No hay momento más precioso que el que experimentamos cuando al regresar de nuestra luna de miel, entramos a nuestra casa o apartamento y cerramos la puerta con los dos adentro, sin jamás tener que volver a separarnos. Alrededor de nosotros están las cosas que hemos acumulado y las que nos regalaron como regalos de boda. Nuestra tarea ahora es imprimir a nosotros mismos y a Cristo en los objetos inánimes, dejando nuestra huella en ellas para que podamos identificarlas como nuestras.
Las mujeres están dotadas de un maravilloso don por medio del cual pueden transformar una casa en un hogar, un lugar adonde su esposo siempre desea regresar. Pero este don, como todos los dones, tiene que ejercerse constantemente para que sea eficaz. Los hogares mal aseados y desorganizados son un impedimento para una manera piadosa de vivir; ¡tratan de hacernos parecer a ellos!
Pero un buen hogar no es el que se ve en la revista Buenhogar o en las exposiciones de casas modelo. Un buen hogar es el donde reina el amor verdadero, y donde Cristo y su verdad se encuentran. Estos ingredientes son infinitamente preciosos y necesitan un manejo muy cuidadoso, porque sin ellos no tenemos luz en nuestra casa.
El matrimonio es más grande que el total de sus componentes
Nuestro matrimonio es más que cada uno de nosotros y más que ambos. No se nos presenta tallado a la medida en el día de nuestro boda. El matrimonio es una relación viviente y necesita ser cultivado, protegido y atendido. El matrimonio es más grande que nuestras dos contribuciones. Por medio de la oración y una forma maravillosa de transmutación mágica, se edifica una estructura preciosa y viviente que nos une dentro de sí. No hay dos matrimonios idénticos y ningún matrimonio es perfecto. El matrimonio es lo que nosotros determinamos que será y lo que nosotros hacemos de él. Cada cónyuge tiene algo que contribuir y no debemos escatimar esfuerzos para que sea exitoso.
Lo que importa no es lo que el matrimonio dé a nosotros sino lo que nosotros contribuyamos a él. «Más bienaventurado es dar que recibir,» dijo nuestro Señor, y esto se aplica tanto al matrimonio como a cualquier otra relación. Este debe ser el lema de ambos cónyuges. No se debe contemplar que uno de los cónyuges todo lo dé mientras el otro todo lo reciba. Si damos de todo corazón no tendremos que preocuparnos por lo que recibamos porque lo que buscamos, si es para nuestro verdadero bien, siempre vendrá de nuestro cónyuge en su calidad de dador.
El secreto reside en aprender a servir con dignidad, gentileza y presteza. Tengamos a Jesús en mente y observémoslo trabajar. El Señor mejoraba todo lo que tocaba. Si aprendemos a imitarlo en nuestro matrimonio, indudablemente encontraremos que el matrimonio será afectado por él.
¿Quién es la cabeza?
La vida moderna se basa en la igualdad y los derechos propios. Estos principios parecen ser justos y correctos, pero hay en ellos una profunda falacia, una suposición catastrófica que puede ser desastrosa para el matrimonio.
Comencemos en el principio. Existe en el universo una estructura de autoridad; hay un solo Dios y ningún otro. Dios no tiene igual y él determina lo que es justo por medio de su propia justicia. El hombre no tiene voz ni voto para determinar lo que es correcto delante de Dios. Así que existe una estructura para nuestro mundo. Dios es el Creador y Cabeza; Cristo es Señor por mandato divino. La cabeza de Cristo es Dios.
Este arreglo es reflejado en el verdadero matrimonio. Dios es la Cabeza del hogar y de ambos cónyuges. Ellos reconocen la unidad de Dios y su autoridad para enseñarles lo que es bueno y correcto para el matrimonio y la familia. Fue Dios quien dijo, «El marido es cabeza de la mujer.» Esto es así por la sencilla razón de que Dios lo dijo. La mujer fue hecha para el hombre y no el hombre para la mujer.
Esto no tiene nada que ver con el machismo. Tampoco es un relación amo-esclava en la cual el hombre vive ociosamente, señoreándose sobre su mujer que obedece a todos sus deseos y satisface todos sus caprichos egoístas. Estas ideas están tan alejada del mandato divino como lo está el pecado de la justicia.
El Señor de la vida
«El marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador.»
«Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella.»
Verdaderamente el hombre es la cabeza del matrimonio y también es su principal siervo. Debe amar a su esposa y dar su vida por ella.
Existe para el esposo una sencilla regla de oro: que busque la salvación de su esposa encima de todas las demás cosas. Si los esposos siguen esta axioma se comportarán en todo tiempo y en todo lugar, tanto en sus pensamientos como en sus acciones, como si ellos fueran el Salvador.
«Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor.»
«Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo.»
Si la esposa considera a su marido como si fuera Cristo, sometiéndose en el sentido verdadero sin miedo ni humillación ni servilismo, la relación mutua florecerá. Nuestra forma de pensar determina lo que seremos, así que de esta manera nuestro matrimonio será una relación espiritual decorada con adornos de eternidad.
En tal matrimonio no habrá rivalidad ni lucha por la posesión de las riendas, como tampoco habrá autoridad opresiva ni servicio resentido, puesto que todo está en las manos de Cristo y somos conjuntamente sus seguidores prestos y afectuosos y sus siervos gustosamente obedientes.
La mini-iglesia
Si consideramos que nuestro hogar es un anexo de la iglesia, tendremos una actitud correcta. La autoridad de Cristo predomina en la casa como entre nuestros hermanos. El marido es un hermano en Cristo para su mujer, y ella es su hermana y esposa. Este lazo doble producirá paz mental y contentamiento dentro de las paredes de nuestra casa.
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