Como estudiantes de la Biblia uno de los momentos que nos dan escalofríos de anticipación es cuando Dios llama a Abraham a que deje su tierra y su parentela para viajar hacia lo desconocido.
La madurez
Ese momento es el llamado universal que todos hemos recibido, el máximo ejemplo de aquello a que Dios ya había aludido en Génesis 2 al señalar que es indispensable dejar padre y madre para realmente crecer. La transición de la adolescencia a la adultez tiene tanta promesa – ¡posibilidades casi sin límite! La madurez es una tierra prometida a la que Dios nos conduce, dotándonos de increíbles talentos y abriéndonos los horizontes – si es que tenemos valor como para darle la espalda al pasado para caminar hacia donde Él nos lleve.
El libro de los Jueces es una exploración a fondo de esta etapa, de esta transición. Lo sabemos porque el autor enmarca el libro con dos frases muy claras: abre con “Aconteció después de la muerte de Josué…” (en el 1:1) y cierra con “En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía.” (21:25).
Jueces es pues la historia de nuestras vidas adultas. En este libro el autor divino nos hace grandes preguntas: ¿Qué haremos con la preciosa libertad que Dios nos da en esta vida? ¿Qué decisiones tomaremos cuando ya no vivimos bajo autoridad?
La historia bíblica de la familia de Abraham que inicia en Génesis 12 y se extiende hasta el último capítulo del Apocalipsis nos enseña que una sola persona, procediendo con fe y dispuesto a sacrificarlo todo, puede transformar el futuro eterno de toda la humanidad. El libro de los Jueces, en cambio, nos relata lo que ocurre con nosotros y nuestras familias cuando tomamos decisiones de otro tipo….
Pero retrocedamos un poco para confirmar que tenemos justificación textual para interpretar el libro de los Jueces de esta forma. La clave está en Corintios. Al final del capítulo 9 de la primera carta a los Corintios tenemos palabras muy conocidas:
¿No saben que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero solo uno lleva el premio? Corran de tal manera que lo obtengan. Y todo aquel que lucha se disciplina en todo. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible; nosotros, en cambio, para una incorruptible. Por eso yo corro así, no como a la ventura; peleo así, no como quien golpea al aire. Más bien, pongo mi cuerpo bajo disciplina y lo hago obedecer; no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo venga a ser descalificado.
En corto, si vamos a correr, corramos para ganar. ¿Pero qué hace el deportista que quiere ganar? ¿Cómo se prepara? Entre muchas otras cosas, analiza las estrategias y los resultados de todos los demás competidores. Y esto es precisamente lo que hace Pablo a continuación en el capítulo 10:
No quiero que ignoren, hermanos, que todos nuestros padres estuvieron bajo la nube, y que todos atravesaron el mar. Todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar. Todos comieron la misma comida espiritual. Todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Sin embargo, Dios no se agradó de la mayoría de ellos; pues quedaron postrados en el desierto… Estas cosas les acontecieron como ejemplos y están escritas para nuestra instrucción, para nosotros sobre quienes ha llegado el fin de las edades.
Pablo nos recuerda que el pueblo de Israel fue participante en la misma carrera en la que nosotros ahorita estamos. Y perdieron. En esta sección el apóstol identifica las decisiones perjudiciales que condujeron a su eventual derrota.
Veamos otro pasaje: el evangelista Mateo parece estar escribiendo principalmente a conocedores del Antiguo Testamento pues lo cita constantemente. Una referencia sumamente interesante es ésta, cuando José y María huyen de Herodes:
Entonces José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto. Y estuvo allí hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que habló el Señor por medio del profeta, diciendo: De Egipto llamé a mi hijo.
Lo que aquí nos llama la atención es que si leemos el pasaje que Mateo cita (en Oseas 11:1+) no se nos habría ocurrido que se refería a Cristo:
Cuando Israel era muchacho yo lo amé; y de Egipto llamé a mi hijo. Mientras más los llamaba más se iban ellos de mi presencia. A los Baales ofrecían sacrificio y a los ídolos quemaban incienso. Pero fui yo el que enseñó a caminar a Efraín tomándolo por sus brazos. Sin embargo, no reconocieron que yo los sanaba. Con cuerdas humanas los atraje, con vínculos de amor. Fui para ellos como los que ponen un bebé contra sus mejillas y me inclinaba hacia ellos para alimentarlos.
Oseas obviamente se refiere al pueblo de Israel, mientras que Mateo lo interpreta como referencia a Cristo. ¿Cómo entender esto?
Lo que tanto Pablo como Mateo nos están enseñando es que las historias que Dios ha preservado en el Antiguo Testamento han sido cuidadosamente seleccionadas porque describen la experiencia humana universal. Lo que pasó a Israel como nación es lo que igual atravesó Cristo – y lo que vivimos también todos nosotros.
En nuestro desarrollo, la infancia y juventud, que casi vienen a ser como esclavitud (ver por ejemplo Gálatas 4), dan lugar al despertar espiritual marcado por el bautismo – el momento en el que salimos de Egipto por medio del agua y el espíritu. De allí, al igual que Cristo y el pueblo de Israel, entramos inmediatamente a un período de prueba, a un período de definirnos.
¿Pero qué viene después? Lo que sigue es la entrada a la tierra prometida, al lugar donde ya no estamos bajo la autoridad de otros, sino que existimos como adultos moralmente e espiritualmente independientes, responsables por nuestro propio destino.
Ahora que ya no somos niños, ¿qué vamos a hacer?