Jericó, «la ciudad de las palmeras,» sofocándose en el húmedo calor del bajo Jordán, era el próspero centro de un valle fértil rico en arboledas de palmas, bosques de bálsamo y jardines fructíferos. Josefo la describe como una «región divina.» Además, por estar situada cerca de los vados del Jordán, era la puerta de acceso a la Tierra Prometida desde el oriente.
Pero en la coyuntura que estamos contemplando, Jericó estaba viviendo bajo la sombra de un miedo espantoso. Sus habitantes habían oído que el gran ejército israelita estaba acampado a unos pocos kilómetros de distancia, al otro lado del río, y podría haber poca duda sobre sus intenciones hostiles. Noticias del avance incontenible de los israelitas los habían precedido y los habitantes de Jericó se desmayaron de terror cuando supieron como el Señor había salvado a su pueblo del poderoso Faraón y abierto para ellos un paso en medio del mar. Después, al final de muchos años en el Sinaí, habían comenzado a marchar hacia el norte, destruyendo a su paso a los amorreos, y estaban ahora a sólo unas pocas horas de las murallas de Jericó. Rahab, el tema de la presente historia, reflejaba el terror que reinaba en Jericó, cuando dijo: «Oyendo esto ha desmayado nuestro corazón, ni ha quedado más aliento en hombre alguno.» Los acontecimientos pronto iban a demostrar cuán justificado era su temor.
Era el tiempo de la pascua judía, cuando el lino que se cultivaba en el valle había sido cosechado y estaba secándose en las azoteas de la ciudad; una temporada significativa para cruzar el Jordán y entrar en la Tierra Prometida. Esta es la primera vez que encontramos a Rahab en las Escrituras, también la primera vez que leemos del cordón de grana que la salvaría de la muerte, y de la línea de sus descendientes que había de conducir directamente al Salvador del mundo.
A pesar de sus otras actividades de teñido y tejido de lino, su nombre está inseparablemente ligado con su sórdida profesión: Rahab la ramera. La representamos como una joven atractiva y trabajadora, viviendo en una casa de azotea en el muro de la ciudad, quizá muy cerca de la puerta. Se piensa que sus padres y hermanos vivían en otra parte de la ciudad.
Su vida no debe haber sido nada tranquila, muy al contrario. Sin duda llegaban muchos viajeros para refrescarse y alojarse, y ella habría escuchado muchas confidencias y rumores, algunos de los cuales la habrían llenado de temores por la seguridad de su ciudad. ¿Qué mejor lugar que la casa de Rahab para hospedarse y escuchar todos los chismes locales, cuando el vino soltaba las lenguas, y valiosa información podía ser recogida?
Dos espías especialmente escogidos se acercaron a la ciudad sin ser detectados por los centinelas que mantenían constante vigilancia, y fueron luego absorbidos por la apretada muchedumbre de gente que negociaba sus mercancías y se ocupaba en sus diversas actividades. Los hombres llegaron a la casa de Rahab pidiendo abrigo y alojamiento para una noche. Encontraron a Rahab la ramera, una anfitriona vivaz, a través de cuya obscura vida comenzaba a brillar lentamente una firme convicción de que el Dios de Israel era el «Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra.» Esta certidumbre iba fortaleciendo la semilla de fe que ya se había implantado en su corazón descarriado.
Confianza y resolución
Ahora había llegado su hora de crisis y de prueba, la decisión importante sobre qué parte tomaría. ¿Pondría su confianza en el Dios de Israel? ¿Protegería y ayudaría a los espías en su misión de destruir la ciudad? Su fe opacó su profesión. Por sus obras ella manifestó ser una mujer de fe. Llevando a los dos hombres al techo de su casa, los escondió bajo los manojos de lino. Nada detendría su determinación de ayudar a estos hombres y promover la obra del Dios de Israel. Aquel espíritu activo y alegre fue transformado, de un sórdido cauce de pecado a una resolución dedicada, a tal grado que dijo una peligrosa mentira cuando el rey envió soldados a su casa exigiéndole que entregara a los espías. Nos preguntamos cómo el rey supo que Rahab estaba albergando a los espías. Posiblemente alguno que frecuentaba la casa, o que había visto extraños que entraron por la puerta de la ciudad sin ser descubiertos, comenzó a sospechar de ellos. Así que Rahab dijo la mitad de la verdad, algo así como Abraham antes de ella. Sí, ellos habían estado en su casa; pero se habían ido al anochecer. Si los soldados se apresuraban, podrían alcanzarlos. Así que los soldados se embarcaron en una vana persecución por el camino hasta los vados del Jordán. La puerta de la ciudad fue cerrada tan pronto como ellos se fueron.
