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La Cristiandad Extraviada

Capítulo 5 - El Juicio Venidero: El Otorgamiento de Recompensas Divinas a las Clases Responsables Cuando Cristo Regrese

Introducción

Un examen de la Biblia mostrará que en nada está la cristiandad más extraviada que en el tema del juicio venidero. La idea popular del juicio es que en los últimos días, Dios pedirá cuentas a todo ser humano individualmente; el cielo y el infierno serán vaciados de sus innumerables miríadas de almas, las cuales se reunirán con sus antiguos cuerpos (resucitados para recibirlas) y se añadirán a la población viva de la tierra para presentarse a juicio.

No hay excepción a esta regla en la mente de la mayoría de los que se llaman cristianos. No les parece extraño que haya un futuro día de juicio para los muertos, aunque supuestamente cada caso ya quedó resuelto y cada uno de ellos fue al cielo o al infierno cuando le sobrevino la muerte. Tampoco representa para ellos ninguna dificultad el que las clases obviamente no responsables del género humano sean llevadas a juicio. Idólatras, paganos, bárbaros de la clase más baja, personas irracionales de todo tipo, retardados mentales, niños pequeñitos, todos, absolutamente toda alma humana que alguna vez haya tenido existencia, cualquiera que sea la condición en que haya existido, resucitará y será llevada a rendir cuentas, de acuerdo con la teología popular.

El hecho de que semejante idea presenta grandes e insuperables dificultades, puede ser atestiguado por los penosos esfuerzos de más de alguna mente pensativa para justificarla. Este estudio se propone mostrar ahora que esta idea es totalmente opuesta a las Escrituras.

En realidad, ya lo hemos señalado en los capítulos anteriores. Pero el asunto merece un estudio más atento y sistemático. Ya se han citado declaraciones bíblicas en el sentido de que no habrá resurrección para aquellos que, por no tener entendimiento, no son responsables para comparecer ante el tribunal divino. Mayor evidencia se halla en la descripción que hace David de la situación de la clase de personas en referencia:

«Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate (porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás), para que viva en adelante para siempre, y nunca vea corrupción. Pues verá que aun los sabios mueren; que perecen del mismo modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas. Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación y generación;… mas el hombre no permanecerá en honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaños que son conducidos al Seol, la muerte los pastoreará, y los rectos se enseñorearán de ellos por la mañana; se consumirá su buen parecer, y el Seol será su morada. Pero Dios redimirá mi vida del poder del Seol, porque él me tomará consigo. No temas cuando se enriquece alguno, cuando aumenta la gloria de su casa; porque cuando muera no llevará nada, ni descenderá tras él su gloria. Aunque mientras viva, llame dichosa a su alma, y sea loado cuando prospere, entrará en la generación de sus padres, y nunca más verá la luz. El hombre que está en honra, y no entiende, semejante es a las bestias que perecen.» (Salmos 49:6-20)

Esto es razonable. Sería irrazonable pedir cuentas individualmente a los miembros ignorantes e irracionales del género humano. El juicio se basa en la responsabilidad, y la responsabilidad es una cuestión de circunstancias y capacidad. Los seres humanos en estado de barbarismo pueden tener la capacidad latente para ser responsables; pero esto no los hace responsables. El verdadero estado de la mente en que se basa la responsabilidad no existe en ellos. Este es el caso de los niños. Poseen razón y capacidad moral latentes, pero debido a que estas cualidades no están desarrolladas, por ley universal no son tenidos por responsables aun en los asuntos humanos. ¿Será Dios menos justo que los hombres?

La Responsabilidad Ante Dios

La responsabilidad humana ante Dios surge fundamentalmente de la capacidad humana para discernir el bien y el mal, y el poder para actuar con discernimiento. Las bestias no son responsables ni ante el hombre ni ante Dios, porque carecen del poder para discriminar o elegir. Actúan bajo el impulso de sus instintos ciegos. Los retardados mentales están en la misma categoría de agentes no-responsables debido a su incapacidad, y muchos hombres aun sin ser retardados mentales son poco superiores a ellos en lo que se refiere a su poder de actuar por elección racional.

La naturaleza y extensión de la responsabilidad humana para con una futura rendición de cuentas, sólo puede ser percibida a partir de las relaciones que subsisten entre Dios y el hombre, según se exponen en las Escrituras. Aparte de esto, todo es especulación, teoría e incertidumbre. La filosofía está equivocada porque no toma en cuenta el relato bíblico. Pero si uno acepta lo que dice la Biblia, todo es sencillo y comprensible. El progenitor de la raza fue hecho responsable de las consecuencias del ejercicio de su libre albedrío en el asunto del fruto del árbol del bien y del mal. Cuando Adán desobedeció, la ley entró en vigor: el hombre y toda su posteridad quedaron bajo el poder de la ley del pecado y la muerte, la que estaba destinada a arrollarlos como al polvo de la tierra. Si Dios hubiera deseado no tener más tratos con la raza, la responsabilidad humana habría terminado. El castigo del sepulcro habría saldado la cuenta; y la vida humana, si en verdad hubiera continuado sobre la faz de la tierra en ausencia de la intervención divina, habría sido la invariable historia de dolor que es la experiencia de todos los que están «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Efesios 2:12), una vida libre de responsabilidad, quizás, pero no aliviada por las revelaciones y esperanzas con las cuales la aurora de lo alto ha visitado e iluminado este lugar de tinieblas (Lucas 1:78-79).

Pero, en su gran misericordia, Jehová concibió intenciones de benevolencia que él está desarrollando a su propia y sabia manera. El no suspendió el castigo del culpable sentenciado, en forma inmediata, sumaria e incondicional, precipitada e irreflexivamente, como los miopes filósofos insisten en que su bondad debería haberle impulsado a hacer. Esto habría significado violar aquellos primordiales principios de la ley que guían todas las acciones de Dios y preservan las condiciones de armonía en todo el universo. Habría significado realizar una obra no de misericordia sino de destrucción, confusión y anarquía. La forma de benevolencia concebida en la mente divina tenía por objeto beneficiar al hombre en conformidad con la ley que lo había constituido en un pecador sujeto a la muerte, una ley que implica tanto «¡gloria a Dios en las alturas!» como «¡buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14).

Esta intención necesitaba aquellas sucesivas dispensaciones de su voluntad, que el mundo ha presenciado en tiempos pasados, y que han rescatado tanto la existencia como la responsabilidad humana del insondable abismo al cual la ley del Edén las consignó. La enunciación de su propósito en promesa y profecía, y la declaración de su ley en precepto y estatuto, volvieron a abrir las relaciones entre Dios y el hombre, y revivió la responsabilidad moral que de otro modo habría perecido. Sin embargo, es un principio divino que este resultado está limitado a aquellos que están incluidos en la esfera de influencia de la ley divina:

«Donde no hay ley, tampoco hay transgresión» (Romanos 4:15).

«Si fuerais ciegos [es decir, ignorantes], no tendríais pecado» (Juan 9:41)

«Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia…» (Hechos 17:30)

«El hombre que está en honra y no entiende, semejante es a las bestias que perecen» (Salmos 49:20)

«Esta es [la razón de] la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz…» (Juan 3:19)

De ahí se deduce que en ausencia de la luz – es decir, cuando los hombres están en un estado de ignorancia – no están sujetos a condenación; Dios «pasa por alto» sus acciones (Hechos 17:30), tal como pasa por alto las acciones de los animales irracionales del campo. Las naciones paganas están en esta condición. Están sin luz y sin ley, y la declaración de Pablo sobre el tema está en armonía con los principios generales enunciados en las Escrituras citadas: «Todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán» (Romanos 2:12). Si de todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará (Lucas 12:48), entonces se desprende que de aquel a quien no se le haya dado nada, nada se requerirá, y que de aquel a quien se le haya dado poco, poco se le requerirá en lo que a responsabilidad para comparecer ante ante el tribunal divino se refiere.

