muerte de Cristo son sencillos y de fácil comprensión. Es el descarrío de la cristiandad de estos primeros principios lo que ha arrojado oscuridad sobre los sufrimientos del Varón de Dolores. Es de primordial importancia liberarse de esta oscuridad. No es el hecho mismo de la crucifixión de Cristo por los romanos lo que constituye la verdad salvadora e iluminadora del asunto; son los principios involucrados en la tragedia los que constituyen la verdad que se debe conocer.

Estos principios han sido revelados divinamente. El primero es que «la paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23). Pablo también dice: «El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte» (Romanos 5:12). Hemos visto que esto significa que Adán desobedeció un mandato que se le dio, y que como consecuencia de la desobediencia, fue condenado a volver al polvo de donde vino. De ahí que «el pecado,» que se ha convertido en un vocablo oscuro e ininteligible, es simplemente desobediencia. En realidad, así lo denomina Pablo en el capítulo mismo donde describe la actuación de Adán como «pecado.» El dice: «…por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores» (Romanos 5:19). Si se usa en cualquier sentido secundario (tal como cuando Pablo habla del «pecado que mora en mí»), ese sentido secundario se halla cubierto o incluido en el sentido mayor de desobediencia. Como el pecado es desobediencia o transgresión (de acuerdo con la definición de Juan en 1 Juan 3:4: «el pecado es infracción de la ley»), podemos entender la relación que tiene con la muerte.

Esta muerte no es un «estado del alma,» o el «peligro de condenación eterna en las llamas del infierno»; ambas cosas son desconocidas en las Escrituras, en palabra o en idea, pues son corrupciones paganas de la verdad. La muerte que resultó por la transgresión de Adán es una disolución de la persona en el sepulcro. De ahí que Pablo pone la resurrección de Cristo como antítesis de la muerte de Adán: «Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos» (1 Corintios 15:21). Siendo ésta la naturaleza de la muerte, se nos hace posible entender la ley que la convierte en el resultado del pecado. Como el pecado es la transgresión o desobediencia de la ley divina, el hacedor de pecado queda desconectado de la ley de la felicidad, ya sea con respecto a él mismo o a otros, o a Dios. El pecador no puede tener gozo de sí mismo, ni puede brindar felicidad a otros ni tampoco puede brindar placer a su Creador. El resultado de tal estado es el sufrimiento; y una de las ordenanzas benéficas de Dios es que la existencia perpetua será imposible bajo tales circunstancias-que la muerte (la extinción del ser) seguirá en el tren de la pestilencia moral, y extirpará sus malos resultados de la faz de la creación.

Dios no permitirá que el mal se vuelva permanente. Lejos de decretar o apoyar un infierno eterno, donde los pecadores serán atormentados y los demonios triunfarán por toda la eternidad, su ley, con celo e inexorable poder, va inmediatamente detrás del pecado, y suprime el germen mismo de la rebelión y el sufrimiento.

Este es el primer principio que hay que percibir antes de poder entender la crucifixión. Adán, el padre de la raza, desobedeciendo a pesar de la declarada sanción de la muerte, trajo sobre sí mismo la sentencia con que fue amenazado, y sus descendientes participan de la misma condenación por la sencilla razón de que no son más que la propagación del propio ser de Adán en todas sus cualidades y relaciones, y también porque ellos mismos son pecadores debido a sus transgresiones, y por lo tanto están sujetos a la muerte por su propia cuenta.

Ahora bien, este es el problema que se debe resolver, y que fue resuelto con la muerte y resurrección del Señor Jesús. ¿Cómo ha de ser liberada la condenada naturaleza humana de la ley del pecado y la muerte, en armonía con la justicia que ha puesto esta ley en vigor? Si se dejara a la humanidad sola, perecería inevitablemente; porque no sólo es incapaz de una justicia perfecta, sino que no puede anular el estado de condenación en el que ya existe. El plan de Dios en Cristo nos ha dado un esquema mediante el cual se logra la salvación humana sin violar ninguna de sus leyes, las cuales son necesarias para el mantenimiento de su supremacía en el universo. Cristo cumple con todas las necesidades del caso. La primera necesidad era que se debía respetar la ley, tanto la edénica como la mosaica. La ley requería la muerte de la naturaleza humana transgresora. Jesús tenía esta naturaleza, y murió:

«Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo….Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham.» (Hebreos 2:14, 16)

«Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne.» (Romanos 8:3)

Pero también era necesario que semejante víctima fuera sin pecado, porque el pecado habría imposibilitado la resurrección a la vida inmortal. Esta necesidad de impecabilidad en el «Cordero de Dios» estuvo prefigurada constantemente bajo la ley de Moisés en la pureza de las bestias ofrecidas en el sacrificio. Cristo es el gran antitipo que cumplió con esta condición. El fue «santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores.» El pudo preguntar triunfalmente a sus perseguidores: ¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?» (Juan 8:46). Si Cristo sólo hubiese sido un hijo de Adán, habría sido un pecador, y por lo tanto, inadecuado para propósitos expiatorios. Por otra parte, si hubiese estado revestido de naturaleza angélica o inmaculada, habría quedado igualmente descalificado, puesto que era necesario que la naturaleza pecaminosa estuviese en él. La combinación de la condenada naturaleza humana con la impecabilidad personal se logró mediante el poder divino que engendró un hijo de la sustancia de María. De este modo, se produjo un «Cordero de Dios» sin pecado por parte de su paternidad y sin embargo heredando la pecaminosa naturaleza humana de su madre.