Mientras tanto, Rahab regresó al amparo de la oscuridad, subió al techo y removió la pila de lino bajo la cual estaban escondidos los espías. Podemos figurárnosla entonces, llena de la completa seguridad de que el plan funcionaría y que la ciudad sería tomada, ya que nada detendría su ruina. Su restante ansiedad era por la seguridad de sí misma y por las vidas de sus familiares. Ella pidió a los espías que la trataran con bondad, procurando salvarse de una muerte segura. Así, habiendo prometido Rahab no delatarlos sino obedecer completamente sus explícitas instrucciones, ellos se marcharon siguiendo el consejo de ella de esconderse en las colinas durante tres días. El cordón de grana fue colgado de la misma ventana por donde ella bajó a los hombres a la seguridad, y allí colgaba un silencioso testimonio de la fe y completa confianza de ella en el Dios de Israel y en su propia salvación. Ahora todo lo que le quedaba por hacer era permanecer en la casa con su familia hasta que la ciudad fuese tomada.
Inscrita entre los fieles
Durante el espectacular preliminar a la dramática ruina de la ciudad de Jericó, podemos imaginar la posibilidad de algunos de la familia expresando el deseo de abandonar la casa en el muro para ir al otro extremo de la ciudad a ver amigos, o para ir a algún entretenimiento para librarse de la creciente tensión. Después de todo, no había habido batalla, solamente la marcha alrededor por los soldados seguidos por los sacerdotes y trompetas de cuernos de carneros, todo lo cual era más interesante que peligroso. Aun Rahab era sensible al sentimiento de fatalidad penetrando silenciosa pero progresivamente sobre su sitiada ciudad. Ella sabía que sería devastada sin piedad. Sucedió como fue predicho, y Rahab y su familia hicieron su hogar con los israelitas. Ella se casó con Salmón, príncipe de Judá, siendo su hijo Booz, de modo que David y Jesús siguieron en su línea. Entre aquellos nombres heroicos inscritos en la lista de honor en Hebreos 11, junto a Moisés, está el de Rahab la ramera, indeleblemente grabado por su fe.
¿Qué podemos aprender de tal vida? En primer lugar que Dios no hace acepción de personas. Tengamos cuidado con las condenaciones; podemos menospreciar las personas tan fácil y hasta inconscientemente. Así que fácilmente podemos suponer que una persona determinada no es exactamente el tipo al que podemos comunicar el mensaje del evangelio. ¿Quiénes somos nosotros para decidirlo? Rahab pidió a los espías que la trataran benévolamente. Cada uno de nosotros está en la necesidad de imitar su petición, ahora y ante el tribunal, diciendo al Señor: «Sé misericordioso conmigo.» Nosotros no mantenemos una casa de mala reputación, pero tenemos corazones que albergan huéspedes de los cuales estamos avergonzados. Todos debemos reconocer que algunas veces albergamos malos pensamientos, y conocemos el escrutador reto de Proverbios: «Cual es su pensamiento en su corazón, tal es él.»
El hogar de Rahab estaba sin duda provisto de todas las necesidades materiales para los cansados viajeros; pero su corazón generoso era un buen suelo para plantar la preciosa semilla de la fe, y con gozo la recibió. Sus provisiones materiales dieron paso a los adornos espirituales, fe activa, ánimo, obediencia y preocupación por los demás.
