Sirviendo a la Familia de Dios

No hay honor, riqueza ni poder en la tierra que iguale el honor y el tesoro espiritual que cada creyente posee. Aunque anteriormente estábamos alejados de la ciudadanía de Israel, Pablo dice:

«…vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo…porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre. Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Efesios 2:13, 18, 19).

La familia de la fe Todo honor trae responsabilidades, y cuando un creyente llega a ser miembro de la familia divina, debe dedicarse a servirla. Cuando Pablo exhortó a los gálatas, diciendo «Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos,» el apóstol agregó, como parte vital de las buenas obras, «y mayormente a los de la familia de la fe» (Gálatas 6:10).

En la vida nueva, uno tiene que aprender que la característica más sobresaliente de esta familia de la fe es el amor, porque Dios es amor. Si la familia tiene poco amor, o ninguno, no es de Dios. Según Jesús, «toda la ley y los profetas» depende del amor a Dios y al prójimo; y el amor debe comenzar allí donde está Dios, en Su familia.

Si cada uno que nace en la vida nueva y la familia del Señor es siervo de la familia, ¿cómo debe servirla? Primeramente, debe reconocer el alcance de su servicio:

«En esto hemos conocido el amor, en que él [Jesucristo] puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.»

Vale la pena leer estas palabras y meditar en ellas una y otra vez, porque este ideal raramente se realiza en la práctica. La manera desconsiderada en que a menudo pasamos por alto el bienestar de nuestros hermanos es una burla del sacrificio de Cristo y de nuestros así llamados sacrificios por los hermanos.

El primer servicio de todos los miembros de la familia es cumplir en la práctica su compañerismo el uno con el otro, con Dios y con Jesús: realizando el objetivo de compartir una fe y un propósito común, y trabajando juntamente como compañeros en la realización de una meta divino-histórica. Esto significa comprender las capacidades y los límites no sólo de la personalidad de uno mismo, sino también de la de los otros. Mientras la salvación es un asunto individual, el compañerismo es forzosamente un asunto social. A menudo hay en la iglesia miembros solitarios, ancianos y enfermos a quienes les cuesta asistir a las reuniones del domingo y quienes recibirían con beneplácito palabras de consuelo y simpatía de los que tienen una situación más afortunada. Pero a veces éstos están demasiado preocupados con otros miembros menos necesitados, y se pierde la oportunidad para realizar el verdadero compañerismo.

Compañeros espirituales

Es fácil encargarse de una tarea específica en la iglesia; pero no es tan fácil llegar a conocer a los demás hermanos como compañeros espirituales, como personas que también sufren dificultades y ansiedades, necesitan ayuda y compasión, y responden a nuestro amor y preocupación. Estas son la cosas que Pedro tenía en mente cuando escribió: «Amad a los hermanos,» y en que Juan pensaba cuando dijo: «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos.»

Entonces, practiquemos primero lo primero: el amor, el compañerismo y las buenas obras con los de la familia de la fe. Todas nuestras demás actividades deben estar fundadas sobre éstas, de manera que no haya acepción de personas ni hipocresía, sino una saludable unidad espiritual de amor, la cual se manifestará en adoración constante, alabanzas y acción de gracias al Rey de Gloria quien ha abierto para cada uno de nosotros una tan grandiosa puerta de esperanza.

El servicio comienza en la puerta de la casa, o de la iglesia, porque el jovial y sonriente portero que da la bienvenida a los hermanos y visitas comunica el caluroso compañerismo que es una parte esencial del ambiente de cada reunión. Si se agregan a esta amabilidad la puntualidad en comenzar sus funciones, la eficiencia en cumplirlas, y la cortesía y espíritu servicial hacia los amigos que vienen a escuchar la proclamación pública de la Verdad, estas cosas constituyen un servicio dedicado a la familia de la fe que tiene un valor mucho más elevado que el que a menudo se le atribuye.

Alguien tiene que cumplir tales funciones; no son triviales sino que son parte de la adoración, alabanzas y dedicación al Señor de toda la congregación; ¡y para servirle a El, nada debe ser demasiada molestia! «Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad,» dijo el salmista, porque el galardón de tal servicio amoroso es eterno.

Dios lo ve todo

Los miembros aptos para ayudar a administrar una iglesia generalmente son puestos a trabajar muy pronto. Cualquiera que sea la tarea que se le ha asignado, cada uno debe desempeñarla «como para el Señor» (Colosenses 3:23). Aunque no siempre estemos conscientes de ello, todos vivimos permanentemente bajo la mirada escrutadora de Dios, quien se da cuenta de todo lo que hacemos y decimos. «El que hizo el oído, ¿no oirá? El que formó el ojo, ¿no verá?» No estamos suficientemente conscientes de que nuestro servicio al Padre, en cualquier capacidad, es un servicio sagrado y no debe nunca ser menospreciado ni realizado de manera indiferente.

Existe buen número de servicios importantes que pueden realizarse en la iglesia, además de los más prominentes. Si bien hay algo de verdad en el dicho según el cual «son los pobres los que ayudan a los pobres,» también es cierto que son los jóvenes los que pueden ayudar a los jóvenes. Los jóvenes matrimonios y solteros pueden hacer mucho para promover el bienestar espiritual de los jóvenes de la iglesia, bautizados o no bautizados, invitándolos a sus casas o participando en las actividades para jóvenes organizadas por la iglesia.