Este principio de total justicia en materia de responsabilidad está expresado en las palabras de Jesús:

«Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado» (Juan 15:22).

«Aquel siervo que conociendo la voluntad de su Señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas él que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco» (Lucas 12:47-48).

«El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero» (Juan 12:48).

La Evidencia de la Historia

El principio de que la responsabilidad hacia Dios sólo se adquiere por medio del contacto con la ley divina, se aplica a toda forma de relación humana con el Todopoderoso. La familia inmediata de Noé estaba dentro de la esfera del conocimiento de Dios, y de ahí puede surgir su responsabilidad ante el juicio futuro; pero sus descendientes se apartaron del camino de la justicia y el entendimiento, eludiendo la responsabilidad moral, degenerando hasta el nivel de la bestia, y estableciendo por todo el mundo aquellos «tiempos de ignorancia,» los cuales, según lo expresado por Pablo, Dios había «pasado por alto» (Hechos 17:30).

En el llamamiento de Abraham, quien poseía la disposición latente para ser fiel aunque era miembro de una familia idólatra, Dios detuvo la tendencia de repetir la corrupción universal de los tiempos anteriores al diluvio. Por medio de su elección, y por medio de conferirle a Abraham promesas que tenían relación fundamental con la totalidad de la raza, se plantó entre los hombres la semilla de una responsabilidad más directa. Abraham individualmente, aunque fue constituido un hombre de privilegio, también fue hecho un hombre responsable. Mientras permanecía en tinieblas, Abraham pertenecía a sí mismo: dueño de vivir como un insecto efímero, y también dueño de morir y desaparecer como el vapor. Pero al ser llamado por Dios, Abraham ya no pertenecía a sí mismo porque había sido comprado con el precio de la promesa de Dios. Entró a una forma más elevada de existencia. Fue exaltado para un destino mejor y se le impusieron obligaciones divinas, que desconocía en su condición anterior. El éxito o fracaso en el ordenamiento de su vida llegó a ser de mucho mayor trascendencia que antes. La fe y la obediencia lo constituirían heredero del mundo y receptor de resurrección a inmortalidad; la incredulidad lo sujetaría a un castigo divino más severo y de mayor alcance que el caído sobre Adán.

En este respecto, los hijos de Abraham por fe son como su padre. Caminan en los pasos de la fe que Abraham tuvo siendo aún incircunciso (Romanos 4:12), y siendo de Cristo, son de la simiente de Abraham (Gálatas 3:29) por haber creído el evangelio y haberse bautizado en Cristo. Siendo por naturaleza hijos de la ira, así como los demás, estuvieron en los días de su ignorancia «ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo,» (Efesios 2:12), y «ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay» (Efesios 4:18). Vivieron sin ley y estuvieron destinados, como consecuencia de aquella condición, a perecer en Adán, sin ley, heredando muerte sin resurrección, muerte sin remedio; sin tener ni los privilegios ni las responsabilidades de una relación con la Deidad.

Pero cuando son llamados de las tinieblas a luz, por medio de la predicación del evangelio, ya sea que se sometan a ese evangelio o se nieguen a obedecerlo, ya no son dueños de sí mismos. Ya no viven ni mueren para sí como antes. Han entrado a una relación especial con Dios en la cual su forma de vida, buena o mala, queda bajo la mirada escrutadora de Dios y forma la base de una futura responsabilidad, que no conocían en su estado de tinieblas, el cual Dios pasó por alto.

La ley de la fe establecida por las promesas que Dios hizo a Abraham constituye un centro alrededor del cual giran las responsabilidades de esta nueva condición. Todos los que adquieren la fe de Abraham quedan sujetos a las responsabilidades que asumió Abraham. Sin duda, muchos entraron a esta condición en el transcurso de la era mosaica. La ley se añadió debido a las transgresiones (Gálatas 3:19) y el propósito de su adición se indica en el hecho de que se le denomina un ayo. Su misión fue enseñar las lecciones elementales de la supremacía y santidad de Jehová. No tenía por objeto ser un sistema por cuyo medio los hombres adquiriesen liberación de la servidumbre adánica. Su propósito fue puramente preliminar y provisional; dirigía a los hombres hacia la liberación del pecado y la muerte pero no estaba destinada directamente a producirla.

El comentario de Pablo sobre la ley es el siguiente: «Si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley» (Gálatas 3:21). Era imposible que la vida viniera por una ley que requería perfecta obediencia de parte de la naturaleza humana. Por esta razón la ley, aunque santa, justa y buena (Romanos 7:12), era «débil por la carne» (Romanos 8:3), de manera que aunque debiera haber sido «para vida,» resultó serle a Pablo «para muerte» (Romanos 7:10), a causa de la pecaminosidad de su carne. La consecuencia fue que «todo el mundo [quedó] bajo el juicio de Dios» (Romanos 3:19); y en su relación moral con Dios los humanos quedaron excluidos de la vanagloria, es decir, excluidos de aspirar a la vida eterna sobre una base que les dejara en libertad de pensar y decir que su vida era suya por derecho propio y no de Dios. Este fue un poderoso triunfo de la sabiduría y previsión divina; porque si la vida eterna se pudiera alcanzar por el derecho mismo del hombre, se habría dado motivo para la admisión de un elemento en las relaciones entre Dios y el hombre que habría perturbado la perfecta armonía que existe donde Dios es absolutamente supremo, tanto en ley como en benevolencia, y el hombre se halla en la situación de un tizón arrebatado del incendio por el amor divino.

La ley de la justicia alcanzada por medio de la fe es el principio según el cual se salvan los hombres. Dicho de otra manera, la justicia salvadora es reconocida o atribuida por Dios a quienes lo honran y creen en lo que él ha prometido. Esta ley se puso en vigor con Abraham. En realidad, tuvo su origen en Edén, porque leemos de Abel que por fe («la certeza de lo que se espera») ofreció un sacrificio aceptable a Dios (Hebreos 11:4). La predicción acerca de la simiente de la mujer que destruiría a la serpiente formó la base sobre la cual trabajaría la fe aun entonces, y sin duda era el fundamento de la fe que salvó a Abel, Enoc y Noé; pero una revelación más completa de la ley de la fe como regla de salvación ocurrió en el caso de Abraham. Esta ley fue la base de la responsabilidad ante la resurrección y el juicio; es decir, los que están bajo esta ley son considerados como responsables para resucitar y comparecer ante el tribunal de Cristo.

La Ley de Moisés

La ley mosaica era nacional. Sus recompensas y castigos se limitaban a las condiciones de la vida mortal. No contemplaba la posibilidad de otra vida más allá del término natural de la existencia humana. En sus formas y observancias ceremoniales, simbolizaba la verdad concerniente a Cristo y su misión, pero en su efecto inmediato como ayo de la nación, no promovía ningún propósito espiritual más allá de la insistencia continua en la supremacía y grandeza de Jehová. En esto, sin embargo, la ley de Moisés estableció la más grande de las enseñanzas básicas, y puso un fundamento sobre el cual la ley abrahámica de la fe podía efectuar su obra perfecta.