¿Qué clase de amas de casa somos nosotras las hermanas de la iglesia? ¿Qué clase de aderezos adornan nuestros estantes y alacenas interiores? ¿Estámos llenas de críticas antipáticas para las fallas de otros, condenación de su desobediencia, sin dejar espacio para el amor comprensivo y el razonamiento humilde? Cada casa tiene su propio carácter individual–no hay dos idénticoa. Cada una refleja los gustos y carácter del ocupante. Así con el ambiente, algunas casas extienden una calurosa bienvenida de la cual un cansado viajero se da cuenta inmediatamente. Siempre hay allí una palabra de consuelo y ánimo. Algunos hogares tienen una tendencia al desorden que puede producir un sentimiento de censura en la hermana orgullosa de tener una casa ordenada. Aquí ella tiene que aprender a ser tolerante. Algunos hogares tienen aquella maravillosa atmósfera de intimidad cristiana donde uno puede reposar y sentir el calor del auténtico compañerismo.
Justamente como en el mundo creativo de nuestro Padre, también en nuestro hogar el don infinito de variedad juega su parte encantadora. Pero en cada hogar, grande o pequeño o quizá de solamente una habitación, esa preciosa planta de fe debe ser alimentada; porque la fe y el amor son las verdaderas piedras de fundamento de la morada de un discípulo.
Una marca de identidad
Rahab estaba segura en su pequeña casa durante la batalla mientras aquel cordón rojo colgaba de su ventana. Lo mismo ocurre con nosotras. Nosotras también debemos ser identificadas por el cordón escarlata, aquel místico símbolo de escarlata, el acto deliberado de fidelidad para con Aquel cuya sangre vital fue derramada para que pudiéramos ser salvadas. La señal de nuestra identidad no tiene que ser una gran bandera ostentosa ondeando para que todos la vean, sino un cordón escarlata inadvertido para la mayoría de los que van de paso, pero un preciado testigo silencioso de que estamos bajo la divina protección y que nuestras vidas están escondidas con Cristo en Dios. No debemos abandonar el santuario. Una batalla fieramente disputada está rugiendo afuera, con el enemigo ahora lanzando un ataque frontal o intentando una trampa traicionera, ahora levantando un clamor aterrorizante o inquiriendo cínicamente sobre el Rey y Salvador que estamos esperando: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento?» El cordón de nuestra vida debe retener inmarcesible su vívido color escarlata, claramente visto y firmemente sujetado a nuestra ventana de esperanza.
La fe intrépida de Rahab es un ejemplo para nosotros; sin una fe similar no podemos agradar a Dios. Las posibilidades en una vida de valerosa fe son ilimitadas, pero podemos restringir su progreso con nuestras propias objeciones insignificantes y con nuestra debilidad humana. Pablo nos da su secreto: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.» Aun para comenzar a progresar es esencial suplicar a nuestro Padre que nos dé obediencia y fe. Debemos creer que Dios puede hacer más de lo que pedimos o pensamos y sabemos que esto se aplica en cualquier circunstancia de nuesta vida, ya sea un trágico desastre, una tarea difícil, o una profunda desilusión. Algunas cargas serían demasiado pesadas para llevarlas, pero de acuerdo a nuestra fe son hechas más tolerables, y la fe está ligada con el ánimo para perseverar.
Madre en una línea real
Así que nos despedimos ahora de Rahab, quien probablemente se ha ido a vivir en Belén, pueblo que está solamente a un día de camino, como a unos cincuenta kilómetros desde Jericó. Ella llegó a ser la madre de Booz, quien llegaría a ser un rico terrateniente en Belén. El encuentro de Booz y Rut, una de las grandes historias de amor de la Biblia, debe de haber sido uno de los recuerdos atesorados en los últimos años de Rahab. Ellos llegaron a ser los bisabuelos de David.
Por consiguiente, la otrora joven vivaz se convirtió en abuela. Ella le contaría una encantadora historia a su nieto Obed, de cómo fue tomada la ciudad de Jericó, de aquellos maravillosos cuernos de carnero, el arca misteriosa, todos aquellos soldados en marcha y la dramática caída de los muros de la ciudad. Pero lo que ella enfatizaría como lo más importante de todo sería la historia de aquel cordón rojo, y cómo sin él no habría habido Booz ni el pequeño Obed, a lo cual podemos agregar que el registro de la genealogía de Jesús habría sido completamente diferente.
Rahab toma su lugar con Rut, Betsabé y María en la sagrada línea real de nuestro Señor. «En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia.»
Traducido por Nehemías Chávez Zelaya
Mujeres de la Biblia
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