Nuestro Dios y Padre

Nos deleitamos en la revelación de la sabiduría de Dios que nos ha sido dada en las Escrituras, y meditamos agradecidamente en su amor gratuito que nos ha rescatado de nuestra naturaleza pecadora. Con admiración nos damos cuenta de lo que él debe haber sufrido mientras veía a su amado Hijo clavado a una cruz. Con el corazón lleno de gratitud lo alabamos por la visión que nos ha dado de las cosas que han de venir en el glorioso reino que establecerá por medio de su HijoRe. Pero ¿cuánto sabemos de él y qué tan cerca de él estamos en nuestra vida espiritual?

El y sólo él creó todo
Es asombroso cuánto nos ha dicho él de sí mismo. La mayor parte de lo que nos ha dicho habría estado más allá de la concepción y comprensión humanas de no habernos concedido la bendición de su revelación que responde a tantas preguntas. Tantas cosas que damos por sentadas en la Biblia son evidencia de su divina inspiración.

Al niño le encanta hacer preguntas difíciles a los padres: interrogantes sobre la existencia de las cosas, retrocediendo en el tiempo hasta llegar a la pregunta: «¿Quién hizo a Dios?» o «¿Quién existió antes de Dios?» Solo Dios puede contestar esa clase de interrogantes, y lo hace por medio de las Escrituras. El dice: «Yo Jehová, que lo hago todo, que extiendo solo los cielos, que extiendo la tierra por mí mismo…» (Isaías 44:24). También para mostrar la extensión de su grandeza y su poder, declara: «Yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho…» (Isaías 46:9-10). ¿En qué otro lugar podría encontrarse tal seguridad divina, y en qué libro o religión podría verse evidencia como la que él ha proporcionado?

Allá en el pasado remoto, lejos de los pensamientos humanos, Dios existió solo. Este es el sentido de Génesis 1:1: «En el principio creó Dios [Elohim] los cielos y la tierra.» Siendo Elohim una forma plural, puede entenderse como singular dependiendo del contexto o verbo que lo complementa. Así, «la palabra hebrea ‘creó’ está en singular y elimina cualquier idea de que el sujeto Elohim deba entenderse en sentido plural» (cita tomada del libro El Pentateuco y las Haftoras, del Dr. J. H. Hertz, página 2).

Fue la maravillosa sabiduría del Dios único la que creó «el polvo del mundo» (Proverbios 8:26), los átomos, minúsculos mundos giratorios que portan su poderosa fuerza; demasiado pequeños para ser vistos por el ojo desnudo; demasiado rápidos y elusivos para ser atrapados en su movimiento por los más poderosos microscopios electrónicos a través de los cuales pueden ser vistos únicamente como un destello que cruza una pantalla. Aun así tales átomos forman parte de cada estrella o planeta como también de toda manifestación de vida animada e inanimada. En la totalidad de la creación existe un orden matemático que hace posible que el hombre pueda posar una nave espacial en la luna con un horario más exacto que el de un tren o autobús aquí en la tierra.

Esta es la clase de poder que Dios tiene y nos es completamente imposible expresar con palabras la majestad de un Creador cuyo universo es tan vasto que se ha estimado que hay probablemente 60,000 millones de galaxias (agrupaciones de millones de estrellas) distribuidas en el espacio, siendo una de ellas la manta de estrellas que vemos en la noche y que conocemos como Vía Láctea. Nuestro sistema solar es parte de esta galaxia.

Dios y el hombre
Llegó el momento en que en un pequeño planeta, la tierra, en este vasto mar de galaxias, Dios [Elohim] creó al hombre. A estas alturas Dios ya no estaba solo: una hueste de inmortales había venido a ser parte de su creciente gloria; los ángeles eran sus fieles siervos y mensajeros. De aquí la revelación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…» (Génesis 1:26).

A pesar de tanta evidencia de la imponente majestad de Dios, y de la belleza y gloria de su creación, Adán y Eva pecaron: una prueba de cuán fácil es para el hombre arraigarse en los deseos terrenales hasta olvidar que Dios esta allí; que él ve y oye todo; que no hay un solo pensamiento en nuestra mente, o una palabra de nuestra lengua que él pueda llegar a ignorar (Salmos 139:1-4); ni siquiera un pajarillo que cae, o un cabello de nuestra cabeza que pueda escapar de su conocimiento (Mateo 10:29-30). Esta es la extensión de su poder, porque él habita en cada átomo.