De la ley, como código nacional, no parece que haya surgido alguna responsabilidad para comparecer ante el tribunal divino en la resurrección. No obstante, juntamente con su jurisdicción temporal, es evidente que estaba en vigor una dispensación de la mente de Dios, que tenía relación con la resurrección. Indudablemente esto estaba subordinado, y ocupaba el lugar de un tema oculto; pero su existencia es indiscutible. De otro modo, ¿cómo podrán Abraham, Isaac y Jacob, y todos los profetas aparecer en el reino de Dios (Lucas 13:28)? Si se reconoce que desde el principio, el propósito de Dios anticipaba la misión de Cristo como «la resurrección y la vida» (Juan 11:25), no habrá dificultad en comprender esta conclusión. La posibilidad de resucitar para comparecer ante el tribunal divino estaba contemplada, en forma real aunque oscurecida, en todo lo que Jehová hizo por medio de sus siervos, desde el justo Abel hasta el fiel Pablo. Jesús nos ha mostrado que la forma misma en que la Deidad se designa al conversar con Moisés en la zarza, aunque aparentemente utilizada para el simple propósito de identificación histórica, expresa la doctrina de la resurrección, por lo menos en lo que se refiere a Abraham, Isaac y Jacob (Lucas 20:37, 38). Dios se llamó a sí mismo Dios de hombres que estaban muertos; por lo tanto, razonó Jesús (y en forma convincente, pues los saduceos quedaron callados), El se propone levantarlos de entre los muertos.

Si tan grandiosa conclusión puede sacarse justificadamente de un fundamento aparentemente tan débil, ¿cuántas cosas no podríamos inferir legítimamente de la promesa que se hizo a los tres patriarcas acerca de un país que nunca poseyeron y la certeza de la bendición universal del género humano por medio de ellos, que hasta ahora no se ha cumplido? ¿Qué otra cosa sino la conclusión afirmada por Pablo de que «conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido» (Hebreos 11:13), y por lo tanto, deben resucitar de entre los muertos para cumplirlas? Teniendo presente este argumento general, es fácil reconocer la responsabilidad de resucitar y comparecer ante el tribunal divino en muchas expresiones que sólo un método forzado de explicación podría limitar al juicio que tiene lugar durante la limitada experiencia de la vida actual (Salmos 37, todo el capítulo; Salmos 58:10-11 y 62:12; Proverbios 11:18-31; Eclesiastés 3:17, 11:9 y 12:14; Isaías 3:10-11, 26:19-21, 35:4, 66:4, 5, 14; Malaquías 3:16-18, 4:1-3, etc.).

La responsabilidad de los judíos era mayor que la del resto de los hombres, porque su relación con la Deidad era especial, directa y privilegiada. La responsabilidad que se originaba en su constitución natural fue suplementada con las obligaciones impuestas por la elección divina y por medio del pacto nacional contraído en el Sinaí, según el cual convinieron en ser obedientes a todo lo que Dios requiriera (Exodo 24:3, 7). Esto queda de manifiesto en las palabras de Jehová dichas por medio de Amós: «A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades» (Amós 3:2). Los sufrimientos nacionales de los judíos, en dispersión y privación, son evidentemente (tanto de acuerdo a las condiciones del pacto como según una consideración de las exigencias morales del caso) una consecuencia de la responsabilidad que surge de la elección nacional.

La Responsabilidad de las Naciones

Una responsabilidad menor que la de los judíos pero mayor que la de las naciones gentiles más distantes, fue contraída por aquellas naciones que estaban en contacto con el pueblo judío. Esto es evidente en muchas páginas de los profetas. Tomemos, por ejemplo, las palabras dirigidas al rey de Tiro:

«En Edén, en el huerto de Dios estuviste;…Yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de fuego te paseabas…Por cuanto dijo Tiro contra Jerusalén: Ea, bien; quebrantada está la que era puerta de las naciones; a mí se volvió; yo seré llena, y ella desierta; por tanto, así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo estoy contra ti, oh Tiro, y haré subir contra ti muchas naciones, como el mar hace subir sus olas.» (Ezequiel 28:13-14; 26:2-3)

Consideremos también palabras similares dirigidas a Amón, Moab, Edom y Filistea:

A Amón: «Por cuanto dijiste: ¡Ea, bien! cuando mi santuario era profanado, y la tierra de Israel era asolada, y llevada en cautiverio la casa de Judá; por tanto, he aquí yo te entrego por heredad a los orientales.» (Ezequiel 25:3-4)

A Moab: «Por cuanto dijo Moab y Seir: ¡He aquí la casa de Judá es como todas las naciones; por tanto…en Moab haré juicios.» (Ezequiel 25:8, 11)

A Edom: «Por lo que hizo Edom, tomando venganza de la casa de Judá, pues delinquieron en extremo, y se vengaron de ellos; por tanto, así ha dicho Jehová el Señor: Yo también extenderé mi mano sobre Edom, y cortaré de ella hombres y bestias, y la asolaré.» (Ezequiel 25:12-13)

A los filisteos: «Por lo que hicieron los filisteos con venganza, cuando se vengaron con despecho de ánimo, destruyendo por antiguas enemistades; por tanto, así ha dicho Jehová: He aquí yo extiendo mi mano contra los filisteos.» (Ezequiel 25:15-16)

En estos casos, no parece que Dios piense juzgar individualmente a los miembros de estas naciones por medio de la resurrección de los muertos. Se requiere un elevado grado de conocimiento de la voluntad divina antes de que eso se pueda hacer en justicia. La mayoría del género humano, especialmente en épocas rudas y bárbaras que requerían lecciones instructivas de la ley mosaica, estaba en circunstancias de pura ignorancia. Nacidos bajo condenación en Adán y dejados a la merced de los pobres recursos de la mente natural, que en toda su historia jamás han originado nada noble aparte de las ideas inculcadas por revelación, ellos estaban tan incapacitados para elevarse por sobre el nivel espiritual en que se hallaban como cualquier tribu de animales. Cuán justo y misericordioso fue, pues, de parte de la Deidad haber «pasado por alto los tiempos de esta ignorancia» (Hechos 17:30), lo cual los hizo ajenos de la vida de Dios (Efesios 4:18), y permitió que la carne, bajo tales circunstancias, muriese como la flor del campo cuyo lugar no la conocería más (Salmos 103:15-16).

Si todo ser humano fuese un alma inmortal, semejante línea de acción quedaría, por supuesto, excluida y las circunstancias de las primeras dispensaciones serían del todo inexplicables. En tiempos de la antigüedad un alma inmortal valdría tanto como ahora; y si fuese sabio y bondadoso salvar almas inmortales ahora, parecería una extraña ausencia de sabiduría y caridad, que en aquellas primeras edades se pusiera la salvación fuera de su alcance, haciendo inevitable su condenación al fuego del infierno por la falta de aquellos medios de conocimiento que están accesibles en nuestros días.

Si, para salir de esta dificultad, se sugiere que al hombre, en semejante aprieto, se le permite misericordiosamente entrar en el cielo, nos vemos de inmediato forzados a poner en tela de juicio el valor de nuestros propios privilegios. Más aún, estaríamos obligados a poner en duda la sabiduría del evangelio, porque ante tal teoría, no sólo no es necesario para la salvación sino que es un impedimento para alcanzarla; ya que debido a sus exigencias pone en peligro una salvación que, al suprimir el conocimiento del evangelio, la tendríamos segura. También nos veríamos forzados a negar el testimonio de las Escrituras, que dicen que el hombre que no tiene entendimiento es como las bestias que perecen y que la vida y la inmortalidad han sido revelados por Cristo.

Pero no estamos tratando con la enorme ficción de la cristiandad. Dejemos de lado la supuesta inmortalidad del alma y abordemos el tema del juicio, a la luz del hecho de que el género humano está pereciendo bajo la ley del pecado y la muerte, y no tiene más esperanza que la decadente vegetación que año tras año ahoga el bosque y muere con el invierno. Nuestro afán es entender, a la luz de la razón y el testimonio de las Escrituras, los variados grados de responsabilidad creados por los tratos del Todopoderoso con una raza ya exiliada de la vida y la gracia bajo la ley de Edén.