Es imposible que «la sangre de los toros y de los machos cabríos» pueda «quitar los pecados» (Hebreos 10:4), por la razón que se manifiesta en vista de todos estos hechos. La ley no admitía ningún sustituto, sino que exigía la muerte de la naturaleza misma expuesta a su penalidad. Por consiguiente, Cristo, «estando en condición de hombre,» y sin embargo sin pecado, era un sacrificio perfecto; porque siendo el representante de la naturaleza humana, podía cumplir con todas las exigencias de la ley de Dios sobre esa naturaleza, y sin embargo triunfar sobre sus efectos mediante la resurrección a la vida inmortal. Estando el Cordero provisto, vino el sacrificio. Se quitó la vida al Mesías (Daniel 9:26); «herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados;…Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros» (Isaías 53:5, 6).

Dios trató con él en forma representativa. Hay una gran diferencia entre un representante y un sustituto. Un representante no está desligado de aquellos que representa. Al contrario, los representados pasan con él por dondequiera que él pase. Pero en el caso de un sustituto, es diferente. El hace su parte en vez de aquellos a los cuales sustituye, y aquellos están desasociados de la transacción.

Cristo, al sufrir como representante de su pueblo, es uno con ellos, y ellos son uno con él. Por donde él pasó, pasan ellos. De ahí que Pablo dice que los creyentes fueron crucificados con Cristo, y bautizados en su muerte. Declara que esta muerte ha sido la manifestación de la justicia de Dios, que Dios requirió como la base de la obra de reconciliación y perdón (Romanos 3:24-26).

Cristo murió y Dios lo levantó de entre los muertos a una existencia gloriosa en compañía con El. Este era el objetivo esencial del plan, como aparece en 1 Corintios 15:17, 20: «Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados….Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos»; y al resucitar, él constituye el único nombre bajo el cielo por el cual los hombres puedan ser salvos (Hechos 4:12). Si Cristo hubiese transgredido personalmente, la ley del pecado lo habría retenido en el sepulcro, y el plan de salvación habría fracasado en su punto crítico. El camino a la salvación no podría haberse abierto a través de él; un Salvador muerto no habría sido un arca de refugio ni un dador de vida a los mortales hijos de los hombres.

Pero Cristo, después de sufrir la natural penalidad de la desobediencia en la naturaleza humana, habiendo resucitado de entre los muertos para vivir eternamente, es el Salvador de todos aquellos que vienen a él. El tiene vida para otorgarla por derecho propio. «Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Juan 5:11, 12). La vida está depositada en él para nuestra aceptación con la condición de que nos aliemos con él; es decir, a condición de que entremos en él y lleguemos a ser parte de él; porque Pablo dice de aquellos que están en Cristo: «Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efesios 5:30), y el conjunto de los tales se designa como «La desposada, la esposa del Cordero» (Apocalipsis 21:9), y «su cuerpo, que es la iglesia» (Colosenses 1:24).

Conclusiones

La sabiduría divina, que es locura para los hombres, ha provisto un medio por el cual obtenemos el beneficio del resultado alcanzado en Cristo. El bautismo en agua es la ceremonia mediante la cual los hombres y mujeres creyentes quedan unidos a Cristo, y constituidos en herederos de la vida eterna que él posee por derecho propio. Esto quedará demostrado más ampliamente en un capítulo posterior. Entretanto, citamos las palabras de Pablo:

«Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos.» (Gálatas 3:27)

Al bautizarnos en Cristo, somos hechos uno con él, y nos hacemos herederos de los privilegios de la posición que él ha establecido en sí mismo, según la analogía de la mujer que, en sus esponsales, obtiene un derecho anticipado a lo que pertenece al hombre con quien se ha desposado. En el primer Adán, heredamos la muerte sin la posibilidad de desquitarnos de nuestra desgracia, en tanto permanezcamos relacionados con él. En el último Adán (quien, sin embargo, debe tenerse siempre presente, ascendió a la posición del último Adán desde el estado del primer Adán) obtenemos el derecho a la vida eterna. De ahí las palabras del apóstol Pablo: «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados,» es decir, «todos» aquellos de los cuales él está hablando, creyentes de la verdad, como se puede ver por el contexto (1 Corintios 15:22, 23), y sólo aquellos que sean aprobados en el tribunal. El está hablando aquí de ser vivificados inmortalmente, no de una mera resucitación de vida mortal a juicio, lo que corresponderá a muchos que nunca han sido cristianos, pero que están entre los injustos responsables por causa de sus privilegios.

Por naturaleza, somos de Adán. Por el evangelio y el bautismo pasamos a Cristo. Esa es la disposición de Dios; y no podemos ser salvos si no cumplimos sus disposiciones.

La rectitud natural de la persona no servirá de nada, porque en sí misma se relaciona sólo con el presente, y no establece ningún derecho a la existencia futura. Aquellos que ponen su confianza en ella están construyendo su casa sobre cimientos de arena. Sólo hay un nombre dado bajo el cielo por el cual los hombres pueden ser salvos; y si rehusamos tomar ese nombre, y así rechazamos a Cristo, «el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención» (1 Corintios 1:30), entonces no queda nada para nosotros sino la total indignidad de nuestra propia mortalidad, que sin redención perecerá para siempre bajo la justa condenación de Aquel que ya aprobó el decreto que estamos contemplando:

«Al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado.» (Mateo 13:12)

Amigo lector, «no rechaces al que habla.» No apartes tu oído de la invitación que te llama a beber libremente de la fuente del agua de la vida. Acéptala gustoso; cumple humildemente con sus requerimientos; y en el debido tiempo serás liberado de la servidumbre de la carne mortal que yace pesada sobre ti, y promovido a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

~ Robert Roberts

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