La creación del hombre prefiguró al verdadero hombre a imagen y semejanza de Elohim, el postrer Adán, Jesús el Cristo. Por medio del sufrimiento, gozo y pesar de la humanidad vino el único que conduciría a un pueblo fuera del Egipto del pecado para hacernos «sentar en los lugares celestiales» (Efesios 2:6). En un mundo donde predominan los deseos de los hombres y la voluntad y disciplina de Dios no se toman en cuenta, nosotros necesitamos, más que los santos de cualquier otra época, estar en guardia para que nuestra mente no se contamine con las actitudes del mundo moderno. Necesitamos alzar nuestros «ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro?» (Salmos 121:1) y nuestra mente al Dios que nos hizo, para que podamos estar tranquilos y saber que «Jehová de los ejércitos está con nosotros» (Salmos 46:10-11).

Pocos de nosotros llegamos a darnos cuenta de la majestad, fuerza y poder de Dios hasta llenar nuestros corazones con el temor de ofenderlo en cualquier palabra o acción. Ninguno de nosotros será digno del «eterno peso de gloria» (2 Corintios 4:17) que es ahora nuestro en esta vida, porque Dios, nuestro Padre, nos ha escogido para reunirnos con los muchos hijos de los cuales su amado Hijo es el primogénito (Romanos 8:29).

Israel conocía a Dios por su majestuoso nombre Yahvé: el nombre que lo define tal como es y será en el desarrollo de su propósito. Es el nombre que prometía manifestaciones cada vez más grandiosas de gloria y amor; el nombre sobre todo nombre. Fue tanta su abundante gracia por medio de Jesús, que todo el que ha nacido a la nueva vida se convierte en su hijo adoptivo, con el privilegio de llamarlo por un nombre aún más ilustre: Padre.

Unidad en el Padre
Vistos desde esta majestuosa y divina concepción de amor y gracia, nosotros hemos de aparecer a nuestro Padre como personalidades espirituales desobedientes y extremadamente débiles, negligentes en nuestro trabajo espiritual. Pero así como en el caso de Israel, él continúa amando y perdonándonos para que aprendamos a amar y perdonar a otros, pues que somos miembros de una familia divina muy unida.

Jesús ilustró con su vida y enseñanza, cuán estrechos son los lazos de la vida espiritual. También nos muestra el camino por medio de los ejemplos de su constante amor por su Padre y por aquellos que vino a salvar. Jesús nos exhorta a mantener un cercano y cálido compañerismo con el Padre y con él. Recordemos Juan 17 donde Jesús enfatiza el espíritu y armonía de esta relación: «Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros» (Juan 17:11). También podemos notar su preocupación por aquellos que aún no han nacido en la familia de su Padre: «No ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos [los discípulos], para que todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (Juan 17:20-21).

Fue en un tiempo increíblemente lejano cuando Dios, siendo solo, con su sabiduría planeó el universo, las largas edades hasta el reino, y la perfecta consumación de todo en el futuro (1 Corintios 15:24-28). El hecho de que este plan divino haya incluido nuestra elevación hasta la posición de hijos espirituales de Dios, una posición más allá de lo que merecemos, debe hacer que sintamos pesar por nuestro pecado y debilidad en «polvo y ceniza,» humillando totalmente nuestro orgullo, si es que tenemos la más mínima cantidad de imaginación espiritual.

Habiendo sido exaltados hasta tan alto y divino honor, debemos considerar que es nuestro deber personal dedicarnos a descubrir cuál es el plan del Padre, cómo se ha realizado hasta ahora, qué es lo que él desea y necesita que hagamos, y para qué propósito desea que trabajemos. Esta es la razón del estudio de la Biblia, y si no lo hacemos permaneceremos ignorantes de lo que él está haciendo y del papel que nos corresponde hacer en su obra. Es una tarea individual y de la iglesia en conjunto. Es un compañerismo no sólo de comunión familiar sino también de trabajo y propósito.

Los cuidados del Padre
Lograremos poco o nada si confiamos en nuestra propia capacidad: desilusión, frustración y tristeza nos esperan si lo intentamos. Pero tendremos éxito si recordamos la clase de Padre que tenemos. Morando en cada átomo, conociendo todos sus movimientos y posiciones, ¿podrá dejar de oír nuestras oraciones?, o falto de amor, ¿dejará de usar a sus ángeles para ayudarnos en nuestras necesidades? (Hebreos 1:14).

A Moisés le reveló la naturaleza de su gloria: «¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado…» (Exodo 34:6-7). A pesar de siglos de desobediencia él pudo aún decir a Israel, recordando su pacto: «Con amor eterno te he amado; por tanto te prolongué mi misericordia (con cuerdas de amor, Oseas 11:4). Aún te edificaré, y serás edificada, oh virgen de Israel» (Jeremías 31:3-4).

Esta es la clase de Dios que siempre ha sido; esta es la clase de Padre que tenemos. Pedro conocía por su propia experiencia que siempre podría contar con su amor; por tal razón escribió: «Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque él se interesa por ustedes» (1 Pedro 5:7, versión Dios Habla Hoy).

John Marshall

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Publicado por la Misión Bíblica Cristadelfiana

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