Hemos visto que la posibilidad de resucitar para comparecer ante el tribunal divino estaba limitada a aquellos que habían sido instruidos en la palabra del Dios de Israel. Las promesas y preceptos conferían privilegios e imponían responsabilidades en conexión con la resurrección y juicio. Formaban una base para aquel despertar del polvo a vida eterna, o a vergüenza perpetua, revelado a Daniel e insinuado en muchas partes de los escritos de Job, David y Salomón. No nos es posible ni importante determinar quiénes, en tiempos del Antiguo Testamento, se hayan hecho responsables para comparecer ante el tribunal divino. El principio de que el conocimiento de las cosas divinas nos vuelve responsables para resucitar y comparecer en el juicio opera mucho más extensamente en nuestros propios días, y es la relación de este principio con nosotros mismos la que estamos especialmente interesados en explicar.

Le correspondió a aquel que se proclamó a sí mismo ser la resurrección y la vida definir claramente la relación entre el juicio y el grandioso plan divino que dependía de él. El aparece ante nosotros como la solución a la gran dificultad que debe haber obsesionado la mente de los hombres fieles de la antigüedad para comprender la declaración de que «al justo y al impío juzgará Dios» (Eclesiastés 3:17). El exhibe en sí mismo el método por el cual la inaccesible e inmensurable Deidad juzgará al hombre mortal y finito. «La Palabra hecha carne» se proclama a sí misma el instrumento y vehículo del juicio divino. Nos dice que «el Padre…todo el juicio dio al Hijo» (Juan 5:22), y como nadie puede venir al Padre sino por el Hijo, así también nadie será juzgado por el Padre sino a la luz de la palabra que opera a través del Hijo (Juan 12:48).

Jesucristo: El Juez

Es sumamente importante que este hecho sea claramente reconocido, porque es parte de la verdad acerca de Jesús, que forma un rasgo prominente en la proclamación del evangelio. Esto es evidente por los siguientes pasajes bíblicos: primero, aquel en el cual Pablo coloca la doctrina del juicio eterno entre las enseñanza básicas (Hebreos 6:2); segundo, la declaración de Pedro: «Y nos mandó que predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos» (Hechos 10:42); tercero, la declaración de Pablo de que hay un «día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio» (Romanos 2:16). Estas evidencias generales están reforzados por los siguientes textos que presentamos en detalle, por motivo de la importancia de las creencias claras y ceñidas a las Escrituras sobre el tema:

«El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero.» (Juan 12:48)

«Todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados.» (Romanos 2:12)

«La obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará.» (1 Corintios 3:13)

«Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno…» (1 Pedro 1:17)

«…el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios: el cual pagará a cada uno conforme a sus obras…en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres.» (Romanos 2:5, 6, 16)

«Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo…De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.» (Romanos 14:10, 12)

«No juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones.» (1 Corintios 4:5)

«Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.» (2 Corintios 5:10)

«Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino…» (2 Timoteo 4:1)

«…pero ellos darán cuenta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos.» (1 Pedro 4:5)

«…para que tengamos confianza en el día del juicio…» (1 Juan 4:17)

«…y tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos…» (Apocalipsis 11:18)

De este modo, la afirmación de que el juicio es uno de los privilegios y funciones del Mesías está basada en un fundamento bíblico muy sólido, no sólo como un hecho aislado sino como una parte esencial de la verdad que está en Jesús. Es evidente el significado de este hecho para la misión del Mesías, particularmente en nuestra dispensación. Pablo define esta misión brevemente como «purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tito 2:14), y Santiago dice: «…Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre» (Hechos 15:14). El modo de llevar a cabo esta obra es la predicación del evangelio. Una invitación ha salido a los extremos de la tierra, para los habitantes de cualquier «linaje y lengua y pueblo y nación» (Apocalipsis 5:9), para que se hagan siervos del Mesías y herederos del reino que Dios ha prometido a aquellos que le aman.

Durante el período de los tiempos de los gentiles el número de quienes han respondido a su llamado es considerable; pero no todos los que así son llamados son también escogidos (Mateo 22:14), porque muchos de los que aceptan la palabra predicada no son influenciados por ella al grado de presentar sus cuerpos «en sacrificio vivo, santo, agradable» (Romanos 12:1). Como en el caso de los israelitas bajo Moisés, «no les aprovechó el oir la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron» (Hebreos 4:2). Como el suelo era malo, la semilla no produjo resultado alguno de importancia. La red del reino (Mateo 13:47), sumergida (por medio de la predicación) en el océano de «pueblos, muchedumbres, naciones y lenguas,» encierra peces malos así como buenos. La promulgación del evangelio produce no solamente siervos sino también rechazadores, y no sólo siervos fieles sino también infieles.

No sólo eso, sino que además hay diferentes grados de mérito entre aquellos que son fieles. Algunos siembran abundantemente, otros escasamente. Algunos producen fruto a treinta, y otros a ciento. Ningún mortal puede valorar los grados de servicio. Ninguno de los siervos puede decir: «Este será estimado mucho, y aquel poco, y el otro nada.» En este asunto, se les mandó «no juzguéis» (Mateo 7:1), y en verdad no pueden hacerlo; sin embargo, si están inclinados a la censura, pueden intentarlo y pecar. Existen secretos ocultos (buenos y malignos) que se tienen que conocer antes de que se pueda emitir un juicio justo. «El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Samuel 16:7).

Aquí, pues, está una gran comunidad compuesta de vivos y muertos, cada miembro estrechamente vinculado con los demás, y sin embargo cada uno sosteniendo una problemática relación con la meta en la cual ha fijado su corazón: lograr la inmortalidad y heredar el reino de Dios. Desde el punto de vista de los demás miembros de la comunidad, cada uno tiene derecho a la bendición prometida, y sin embargo cada uno tiene una relación con Dios tal que la infidelidad traerá su condenación, aunque reciba la aprobación de todos sus compañeros.

¿Cuándo y por qué medio se decidirá esta interminable variedad de casos? ¿Cuándo y cómo habrá un arreglo de la cuenta aún abierta entre la Deidad y sus siervos? Todo esto es totalmente complicado e incomprensible para el hombre. ¿Ha considerado Dios por qué medio se llevará a cabo esta tarea sobrehumana, tomando en cuenta este balanceo del bien y el mal en la infinita diversidad de millones de vivos y muertos? ¿Cómo se determinarán los diminutos grados de mérito y desmerecimiento que tienen los hombres responsables de cien generaciones? ¿De qué manera se recompensarán, en justa proporción, las desconocidas y olvidadas acciones de constancia y misericordia? ¿Cómo se efectuará el descubrimiento y castigo de malos pensamientos, malevolencia oculta, lenguaje áspero y acciones vergonzosas? ¿Ha hecho Dios arreglos para semejante escrutinio de los asuntos de su pueblo, que efectuará la separación del mal y el bien y dará el galardón a los justos y el castigo a los inicuos?

La respuesta que algunas veces se ha dado a esta pregunta es cierta en un aspecto, pero equivocado en otro. Se dice que «conoce el Señor a los que son suyos» (2 Timoteo 2:19), y que por lo tanto, no hay necesidad de juicio; que Dios «discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebreos 4:12), y que Jesús «no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre» (Juan 2:25). Esto es cierto, y marca la diferencia entre el tribunal de Cristo y un tribunal humano que lleva a cabo una investigación para cerciorarse de los hechos. Pero cuando esta verdad es utilizada para remover la necesidad de juzgar a los vivos y a los muertos, se aplica con un resultado ilógico y nocivo. Es ilógico porque de ninguna manera implica que las percepciones omniscientes de la Deidad no van a ser oficialmente reveladas, especialmente cuando, como en este caso, tales percepciones definen la condición de los comparecientes, y determinan su destino al ser reveladas.