La escuela dominical se beneficia enormemente de la presencia de una clase compuesta de jóvenes matrimonios y otros jóvenes de quince años en adelante. Una clase activa de este tipo puede ayudar a evitar la seria pérdida de alumnos de escuela dominical de 14 o 15 años en adelante, que afecta a tantas iglesias. Y casi todas las iglesias siempre necesitan más maestros y maestras para la escuela dominical.

La familia divina

Muchos hermanos cometen el error de dar más importancia a unas actividades de la iglesia que a otras. Si bien es cierto que hay diferencias entre las diversas reuniones de la iglesia, esto no debería afectar nuestra asistencia a ellas. Lo que sí debe enfatizarse es el hecho de que cada reunión cumple una función particular dentro de la familia de Dios.

El domingo por la mañana, la familia conmemora el sacrificio de su Señor, un sacrificio que él sufrió amorosamente por ella. El domingo por la noche, la familia se reúne para testificar del poder del nombre de Cristo y su reino, y en un día de semana, ella prosigue su estudio de los propósitos y preceptos de Dios revelados en la Biblia. En realidad, la clase bíblica satisface una necesidad particular de los hermanos jóvenes. Entonces, las reuniones de la iglesia no deben ser objeto de nuestra preferencia personal, sino actividades de toda la familia, que aumenten y aviven el espíritu de compañerismo.

El hecho de que la mayor asistencia de hermanos se registra el domingo por la mañana, mientras que solamente un número muy inferior de hermanos asisten a la clase bíblica semanal, demuestra una escandalosa parcialidad en nuestra participación en las actividades de la iglesia, todas las cuales deben ser la expresión de un gozoso espíritu familiar de amor y devoción a la voluntad de Dios y a los demás hermanos. El apóstol Pablo instaba al joven Timoteo a que hiciera todas las cosas «…sin prejuicios, no haciendo nada con parcialidad,» así que todos debemos meditar muy seriamente en nuestras actitudes no solamente los unos con los otros, sino también hacia las reuniones de la iglesia.

La lectura pública de la Biblia

Uno de los servicios a la iglesia al que se da poca importancia es la lectura pública de las Escrituras, las cuales rara vez se comunican con la claridad, entendimiento y convicción que su carácter merece.

Necesitamos recuperar algo del «temor de Jehová» y del honor y dignidad de la lectura pública de las Escrituras que Esdras promovió en su día:

«Abrió, pues, Esdras el libro a ojos de todo el pueblo…y cuando lo abrió, todo el pueblo estuvo atento. Bendijo entonces Esdras a Jehová, Dios grande» (Nehemías 8:5, 6).

¿Acaso no contienen las Escrituras «preciosas y grandísimas promesas» (2 Pedro 1:4), y acaso no debemos reverenciarlas como la palabra viviente del «Dios grande»?

Algunos de los levitas también fueron nombrados para leer las Escrituras, mientras

«el pueblo estaba atento en su lugar. Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura» (Nehemías 8:7, 8).

Las lecturas diarias en casa, particularmente si se hacen en voz alta, claramente y con entendimiento, no sólo proporcionan instrucción sino también entrenamiento para el honor de leer en Su presencia ante los miembros de Su familia.

El compañerismo de la oración

Otro de los servicios descuidados son las oraciones públicas. De la misma manera que el hermano presidente debe preparar de antemano todos los aspectos de sus funciones, incluyendo la oración, así también todos los hermanos a quienes se les suele pedir oraciones públicas deben prepararse para acercarse al Dios Altísimo, nuestro Padre. Si existiera la más remota posibilidad de que tuviéramos que comparecer ante un rey terrenal, ¿iríamos sin prepararnos, sin tratar de formular de antemano algunas palabras apropiadas?

Al querer orar espontáneamente, dejamos de preparar nuestra mente y nuestros pensamientos. Es verdad que tenemos libertad para entrar en el lugar santo por la sangre de Jesús. Pero, ¿libertad para hacer qué cosas? Primeramente, para adorar a Jehová en la hermosura de la santidad (Salmos 96:9), luego para alabar y hacer acciones de gracias por todo lo que recibimos tan abundantemente de Su mano. Posteriormente podemos presentarle nuestras ansiedades y peticiones.

Hay tanto compañerismo y tanto amor que experimentar con el Padre en la oración, que es una lástima cargar nuestras oraciones, como frecuentemente lo hacemos, con pequeñas exposiciones de lo que El ya reveló para nuestra instrucción.

La nueva vida es una vida en familia, y es en esta familia divina que aprendemos lo que significa el amar a Dios y a nuestros hermanos. Es en esta familia que aprendemos a tener compasión por nuestros semejantes, y es aquí que experimentamos un espíritu que no se encuentra en ninguna otra parte del mundo, el compañerismo dado por Dios que se revela en el servicio abnegado a los demás. Consecuentemente, nos olvidamos de nosotros mismos, y así se alivia la angustia de nuestros propios problemas. Es en esta familia que nuestro carácter se moldea en la semejanza del de Cristo, y en que encontramos fuerza espiritual.

La Jerusalén celestial

El escritor a los hebreos nos dice que todos nos esforcemos para servir fielmente a la familia de Dios, porque

«…os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto…»

Dios quiera que cada uno de nosotros sea digno del gran honor que nuestra membresía en esta grandiosa familia nos confiere.

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