En todos los tratos entre el hombre y Dios, éste se acomoda invariablemente a las necesidades y el limitado discernimiento del hombre. ¿Por qué permitió Jehová que una generación infiel de israelitas escapara de Egipto bajo la dirección de Moisés y pasara por las experiencias milagrosas del desierto, para posteriormente condenarlos, en vez de actuar según su conocimiento y destruirlos sumariamente en una noche, como a los asirios, sin aviso ni explicación? Porque estaba ansioso de comunicar al entendimiento humano los métodos de su proceder moral, lo que únicamente podía hacer actuando según los métodos y procesos humanos. ¿Por qué permitió que Coré, Datán y Abiram permanecieran en el campamento y molestaran a la congregación intentando una rebelión contra Moisés y Aarón, en vez de actuar según su omnisciencia y desarraigarlos al comienzo de su peregrinación, y de este modo evitar a la nación los disturbios? Porque semejante procedimiento, en vez de ilustrar y justificar los caminos de Dios al hombre, los habría envuelto en el misterio, y les habría dado apariencia de capricho e injusticia.

¿Por qué tuvo Jehová tanta paciencia con los judíos y su obstinación, sabiendo de antemano que finalmente rechazarían a todos sus mensajeros y a su propio Hijo? ¿Por qué Jesús, que discernía los espíritus, toleró a Judas hasta que éste demostró su culpabilidad traicionando a su Maestro? ¿Por qué permitió el Espíritu que Ananías y Safira llegaran a la presencia de los apóstoles y pasaran por la formalidad de oír su propia condenación, antes de que su mentira fuese castigada con la muerte? En realidad, ¿por qué ocurren las cosas así? ¿Por qué la Deidad no organizó las cosas terrenales de tal manera que la obediencia y no la desobediencia fuese la norma? Toda la historia del procedimiento divino, en relación con los asuntos humanos, muestra que nunca se ha permitido a la divina omnisciencia ni por un momento impedir o anticipar el desarrollo natural de los acontecimientos, sino más bien se establece y pone en vigor la ley por la cual todo tiene su curso completo y lógico hasta alcanzar la consecuencia final.

Decir que porque Dios distingue a los justos de los inicuos, no los someterá a la formalidad de un juicio, es razonar contra toda actuación de la Deidad expuesta en la Biblia. Es cierto que la Deidad todo lo sabe; pero ¿no es necesario que los justos y los inicuos también lo sepan? ¿Cómo se sabrá que los justos son aprobados, y los inicuos condenados, y que la Deidad es justificada, sin que él declare públicamente lo que sabe?

La idea de que no habrá juicio formal es también nociva porque implica el rechazo de una de las enseñanzas fundamentales de Cristo. Se ha citado suficiente testimonio para mostrar que la doctrina del juicio de vivos y muertos que efectuará Cristo es una parte esencial de la proclamación de su evangelio. Se puede afirmar además, basándose en las consideraciones ya mencionadas, que lógicamente considerado, el juicio es una parte natural y necesaria de las buenas nuevas. Una de las mejores fuentes de alivio que provee la verdad, es el conocimiento de que los pleitos, malentendidos e injusticias de la actual mala administración de las cosas están destinados a presentarse ante un tribunal infalible, en el cual todo hombre tendrá alabanza o condenación, de acuerdo con lo que se revele acerca de él.

La Necesidad del Juicio

Es motivo de alegría saber que entre el actual estado corrupto de las cosas y la perfección del reino de Dios hay una prueba muy difícil que no permitirá la entrada de «ninguna cosa inmunda» (Apocalipsis 21:27) Probará como el fuego la obra de todo hombre y eliminará, por medio de un proceso de purificación, la multitud de aquellos que no hacen más que decir «¡Señor, Señor!» Es una gran consolación saber que entonces el sufrimiento injusto será recompensado, la fidelidad secreta será abiertamente reconocida, el valor despreciado será reconocido, y las acciones malvadas, impunes, insospechadas y desconocidas será dadas a conocer para su abominación, en presencia de tan augusta asamblea como la de los ángeles, presidida por el León de la tribu de Judá. Esto es parte de las buenas nuevas de Jesús.

En estas observaciones asumimos que el objeto y efecto del juicio es darle a todo hombre que sea juzgado lo que merece, de acuerdo con sus obras, ya sean buenas o malas. Esto es evidente por los pasajes bíblicos citados para demostrar que el juicio será ejecutado por el Hijo del Hombre en su venida. Sobre este punto se añade a continuación más evidencia específica:

«Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor…y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.» (Mateo 7:22-23)

«Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.» (Mateo 12:36)

«Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras.» (Mateo 16:27)

«Cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.» (Romanos 14:12)

«Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará.» (Mateo 3:12)

«He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra.» (Apocalipsis 22:12)

«Porque él pagará al hombre según su obra, y le retribuirá conforme a su camino.» (Job 34:11)

«¿Acaso no lo entenderá el que pesa los corazones? El que mira por tu alma, él lo conocerá, y dará al hombre según sus obras.» (Proverbios 24:12; ver también Salmos 62:12)

«Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras.» (Jeremías 17:10)

Otra importante evidencia sobre el juicio se halla en las parábolas de Cristo, en muchas de las cuales éste describe la relación entre él y sus siervos a su regreso a la tierra. En todas ellas Jesús afirma que hará cuentas con ellos y los tratará de acuerdo con sus méritos individuales. De este modo, en la parábola del hombre noble, «Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno» (Lucas 19:15). Los dos primeros hombres son recompensados con autoridad sobre diez y cinco ciudades, respectivamente, mientras un tercero es condenado. En la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30), que es similar en sus objetivos principales, se mencionan tres siervos que sin duda representan las varias clases de personas que constituyen los discípulos profesos de Cristo. El primero da cuenta satisfactoria de sí mismo, habiendo aumentado los cinco talentos a diez. El segundo ha convertido dos talentos en cuatro, y también recibe reconocimiento meritorio. El tercero que, aunque menos privilegiado, pudo haber actuado igualmente bien si hubiese convertido su único talento en dos, justifica su pereza con el pretexto de que temía a un servicio donde se esperaba más de lo que se le había dado. Este hombre, que representa a los infieles, es rechazado. El decreto es: «Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos…al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera.» (Mateo 25:28-30). En ambas parábolas el siervo inútil figura en el juicio junto con los aprobados.

En Mateo 22:1-14, tenemos otra parábola que presenta la misma característica. Cierto rey había enviado invitaciones a la boda de su hijo, pero las personas invitadas formularon diversas excusas para no asistir. El rey entonces ordenó que se invitara a todos aquellas personas a quienes sus siervos hallasen en los caminos. Sus siervos ejecutaron las órdenes y «juntaron a todos los que se hallaron, juntamente malos y buenos.» Entonces el rey entró a ver a los invitados, y «vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda» y ordenó que fuese atado de pies y manos y echado afuera. Esto muestra que el juicio que Jesús llevará a cabo en el momento de rendir cuentas tiene el efecto práctico de apartar «a los malos de entre los justos» (Mateo 13:49). En el mismo sentido está la parábola de la red: «Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red, que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera» (Mateo 13:47-48). También la siguiente: El Hijo del Hombre es como un «hombre que yéndose lejos, dejó su casa y dio autoridad a sus siervos, y a cada uno su obra, y al portero mandó que velase. Velad, pues…para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo» (Marcos 13:34-36).

Además: «Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese…Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando…Mas si aquel siervo dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzare a golpear a los criados y a las criadas, y a comer y beber y embriagarse, vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y le castigará duramente; y le pondrá con los infieles» (Lucas 12:35, 45, 46). La parábola de las diez vírgenes refuerza la misma enseñanza, es decir, que la porción indigna de sus siervos será pública y oficialmente rechazada al mismo tiempo que los demás sean reconocidos.

Esto es lógico y está en armonía con los numerosos pasajes ya citados de los escritos apostólicos. Muchos son llamados, pero sólo pocos son escogidos. ¿Cuándo debe efectuarse la elección de los escogidos sino al tiempo representado en estas parábolas, cuando venga «el señor de aquellos siervos» para arreglar cuentas con ellos (Mateo 25:19)? El presente no es el momento para separar a los malvados de los justos. Ambos irán al sepulcro y «juntamente descansarán en el polvo» (Job 17:16), y sus méritos y faltas dormirían para siempre con ellos en el silencio de la tumba, si no fuera por la voz despertadora que llamará al justo y al injusto, en el momento preciso, de entre el olvido del Hades para rendir cuentas ante el tribunal de Cristo. Ahora no es el momento para que Jesús ejecute el juicio. El es sacerdote sobre su propia casa. La gran cuestión de la rendición de cuentas queda pendiente hasta que él regrese. «Juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino.» Abrirá el terrible libro de memorias de Dios, donde están indeleblemente anotados los pensamientos y acciones de aquellos que vendrán a juicio, y los muertos serán juzgados por las cosas que estén escritas en el libro.

¿Estarán los malvados ausentes en semejante ocasión? Esto es imposible debido al testimonio bíblico y al sentido del asunto. Sería un remedo de tribunal si sus acciones se limitaran a la distribución de recompensas a los aceptados. Juzgar significa separar el bien del mal. Esta será la función de Jesús para con sus siervos en su venida. Esto es cierto, dirá alguno, pero sólo los malvados que estén vivos serán rechazados en el juicio; los inicuos muertos seguirán durmiendo por otro período. Entonces, ¿será que el accidente de la muerte, acaecido un día antes del advenimiento del Señor, excluirá al malvado de la jurisdicción del Juez de vivos y muertos? ¿Será cierto que Jesús juzgará solamente a los vivos y no a los muertos cuando venga? ¿Será cierto que él no es «Señor así de los muertos como de los que viven» (Romanos 14:9)? La respuesta es obvia; la vida o la muerte no hace ninguna diferencia en nuestra relación con el tribunal. El Hijo del Hombre tiene poder para llamar a los muertos a voluntad, y por lo tanto, los muertos serán tan responsables ante su juicio como aquellos que estén en la carne cuando él sea manifestado.

Los que se han constituido siervos de Cristo, por creencia en el evangelio y el bautismo, son candidatos al reino que se manifestará cuando aparezca Cristo, y que ha de existir desde entonces por mil años. Es apropiado que comparezcan ante su presencia para que quede decidido, como algo entre ellos y él, cuando venga el tiempo de entrar en el reino, cuáles de todo su número son dignos del honor que buscan. Esto es lo que él hará, según afirman los pasajes citados. Actuar de otra forma, dejando a los indignos de entre ellos para que sean enjuiciados posteriormente, sería inadecuado y contravendría las expresas declaraciones que se han citado arriba. Jesús ha declarado que confesará o negará a los hombres en la presencia de los ángeles a su venida, según la actitud tomada por ellos durante su ausencia (Lucas 9:26; Mateo 10:32-33). ¿No necesita esto la presencia de ellos para tal ocasión? ¿Dónde estaría la vergüenza de un rechazo si el rechazado no estuviese allí para presenciar su propia ignominia? Algunos en su venida serán avergonzados (1 Juan 2:28). Daniel dice que en aquel tiempo «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua» (Daniel 12:2). Esto concuerda con la exhortación de Pablo de no juzgar nada «antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas» (1 Corintios 4:5).

Teniendo presente la conclusión de que el tribunal es el lugar designado para determinar la gran cuestión de la recompensa individual en relación con la dispensación del favor de Dios en Cristo, llegamos a la menor pero complicada cuestión de la naturaleza y condición de los muertos durante el intervalo entre el momento en que se levantan de entre los muertos y su enjuiciamiento. El objeto de este enjuiciamiento es definido por Pablo en las siguientes palabras: «Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Corintios 5:10). ¿Qué recibirán aquellos «en el cuerpo» que hayan hecho lo bueno? ¿Y aquellos que hayan hecho lo malo? En otro lugar, Pablo contesta estas preguntas diciendo que Dios «pagará a cada uno conforme a sus obras; vida eterna a los que, perseverando en el bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad…tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo…en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres» (Romanos 2:6-9, 16). El anuncia el mismo hecho en términos más específicos a los gálatas: «No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna» (Gálatas 6:7-8).

Pablo no menciona el juicio en este pasaje, pero es evidente que se relaciona con el juicio, en vista de que la vida eterna no se «siega» en el actual estado de existencia, y la «corrupción» acontece a todos por igual, sin referencia a la siembra. Es evidente que los resultados de la vida actual se van a repartir en el tribunal. De hecho, Pablo lo declara expresamente en las palabras ya citadas: «para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Corintios 5:10). Esto es razonable y digno de Dios, el cual no es Dios de confusión (1 Corintios 14:33) sino de orden en la máxima exactitud en todas las cosas.

Los Muertos Resucitados

Siendo esto así, ¿no se desprende que antes del tribunal, las dos clases de enjuiciados ocuparán la posición neutral que tienen en la vida actual, mezclándose indiscriminadamente mientras esperan el juicio, sin que ninguno sepa quién es quién? ¿No es evidente que el tribunal forma la gran línea limítrofe entre prueba y exaltación: la gran crisis que determinará la situación de los muchos que han sido llamados; el tiempo para la manifestación de los secretos divinos, lo que resultará en la separación de los malvados de entre los justos, así como el rechazo y condenación de unos, y la aceptación y glorificación de los otros? Si es así, queda demostrado que hasta el momento de la comparecencia de los muertos ante Cristo para rendir cuentas, estas cuestiones quedan sin definirse. Por supuesto, las conoce la mente divina, como ya hemos tenido ocasión de observar, pero no las da a conocer ni las pone en vigor. Cristo, como juez de vivos y muertos, ha sido investido precisamente con ese oficio.

¿Cuál es la conclusión que se deriva de estas premisas bíblicas? Hay sólo una: que los muertos congregados para juicio son hombres y mujeres en la carne rescatados del sepulcro, recreados y resucitados ante la presencia de su Señor y Juez para determinar si son dignos de recibir el «maná escondido» (Apocalipsis 2:17) de vida eterna, para el cual todos son candidatos, o merecedores de ser devueltos a corrupción y muerte, bajo la solemne circunstancia especial de rechazo por el Hijo del Hombre. De este modo, aquellos que estén vivos cuando venga el Señor, y aquellos que salgan del sepulcro en aquel período estarán en una situación de perfecta igualdad. Todos ellos serán reunidos ante la sola Gran Presencia para el grande y terrible propósito de inquisición. Sólo después de oír las palabras dichas por el Rey, sabrán qué será de ellos. Todo depende de las cuentas rendidas. Esto puede ser calculado con precisión sólo por el Juez. El hombre justo temblará y menospreciará su posición; por otra parte, el inicuo puede presentarse tranquila y descaradamente ante aquel augusto tribunal para relatar con aplomo y confianza la lista de sus pretensiones para la consideración del Mesías: «¿No profetizamos en tu nombre, y en tu nombre hicimos muchos milagros?»

Es evidente por tres cosas – por las parábolas de Cristo, por las declaraciones de Pablo y Pedro, y por el motivo mismo por el cual se lleva a cabo – que el juicio no será una pantomima, ni una indiscriminada división de clases de personas, sino un arreglo de cuentas individual «de manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí» (Romanos 14:12). Se podría pensar que las personas presentes ante el tribunal quedarán paralizadas e impotentes para expresar sus pensamientos; pero se debe recordar que allí mismo estará el poder que tocó a Daniel y lo hizo levantarse cuando había caído a tierra ante la presencia del ángel, y sin duda, este poder se manifestará para permitir que todos tranquilamente, con claridad y deliberación, muestren como son. Por medio de la hipnosis aplicada por seres humanos, se puede ahora lograr este resultado parcialmente; cuánto más, cuando el poder del Altísimo prevalezca, aquellos sobre los cuales actúe ese poder se sentirán aislados de toda influencia perturbadora y podrán concentrar sus mentes en la solemne tarea que tienen que realizar.

La idea de que los justos que han muerto se levantarán en un estado de incorrupción y que los fieles que estén vivos serán transformados instantáneamente, dondequiera que se hallen en la tierra, y que serán cambiados a naturaleza espiritual antes de comparecer ante la presencia de Cristo, aunque aparentemente apoyada por pasajes bíblicos que son interpretados superficialmente, es un error de gran magnitud. Prácticamente echa a un lado la doctrina del Nuevo Testamento sobre el juicio (que en sí misma es una enseñanza básica), y tiende a destruir el sentido de la responsabilidad y la cautela inducida por el reconocimiento del hecho de que todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo para que recibamos en el cuerpo según nos hayamos comportado, sea bien o mal.

¿Como Será el Tribunal?

Profesar creer en el juicio y al mismo tiempo creer que los muertos se levantan inmortales, es sólo retener una forma de palabras por respeto a la fraseología del Nuevo Testamento, y rechazar lo que esas palabras significan. Si los muertos resucitasen a incorrupción o muerte, según lo que merezcan, Jesús quedaría despojado de su honor como juez, y al tribunal se le quitaría su finalidad y terror. Si los vivos han de recibir la inmortalidad antes de que Jesús los declare benditos, ¿no sería el tribunal una mera formalidad sin sentido? Si (lo que es peor) los inicuos no han de estar allí para oír y recibir su condenación, no sería juicio en absoluto, sino tan sólo una congregación de los escogidos; una ceremonia sin terror y despojada de todo elemento de ansiedad, ya que tener parte en ella, de acuerdo con esta teoría, es estar a salvo de todo mal; no habría rendición de cuentas de todo hombre de acuerdo con sus acciones, sean buenas o malas; sino un simple otorgamiento de dádivas y honores a los diversos amigos del Rey. Sin embargo, esta es la errónea creencia que muchos son inducidos a abrigar por causa de una lectura superficial de ciertas partes de los escritos apostólicos. Vamos a considerar estos pasajes en forma detallada.


(1) «Los muertos en Cristo resucitarán primero» (1 Tesalonicenses 4:16). En base a este pasaje, se afirma que los aceptados saldrán del sepulcro antes que los infieles; pero un examen del contexto revelará que la comparación implicada en esta palabras es entre los justos que han muerto y los justos que están vivos, y no entre los muertos justos y los muertos inicuos. Los tesalonicenses se lamentaban por la muerte de algunos de ellos, temiendo que los difuntos hubiesen perdido algo al morir. Pablo les asegura que esto es un error: «Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados.» Pablo sencillamente quiere enseñar que los muertos son restaurados a la vida y perfeccionados antes de que los vivos entren en la herencia y que por lo tanto, los muertos nada pierden de su esperanza al morir. «Por tanto,» dice él, «alentaos los unos a los otros con estas palabras» (1 Tesalonicenses 4:15-17).


(2) «Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos» (Apocalipsis 20:6). A partir de este pasaje se argumenta que ninguno de los inicuos resucitará en la resurrección cuando Cristo venga. La cuestión gira en torno a las palabras «tiene parte en la primera resurrección.» ¿Qué es tener parte en la primera resurrección? La palabra griega traducida «parte» es meros. Parkhurst la define como «una pieza, parte, porción,» de ahí que tener parte en la primera resurrección es tener «una pieza, parte, porción» a la venida de Cristo. Tan solamente levantarse no es tener una porción en la resurrección que se efectúa. Habrán muchos en el tribunal que serán descartados sin «una pieza, parte, porción.» El Rey rehusará aceptarlos. Sobre éstos la segunda muerte tendrá poder; pero sobre aquellos que alcancen la condición que Juan vio y describió como «la primera resurrección» – el vivir y reinar con Cristo mil años – «la segunda muerte no tiene poder.» Como Jesús dice: «Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles» Lucas 20:36).


(3) «Los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan ni se dan en casamiento…» (Lucas 20:35). Fundándose en estas palabras, algunos afirman que los indignos no saldrán de la sepultura para «alcanzar aquel siglo.» El argumento está basado en una interpretación errónea del versículo. «La resurrección de entre los muertos» a veces significa algo más que el acto de levantarse de la sepultura. «Resurrección» implica el acto de levantarse del polvo, pero abarca más que esto en muchas partes del Nuevo Testamento. Por ejemplo, los saduceos preguntaron a Jesús: «En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer…?» (Mateo 22:28), es decir, ¿de cuál de los siete será mujer en el estado al que los muertos se levantarán? ¿Cómo podría entenderse la pregunta si se interpretara: «¿De cuál de los siete será ella mujer en el acto de levantarse de la sepultura?»? Jesús dijo además: «Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento» (Mateo 22:30), es decir, en el estado al que los muertos se levantarán. También, «los que hicieron lo bueno [saldrán] a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación»; es decir, una clase de personas sale de la sepultura a un estado de resurrección, la otra a otro estado de resurrección. Se sabe que Pablo predicó acerca de Jesús y la resurrección (Hechos 17:18). Esto no puede significar que Pablo simplemente predicó acerca del acto de levantarse de la sepultura. El mero acto de levantarse de la sepultura no es necesariamente algo bueno. Lázaro y el hijo de la viuda de Naín se levantaron de entre los muertos, pero no al estado de resurrección predicado por Pablo. Ellos solamente recibieron una renovación de la vida mortal. Muchos malvados se levantarán de la sepultura, pero el acto de levantarse no será para ellos un acontecimiento feliz, sino al contrario; preferirían permanecer en el olvido de la tumba. Todo depende del estado al cual conduzca el levantarse de la sepultura; en otras palabras, depende del resultado del juicio que sigue a la resurrección. Pablo anunciaba la esperanza de resucitar para recibir en el juicio una condición caracterizada por la incorrupción y la inmortalidad. A esta condición deben levantarse los muertos justos. El simple acto de levantarse no es toda la resurrección. Está implicado en ella; es una parte de ella, pero tal como frecuentemente se emplea en las Escrituras, se necesita añadir la idea de la condición de los resucitados después del juicio para que el concepto expresado por la palabra «resurrección» sea completa.


(4) Otra ilustración de esto se halla en un pasaje en el cual se basan los que se oponen a esta idea: «Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta [¿qué cosa? Pues, el estado de cosas que Juan vio, es decir, el reinado de los santos por mil años] es la primera resurrección» (Apocalipsis 20:4, 5). Evidentemente la palabra resurrección no puede ser restringida aquí al acto de levantarse de la sepultura. Muchos tendrán una parte en esta «primera resurrección» (el reinado milenial de Cristo), los cuales nunca llegarán a entrar en la sepultura, a saber, los que estén vivos en el momento de la venida del Señor. La palabra «resurrección» aquí abarca ampliamente un estado y un tiempo al cual las personas vistas son conducidas desde la muerte, sea que estén bajo tierra o caminando sobre ella en mortalidad. Pero tanto los vivos como los muertos tendrán que comparecer ante el tribunal, antes de que ocupen la posición en la cual Juan los vio, y cuando se presenten ante el tribunal tendrán compañeros a los cuales no volverán a ver nunca más, porque a algunos, Cristo les dirá: «Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mateo 7:22-23). Los tales estarán «avergonzados» ante él «cuando se manifieste» (1 Juan 2:28; ver también Daniel 12:2).


(5) Un obstáculo principal para el entendimiento de la resurrección y el juicio se halla en las palabras «los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron los mil años» (Apocalipsis 20:5). Esto se vuelve un obstáculo al suponer que se aplica a los siervos infieles de Cristo. Esta suposición es evidentemente un error, porque la visión de Juan abarcaba solamente la resurrección de los justos, los que «vivieron y reinaron con Cristo.»

Todo lo que el pasaje realmente demuestra es que no habrá otra resurrección sino hasta el término de los mil años. Seguramente no es su propósito enseñar y, como hemos visto, no enseña, que no habrá resurrección de los injustos a la venida de Cristo. Ningún pasaje de las Escrituras puede contradecir el claro testimonio de otras partes. Admitir la común interpretación de Apocalipsis 20:5 sería abandonar la doctrina del juicio del Nuevo Testamento.


(6) Pero la más grande piedra de tropiezo para aquellos que niegan el juicio de los santos consiste en las declaraciones de Pablo sobre la resurrección en 1 Corintios 15: «Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual…Los muertos serán resucitados incorruptibles» (versículos 42-44, 52). Si restringimos estas palabras al mero acto de salir del sepulcro, naturalmente parecen ser una expresa afirmación de que el cuerpo es incorruptible, espiritual e inmortal desde el primer momento de su restauración; y que por tanto, el juicio es anticipado y sustituido por esta callada proclamación de aceptación, y que nada hay entre aquellos que así se levantan incorruptibles y su completa salvación, sino una gozosa reunión con el Señor.

El error consiste en interpretar las palabras de Pablo demasiado estrictamente, leyéndolas como si se refirieran solamente al momento de levantarse, en vez del estado de existencia al cual conduce el acto de resucitar para los que posteriormente son aprobados en el juicio. Pablo no está trazando el proceso por el cual pasa un muerto desde las profundidades de la corrupción hasta la naturaleza de los ángeles; los detalles literales del procedimiento están ajenos al tema que está tratando. Más bien está respondiendo a las dudas planteadas por el objetante: primero, ¿cómo se levantan los muertos? y segundo: ¿con qué cuerpo se levantan?

El apóstol presenta a Adán y a Cristo como pruebas de su afirmación de que «hay cuerpo animal, y hay cuerpo espiritual.» Cita el primer libro de Moisés referente a Adán para demostrar que existe el cuerpo animal o natural: «Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente» (es decir, cuerpo animal) (1 Corintios 15:45). Su prueba de lo segundo reside en esto: «El postrer Adán [fue hecho] espíritu vivificante.» Ahora, supongamos que una persona que desconoce la historia de Cristo, recibiera sus impresiones acerca de la vida del Señor leyendo esta declaración, sin tener ninguna otra fuente de información. ¿No llegaría a la conclusión de que el «postrer Adán» [Cristo] era un cuerpo espiritual desde el primer momento de su existencia? ¿Acaso podría deducir de las palabras de Pablo que el «postrer Adán» fue primero un indefenso bebé en Belén, revestido de la naturaleza de carne y sangre de su madre; luego, un joven que ayudaba a sus padres; posteriormente un carpintero que trabajaba en el taller para ayudar a la familia a ganarse la vida; que más tarde fue ungido con el Espíritu Santo y poder, y anduvo haciendo el bien y efectuando obras «que ningún otro ha hecho» (Juan 15:24); y que finalmente quedó desamparado del poder de Dios, y crucificado en debilidad, la de la frágil naturaleza humana? ¿Acaso podría el desinformado y superficial lector de las palabras de Pablo acerca del postrer Adán aprender ahí que no sólo el primer Adán sino también el postrero fue un cuerpo natural durante treinta y tres años y medio, y que sólo llegó a ser espíritu vivificante por el poder de Dios, en su resurrección?

De ninguna manera. Todos estos hechos, tan conocidos para nosotros, están concisamente comprimidos en las palabras «fue hecho espíritu vivificante.» Un proceso con tantas características sorprendentes está expresado en una manera que, si no hubiera otra información, la ocultaría. Si este es el caso de la alusión a Cristo, es decir, si se nos permite creer en contra de la apariencia de las cosas indicadas en 1 Corintios 15, que Cristo fue primero un alma viviente y luego un espíritu vivificante, ¿qué dificultad hay para comprender la referencia a su pueblo, cuya resurrección en la carne y comparecencia ante el tribunal no son explícitamente mencionadas, en una frase cuyo uso en otros casos admite la posibilidad de abarcar todo este proceso?

Hablando en términos resumidos y concisos, «los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros, los que vivimos, seremos transformados.» Ambos cosas ocurrirán al advenimiento de Cristo. Esto es cierto, hablando en términos generales, sin entrar en detalles; pero no es, por lo tanto, necesariamente falso que ambas clases de personas comparecerán «ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Corintios 5:10).

Una declaración general de la verdad no excluye los pormenores involucrados, aunque pueda parecer así. El método de la verdadera sabiduría no es oponer una parte de la palabra a otra, sino resolver los conflictos aparentes, dando importancia a todos los detalles y hallando lugar para ellos en todas las expresiones generales de la misma verdad. Esta actitud no es tomada por aquellos que fundándose en el capítulo ya tratado, niegan que los muertos salgan a juicio para que se sepa si realizarán su aspiración a la inmortalidad. Al contrario, ponen a Pablo en conflicto con otras declaraciones hechas por él mismo. Afirman que las declaraciones generales y resumidas de Pablo sobre el tema de la inmortalidad contradicen no solamente sus propias explicaciones detalladas en otros pasajes de las Escrituras, sino también la enseñanza de Cristo y los demás apóstoles.

En oposición a esta actitud, nos hemos esforzado por hallar, en 1 Corintios 15, un lugar para todos los aspectos de la resurrección; es un lugar invisible para el lector casual, pero perceptible por el estudiante de la Biblia que conoce bien la enseñanza general de Pablo sobre el asunto. Pablo no se contradice a sí mismo. El término «resurrección» frecuentemente incluye todo lo que está divinamente asociado con ella, es decir, incorrupción, gloria, poder, y una naturaleza espiritual, pero esto sólo se logra a través del tribunal que «manifestará las intenciones de los corazones» (1 Corintios 4:5). Hasta que esto acontezca, el futuro es un libro sellado, excepto en la medida en que esté reflejado en la conciencia del individuo. El juicio arreglará todo, separando la paja del trigo y determinando quiénes son los santos, en hecho y en verdad, y quiénes los siervos inútiles, que sólo tienen nombre de que viven, y están muertos.

Conclusión

Encomendamos a la seria consideración de todos los interesados, el hecho evidente de que hay un día designado cuando Dios juzgará los secretos de los hombres por medio de Cristo Jesús, justificando a los justos y condenando a los infieles. Es un hecho que estimulará, reforzará y sostendrá a toda persona que, habiendo sido iluminada y unida a la hermandad de Cristo, está trabajando con ojo bueno, como viendo al Invisible; y es un hecho que, claramente entendido, corregirá y purificará a aquellos que, en situación similar, puedan estar dejándose apartar del sendero de la verdad y del deber por satisfacer consideraciones de una naturaleza temporal. Los anales que serán exhibidos en el tribunal están siendo escritos ahora en las vidas de aquellos que comparecerán allí. El uno será un exacto reflejo del otro. Una fiel mayordomía sostenida ahora, será honrada en aquel día con alabanza, reconocimiento y promoción; mientras que una actitud opuesta traerá vergüenza pública, condenación y muerte. «Los sabios heredarán honra, mas los necios llevarán ignominia» (Proverbios 3:35).

~ Robert Roberts

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